Frozen

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—Porque yo sola no puedo con esta corporación. Mi marido no me cuenta nada, mi padre pasa de mí y mi tío piensa que estoy un poco loca. Para rebuscar información y echar por tierrasus planes necesito a otra persona que trabaje aquí dentro y esté dispuesto a recabar información para mí.

—Déjame adivinar, esa persona soy yo —dijo Kado, curvando los labios en una media sonrisa.

Ella le miró con una ceja alzada, indicándole, sin necesidad de usar palabras, que había dado en el blanco. El hombre, sintiéndose derrotado, le quitó el pitillo de entre los dedos, dejando caer la ceniza al suelo, y le dio una calada. Notó el sabor de Painei en él, y lo degustó mucho más contento.

—Eres muy listo, cariño —halagó ella, con un deje de ironía en la voz—. Estoy segura de que haremos una gran pareja. Echaremos abajo esta corporación y nadie sabrá quiénes fueron los responsables.

—Pones mucha fe en mí, preciosa.

—Confío en ti, aunque pienses que no —corrigió Painei, quisquillosa—. Ya ayudaste a hacer dos paripés, puedes usar tu habilidad una tercera vez.

Kado no dejó entrever la sorpresa que le suponía saber que esa mujer, una vez más, estaba enterada de todo lo que ocurría allí, en FROZE.

—Eres terrible, Painei.

—Eso dicen —ella ladeó la cabeza, sonriendo, y pasó la punta de la lengua por la hilera de dientes rectos y blancos mientras se lo comía con la mirada. Kado notó que la sangre le ardía—. De todas formas, mi tío, mi marido y mi padre van a saber lo que es jugar con fuego. Pienso hacer que se quemen.

—¿Cómo?

—Usando a la única persona que no esperan tener aquí —su sonrisa pasó de sensual a torva—: Alyson Von Aleksandro. ¿No es impresionante?

La boca de Kado se abrió hasta formar una O perfecta. Parpadeó dos veces, intentando ver la broma, pero la máscara que Painei esbozaba era irrefutable. No mentía.

—Es una de tus bromas, ¿verdad? —preguntó él con voz temblorosa.

—Por supuesto que no —ella bufó, sacudiendo la cabeza—. ¿Por quién me tomas? Solo tienes que ver una fotografía de ella.

—Discúlpame si no tengo una foto de una persona a la que le perdí la pista hace veinte años, cuando todavía jugábamos en el parque infantil.

—No te abrumes, Kado —pidió ella con voz baja y dulce—. Alyson es una gran mujer, idéntica a su madre. Lo único que las diferencia es ese carácter tan indomable que ella posee. Cosa que me encanta, por cierto. Siempre quise tener un familiar así.

—Deja de hablar de tu hermana y de tu madre como si solo os uniese un título ridículo, Painei, por favor —rezongó él, terminándose el cigarrillo—. No sé de dónde has sacado tanta sangre fría.

Ella mantuvo la sonrisa para no obviar de dónde había sacado su carácter. A fin de cuentas, Kado sabía igual de bien que ella lo que había ocurrido en su familia y en su vida. Si ella se volvía débil, la última oportunidad que tenía de salvar a su padre y a su hermana se vería frustrada. Tenía que ser una mujer de hierro, inquebrantable a los ojos de los demás, y luchar duro para conseguir sus objetivos. No le quedaba otra.

—Eso es lo de menos —rechazó ella con un gesto de la mano—. Aquí estamos tratando de poner fin a esta locura, así que empecemos con el plan A.

Kado le siguió el juego. Meter las narices más de lo debido en su intimidad podía costarle caro. Así era Painei, una mujer explosiva. Nunca se sabía por dónde saldría.

—Te escucho.

Painei le narró todo lo que tenía planeado en un principio.

A medida que escuchaba, sus labios se fueron crispando más y más, hasta llegar a un momento en que tuvo que detenerla, incapaz de seguir oyendo sus malévolos planes. No podía creer que la mujer se hubiese superado después de cinco años. Sonaba demasiado fantasioso todo, empezando por su visita furtiva y terminando por el polvo que habían echado sobre la mesa.

—En serio, dime que esto es una broma —pidió, pellizcándose el puente de la nariz.

—Por supuesto que no —negó ella, encendiéndose otro cigarro—. A grandes males, grandes remedios, Kado. Deberías saberlo ya.

—Querida, eso no es un remedio, es un suicidio —dijo él entre dientes.

Painei soltó una fría carcajada.

—No me tomes el pelo, Kado. Hemos hecho cosas peores. Además, tú solo tienes que dar un apagón general. Si consigues eso, el resto corre de mi cuenta.

—Sabrán que he sido yo —le echó en cara—. Tu padre me matará si se entera.

