Ful

Ful


Primera parte. Parecía un buen plan » 20. El resto de su vida

Página 23 de 69

20

El resto de su vida

Wilfredo estaba habituado a cortar de cuajo el resto de la vida de muchas personas. Eso es lo que pasa cuando uno es un asesino a sueldo. Cuando le encargaban un trabajo, la vida de alguien quedaba marcada y él era siempre la última cara que algunas personas veían en su vida.

El primo de Carlos Alfonso no le quitaba ojo a pesar de que no entendía muy bien quién era aquel compatriota que ponía tan nervioso a su primo. Visto de cerca no parecía gran cosa. Delgado y de estatura media, pelo castaño corto que escondía el rizo y una boca algo alargada, con los labios finos, para una cara estrecha.

Y las gafas de sol tipo deportista que escondían el color de sus ojos.

Lo había recogido en el aeropuerto con aquel extraño cartel que le había proporcionado Carlos Alfonso, donde se leía: «Señor Albertez».

Aquel tipo no tenía cara de llamarse Albertez, ni nada parecido. Pero en algunos países sudamericanos es bastante fácil acceder a pasaportes falsos.

De hecho, no había abierto la boca y, en cuanto se había parado delante de él, mientras blandía el cartel, había dejado caer la bolsa de viaje y Ezequiel se la había recogido sin rechistar. Estuvo a punto de decirle algo, pero por una vez en su vida había recordado que siempre le reprochaban que fuera un bocazas y el tipo visto de cerca sí que daba algo de repelús.

Una vez habían salido del aparcamiento del aeropuerto y se habían puesto en camino por la A-2, optó por conducir y esperar que aquel viaje no se hiciera demasiado largo. Con sumo cuidado le dio al play del reproductor de CD y, mientras esperaba la aprobación de su viajero, empezó a sonar la canción latina, éxito del último verano en España y que ya lo había sido en Colombia el año anterior. Como no se inmutó, Ezequiel respiró hondo y se relajó un poco. El viaje no se le iba a hacer tan largo.

Wilfredo miraba a través de sus gafas de sol su primera noche en España. Pensó que era una lástima que no pudiera quedarse en Barcelona unos días para conocer aquella famosa ciudad donde juega Messi en su equipo de fútbol. Pensó que si el trabajo se centraba en la ciudad de Lleida, antes de regresar a su país se perdería algunos días por aquella city tan famosa. Una ciudad tan grande ofrece muchas posibilidades incluso a alguien que no tiene demasiados hobbies.

Esos pensamientos desaparecieron y se centró en lo más importante: el trabajo. Su contacto le tenía que proporcionar un arma y algunos cuchillos. Le habían asegurado que a pesar de que en España no es tan fácil conseguir una buena pistola, no iba a tener problemas.

La verdad es que la mayoría de muertes que marcaban su currículo lo habían sido por cuchillo. Sobre todo porque en algunos encargos su jefe pagaba más si la víctima sufría. Y nada como un buen corte para provocar dolor. Se había hecho todo un especialista en provocar el mayor de los sufrimientos. Ese dolor pagaba las facturas, que a medida que ganaba en prestigio, también lo hacía en gustos caros. Quizá sí tenía un pequeño vicio, y este eran los relojes. Había llegado a matar por un Omega Seamaster.

Tenía suficiente dinero, y ya se había alejado tanto de los sentimientos elementales que matar a una persona era como sonarse los mocos; es algo incómodo cuando tienes la nariz tapada, pero cuando te deshaces de ellos sientes como una placentera liberación. Un gesto algo molesto, nada más. Eso al principio. Después siempre acaba siendo placentero. Si no disfrutas con tu trabajo no sueles acabar bien.

Era tal el aislamiento hacia los seres humanos que a veces, y mientras se tomaba una jarra de cerveza en una zona concurrida, ya no veía a gente paseando sino insectos molestos que no liquidaba allí mismo porque no le pagaban por ello. Cuando uno se acostumbra a vivir de esta manera ya nada acaba importando más que el siguiente trabajo. Así se vive si te hacen creer desde el primer muerto que tu esperanza de vida es de cinco años. Y él ya llevaba doce.

Según sus planes de viaje para aquel encargo, le quedaban algo menos de dos horas para llegar a la ciudad donde tenía que hacer el trabajo. Se relajó detrás de sus gafas deportivas y se adormeció a ritmo de reguetón. Aunque nunca un sueño profundo. Eso no se permite en su trabajo. El chico que conducía no le prestaba atención y eso le gustó. Estaba concentrado conduciendo y tarareando en silencio aquellas canciones. Se relajó un poco y recordó las instrucciones de Salcedo.

«Quiero que lo paguen. Los que han matado a mi prima tienen que sufrir y morir. Haz lo que debas. Que Gómez te dé lo que necesites y después regresa, que hay trabajo».

Siempre hay trabajo. Hasta ahora se había movido por toda Sudamérica y un poco de Europa, y había matado ya en ocho países distintos. Eso había estado bien. No dejaba de ser turismo.

En el asiento de atrás del coche, Wilfredo pensaba en la suerte que tenía de tener aquel trabajo que le permitía viajar.

Ir a la siguiente página

Report Page