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Primera parte. Parecía un buen plan » 13. El malo

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El malo

Wilfredo Martins conducía su moto por las calles de Bogotá y miraba de reojo el retrovisor de forma constante. Cuando uno se dedica a lo que él, aprende a vivir con ese desorden asociado a la seguridad. Aunque al final no dejaba de ser una máxima en su oficio: siempre hay alguien que te quiere muerto.

No les faltan motivos, Wilfredo era en la actualidad uno de los asesinos por encargo más reputado de su país. Y eso tiene su mérito en un país con un índice de homicidios solo superado por Honduras, Venezuela y El Salvador.

Por las cicatrices que su cuerpo atesoraba, y aún más su negra alma, se podía haber supuesto que tenía muchas décadas de vida, pero Wilfredo Martins solo tenía veinticinco años y era conocido como el Hielo. Tenía la boca algo más ancha de lo que una cara estrecha habría tenido que encajar de forma natural. Eso lo combinaba con unas pupilas grisáceas para acabar de darle a su aspecto una visión que tanto albergaba atracción como repulsión. Solía despertar más esto último, pero con unas buenas gafas de sol siempre escondía unos ojos saltones. Gracias al dinero que ganaba con el lucrativo negocio al que respondían sus habilidades podía costearse muchas más cosas de las que el destino le tenía reservado cuando nació en aquella chabola de la favela de Bogotá.

Cuando Wilfredo tenía trece años estaba sentado en un banco de un parque del centro junto a dos amigos un año mayores que él. Ya con esa edad solo tenían un pensamiento y era saber cómo iban a llenar el estómago aquel día. En su casa no había ni electricidad y por lo tanto no había nevera a la que recurrir. El tráfico era caótico en la zona y los tres solían esperar pacientes a que algún conductor despistado dejara a la vista su cartera o su bolsa y con el botín poder saciar aquel hambre que crecía día a día más dentro de sus cabezas que de su estómago. Ese hambre se llamaba desesperanza. El pequeño Wilfredo no tenía hermanos porque los dos mayores habían muerto en una redada de la policía. Cayeron en un fuego cruzado de balas que no entiende de inocentes cuando han salido del cañón que las aloja. Su madre también había muerto años atrás y su padre gastaba todo lo que le entraba en alcohol. Líquido en el que también se había iniciado cuando se lo permitía alguna buena captura.

Los tres miraban a los coches que paraban en los semáforos y ya eran expertos en saber de quién se podría sacar alguna cosa. Cada uno tenía sus funciones asignadas. Uno se ponía delante y se dejaba atropellar a la velocidad reducida de la puesta en marcha después de un semáforo, sabiendo que rodar por un capó no suele acarrear una lesión grave. Mientras el conductor lo atendía y el segundo hacía de amigo preocupado, el tercero, que solía ser Wilfredo, se colaba en el coche y le limpiaba la cartera o lo que llevara. No siempre tenían suerte, a veces algún coche simplemente no paraba y aquel día no comían. En otra ocasión, Carlos cayó mal y se rompió el brazo. Gajes del oficio. Esas eran algunas de las aficiones más extendidas en su país. Tener algo que llevarse a la boca.

Pero aquel era un país de oportunidades y, ese día, a Wilfredo le llegó la suya.

Mientras los tres amigos estaban allí sentados esperando a que pasara la víctima propicia, se acercó un tipo vestido con traje gris, camisa blanca sin corbata, gafas de sol oscuras. Los observó un segundo y se sentó con ellos. El olor a colonia que desprendía no dejó impasible al pequeño, que no estaba demasiado acostumbrado a sentir según qué aromas. Al principio nadie dijo nada, pero había algo siniestro en aquel hombre que, sin embargo, no inquietó a Wilfredo.

—¿Quieren ganar cien dólares? —les dijo sin dirigirse a ninguno en especial.

Los tres se miraron y, como nadie ofrece esa cantidad por nada, pensaron que aquel hombre quería sexo con niños. No dijeron nada, pero ninguno de los tres había traspasado esa barrera todavía.

—No es nada sucio, no se preocupen —sonrió como si les leyera el pensamiento, mientras enseñaba su cartera.

Seguían expectantes y no se fiaban, pero Wilfredo, justo ese día, tenía mucha hambre.

—¿Dólares americanos? —preguntó.

El hombre sacó un pequeño fajo de billetes y contándolos allí mismo apartó cinco billetes de veinte. El resto lo guardó. Los tres niños pusieron los ojos como platos. Pocas veces habían visto tantos billetes juntos.

—¿Qué hay que hacer?

—Necesito a uno de vosotros. Solo a uno.

Los tres se miraron. Siempre repartían las ganancias y ahora estaban ante una perspectiva que se planteaba diferente.

—¿Ustedes han matado a alguien? —preguntó sin pestañear.

Los tres negaron con la cabeza.

—Bueno, este trabajo es solo para hombres. El que lo acepte se vendrá conmigo y nunca más pasará hambre. Al contrario: va a vivir de lujo.

No abrieron la boca.

