Ful

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Tercera parte. El golpe final » 52. Ningún plan escapa de la muerte

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Ningún plan escapa de la muerte

Decidimos ir en dos coches. Las posibilidades siempre aumentan si todo lo partes en dos. Y si lo haces en cuatro aún mejor. Pero eso luego.

El plan de James no tiene fisuras. Él nos espera en Barcelona y su parte es fundamental para que todo salga bien. Lo cierto es que si cada uno hace lo que le toca, esta noche todos estaremos en disposición de iniciar una nueva vida. Y esa oportunidad no se presenta muchas veces. De hecho, a nosotros no se nos ha presentado nunca antes.

Lamentablemente, nos ha llegado después de muchas muertes. Demasiadas. Incluso la de Arturo me ha dejado hueco. En realidad, lo apreciaba a pesar de que visto de fuera no lo pareciera. Sí, me estaba tirando a su novia, pero si no lo hacía yo, creo que otro se la hubiera tirado. Jessi es demasiado para un solo hombre. De hecho, es demasiado para todos. Sé que vale mucho y el cómo se ha rehecho de un golpe tan trágico lo demuestra. Sé que ella me quiere, pero a su manera Jessi también sabe que nunca estaremos más juntos que lo que lo hemos estado todo este tiempo. Ella no es para mí, pero sobre todo, yo no soy para ella. Eso sí que es una verdad universal.

En el coche de Jose vamos él y yo. Y en el coche de la madre del Pelota van él y Jessi. Cada uno sabe lo que tiene que hacer y a la hora «H» todos cumpliremos nuestra parte. De hecho, hasta llegar a Barcelona el Pelota conduce detrás de nosotros. Hoy no habrá paradas extras. Solo concentración y suerte. En el maletero van los uniformes y las pipas. Si ahora nos paran, estamos jodidos. Pero, claro, es que ya nacimos jodidos.

Miro la carretera y observo la poca vegetación que queda en esta parte del viaje. El mundo lo está consumiendo todo. Recuerdo, de pequeño, que hacíamos excursiones con el colegio y me sentaba con mi amigo Pepe, y no podía dejar de pensar que ojalá me pudiera perder por aquellos bosques que, en algunas zonas, rodeaban la carretera. Nunca supe por qué tenía aquel pensamiento hasta que me llevaron a un psiquiatra de la Seguridad Social que me dijo que esos pensamientos eran producto de no querer volver a casa por la situación que allí vivía. No hacía falta ser Freud para ver que mi casa era un infierno, pero qué le iba a decir yo a aquel payaso. Mi madre había muerto y, por mucho que me sentaran en el diván, nada me la iba a devolver.

Jose me mira y parece que percibe que me he ido. Tengo que volver, de hoy depende cambiar nuestro futuro. Uno que siempre ha parecido que no existía para nosotros.

—¿Estás seguro? —me dice para que me centre.

—James no nos fallará.

—No me preocupa tu amigo James.

—Los demás tampoco lo harán.

—Ful, sabes que te respeto. Eres mi mejor amigo, aunque tú prefieras al tal Pepe —me dice con algo de quemazón—. Pero creo también que tienes demasiada fe en quien no debes.

—El Pelota y Jessi no fallarán. Tú haz tu parte. Y no te cargues a nadie. Recuerda que, aunque atracamos un banco, allí solo hay empleados.

—Ya, pero ¿y si me encuentro allí al dueño del banco de visita? ¿Puedo? —sonríe.

—No. Ni a ese —lo riño.

Jose ríe. No lo hace a menudo. Es algo que me consuela por dentro. Todavía somos capaces de reír. Quizá no esté todo perdido.

—Ful, creo que a partir de hoy todo va a cambiar.

—Ya cambió hace días, amigo. Ya no somos los mismos.

—Pase lo que pase, yo no voy a volver al barrio.

—Pero el plan dice que…

—Bueno, hombre, no te lo tomes tan al pie de la letra, me refiero a que mañana mismo hago las maletas y me piro. De hecho, ya tengo los billetes.

—Joder, tío. Yo aún no tengo eso decidido, pero está claro que tampoco me puedo quedar. A mi padre le va a dar igual y a mi hermano aún le quedan tres años para poder salir de permiso. ¿Adónde vas a ir?…

Mis palabras se quedan en el aire a medio terminar y Jose tampoco contesta, es mejor así. Creo.

—Es igual, Jose. Mejor no decir nada y, pasado el tiempo, Dios dirá.

—No metas a Dios en esto, Ful. Dios no visita a la gente como nosotros. Espero que algún día te pueda invitar a verme. Pero por poco que saquemos, hoy yo empiezo de nuevo. Y solo.

