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Segunda parte. El plan » 47. Alguien nos está cazando

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Alguien nos está cazando

Arturo desvió la vista hacia su bolsa de trabajo y ahora lamentaba que en lugar de una Taser allí no hubiera un arma de fuego. Estaba sentado en su silla. Aquel hombre actuaba con mucha seguridad. Le había atado las muñecas por detrás con sus propias esposas.

El sudamericano se había quitado las gafas de sol deportivas y lo miraba con unos ojos que destilaban muerte. Se lo estaba tomando con calma y eso aún lo estaba poniendo más nervioso. ¿Cómo había dado con él? Un sentimiento de rabia extrema lo recorrió. ¿Y si había dado con Jessi? ¿Y si esta, después de las torturas que le hubiera infligido, no había podido más y lo había delatado? ¿Y si ya estaba muerta? La ira le inundó los ojos y el hombre que tenía delante lo miraba sonriente.

—Vamos, parsero, que aún no he empezado —le dijo.

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me haces esto? Si quieres la recaudación, llévatela —le contestó Arturo, intentando desviar la atención, aunque sabía muy bien quién era aquel hijo de puta.

—¿Dinero? No, brother, no quiero su dinero. Quiero nombres.

—¿Nombres? ¿De quién?

El Hielo se acercó lentamente a la silla y sacó un cuchillo de la espalda. Era un machete militar con doble filo y empuñadura negra. Había guardado la pistola en la cintura mientras se encendía un cigarro.

Con el pitillo en la boca se acercó a la rodilla derecha del vigilante, clavó el filo encima de la rótula para después sacarlo suavemente, ignorando los gritos de dolor de su víctima.

Arturo estaba a punto de desmayarse. Empezó a respirar inhalando grandes bocanadas.

—Mejor respire lento o desfallecerá y tendré que despertarle.

Abrió los ojos y vio cómo del pantalón de su uniforme salía mucha sangre a través de la incisión en su rodilla. Sabía que tarde o temprano le diría todo lo que quisiera saber y eso no podía permitirlo. Intentó pensar rápido. ¿Cómo se puede salir de algo así? De repente recordó algo. Aquel cabrón lo había atado con sus propias esposas. Una salida. Hace tiempo que le reclamaba a la empresa unas esposas nuevas. Estas tenían un fallo en el cierre. Las tocó con las manos casi de manera obsesiva. Sabía que tenía que tranquilizarse o no lo lograría. Con la punta de los dedos de su mano derecha detectó el cierre que tenía el fallo de seguridad. Necesitaba un movimiento fuerte para poder doblarlas de lado y que se abrieran. Sabía lo que tenía que hacer y se armó de valor. No estaba en el cine viendo una peli, era real y tenía claro que le iba a doler. Solo rezó para que lo que fuera que iba a hacerle no le afectara el brazo derecho. Eso lo incapacitaría hacia su única salida.

—¿No quiere hablar? Tiene valor, muchacho.

El Hielo lo miró fijamente a los ojos. Se acercó de nuevo enseñándole el cuchillo, sabiendo que solo con eso ya iba a despertar el miedo en su cautivo. Se lo clavó en el pie de la misma pierna haciendo un movimiento circular. Eso le provocó un espasmo y Arturo volvió a gritar con todo lo que le daban las cuerdas vocales.

Respiró de nuevo y lo invadió un halo de esperanza al comprobar que con su movimiento y ese grito aquel hijo de puta no había visto que una de sus manos esposadas se había podido liberar. Con un movimiento rápido que le había sorprendido incluso a él, no dejó caer el grillete de la mano y ahora lo sujetaba por la parte de atrás sin que su verdugo se percatara de que tenía una mano libre. Ahora solo tenía que esperar al momento adecuado. Un golpe de Taser deja KO a cualquiera, incluso a un asesino despiadado como aquel. Miró de reojo su bolsa, que estaba a menos de un metro de él, y calculó sus posibilidades.

—A ver, huevón. No tengo toda la noche y esto que le he hecho son caricias en comparación con lo que le voy a hacer a partir de ahora. ¿Quiénes son los de la foto? ¿Es usted uno de ellos? —le preguntó, enseñándole la fotografía de dos hombres. El plano era oscuro y no se veía muy bien. Arturo los reconoció rápido. Si la imagen fuera nítida o de día, incluso se le vería a él en el otro lado del aparcamiento, detrás de un coche, haciendo las mismas fotos pero desde otro ángulo—. ¿Es uno de ellos? —repite.