—Muy bien. —Sacó un revólver plateado—. Estos cien dólares son para el que quiera aprender un oficio que está muy bien pagado. Pero solo necesito a uno.

—Yo —dijo Wilfredo sin dudarlo.

—Muy bien, chico, los nombres vendrán después. Solo quiero que sepa que en este oficio no se vive mucho, puede que no pase de mañana. ¿Está dispuesto?

Wilfredo observó su ropa de cuarta mano. Los agujeros recosidos en rodillas y codos. Sus zapatos estaban a punto de romper por el dedo gordo del pie derecho y sintió cómo su estómago gritaba de dolor suplicando alimento. Pensó que con la vida que llevaba quizá tampoco llegaría a muchos días siguientes.

—Yo —repitió con más fuerza. Sus amigos callaron.

—Está bien, pero la prueba era para los tres. Ustedes deciden.

—¿Qué prueba? —preguntó Carlos, que tampoco podía dejar de mirar los cinco billetes.

—Les doy a ustedes el revólver y uno tiene que matar al primero que pare en aquel semáforo. No valen mujeres ni familias con niños. Solo hombres que viajen solos.

—¿Al primer hombre que pare en el semáforo de ahí? ¿El que esté el primero? —dijo Carlos, señalando la plaza que tenían delante—. ¿Así? ¿Sin más? Pero ¿qué ha hecho?

—No ha hecho nada o todo. Eso que sea Dios quien lo decida. Así es la prueba. Así la pasé yo y así la pasará uno de ustedes o me voy y busco a otro que los necesite más —dijo, ondeando los billetes.

Ese era el punto de inflexión. Wilfredo estaba ante la que quizá era la única opción de salir de la miseria y desde luego no la iba a dejar pasar. Con un gesto rápido cogió aquel revólver y, disimulando, lo guardó debajo de la camiseta, en el pantalón.

El hombre le dejó hacer y se levantó.

—Estaré observando. Cuando acabe vaya directo a la calle del General y espere en la puerta azul. Allí tendrá estos cien y le enseñaré muchas cosas. Todas con un plato caliente en cada comida.

El niño de trece años se fue decidido hasta el semáforo. Los otros dos se quedaron en su banco mirando cómo de repente aquel amigo que habían tenido hasta ese momento parecía que caminaba de otra manera de la que ellos recordaban.

Wilfredo había decidido que ese día y con trece años ya nunca más iba a ser un niño, aquel que caminaba hacia el infierno ya era un hombre, un niño no puede hacer según qué cosas.

Se paró en el semáforo. Miró al banco donde sus amigos miraban entre el miedo y la admiración a su compadre. El hombre del traje ya no estaba allí.

Semáforo en rojo.

El primer coche que paró fue una mujer que parecía hablar con alguien que iba detrás. Justo detrás de la mujer iba un hombre solo en un Ford azul. No. Ha dicho el que quede primero con el semáforo en rojo.

Semáforo verde.

La circulación era fluida. Wilfredo iba viendo pasar a los conductores y no podía evitar pensar que el destino les estaba salvando la vida y que él era el ejecutor. ¿Tendrá lo que hay que tener? Así mataron a sus hermanos. Alguien no muy diferente a aquel tipo debía de ser el que acabó con ellos. Siguió observando. Todos tenían coche, eran ricos a sus ojos y parecían bien alimentados. Mujeres descartadas, se centró en todos aquellos hombres.

Semáforo amarillo.

Su corazón se aceleró, pero menos de lo que hubiera pensado tan solo hace una hora, cuando jamás se le ocurrió que podía encontrarse en aquella situación.

Semáforo rojo.

El coche que estaba primero era un sedán verde. Lo conducía un hombre de unos sesenta años con barba. Estaba fumando un puro. No iba solo, lo acompañaba un hombre más joven, de unos treinta. Quizá era su hijo. Qué más daba.

Wilfredo se impacientó, se acercó a la ventanilla del conductor y ni siquiera lo pensó dos veces. Disparó tres veces y solo le despistó de su trabajo la rotura de miles de trozos de vidrio que salieron disparados. Lo había alcanzado en el cuello y en la oreja. Del cuello empezó a salir sangre disparada en un chorro. Se tuvo que apartar rápido para no quedar empapado en rojo. Tenía que huir rápido de allí. Cruzó por delante del coche que ahora estaba sin conductor y no podía atropellado.

El hombre que iba en el asiento del acompañante miró a aquel niño que acababa de matar a su padre con una mezcla de miedo, desesperación y una rabia que no podía contener. Duró poco. Wilfredo se plantó delante del coche y disparó otra vez, acertando en el pecho del hombre joven, que se inclinó hacia el lado y cayó muerto al instante.

Mientras Wilfredo huía del lugar para nunca volver, pensó que puestos a matar era lo mismo uno que dos, pero eso no fue así y para su alegría se encontró que el hombre del traje gris le dio doscientos dólares cuando acudió a su cita. Su vida había cambiado para siempre. Durara lo que durara, ya no iba a pasar hambre.

Simplemente, había descubierto que la vida tiene un precio.

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