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Segunda parte. El plan » 45. Nunca es tarde para la venganza

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Nunca es tarde para la venganza

Arturo llegaba a las once de la noche al parking de la calle Aribau, en pleno centro de la zona alta de Lleida. Su lugar de trabajo era la vigilancia de un aparcamiento privado que da servicio a un hospital y por las noches a los clientes de la zona de copas. Existen otros aparcamientos algo más céntricos, pero este daba un buen servicio y no tenía excesivos clientes. Eso significaba pocos problemas y, en definitiva, ir allí a pasar la noche y tener como máximo objetivo que no lo pillaran durmiendo.

Después de darle el relevo a su compañero Carlos, sacó su termo de café y se sentó delante de las cámaras de vigilancia. Le dio un buen trago a la taza con el líquido negro y amargo y ojeó el diario deportivo que se pasaban de turno en turno y que cuando llegaba al suyo de la noche ya estaba bastante manoseado.

Aquella jornada no prometía nada fuera de lo común y pensó que una vez pasadas las tres de la mañana, cuando el tránsito de vehículos fuera residual, podría ponerse a repasar el plan de Ful, o del tal James. Qué más daba. La cosa no pintaba mal y, aunque siempre has de correr un riesgo, Jessi bien lo valía. Pensó que si tenían suerte en el banco podría haber suficiente como para poder retirarse una buena temporada, montar un pequeño negocio o simplemente perderse con Jessica. En todos sus pensamientos, ella era el único denominador común. En cualquier caso, siempre estaba presente, bien debajo de una sombrilla con aquel escultural cuerpo o de dependienta de su propio negocio.

En aquellos momentos, a lo que aspiraba era a llevarla algún fin de semana a la playa y poco más, y eso le generaba todo tipo de dudas. ¿Y si conocía a alguien más guapo, o más rico? O simplemente a alguien que la llenara más que él. Esos pensamientos lo llevaban directamente a cometer un atraco a un banco. Era eso o arriesgarse a perderla, y eso no estaba dispuesto a hacerlo.

Pasadas las doce de la noche abrió su mochila y sacó un bocadillo que se había comprado por la tarde. Normalmente se lo hacía en casa, pero aquel día, después de la reunión, no había tenido tiempo de preparárselo. También observó la Taser que llevaba siempre consigo. Era un arma ilegal para un vigilante nocturno, pero en ningún caso era una pistola que le pudiese dar algún quebradero de cabeza.

Solo la había utilizado una vez y se había convencido de que era mucho más útil que los espráis de defensa que sí estaba autorizado a llevar. Los que eran efectivos también estaban prohibidos.

Mientras le daba bocados al pan con tomate y fuet de Vic, observó cómo un hombre entraba al aparcamiento a buscar su vehículo, que debía de estar estacionado en aquella misma planta. La máquina de pagar y validar el tique se encontraba al lado de la cabina de vigilancia. Dejó el bocadillo a un lado y observó la maniobra del hombre por si necesitaba de su ayuda. No quedaba muy bien atender a nadie con la boca llena. El hombre daba la impresión de ser algo patoso y además iba bebido. Parecía no saber meter el tique en la ranura.

Arturo cogió las llaves y abrió la puerta de su cabina, que lo separaba de la zona del aparcamiento. Se acercó al hombre y comprobó que efectivamente no lograba encajar el papelito.

—Oiga, quizá es mejor que coja un taxi, amigo. No creo que esté en condiciones de conducir, y como le dé a una columna o a otro coche tendremos la noche liada.

El hombre, que pareció ignorar su comentario, siguió intentando meter el papel en la máquina.

—Oiga, le repito… —dijo Arturo, observando más de cerca a aquel tipo y viendo que no intentaba meter un tique, sino un papel arrugado. Además, como llevaba unos guantes de piel, era incapaz de acertar en la ranura.

Para colmo llevaba unas gafas de sol deportivas.

El hombre se giró con un movimiento rápido y sacó una pistola que puso en la cara de Arturo, que no pudo más que levantar las manos y asustarse.

Asustarse de verdad.

—Métase dentro —le dijo el hombre armado con claro acento sudamericano.

Arturo entró en la cabina y el hombre siguió apuntándolo a la cabeza.

—Cierre la puerta del aparcamiento. Que aquí no entre nadie más por un rato.

La puerta enrejada bajaba lentamente. Como a esas horas no había clientes del hospital, solo irían a recoger el coche los que estaban de fiesta por la zona. Sabía que no tendría mucha ayuda.

Mientras le daba al botón observó al sudamericano. Le apuntaba con una pistola semiautomática. Él sabía reconocer una buena pipa. No hacía falta ser muy listo para saber quién era aquel hombre. Tenía muchas preguntas que iban a quedar sin respuesta. Más bien, iba a ser él quien las diera.

El hombre dibujó una extraña sonrisa. Casi una mueca.

—Usted y yo tenemos que hablar.

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