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Segunda parte. El plan » 29. ¿Qué me he perdido?

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¿Qué me he perdido?

Esa misma mañana, Ezequiel conduce su coche por la vía comarcal C-243, conocida como la carretera de las putas. Esta lleva desde Martorell a la ciudad de Terrassa. Es una vía muy estrecha y llena de curvas que el primo de Carlos Alfonso intenta no coger muy fuerte para que su viajero no se queje.

Wilfredo mira por la ventana y examina a las mujeres que ve en algunas curvas de la carretera sin entender muy bien qué están haciendo allí. Son horribles y casi parecen tíos. Nada que ver con la rusa que la noche anterior se benefició en aquel club a gastos pagados. ¿Podía ser que alguien pagara por los servicios de aquellas fulanas? La respuesta era obvia. Allí estaban a diario debajo de un parasol y sentadas en una silla de plástico. Si había oferta era porque también debía de haber demanda.

La información que les habían dado parecía que era buena y tenían una dirección donde dar el primer paso. Cuando pagas y amenazas se suele decir la verdad, y esta los había llevado a la ciudad de Terrassa. El principio del camino hacia la restauración a la ofensa a su jefe. Esa era su función. Era el terminador de los encargos más sucios de su patrón y se le daba muy bien.

Cobraba por el trabajo y no por los muertos que eso le llevara. Solo tenía una regla y la había aprendido de su mentor. Nunca aceptaba encargos en que el objetivo fuera una mujer o un niño. Solo mataba a estos si por desgracia eran testigos de la muerte de sus objetivos. La regla principal de su trabajo era que jamás nadie pudiera identificarlo. Siempre que matas a alguien, automáticamente te creas un enemigo. Es ley de vida. No todos están en disposición de poder vengar una muerte, pero si no saben a quién odiar, y sobre todo, si no pueden ponerle cara, te aseguras de que no puedan focalizar su odio en ti. Este siempre irá a quien ordenó la muerte y se olvidarán del que apretó el gatillo, asestó una puñalada o le dio un empujón al vacío.

Con esas reglas llevaba doce años en un oficio del que pensaba que no podría durar más de cinco. Eso le dijo su mentor y no lo engañó. Murió justo cinco años después de acogerlo. Se puso de parte del contrincante de Salcedo cuando este ascendía en el cártel. Wilfredo, que ya tenía dieciocho, leyó bien por dónde iba a ir el clan y apostó por el caballo ganador. Aquel hombre que lo había sacado de la pobreza extrema y le había enseñado otra forma de vivir se dio cuenta de su error cuando el propio Wilfredo le metía una bala en la cabeza. Era Wilfredo el Hielo o Iceman, como lo conocían algunos.

Cuando entraron en Terrassa se dirigieron directamente a un bar propiedad de uno de los mayores traficantes de la zona. Se encargaban casi por completo de la entrada de hachís procedente de Marruecos, pero no le hacían ascos a la coca y menos si esta venía con aquel precio tan asequible.

Craso error.

En el barrio de Can Anglada vive una gran población de inmigrantes procedente de Marruecos y Argelia. Nada más que gente que intenta salir adelante en un país que se recupera demasiado lentamente de una crisis económica y seguramente de identidad.

Pero si los propios dirigentes se estaban llenando los bolsillos a costa del sistema, ¿por qué no hacerlo los ciudadanos?, pensaba Rachid.

Desde aquel barrio, operaba para la introducción del hachís. No le quedaba mucho para poder retirarse de vuelta a su país, donde se estaba construyendo un verdadero palacio. Cuanta más crisis, más consumo de drogas.

Los dos kilos de coca que le habían ofrecido a tan buen precio ya estaban colocados, y el dinero, transferido a una de sus cuentas en Andorra. Siempre lo hacía a través de uno de sus sobrinos que habían llegado a España en busca de una oportunidad que él le había dado.

Este trabajaba en el bar y con eso había podido regularizar sus papeles y se encargaba de los pequeños transportes. El dinero salía bien y solo era cuestión de horarios. Un guardia civil de la frontera en nómina y ya tenías asegurada una vía de entrada y salida del país. O droga para Francia o el dinero que iba colocando en el banco andorrano.

El bar daba pérdidas, o sea que aún se las apañaba para que Hacienda le devolviera dinero. «Ingeniería fiscal», le había dicho su abogado que se llamaba. Si lo hacían los ricos, ¿por qué no iba a hacerlo él?

