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Segunda parte. El plan » 51. Libertad

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Libertad

El Hielo estaba sentado de nuevo en el confortable sofá de la casa de Carlos Alfonso y las gafas de sol no dejaban ver qué pensamientos transitaban por detrás de sus pupilas grisáceas.

El primo Ezequiel estaba en la butaca de al lado con sus cascos puestos y seguramente en algún sitio muy lejano a aquella parte de la ciudad. Wilfredo lo miraba divertido. Era todo un personaje, aquel chaval.

Estaban esperando a que Carlos Alfonso les dijera qué decían sus fuentes en la pasma sobre el muerto en el aparcamiento. El propio Hielo sabía que aquella muerte no había salido como esperaba, pero como tenía el comodín de la dirección en el Seca de Sant Pere se había arriesgado a sacar información del vigilante gracias al soplo que le habían dado a Carlos Alfonso.

Ezequiel seguía a lo suyo mientras esperaba paciente las instrucciones de su primo, cuando de repente su móvil vibró. Después de leer un mensaje de texto, miró al Hielo y, después de sonreírle, salió por la puerta. Wilfredo se quedó allí pensativo.

Cuando Ezequiel acudió a la terraza trasera del ático ya lo esperaban Carlos Alfonso y el Gorila. Su primo parecía serio, por lo que se quitó los cascos y se sentó alrededor de una mesa de jardín donde estos se tomaban un

whisky.

—¿Qué me perdí, primo?

—Ande, cállese. Ya se lo expliqué al Gorila.

—Ya saben que tienen que obedecer al Hielo, pero creo que podemos hacer algo mejor.

—Acá estoy para lo que mande.

El Gorila, que hacía honor a su apodo, escuchaba sin hablar. Era el hombre de confianza de Carlos Alfonso y hasta ese momento lo había tenido apartado por si la cosa se ponía seria y necesitaba una salida de urgencia con el Hielo. Ciertamente, daba más miedo el asesino delgaducho, pero en un combate cuerpo a cuerpo Carlos Alfonso no dudaba de que su Gorila le haría picadillo. Ezequiel, al principio, no entendió por qué era él quien lo llevaba arriba y abajo, pero agradeció esa confianza que hasta entonces no había existido. Sabía que su primo tramaba algo y por fin se iba a enterar.

—Escuchen. No quiero que el Hielo se enfade y se lo cuente al patrón, pero igual nos podemos adelantar y ganar puntos. Cuando me pasen la ficha del hijo de puta, ustedes irán primero. Si lo resuelven antes de que intervenga él, nos ahorramos algo de dinero.

—Yo no jugaría con el Hielo, ya tú sabes.

—Nada de jugar. Solo es que lo ayudemos a acabar antes. Se irán a la casa del tipo del 4x4, y actúen en cuanto puedan. A ver si llegamos también a la chica, aunque en la policía no saben nada de ella.

Ta bien. Ya nos dices.

Carlos Alfonso apuró su trago de

whisky y miró a sus dos hombres de confianza. En ese momento le faltaba mucha.

Entre tanto, Wilfredo continuaba sentado en el sofá y seguía recordando la escena del aparcamiento una y otra vez. De eso se trata. Además de ver lo que se te ha escapado, tienes que aprender de tu error si no quieres que se repita. En su trabajo no suelen sucederse los errores, y cuando pasan, no vives para contarlo. Por eso era importante darle algunas vueltas al asunto.

Estaba claro que el tipejo del aparcamiento sabía algo. Había interrogado —por no decir torturado— a mucha gente para saber cuándo le ocultaban algo, pero con aquel tipo le había pasado una cosa que no le solía ocurrir: había cometido un error. Eso siempre ayuda a aprender y más cuando has podido salir indemne.

La verdad es que solamente tenía que sentarse a esperar. La recompensa había hecho salir de su madriguera a todos los yonquis y maleantes de la ciudad a preguntar por ahí. Alguien tenía que reconocer a los dos hijos de puta de la foto que había conseguido gracias a los moros de Terrassa. Iba a ser difícil, puesto que él esperaba reconocer al vigilante del aparcamiento sin ninguna duda nada más verlo, y aun teniéndolo delante no había sido capaz de ver a ciencia cierta si era uno de ellos.

Por desgracia había palmado antes de tiempo y de poder decirle todo lo que quería saber. Aquel trabajo se iba a resolver de una manera u otra y él sabía que el tiempo ya corría en su contra. Una vez empiezas a dejar cadáveres, la cuenta atrás corre veloz. En su país se puede ralentizar poniendo dólares de por medio. Pero no en Europa. Ya había trabajado una vez en Francia y dos en Holanda, y la policía no es tan fácil de comprar. Carlos Alfonso no lo había hecho tan mal si tenía algún poli en nómina, y no le quedaba más remedio que confiar en él. Tenía que seguir el plan y ahora solo podía esperar a que la información llegara lo más rápido posible. La mejor información llegaba de la pasma. Sin embargo, no era pura y solo llegaba a retales. Esos trozos los juntaba Carlos Alfonso y se los facilitaba a él.

Con ella habían podido dar con el vigilante del aparcamiento, pero la nariz del Hielo, que había servido para mucho más que para esnifar coca, le decía que algo no encajaba. Quizá ahora mismo era lo de menos, porque lo que importaba era que aquellos hijos de perra estaban a punto de pagar por asesinar a la prima de Salcedo.

Por aquello alguien tenía que morir y él era el brazo ejecutor que nunca fallaba. No habría forma de sobrevivir para ninguno de ellos, por eso, aunque ahora estuvieran escondidos buscando un agujero por el que escapar, no tenían nada que hacer. Solo podían despedirse de sus seres queridos, porque los buscaba la muerte, y a esta no se le conocen amigos.

Cuando te busca, ningún plan escapa de la muerte.

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