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Tercera parte. El golpe final » 57. Algo de suerte

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Algo de suerte

Carlos Alfonso esperaba que el asunto acabara pronto. La cosa no iba mal y hasta pudiera ser que el Hielo ya se hubiera cargado a uno de los cabrones que lo habían metido en aquel lío. Si tenía suerte, solo tenía que confirmar que el vigilante del aparcamiento era uno de ellos y ya solo faltaría el segundo. Si podía, incluso lo convencería de que no había ninguna chica implicada y así igual se iría antes.

Empezaba a pensar que en breve quizá podría volver a empalmar y cepillarse a otras cuantas españolas deseosas de correrse una juerga de coca gratis y sexo como acompañamiento. Hacía muchos días que eso no ocurría y ya lo echaba demasiado en falta. Hasta podía ser que necesitara alguna de esas pastillas azules a las que recurría de vez en cuando.

Ese ánimo lo había llevado a enviar a su primo Ezequiel y al Gorila a controlar el piso del Seca, mientras el Hielo esperaba más información y así poder acabar el trabajo. Y si el primo era hábil, hasta podía ser que se ahorrara aquella pasta prometida. Aún se podía salir de aquello con lo mínimo y solo pagando a la pasma, que además le aseguraban que el vigilante de seguridad muerto era uno de los asaltantes.

Wilfredo se lo tomaba todo con relatividad y no se iba a ir de allí hasta haberlo controlado y comprobado todo. A pesar de ser un asesino cruel, sabía que era un hombre de palabra y que por eso Salcedo confiaba mucho en él. Si de verdad ya se había cargado a uno, una vez localizado y muerto el segundo ya no tendría nada que hacer allí y se volvería a Colombia dejándolo con sus fiestas y su vida fácil.

Por eso, su primo y el Gorila estaban allí esperando a que se acercara el coche de la fotografía y el tipo. Los dos sudamericanos se encontraban en una plaza muy cerca del bar Avenida y con la música a poco volumen para no llamar demasiado la atención.

Jose y Jessi llegaban a Lleida sobre las seis de la tarde, después de parar en varias áreas de servicio para ir lo más lento posible y no llamar la atención. Solo hacía unos minutos que Ful había podido contactar con ellos y Jessi ya volvía a respirar con tranquilidad.

El plan no había sido un éxito porque el Pelota estaba trincado y, aunque le había repetido infinidad de veces que no rajara, hasta pasados unos días no podían dejar de estar seguros. Seguían con el plan, que era reunirse por la noche en la torre de los padres del Pelota y confiar que este no los traicionara.

Jose se empeñaba en cambiar de sitio, pero Ful estaba seguro de que no los vendería. Jessi se quedó en su piso de la calle Isern en el barrio de la Bordeta y unas horas más tarde se reunirían todos en aquel lugar.

Los padres del Pelota no iban allí nunca, pero además, esa noche, con toda probabilidad, estarían viajando a Barcelona a ver a su hijo detenido, que por muy desgraciado que fuera jamás iba a dejar de serlo. Y aunque era algo que nunca iban a saber, la detención por un delito terrible como era un atraco directamente lo situaba fuera del alcance de los colombianos. Tal y como estaban las cosas, era difícil que alguien lo relacionara con el asunto.

Jose decidió pasar por casa para cambiarse y dejar a punto la maleta antes de irse a la torre del Pelota a esperar a Ful, que en ese momento viajaba en tren para reunirse con el grupo. Lo tenía todo preparado para desaparecer.

No vio cómo un coche con dos hombres estaban atentos a sus movimientos.

Ezequiel y el Gorila vieron pasar a su objetivo. El vehículo aparcó a unos cincuenta metros. Vieron cómo se bajaba un hombre que se metía veloz en un portal sin dejarles tiempo a pensar qué hacer en aquel momento. Decidieron esperar a que fuera más tarde para actuar.

Una hora después, y cuando los colombianos ya salían del coche dispuestos a entrar en el portal, Jose salió afuera y se dirigió de nuevo hasta el vehículo de su padre. Se había pegado una ducha y le había prometido a su madre volver después de cenar. Se dirigió a su encuentro con la banda. En breve iba a desaparecer para siempre y ni su madre se iba a preocupar por él. Eso se decía a sí mismo para su consuelo interno ante su marcha a lo desconocido. Ni se fijó en aquel coche que seguía aparcado calle abajo donde dos hombres no perdían detalle de sus movimientos. Arrancó y puso tierra de por medio.

Los dos colombianos se apresuraron a entrar en su vehículo y se dispusieron a seguirlo. El primo, mientras conducía, envió un mensaje de texto desde el móvil.

Desde la ventana de su piso, el padre de Ful observaba aquellos acontecimientos extraños en la calle y vio cómo Jose, el amigo singular de su hijo, salía de la plaza con el coche de su padre seguido de otro que llevaba allí toda la tarde.

Se sentó de nuevo en su silla y se encendió un cigarro. Observó el viejo comedor, las sillas vacías, las pastillas para la artrosis, las otras cajas de pastillas que allí seguían hacía meses. Quizá era hora de volver a pagar a alguna mujer para que limpiara un poco la casa. Miró la calle de nuevo.

Soledad.

Miró el reloj.

«¿Dónde coño está mi hijo?».

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