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Tercera parte. El golpe final » 62. Se han acabado las pesadillas

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Se han acabado las pesadillas

Carlos Alfonso miraba a su primo, que aun estando muerto parecía sonreír escuchando música con sus cascos puestos. La expresión del Gorila, sin embargo, era de auténtico sufrimiento. Ese tiro en la entrepierna le debió de doler a rabiar. Ante esa visión, Carlos Alfonso hizo un gesto involuntario de protegerse sus partes y se volvió hacia el cuerpo del español que yacía ejecutado en medio del comedor. Sacó la foto de los dos hombres que buscaban y miró su cara. No tenía dudas. Y no las quería tener.

—Bueno, Wilfredo, ya está.

—Este es uno de ellos. Seguro. Además es el del coche. Pero el otro… Aquel del aparcamiento tengo alguna duda —le respondió el Hielo.

—Lo es. Mi contacto con la pasma me lo ha asegurado. Las investigaciones se acaban aquí para ellos. Y no hay ninguna mujer. Lo han comprobado. Ya están muertos. Y Salcedo, vengado.

—Entonces págale.

—Sí, claro.

—Todo.

—Sí, sí, ya sé que Salcedo siempre cumple. Yo hago lo mismo. De hecho, ahora mismo le están llevando la pasta al sitio acordado. No se preocupe.

—Muy bien, pues casi he acabado aquí. ¿Cuál es el plan ahora?

—Hay que pegarle fuego. Me lo ha dicho el de la pasma. Me sabe mal por mi primo, pero ya le enviaré unas flores a tía Engracia.

—Con eso, ¿la organización está a salvo de la poli? ¿Con fuego?

—Sí. Nada nos relaciona con las rutas de entrada de droga a Europa. Dígale a Salcedo que la ruta principal está libre y sigue buena.

—Bueno, eso lo decide el patrón. Ya tú sabes.

—Sí, pero como yo no lo veré, quizá podría…

—No hablo con él nada de eso. Venga, dígale a su amigo ese de fuera que traiga los bidones de gasolina y acabemos con esto.

—Sí, sí, vamos.

Carlos Alfonso salió de la casa y le hizo una señal a un chico joven que esperaba en el coche. Este sacó del maletero dos garrafas y las llevó a la entrada. Wilfredo le dijo que las dejara en la puerta y que esperara en el coche. Este obedeció.

El propio Carlos Alfonso cogió uno de los bidones y empezó a rociar los cadáveres y los muebles. Le molestaba el olor a gasolina, pero no iba a discutir con el Hielo, que también estaba rociando la casa. Cuando acabó, tiró la garrafa al suelo y dijo:

—Ya está.

Wilfredo se quitó las gafas deportivas y observó a su alrededor. Estaba acostumbrado a ver la muerte y parecía recrearse. Rebuscó algo en el bolsillo.

Pero no sacó un encendedor.

—Aún no. Salcedo no te perdona.

El Hielo le pegó un tiro en la nuca.

Después sonrió y le habló al cuerpo sin vida de Carlos Alfonso.

—Nadie me ve los ojos y vive.

Lentamente, pasó por en medio de los cadáveres y, ahora sí, encendió una cerilla.

La casa ya estaba en llamas cuando el Hielo y el chico joven conducían lejos de allí a ritmo de reguetón que el propio Wilfredo había puesto en el reproductor de CD.

El primo le caía bien.

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