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Primera parte. Parecía un buen plan » 6. La secreta

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La secreta

Alfredo Pujol les estaba explicando a sus agentes cómo iban a llevar aquella investigación mientras repartía las tareas, que de buenas a primeras consistían en redactar un alud de peticiones al juzgado. Eso les iba a llevar dos días de gestiones burocráticas.

La agente Fernández estaba analizando todos los datos que tenían en el sistema informático interno, consultando también la base de datos de la Policía Nacional y sobre todo prestando atención a lo que le decía el caporal de delitos contra la salud pública, que sabía, mejor que aquellos datos informáticos, quién era Bakary. De sus tres marrones, dos eran detenciones de su grupo y todos por pequeños pases que no hacían sospechar que se dedicara a cantidades más grandes. Todo parecía indicar que había recibido un encargo importante. Se había hecho con un alijo lo suficientemente apetitoso como para llamar la atención de algún clan o grupo rival que había visto la oportunidad. Pero eso encerraba muchas preguntas. Se producen muchos más de esos atracos, que por motivos obvios la policía nunca conoce. Pocos son los que denuncian, y cuando ocurre es un vecino quien llama a la policía alarmado por los gritos, entonces no les queda más remedio que denunciar un robo que jamás iban a admitir que fuera de drogas. Luego vienen las mil excusas, como si les fueran a creer. Casualmente nunca les falta nada. Cuando la científica llega al piso en cuestión, ellos ya han limpiado cualquier rastro de drogas o complementos.

Entonces ¿quiénes podían ser los autores de un robo de material con ejecución incluida? Porque se ha de ser certero para matar de un solo golpe de cuchillo a un tipo como Bakary. Y no digamos de un disparo en la cabeza a la chica.

—Pasado mañana llegará el listado de llamadas de las compañías telefónicas —dijo Esteban, que entraba en la sala de la unidad.

—¿Pasado mañana? ¿Y dónde los buscamos dos días después? ¿En Hawái? Alfredo, envía al Cinco-Cero, me cago en su puta madre —se oyó decir a uno de los agentes desde el fondo.

Pujol respiró hondo.

—Déjate de Hawái Cinco-Cero y vete a ver a la Urbana del casco antiguo. Que te enseñen las cámaras. Ellos ya las habrán visto, y según a quien pilles te dirá que no hace falta verlas, que no hay nada. Ni caso. Ya lo he hablado con nuestro inspector y su intendente y tenemos acceso total. Se pongan como se pongan, tú no te vas de allí sin verlas. ¡Cheli! —le gritó a una mossa que estaba concentrada en la pantalla de su ordenador—, acompáñalo, y sed minuciosos. Ya sabéis, mirad días atrás a ver si sale alguien conocido que esté vigilando el piso. Que os acompañe alguno de estupas para ver si reconoce a algún buen samaritano por la zona. Los demás seguid picando teclas, que tenemos lío.

Los mossos se pusieron en marcha. El caporal Pujol era competente, pero en ese momento lamentaba que no estuviera allí su sargento. La presión es menor si el peso recae en un superior, y también la carga.

La agente Fernández se giró hacia el caporal, que ahora parecía perdido viendo salir por la puerta a los mossos que se iban a pasar la tarde viendo fotogramas hasta aburrirse.

—¿No crees que aquí alguien va a intentar colocar la droga? Puede que nos hayamos de centrar en los narcos locales. Los de estupas nos van a ir muy bien. Si sabemos dónde quieren colocar la droga, podremos atraparlos. Lo único destacable que sacamos del piso fue aquella anotación: «Elisa - 2k». Puede que el encargo fuera para una chica y que se llevaran dos kilos de coca.

Pujol asintió. Se acercó a la ventana y sacó un cigarrillo. No se lo iba a fumar allí. Desde hacía unos años ya no se podía fumar en edificios oficiales. Con la de pitillos que se había fumado él en aquel despacho. Se lo dejó en la mano con el mechero, sabiendo que su próximo destino era la zona de fumadores de la comisaría, pero antes de salir se giró hacia Fernández.

—Creo que más que los futuros compradores nos tienen que preocupar los antiguos dueños de la coca. Ahora mismo hay alguien muy cabreado.

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