Frozen

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Capítulo siete

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CAPÍTULO SIETE
Anna

Anna no podía recordar la última vez que se había metido en la cama con el sol todavía brillando. Su padre y su madre habían insistido en que se acostara un rato. Había estado despierta hasta tarde la noche anterior montando un pastel nupcial tradicional de Arendelle por el que la familia Larsen había pagado una cuantiosa suma. No solía hacer aquel tipo de pasteles porque eran muy laboriosos —entre el glaseado y todas las capas que había que hornear, se tardaba horas en hacerlo—, pero el resultado final merecía la pena. Anna sabía que a la hija de los Larsen, que se casaba más tarde ese día, iba a encantarle. De forma que destapó la colcha con un suspiro de entre agradecimiento y sueño, acomodó la almohada y cerró los ojos.

No pudo quedarse dormida sobre la marcha. Su mente volvía una y otra vez al pastel. Se imaginaba a los Larsen alabando su obra delante de sus invitados. Invitados que habían viajado desde Arendelle y volverían al reino hablando del trabajo de Anna. Pronto, el rey y la reina conocerían su trabajo. Quizá le pedirían que les preparara algo en el castillo. Seguro que sus padres y Freya estarían orgullosos. Era imposible que no le permitieran mudarse a Arendelle si sabían que el rey y la reina habían solicitado que trabajara para ellos. Ya podía imaginarse horneando sus galletas con forma de muñeco de nieve para la familia real. Las galletas le hicieron pensar automáticamente en su tía.

Anna esperaba que Freya volviera pronto de su viaje y que convenciera a sus padres de que le permitieran visitar Arendelle. Su madre seguía haciendo hincapié en que su respuesta no era definitiva, que había que esperar. «Freya trabaja muchísimo. Tenemos que encontrar el momento adecuado para que puedas ir, si es que es posible.» ¡Su madre nunca dejaba de preocuparse! Ni tampoco su padre. Él decía que él mismo la llevaría montaña abajo y se quedaría cerca esperando por si acaso quisiese volverse antes.

No podía recordar la última vez que su padre había salido de Harmon. En una ocasión, Anna intentó convencerles de cerrar la tienda e ir todos juntos unos días, pero él no quería ni oír hablar de ello. «Ni siquiera sabemos si podrás ir tú», había dicho. Pero Anna sabía en el fondo de su corazón que Arendelle estaba en su futuro. Lo sentía en cada centímetro de su ser.

Cuando finalmente Anna se quedó dormida, no soñó con muñecos de nieve. Su sueño fue agitado. Sintió frío, como si estuviera sentada en un bloque de hielo, y no podía ver ni siquiera su mano delante de su cara. La nieve caía arremolinándose por todos lados como si estuviera en medio de una ventisca, pero no parecía que fuera una tormenta normal. Reinaba una oscuridad que amenazaba con tragarse a Anna por completo. Peor aún: sentía como si alguien allí fuera necesitara desesperadamente que ella lo encontrara.

Anna intentó combatir la tormenta para llegar a esa persona, avanzando en contra de ese hielo y viento desgarradores para emprender la búsqueda, pero no podía verla. Podía oír un llanto, pero era tan lejano que no reconocía de dónde procedía. Todo lo que sabía era que tenía que encontrar a esa persona antes de que fuera demasiado tarde. Algo le decía que, si seguía a su corazón y confiaba en su instinto, lo conseguiría.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Anna para que se la oyera por encima del sonido del viento, pero no obtuvo respuesta. Nunca se había sentido más sola. Dio un paso adelante y, de repente, cayó en picado por un barranco nevado.

Se despertó respirando con dificultad.

—¡Ayuda! ¡Necesito ayuda! —Se apretó el pecho como si le doliera—. Solo ha sido un sueño —repitió una y otra vez. Sin embargo, no le había parecido un sueño. Le había parecido real.

Necesitaba salir de aquella habitación.

Anna se destapó y se deslizó en sus zapatos. El sol estaba más bajo en el cielo que antes. Sus padres pronto acabarían el día. Quizá un paseo le haría bien.

