Ful

Ful


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Me llamo Ful, y aunque muchos lo achacan al póquer, en realidad la explicación es menos romántica. Quizá tendría que hablar en pasado porque ahora todos me llaman Fulgencio. O señor Villarte.

Han pasado casi dos años de la que fue la semana más trágica de la historia de Lleida. Eso dicen los casos de la crónica negra que aún siguen sin esclarecerse del todo. Ya solo la prensa sigue esforzándose en mantenerlos vivos.

Para la policía de mi amigo Pepe, todo se debió a asuntos de drogas, que se resolvieron entre ellos y que, por motivos que nadie cuestionó, acabaron con la vida de Jose, que no tenía antecedentes por drogas. Pero siendo alguien que apuntaba a pedófilo nadie lo echó en falta, excepto su familia. Y quizá yo. A pesar de todo. No dejaba de ser mi amigo.

Pepe tuvo dos caras en su moneda. Su hijo se salvó, pero no le hizo falta aquel dinero conseguido con sangre. La propia sanidad pública que algunos gobernantes se esfuerzan en menospreciar le salvó la vida. Pero como bien sabíamos desde niños idolatrando a aquellos superhéroes, el crimen no compensa y Pepe pagó por sus actos. Algo se removió en su interior y se gastó la pasta en fiestas, putas y un coche caro. Su mujer lo echó de casa, y ahora, aunque su hijo vive, no lo hace con él sino con otro padre. El otro día me enteré de que está apartado del cuerpo por relaciones con mañosos. Los policías no soportan a los corruptos. Puede que sea el karma. Y yo lo siento por él. Es y será siempre mi mejor amigo.

El Pelota ya ha salido de prisión y solo va a dormir. Le cayeron tres años y solo ha cumplido uno y poco. Aunque no nos traicionó, en el juicio su abogado —de los caros, por cierto— hizo un buen trabajo y alegó infinidad de circunstancias atenuantes. Aunque jamás lo supe seguro, creo que Jessi cumplió su promesa y sus padres recibieron su parte.

Y digo «creo» porque nunca más volví a ver a Jessi. Desapareció con el dinero y no supe más de ella. Fue justo, se llevó la peor parte de un plan que yo y mi amigo… No, ya sé que James solo fue producto de mi imaginación, pero de verdad que a veces me cuesta distinguir algunos hechos porque en mi mente fueron muy reales.

Pero ya estoy bien y me medico.

Se podría decir que tengo una nueva vida y quizá algún día llegue a ser feliz. ¿Que qué ha sido de mí?

Pues a los dos meses de aquella trágica noche, y mientras me recuperaba en casa, sobre todo de la pérdida de Jessi, recibí una llamada del señor de Barcelona. Sí, del expicoleto. Me dijo que, si lo quería, me daban el trabajo en aquella portería de Barcelona. No iba a ser el curro de mi vida, pero vi una luz y corrí hacia ella.

Y aquí estoy, viviendo en una portería de un gran edificio en la gran capital y pasando una vida buena. Incluso me ha visitado mi padre dos veces. Aunque nunca tenemos mucho que decirnos. Él sigue siendo esclavo de su ventana.

El día a día es algo monótono, pero es la primera vez en mi vida que me ingresan un sueldo antes de acabar el mes. Y cada mes sin falta.

Hasta tengo un buen amigo en el edificio.

El señor Bossa me ha cogido cariño y algunos días se baja a mi piso a jugar a las damas. Vive en el octavo tercera. Es un buen tipo. Lo llamo señor porque así lo estipulan las formas y no deja de ser algo mayor que yo. A veces me dice que estoy desaprovechado y que un día igual me consigue un trabajo mucho mejor en una de sus empresas. Pero luego se ríe y me dice que si lo hace ya no jugaremos esas partidas.

Sí, puede que un día cambie de aires, pero no ahora. Al menos estoy bien y no estoy solo.

Riego las plantas de la entrada, les abro la puerta a las señoras mayores y recojo el correo. Y claro, vigilo que no se cuelen indeseables. Estoy bien y eso es lo importante ahora. Y todo gracias al señor Hipólito, que me contrató. Quién me iba a decir que un picoleto me iba a arreglar la vida. Ahora entra, precisamente.

—Buenos días, señor Hipólito. ¿Ha tenido un buen día?

—Sí, gracias, señor Villarte. ¿Y usted?

—Bien —le digo mientras le abro la puerta.

—Parece que mañana lloverá, puede sacar las plantas para que se rieguen con agua de la lluvia.

—Sí, lo haré. Precisamente eso me dijo ayer el señor Bossa.

—¿Quién?

—El señor Bossa. El del octavo tercera.

—Ja, ja, ja, otra vez con sus bromas, señor Villarte —se ríe.

—No, hombre, que no es broma. Ayer, mientras lo acompañaba a su casa con unas bolsas de la compra, me dijo que había visto en la tele que esta semana iba a llover mucho.

Me mira y no sé decir qué significa aquella expresión. Entonces vuelve a sonreír y me dice algo que me retumba en la mente.

—Pues ya me dirá usted. Se tiene que trabajar más las bromas. Llevo viviendo en esta escalera veinte años y no es que no conozca al tal señor Bossa, es que hace más de diez años que no vive nadie en ese piso.

Se mete en el ascensor con una sonrisa en la boca y le pierdo de vista.

Qué raro. Cómo no va a vivir nadie si hace meses que lo conozco. A veces me lo repite y puede que el señor Bossa tenga razón. Puede que haya llegado el momento de hacerlo.

En el fondo siempre lo he sabido. En esta vida, tarde o temprano llega el día en que te planteas que «hay que hacer algo».

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