—Yo hablaré por ti. Inventaré cualquier excusa. No debes temer por eso, sino por el plan que tus jefes están llevando a cabo. ¿Es que no te das cuenta? Podríamos morir todos en menos de una semana.

—Lo haremos de todas formas si llevamos a cabo tus planes.

—¿Estás asustado, pequeño mío? —preguntó de forma burlona ella, acomodándose en el sillón y mirándole fijamente.

—Claro que sí —admitió sin vergüenza alguna—. Joder, no quiero acabar más hundido, Painei. Estoy harto de ser tu perro guardián.

Ella se levantó de golpe, encarándole. De pronto, una sombra cubrió sus bonitos ojos claros. Kado supo lo que venía entonces. Había pasado por ello muchas veces.

—Tú no puedes darme de lado, Kado, y lo sabes —siseó—. Me debes lealtad, y no hay más que discutir al respecto. Si te he contado el plan es para que sepas cómo desenvolverte esta vez, no porque haya decidido absolverte de tu condena. Ya me ha cansado tu perorata asustadiza. Vas a hacer lo que yo quiera y punto. Si realmente quieres luchar contra mí, hazlo, y veremos quién de los dos sale perdiendo.

Él le sostuvo la mirada, firme, aparentando que no le tenía miedo cuando, en el fondo, su debilidad era patente. «Estúpido —se maldijo a sí mismo interiormente—. No debes enfrentarte a ella mientras estés aquí, no es el escenario adecuado».

Kado exhaló un largo suspiro y asintió. ¿Qué otra tenía?

Painei tenía razón, desde luego: él le debía lealtad, y mientras eso fuese así, lo demás dejaba de importar. Si ella quería jugar a destruir la corporación, él la ayudaría. Y que ocurriese cualquier cosa. De todos modos, escogiese un camino u otro, moriría igualmente.

—Detendré el generador dos horas, como has pedido, y esperaré a tu señal —dijo con voz neutral, repitiendo lo que ella esperaba de él—. ¿Sirve eso?

—Por ahora sí. Luego ya veremos —se inclinó hacia él y le dio un breve beso en los labios con sabor a nicotina—. Nos vemos mañana por la tarde, Kado. Ya sabes el protocolo.

Él la vio marcharse sin decir nada más. El pelo rubio brilló unos instantes antes de desaparecer tras la puerta. Suspiró, sintiéndose más derrotado que nunca, y se llevó una mano al cuello, donde lucía su colgante del primer símbolo de hielo de la corporación FROZE. Se lo había regalado Painei el día que le confesó lo que sentía por él. Tenía forma de sol, pero nada más lejos de la realidad; sus rayos tenían forma de hoja zigzagueante, y entre ellos, lucía una espiral pequeña, en dirección contraria al movimiento de las manillas del reloj. Era pequeño, color plata, y solo las espirales lucían azul. Azul zafiro.

* * * *

Por la cabeza de Ravn pasaron millones de cosas, recuerdos que creía olvidados, sentimientos que había enterrado y mil puñales que hacía tiempo que había sacado de su espalda. La tensión se palpaba en cada uno de sus músculos tensos, en su mirada perdida, en el sudor que resbalaba por sus sienes. Nunca, desde que tenía consciencia, había sentido tanto miedo de perder a alguien y perderse en la oscuridad. Y habían sido muchos los años vividos en ella.

Miró a Allie fijamente, sus irises zafiro brillaban con tanta intensidad que se le clavaban muy profundamente, hiriéndole.

Era la misma mirada que había encontrado en ella nada más verla en FROZE. Dolor, desolación y rabia bailaban en ellos. Aunque en ese momento no sabía cómo interpretar el asunto, ¿de qué tenía miedo?

Deseó poder decirle «yo te salvaré», pero sabía de sobra que su tiempo de superhéroe había terminado en el momento en que la abandonó sin explicación alguna. Incluso a él le había dolido decir que no la quería, porque era la mentira más grande que sus labios dijeran.

«No sirvo ni para mentir, demonios».

Barneys y Dora le miraban con expectación. Los maldijo a ambos. No podía ser que una pareja de psicópatas pudieran con ellos. «Pero ahora no estamos drogados, y la venganza se sirve en frío». Dispuesto a volcar la mesa, se colocó la pistola en la sien, en la izquierda, a pesar de ser diestro, para usarla en contra de ellos dos cuando cundiese el pánico. Según sus cálculos, tenían dos minutos y medios para salir de allí antes de que ellos cogiesen cualquier arma o diesen la voz de alarma.

Iba a efectuar su paripé cuando alguien entró de golpe, sobresaltando a todos los presentes. Bajó ligeramente la pistola y miró al chico de pelo azul con la sensación de que le había visto en algún otro lado. «Tonterías».

—¡Parad! —gritó nada más posar los ojos en la chica rubia.

—¿Qué demonios te ocurre? —Barneys se acercó a él, tocándole el hombro—. Hie, di.