Salió por la puerta principal de la casa sin decir adiós y comenzó a deambular por el pueblo sin un destino fijo. Por una vez, no se paró a charlar con cada persona que veía. En lugar de eso, mantuvo la cabeza agachada y cruzó los brazos delante del pecho intentando contrarrestar el frío que parecía penetrar en su cuerpo. Había sido un sueño, pero le había parecido muy real.

Sentía como si alguien estuviera sufriendo terriblemente, aunque podía notar que no estaba todo perdido. Si confiaba en su instinto, Anna sabía que podía ayudar. Qué extraño...

Se frotó los brazos para mantenerse en calor, andando sin rumbo alguno. De repente, se sobresaltó al aparecer un carruaje que avanzaba calle abajo con un gran estruendo. Anna vio cómo se detenía enfrente de la iglesia. Un guardia de palacio saltó del carruaje. Anna no había visto nunca antes un carruaje real oficial en Harmon. El guardia clavó una proclamación en la puerta de la iglesia y habló con el obispo que salió a recibirlo. Después, se subió al carruaje y se marchó. El obispo hablaba con cada persona que se acercara a él, tras lo que la gente volvía corriendo a sus casas con la noticia. Otros salían de sus hogares abriéndose paso hasta la proclamación para ver qué estaba escrito en ella.

Anna se dejó llevar, fue acercándose lentamente, y vio a una mujer leer el anuncio y contener el aliento. Otra persona que estaba a su lado rompió a llorar. Había una gran conmoción y se oían lamentos. En ese momento, las campanas de la iglesia comenzaron a repicar. Anna intentó atravesar la multitud para ver lo que estaba escrito, pero la gente se abría paso empujando y apartando a otros en un esfuerzo por ver mejor. Anna aún tenía los brazos cruzados abrazándose a sí misma y encontrando difícil entrar en calor. Era un poco absurdo, pero casi tenía la sensación de seguir soñando.

—Disculpe —le dijo Anna a un señor que acababa de estar cerca de los escalones de la entrada—. ¿Me podría decir qué ha colgado el guardia en la iglesia?

El hombre se frotó los ojos.

—El rey y la reina, que en paz descansen, se han perdido en el mar. El barco nunca llegó a su destino.

—¿Qué? —Anna se llevó las manos al pecho—. ¡No!

—Así es —afirmó el señor abriéndose paso entre la muchedumbre—. La proclamación anuncia que hemos entrado en un período de luto.

—¿Y la princesa Elsa? —preguntó Anna, temerosa de la respuesta.

—Está viva —respondió—. Corre la voz y reza por Arendelle y nuestra futura reina. Ahora está sola.

«Se lo tengo que contar a mamá y papá», pensó Anna. Volvió corriendo a la pastelería y encontró a su padre barriendo el suelo de la tienda. Al entrar por la puerta y cerrarla de un portazo, su padre levantó la mirada alarmado.

—¿Qué ocurre? —Su padre soltó la escoba y se acercó a ella—. Anna, querida, ¿estás bien? He oído el carruaje. Alguien ha dicho que venía de palacio, pero no he salido a verlo. ¿Ocurre algo?

Anna asintió conteniéndose para no llorar.

—¿Dónde está mamá?

—Aquí. —Su madre apareció por la puerta que conducía a la casa limpiándose las manos en el delantal. Al ver la cara de Anna, la suya cambió también—. ¿Qué ocurre?

—Creo que lo mejor es que os sentéis —dijo Anna—. Venid a la salita.

Sus padres la siguieron hacia el interior, pero no se sentaron. Estaban cogidos de la mano. Anna respiró hondo.

—Ha sucedido una tragedia terrible. El rey y la reina se han perdido en el mar. —Cerró los ojos; aquella noticia era demasiado dura hasta para imaginársela.

—¡No! —Su madre gimió tan alto que Anna comenzó a temblar—. ¡Es imposible! ¿Qué ha pasado?

A Anna le temblaba el labio inferior.

—Acaban de poner una proclamación proveniente del castillo. Entraremos en un período de luto. El barco del rey y la reina no llegó nunca a su destino. —Inclinó la cabeza—. Rey Agnarr y reina Iduna, descansen en paz. —La noticia era tan trágica que no podía soportarlo, y sus padres estaban desconsolados. Su madre se derrumbó en una silla, mientras que su padre comenzó a mecerse.

—No, ¿por qué? ¿Por qué? —exclamó al cielo.

