Ful

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Tercera parte. El golpe final » 60. Necesito la ayuda de mi amigo

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Necesito la ayuda de mi amigo

Pepe ha venido solo. Está sentado en una silla mientras Jose y yo le soltamos aquella ristra de mentiras con la esperanza de que solo crea que le mentimos en los detalles y decida que con eso no tiene un caso sólido y resuelva ayudarme. Va mirándonos a los dos, aunque no se fija demasiado en Jose. No se caen bien y los dos lo saben. Pero allí estoy yo, para unirlos con un pegamento de lo imposible. Un pre-pedófilo y un madero de calle.

Va arqueando las cejas y yo modero las mentiras en función de lo altas que las va poniendo.

Cuando acabo, como es lógico, tiene mil preguntas. Hemos acordado con Jose que si no le pregunta directamente, mejor solo hablaré yo. Cuando mientes, es mejor que solo haya una versión, para no contradecirse.

Pepe resopla.

—Está bien. Me decís que habéis entrado a robar en casa de los padres del Pelota.

—No a robar. Tenemos llave —le aclaro, enseñándosela.

—Ya. El Pelota, que está trincado en Barcelona por intento de atraco vestido de mosso. Por cierto, los de atracos de Barna me han enviado una foto porque se lo están pasando en grande con el atracador regordete que se le saltaban los botones del uniforme. Por suerte para él llevaba una pipa de juguete y ni siquiera ha llegado a entrar en el banco. De hecho, no ha podido ni gritar: «¡Esto es un atraco!». Va a tener suerte, pero una temporada en la trena no se la quita ni Dios.

Jose y yo nos miramos e intento no sonreír y que no se me note que estoy algo aliviado.

—Ah, ¿y os he contado que en tres bancos de los alrededores sí han llegado a entrar?

Se pone serio.

—Sí, una chica que, por cierto, se ha llevado mucha pasta. Creo que medio millón.

Intento no poner una cara rara, pero noto que Jose se pone tenso. Pepe está jugando sus bazas y no podemos caer en ellas. Puede ser una treta decir mucha más pasta de la que en realidad hay para observar nuestras reacciones. Sigue hablando.

—Ochenta mil el segundo y el tercero se ha ido de vacío, pero eso sí, este ha enviado a dos empleados al hospital. ¿No sabéis nada?

—No, Pepe, te lo juro —le digo—. Por eso estábamos aquí, últimamente el Pelota iba con gente muy extraña. Tendrá nuevos amigos y lo habrán ayudado. ¿Crees que estaríamos aquí si tuviéramos esa pasta? ¿Crees que te hubiera llamado, de ser culpables?

Se levanta y se da la vuelta.

—Uf, amigo. Llevamos una semana que nunca olvidaremos. Esto no puede estar separado de mi caso de doble asesinato. Ya te lo conté.

—Pues igual esto es un ajuste de cuentas entre ellos, Pepe.

—Claro, y os ha pillado a vosotros de por medio.

Los tres callamos y Jose empieza a ponerse blanco.

—Pepe, esta es nuestra historia y Jose necesita ver a un médico. Tú decides.

Se vuelve y observa los cuerpos de los dos hombres que yacen inertes en el suelo. Respira hondo y saca el móvil.

—Está bien, Ful. Vamos. Tú —le dice a Jose—, levántate del sofá, anda, que como sigas perdiendo sangre no llegas al hospital. Yo te llevo.

Jose obedece a regañadientes, pero nota debilidad y sabe que está perdiendo demasiada sangre. Se levanta del sofá y yo también. Lo miro y me indica que puede andar solo y se adelanta.

Nos vamos.

A pesar de todo, aún puede acabar bien. Con esa posibilidad, solo me viene a la cabeza ella. Jessi. Cuánto ha sufrido, y yo esta vez no he podido salvarla. Ya no es una niña. Y yo ya no soy su salvador. Nunca ha sido Urna Thurman, ni yo Travolta. Nunca lo fui.

Caminamos hacia la puerta y eso es lo que importa. Después de todo, aún podemos ser libres.

De repente, todo se vuelve negro. Una explosión cercana, casi en mi cara, me aturde los oídos. Los ojos me queman y no comprendo qué pasa. Me agacho instintivamente y me tapo las orejas. A mi lado un cuerpo cae y la situación se vuelve caótica.

Eso ha sido un disparo.

Silencio.

Un pitido me sacude el oído derecho. Me incorporo lentamente. Solo sigo esperando que suene otra explosión y me sumerja en la oscuridad. Pero no ocurre. Poco a poco me levanto y todo parece algo más claro.

Me giro y veo una imagen que jamás olvidaré. Una figura se alza delante de mí y sostiene una pistola en la mano. Estoy aturdido y no atino a verle la cara. A mi lado ha caído un cuerpo y solo puede ser el de un amigo.

En aquella habitación estaban mis dos mejores amigos.

Sigo sin comprender qué pasa cuando veo a Pepe el mosso sosteniendo el arma en alto.

Jose está tendido en el suelo en un charco de sangre.

Sencillamente, ha sido ejecutado.

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