Seguimos el trayecto hasta Barcelona sin contratiempos. Cogemos la Ronda de Dalt, que alrededor de la una del mediodía va cargada pero sin agobios. La salida siete indica que estamos a poco menos de quince minutos de nuestro destino. De momento nos espera un parking interior donde nos podremos cambiar y ponernos los uniformes.

Lo visité hace tiempo con James para otro trabajo y tiene una parte interior en la tercera planta que no suele tener muchos coches. Hay otro aparcamiento algo más cercano a la zona y más moderno, pero por eso este es ideal para pasar desapercibidos. Tiene un vigilante, pero en la cabina no tiene más que un monitor de la entrada de coches. Hace tiempo Arturo nos ayudó a escoger el mejor para un trabajo que hicimos aquí. La parte que le toca se la haremos llegar a sus padres. No son ricos y algo les aliviará, digo yo.

Aparcamos los dos coches en la zona más alejada y nos cambiamos. La idea es salir a la calle con la ropa de la pasma debajo de un abrigo largo. La gorra de la poli va escondida delante y solo ofrece un bulto raro. Ayer lo probamos en la torre del Pelota y nos pareció bien. Hoy, a la luz del día, el bulto parece algo más grande. Pero nada especial.

Seguimos adelante.

Todos llevamos una gorra en la cabeza y Jessi ha venido con una peluca morena. Ahora sí es la Mia de Pulp Fiction.

Me la hubiera tirado allí mismo si las circunstancias fueran otras.

Toca quedarse en los coches hasta que yo dé la señal. Salgo del parking por la escalera exterior y observo con alivio que no han cambiado lo de las cámaras y no hay ninguna por las escaleras de servicio. Tengo que localizar a James. Mi teléfono recupera la cobertura. Ellos, a las catorce, cero, cero, saldrán del aparcamiento e iniciarán el plan. Si hay que anularlo les dará tiempo en ese impasse para que les entre un mensaje mío. No seguirán sin él y la idea es simplemente poner: «Adelante» o «Atrás».

Mientras voy al encuentro de James, me sacude la idea de que los colombianos nos hayan encontrado. No. Todo va bien. Observo a la gente y nadie repara en mí más de lo necesario. Por eso vinimos a Barcelona. Aquí la gente es una mota de polvo en la inmensidad. Lleida se cree ciudad, aunque solo es un pueblo grande. Pero es nuestro pueblo grande. En Barna se pasa muy desapercibido.

Giro la calle y en el parque de Monterols está James sentado en un banco. Si no lo conociera, diría que está dando de comer a las palomas. Con el asco que les tengo. Alza la cabeza y me sonríe. Está contento. Otro al que le cuesta sonreír horrores. Bueno, parece que todo va viento en popa.

—Llegas pronto.

—Sí, al final la Ronda iba menos cargada de lo que calculamos.

—Es una ratonera, recuerda que nos iremos por los túneles de Vallvidrera.

—¿Vuelves con nosotros a Lleida?

—Sí.

—Bueno, eso no estaba en el plan, pero no hay problema, claro.

No suele cambiar los planes, eso es nuevo y raro. Pero no tengo motivos para dudar de él.

—¿Están todos a punto?

—Todos a punto y esperando la hora.

—Bien. ¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?

—¿Yo? ¿A qué viene eso?

—Bueno, han sido muchos cambios en pocos días. Me preocupo por ti, amigo.

—Estoy bien.

—En realidad, el que me preocupa es tu amigo Pepe. Últimamente pregunta mucho.

—Joder, es poli. ¿Qué otra cosa va a hacer?

—Ya, pero eso de que investigue precisamente tu caso no da buenas vibraciones, tronco.

No sé si decirle que tengo más de veinte llamadas perdidas suyas. Mejor me lo quedo para mí.

—Escucha, James. Tú haz tu parte y nosotros haremos la nuestra. No creo que esta conversación lleve a ninguna parte. Sabes que nosotros cumpliremos.

—OK. Tú mismo.

Se levanta y da unos pasos.

—Buena suerte, Ful. —Hace una pausa—. La vas a necesitar.

Se va y me quedo sentado en el banco mientras las palomas creen que yo también les voy a dar alpiste. Con dos patadas al aire termino con la fiesta de las ratas voladoras.

Han pasado veinte minutos y, después de estar perdido en mis cosas, sigo sentado en aquel banco. Oigo las sirenas a lo lejos y me devuelven a la realidad. Parece que se acercan un millón de patrullas de la pasma. El ruido que desprenden se acrecienta al rebotar por las calles en los edificios altos de la capital catalana. Si tuviera que apostar, diría que los han llamado a todos y corren como locos hacia aquí.

Me levanto, observo a ambos lados y no veo a nadie.

Las sirenas se acercan veloces hacia aquí.

Miro el reloj y son las catorce, cero, cero.

Envío el mensaje:

«Adelante».

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