Anna intentó consolar a su madre.

—Es horrible, lo sé. Pero no todo está perdido. La princesa está a salvo. Volveremos a tener una reina.

Su padre la abrazó y su madre lloró más fuerte.

—Cuando cumpla los veintiuno ocupará su lugar en el trono. Pero por ahora...

—Pobre chica —susurró Anna. Se la imaginó sola en ese enorme castillo. Se frotó los brazos. No conseguía entrar en calor—. No puedo creer que la princesa haya perdido a sus padres.

Un silencio invadió la estancia. Finalmente, su padre habló.

—Tomally, tenemos que decírselo —dijo.

Anna miró a su madre y después a su padre.

—¿Decirme qué?

—Sí —coincidió su madre buscando las manos de su hija—. Hay algo que no sabes. —Suspiró profundamente—. Anna, querida, la reina se había llevado a varias damas de su corte con ella en el barco. Una de esas damas era Freya. —Su madre rompió de nuevo a llorar y su padre la rodeó con sus brazos.

—¿Freya? ¡No! ¿Freya? —En ese mismo momento, Anna comenzó a llorar—. ¿Estáis seguros? ¿Y su familia? ¿Estaba con ella?

Sus padres se miraron.

—Su esposo iba con ella también, pero Freya nos dijo que su hija se quedaría en casa.

—¿No deberíamos mandar a buscarla? ¿Tiene más familia? —dijo Anna con un hilo de voz, abrumada por el dolor—. ¿Estará bien? —preguntó.

—Lo estará —dijo su madre, pero no podía parar de llorar.

—Papá, no puede ser verdad. ¿Estáis seguros de que Freya iba en ese barco?

Su padre dudó.

—Sí —dijo con voz temblorosa—. Este era el viaje del que habló Freya en su última visita. No quería alardear, pero iba a viajar con el rey y la reina. —Sus ojos se inundaron de lágrimas—. Nuestra querida amiga se ha marchado.

Sí, a Anna le entristecía que el rey y la reina hubieran perecido, pero Freya era de la familia. Le flaquearon las rodillas. Su padre la agarró con el brazo que tenía libre para sujetarla. Se hundió en el suelo y se acercó a su madre buscando consuelo.

—¡Freya no! ¡No! —Enterró la cabeza en el pecho de su madre.

Su madre le acarició el pelo.

—Anna, querida, lo siento mucho. Lo siento muchísimo —balbuceó. Separó a su hija de su pecho para poder mirarla a los ojos—. Hay algo más que deberías saber.

—¡Tomally! —La voz de su padre sonó cortante—. Hiciste una promesa. Ahora no puedes romperla.

A Anna se le contrajo la expresión. Nunca había escuchado a su padre alzarle la voz a su madre.

—¡Tengo que hacerlo, Johan! ¡Merece conocer la verdad! Si no es ahora, ¿cuándo?

—¡No tienes derecho a contárselo! —replicó.

«¿Qué verdad?»

—Ya tengo quince años. Si hay algo más que deba saber, quiero saberlo.

Su madre esbozó una sonrisa triste.

—Nada, cariño. Lo siento. Simplemente, estoy muy afectada. Freya era mi más vieja y querida amiga.

Anna se acercó a su madre de nuevo y se abrazaron. Su padre pasó un brazo por encima de los hombros de cada una.

Estaban muy afligidos; era normal que estuvieran alterados. Podía notar cómo sus lágrimas eran cada vez más abundantes. Freya no iba a volver. El rey y la reina ya no estaban. Parecía como si las paredes se les estuvieran viniendo encima, pero Anna no dejó que eso ocurriera.

Sus ojos buscaron algo que la reconfortara. Levantó la vista por encima de los hombros de su madre y encontró la ventana de la salita. Era difícil identificar la imagen con los ojos llenos de lágrimas, pero Anna sabía que estaba allí. Si miraba más allá de las dos filas de casas hacia la base de la montaña, Arendelle aún estaría allí, reclamándola. No podía evitar pensar en lo que estaría sucediendo dentro de los muros del castillo en ese preciso instante. ¿Quién estaría consolando a la princesa Elsa?

Anna se aferró más fuerte a sus padres. Más que nada, Anna esperaba que Elsa no estuviera sola.

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