Rachid se estaba tomando un té con menta en una de las mesas de su bar mientras su sobrino estaba en la barra. También estaba allí su hombre de confianza, conocido en el barrio por Ahmed, el Ogro. Medía cerca de metro noventa y le daba a las pesas con esmero. Contrastaba con Rachid, que era más bien bajo, con bigote, el pelo canoso y un sobrepeso acuciante. El sobrino, en cambio, y haciendo gala de su juventud, era muy delgado y de aspecto casi enfermizo. Con el pelo negro muy ondulado y piel clara, ofrecía la imagen del joven de barrio marginal en una ciudad grande. No destacaba en exceso y eso ayudaba a pasar más o menos desapercibido.

Sobre todo de la pasma.

De toda, menos de un grupo de agentes de paisano de los Mossos que eran conocidos en el barrio como Los Calvos. Todos iban rapados al uno y tenían a raya a los pequeños delincuentes de la ciudad. De esas cribas siempre se escapaba Rachid, porque básicamente había aprendido que si se alejaba de la chusma y de los que robaban en los coches o metían algún tirón, esos cazadores de la pasma los dejaban en paz.

En la mesa del bar también había un paisano que se tomaba un café y unas pastas marroquíes que a veces hacía el propio Rachid. Eso lo distraía de sus obligaciones en el lucrativo negocio del tráfico de drogas a gran escala, que le dejaba pocas horas libres. Estas las aprovechaba para cuidar el barrio a su manera.

Aquella era una mañana más en su mundo.

Por la puerta apareció un cliente. Al entrar en el bar a contraluz no pudo distinguir bien quién era. Parecía un compatriota, pero cuando empezó a acercarse tenía un caminar que no le sonaba de nada. Rachid se fijaba en muchas cosas.

Era un chico joven que llevaba unas gafas de sol deportivas. Vestía con una chaqueta azul oscuro, un pantalón negro y llevaba una pequeña bolsa de deporte negra a la espalda. Se dirigía hacia donde estaba él con caminar seguro y se sentó en la silla, en su mesa.

El Ogro se acercó hasta él y se puso a su lado. El chico de las gafas de sol sonrió con aquella boca alargada.

—¿Es usted Rachid?

—¿Quién lo pregunta?

—Un cliente —respondió con un acento sudamericano que rápidamente identificó Rachid.

No solía tener negocios con ellos porque básicamente trataban mercancías bien diferentes, pero seguro que no era un poli. Rachid los olía a distancia.

—¿Comprador o vendedor? —preguntó Rachid.

—Represento a un importador.

—Pues soy Rachid.

Wilfredo se levantó de la silla como un rayo, tirándola al suelo, y sacó un arma de detrás de la cintura. El Ogro hizo el intento de sacar un machete que también escondía en la espalda, pero la velocidad del chico era endiablada. Le disparó en la frente y se giró de inmediato. Sonó otro disparo sordo que también aterrizó en la cabeza de aquel señor mayor que se estaba comiendo una pasta y que se quedó congelado en el aire un instante. Casi al mismo tiempo, los dos hombres abatidos cayeron al suelo y la pistola ya apuntaba a la cabeza de Rachid.

—Usted, el de la barra. Levántese o voy a buscarle —dijo con seguridad el Hielo sin dejar de apuntar a Rachid.

El sobrino asomó la cabeza poco a poco y, temiendo que automáticamente se la volara, se incorporó con los brazos en alto. Abrió los ojos como platos ante la vista que ofrecía el bar.

—Vaya a la puerta y baje la persiana. Puede intentar salir corriendo si cree que es más rápido que una bala.

Miró a su tío, que con la cabeza asentía para que hiciera lo que decía aquel hombre. Pasó caminando por el lado de la mesa donde estaba Rachid, quieto como una estatua, mientras el tipo le apuntaba a la cabeza. No podía ver dónde miraba porque los espejos de sus gafas de sol ocultaban sus ojos. Casi no parecía respirar.

Bajó la persiana y esperó a que le dijera qué tenía que hacer.

—Venga para aquí y siéntese en esa silla —le dijo, señalando una que había al lado de su tío.

Al bajar la persiana, el local se había quedado en la penumbra. Wilfredo se quitó las gafas y los dos hombres contemplaron aquellos ojos saltones sin poder identificar el color.

—¿Por qué has hecho esto? ¿Quién eres?

Wilfredo no respondió. Cambió de mano el arma y les siguió apuntando con la izquierda. Con la diestra sacó cinta de embalar industrial de la pequeña mochila negra y ató a Rachid a la silla de pies y manos, y después hizo lo propio con el sobrino.

Luego se sentó delante de ellos y los miró. El chico joven temblaba. El Hielo observó con satisfacción que por la pierna derecha, que tenía atada a la pata de la silla por el tobillo, bajaba un líquido amarillento que hacía un pequeño charco en el suelo. El mayor no decía nada.

Por primera vez en su vida, Rachid tuvo miedo.

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