Arturo respiró algo aliviado. Si no sabía ni quiénes eran los de la foto, tampoco era probable que supiera nada de Jessi. No le había preguntado por ninguna chica.

—No, no lo soy, no sé quiénes son. ¡No soy yo! —gritó.

El Hielo miró la foto y lo miró a él.

—Sí, no te pareces, quizá no seas tú, no estoy del todo seguro. Pero me han asegurado que sí. Haz memoria, porque tengo más preguntas y no saldré de aquí sin respuestas. Si no eres ninguno de ellos puedes salir vivo de aquí.

Algo le decía a Arturo que esa última parte era mentira. Una simple ola de esperanza para que eso le hiciera colaborar.

—Luego regresamos a los tipos. Quiero saber quién es la chica.

—¿Qué chica? —respondió rápidamente.

Demasiado rápidamente, y se dio cuenta enseguida.

El Hielo se había apoyado en la mesa dando la espalda a los monitores de vigilancia. Se incorporó. Arturo vio que lo había notado. Había dado en la llaga y se le agotaba el tiempo.

Cuando se halló lo suficientemente cerca, y mientras le enseñaba de nuevo el cuchillo, le pegó un puñetazo en la cara que le hizo estamparse contra los monitores. Los papeles y el teclado del ordenador cayeron al suelo haciendo mucho ruido. Arturo estiró la mano hacia su bolsa y con toda la rapidez que le daban las manos, algo anquilosadas, buscó desesperadamente su Taser. La encontró al fondo. La cogió con fuerza y se giró buscando a su captor.

Solo se oyó un sonido.

Sonó metálico, pero retumbó fuerte en la pequeña cabina de control del aparcamiento.

Era un disparo.

Arturo bajó la vista y vio cómo la camisa empezaba a teñirse de rojo, mostrando una gran mancha en el pecho de su uniforme. Un color carmesí que se expandió con rapidez. La misma con la que él cayó de rodillas mientras la figura de aquel tipo se mantenía de pie y empezaba a verla borrosa. Se derrumbó apartando la silla y cayó boca abajo.

El Hielo, que no acostumbraba a tener fallos, se preguntaba cómo aquel mierda había conseguido librarse de las esposas. Había cometido un descuido que no se repetiría. Un asesino como él aprende de sus errores o muere. Se acercó al cuerpo de Arturo a rematarlo, pero algo llamó su atención. Alguien estaba aporreando la puerta para entrar en el aparcamiento. No tenía tiempo de poner el silenciador y aquel gilipollas estaba acabado. Había tenido que reaccionar rápido. No había visto, hasta que ya le había disparado, que lo que buscaba en la bolsa no era una pistola, sino un arma eléctrica. Eso lo hubiera noqueado. No era más fuerte que los demás por ser un ejecutor. Tan solo era muy rápido y carecía de consciencia. Dos buenas cualidades para un buen asesino.

Estaba más que muerto, no hacía falta llamar la atención, y en breve alguien avisaría a la pasma; mejor recoger, limpiar y desaparecer. Se puso una gorra de béisbol con las letras NY y sus gafas deportivas. Como llevaba guantes, no había dejado huellas, pero había una cámara en la misma puerta de salida de la zona del guarda. Había entrado de espaldas, por lo que nadie lo podría identificar, pero la salida de frente era mejor hacerla con la cara tapada. Se llevó el manojo de llaves que Arturo tenía en la cintura y rebuscó hasta encontrar la que tenía la forma adecuada para la ranura de seguridad del ascensor. No saldría por la puerta, donde ya se acumulaban varios usuarios del parking que se preguntaban por qué estaba la reja bajada y no podían recoger sus coches.

Salió a la calle por la puerta del edificio y nadie reparó en él. Enseguida se encontró en la calle Alfred Pereña, que a esa hora frecuentan muchos de sus compatriotas. Después de situarse, caminó tranquilo a ritmo de música caribeña por la acera de los pubs, que a altas horas de la madrugada se llenan de mujeres bailando mientras los hombres beben whisky. Después se dirigió al coche. Estaba solo unas calles más abajo, y allí lo esperaba Ezequiel, que ya dormía a pesar de escuchar aquella horrible música en el asiento del conductor. Bostezó torpemente y arrancó el coche para irse de allí.

Mientras los clientes del aparcamiento llamaban a la Guardia Urbana, en la zona del guarda un cuerpo, que se moría lentamente, se movía.

Arturo era consciente de que todo había acabado para él. No volvería a ver ni a tocar a su Jessi, pero en esos escasos minutos que le quedaban tuvo tiempo de escribir un mensaje en el suelo.

Un mensaje con su propia sangre.

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