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Segunda parte. El plan » 31. Decisiones importantes

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Decisiones importantes

Wilfredo observaba a Rachid, que llevaba dos minutos imaginando qué podía querer de él lo que a todas luces parecía un asesino profesional sudamericano.

No tenía tratos con ellos. Jamás se habían interesado por el negocio del hachís, principalmente porque eran proveedores de cocaína desde la misma plantación. Su sobrino estaba desencajado y no podía apartar la vista del Ogro, que yacía allí tirado en el suelo encima de un charco de sangre.

Al joven le temblaba la pierna derecha y el pie le bailaba involuntariamente repicando en el suelo. El chico de los ojos extraños había dejado el arma en la mesa y los contemplaba sin expresión. De repente sacó un cuchillo y lo clavó en la mesa. Los ojos del sobrino se le iban a salir de las órbitas. Bajo el trozo de cinta americana que le tapaba la boca dejó escapar un chillido corto y mudo.

El Hielo cogió el cuchillo por el mango y se acercó al sobrino, que no sabía si chillar o llorar de desesperación. Lo cogió por el antebrazo y poco a poco y muy lentamente le empezó a cortar el brazo como el que está cortando una loncha de jamón directamente de la pata. Luego, sin prisa, quitó el trozo de carne que había rebanado del brazo del sobrino. La sangre brotaba a borbotones y fluía entre los dedos de los guantes de piel negra que se había puesto Wilfredo minutos antes. No parecía inquietarle el rojo.

Los gritos ahogados de dolor del muchacho estaban taladrando la cabeza de Rachid, que no comprendía nada. A él no le había tapado la boca y seguía esperando a que el chico que parecía el demonio de los cristianos le dijera por qué estaba haciendo aquello.

Dejó la loncha en la mesa suavemente. El sobrino lloraba con todo lo que su interior podía soportar y en algunos momentos estuvo a punto de desmayarse.

—No es tan doloroso como parece, ¿sabe? —le dijo a Rachid.

Este lo miraba aterrado mientras volvía la vista a su sobrino, que rabiaba de dolor.

—En serio —sonrió Wilfredo—, lo que nubla la mente es no saber qué puedo hacerle después.

—¿Qué es lo que quieres? Lo haré.

—Lo sé.

—¿Quieres dinero? Aquí tengo quince mil euros, pero con unas llamadas puedo conseguir mucho más.

—No necesito su dinero. Me pagan muy bien. Lo que ha visto hasta ahora es para ahorrarnos tiempo. No me gusta preguntar dos veces. Ahora sabe lo que puedo hacer.

—Haré lo que quieras, pero no le hagas daño al chico. Es bueno.

—¿Robaron dos kilos de coca de mi jefe en Lleida?

Rachid parecía sorprendido, pero enseguida comprendió.

—No, no, te lo juro, no robamos coca. Nunca robamos droga. Es nuestro negocio.

—¿Mataron al negro y a la chica de la coca de Lleida?

Esas palabras se quedaron marcadas en la mente de Rachid. Era listo. No te haces rico en un negocio donde tienes que saltarte un montón de leyes si no eres algo inteligente. Ahora estaba comprendiendo que no lo había sido suficiente. Aquellos dos kilos de coca a tan buen precio le iban a salir muy caros. Pero no había sido él. Tenía una oportunidad.

—No. Te lo juro, no fuimos nosotros. Solo compramos la coca, no sabíamos nada de esos muertos. Te lo juro.

—Bueno, necesito algo más. No es que no le crea, pero ya me entiende. No le puedo decir eso a mi jefe. ¿Le corto una loncha para usted? —le dijo mirando al sobrino—. Una vez, a uno se la hice comer.

—No, por favor. Tengo pruebas.

—¿A quién le compraron, entonces?

—No sé sus nombres, dijo que se llamaba Juan, pero tengo fotos.

Wilfredo no contestó y cogió de nuevo el cuchillo.

—No, por favor. En el móvil, en el móvil. Saqué fotos de ellos. Están allí —imploró, señalando el bolsillo del pantalón.

El colombiano, sin dejar el cuchillo, rebuscó y sacó de él un Iphone 6 y miró a Rachid.

—8, 5, 6, 9. Contraseña —dijo el marroquí.

Wilfredo se sentó de nuevo en la silla y comprobó lo que decía Rachid.

En el aparato se podían ver, en unas fotos guardadas en el «carrete», a dos personas que iban en un coche todoterreno. Eran dos hombres. Uno se quedaba más en el fondo, pero se veía claramente que llevaban una bolsa de color azul que efectivamente era la misma que Carlos Alfonso le había descrito. En ella, él mismo había puesto los dos kilos de coca y se la había dado a la prima para que llevara aquel paquete. El moro no le mentía.

—Me quedo su móvil.

—Sí, sí, por supuesto. Te lo regalo. Lo siento, amigo —dijo Rachid, intentando sacar una sonrisa y algo de complicidad con el hombre.

Wilfredo se levantó de la silla, guardó el teléfono móvil en el bolsillo y miró a los dos hombres, que seguían atados a las sillas.

Rachid aún sonreía cuando una bala le atravesó el cerebro. En un gesto rápido, abrió fuego y, con dos certeros disparos en la frente, mató al instante a los dos traficantes de hachís.

Se acercó a la barra y observó que en ella no había lo que en otros bares adorna las estanterías. No había botellas con alcohol. Se metió en la cocina y allí sí encontró guardadas, en unos armarios, unas botellas de whisky y de bourbon. Y de las caras. Las cogió todas y las llevó a la zona de las mesas. No se entretuvo en buscar el dinero de Rachid, no le hacía falta y tampoco se podía entretener demasiado. Allí, delante de aquellos cuatro cadáveres, abrió la de whisky y dio un buen trago. Había acabado el trabajo y no tenía que conducir. Después, en una especie de brindis por los cuatro desgraciados, les echó encima el resto de las botellas y las dejó en el suelo. Se acercó a la puerta y se encendió un cigarro antes de salir. Subió lo suficiente la persiana y miró a ambos lados de la calle. Tiró el cigarrillo encendido dentro y cuando vio que prendía se alejó de allí en busca de Ezequiel, que lo esperaba tres calles más abajo.

Cuando el Hielo subía al coche, el primo de Carlos Alfonso no se atrevió a preguntar. Arrancó y se puso en marcha por las calles de aquel barrio donde vivían tantos inmigrantes subsaharianos. Antes de salir de la zona, se cruzó con dos camiones de bomberos. Wilfredo se quitó los guantes de piel y los metió en un bolsillo de su mochila de viaje. Allí también iban su arma y algunos cuchillos. Ezequiel no se atrevió a preguntar. Pensó que si su trabajo era conducir, mejor dedicarse a eso. Le había indicado dónde estaba su objetivo y dónde lo esperaba. No tenía que hacer nada más.

Miró de reojo a aquel hombre, pero sus gafas de sol le impedían que pudiera verle los ojos. Volvió la vista a la carretera y le dio al play. Algo más de reguetón y el viaje se haría más corto. El Hielo no abrió la boca. Ni una palabra desde que habían salido de Lleida.

El trabajo había terminado. En pocos minutos se perdieron de nuevo por la carretera de las putas. Los Mossos d’Esquadra de Terrassa, alertados por los bomberos que habían acudido a un bar de Can Anglada a sofocar un incendio, se encontraron con un escenario dantesco. Allí, los investigadores de los Mossos se iban a encontrar con cuatro cadáveres; tres de ellos, conocidos traficantes.

La cuestión era quién le había hecho eso a Rachid.

Esa pregunta podía quedarse perfectamente sin respuesta.

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