El aludido se frotó el pecho como si hubiese corrido durante horas y no le llegase suficiente aire a los pulmones.

—¿Qué estáis haciendo? ¡Os matarán! —chilló con voz muy aguda.

Dora fue hasta ellos, sin perder de vista al trío de la mesa. Si se les escapaba, Barneys la mataría sin que le temblase la mano en ningún momento.

—Nadie se enterará de esto. Ni siquiera saldrá de nuestras bocas, ¿has oído, Hie? —amenazó en un siseo Barneys, zarandeándolo.

—Exacto —corroboró la chica—. Ya lo hemos hecho otras veces. Es bueno para nosotros, Hie.

Él negó con la cabeza, incapaz de apartar sus ojos de Allie, que a su vez le miraba sin comprender nada. ¿Por qué la taladraba con la mirada si era la primera vez que se veían?

—¡No lo entendéis! ¡Ella es Painei! —gritó, apartándose de ellos y acercándose a la rubia. Para sorpresa de todos, se colocó de rodillas frente a ella—. Oh, menos mal que he venido antes de tiempo.

Barneys dejó caer el vaso que sostenía al suelo, pálido. El suelo se llenó de licor y cristales. Los sorteó con facilidad y se acercó a la mesa. Miró fijamente a Allie, y cuando vio la mota color miel que nadaba en el mar de azul zafiro de sus ojos, casi se le detuvo el corazón. ¡Cómo no se había dado cuenta antes!

—Ah —reculó hasta que su espalda chocó con una de las columnas de la taberna, abriendo y cerrando la boca igual que un pez fuera del agua.

—¡Barneys! —Dora le tocó el rostro, un poco asustada. Jamás había tenido que preocuparse por nada ni nadie, y justo en ese momento, sentía un leve sobrecogimiento en el pecho que no comprendía muy bien—. ¡Barn!

—Déjale —Hei, sin moverse un ápice, hizo una leve reverencia y dijo—: Sentimos lo ocurrido, señorita Painei. No sabíamos que se trataba de usted. Por favor, no le diga a su padre y a su tío lo ocurrido o nos eliminarán.

Allie contuvo el aliento. Notó que Ravn le golpeaba con el pie por debajo de la mesa, incitándole a que le siguiera la corriente.

—Eh… No lo puedo creer —dijo, sin saber muy bien qué decir. ¿Quién era esa tal Painei? ¿Y cómo se comportaba?—. Es indignante.

Hei se encogió levemente.

—Lo sentimos —aseguró—. No era nuestra intención hacerte daño.

—¿Seguro? —preguntó, intentando sonar firme y enfadada. «Ojalá funcione», pensó—. No veo el motivo por el cual habéis llegado a esto.

—Fue un error —se apresuró a decir Dora, inclinándose también a modo de reverencia—. Se lo aseguro.

Allie miró a Kelly y Ravn, y estos asintieron con la cabeza para que siguiera. Ella tragó saliva. «Demonios».

—No estoy muy segura de ello —se levantó de golpe, estremeciéndose cuando los tres desconocidos se arrodillaron en el suelo, sumisos—. Primero me drogáis, luego me encerráis y por último me obligáis a inmolarme. ¿Tenéis ideas de cómo se paga eso aquí?

—No te reconocimos.

—¡Tú fuiste la primera en verme! —rugió en dirección a Dora—. Te hablé y te pregunté y me enviaste aquí para matarme.

Dora sacudió la cabeza, temblando. Allie se mordió el interior de la mejilla, intentando no flaquear a pesar de la lástima que sentía hacia la chica. «Es por nuestro bien —se recordó a sí misma—. Es la única forma que tenemos de salir de aquí ilesos, sin montar un escándalo».

Tragó saliva, colocando las manos en sus caderas, y siguió con su papel lo mejor que sabía.

—Entiendo. Queríais eliminarme para así subir a la torre central, ¿no es eso?

—¡Por supuesto que no! —gritó Hie, negándolo—. Nosotros acatamos las órdenes todo el tiempo.

—Lo dudo mucho —bufó, señalando a sus dos compañeros—. Esto no estaba en nuestro poder.

—Esto es un error —intervino Barneys, titubeante, acercándose a ellos de nuevo—. No volveremos a hacerlo —prometió.

—¿Cómo puedo confiar en vosotros después de lo sucedido?

Detrás de ella, Ravn se aguantaba la risa. Disfrutaba como un niño pequeño viendo cómo se arrastraban a ella, suplicando clemencia. «Hipócritas», pensó, levantándose. Indicó a Kelly que hiciese lo mismo y se acercaron a la rubia. Ésta los miró a ambos por encima del hombro, sintiéndose algo más arropada.

«Menos mal que tengo a estos a mi lado, o me volvería loca».

—Te damos nuestra palabra —insistió Hei—. Señorita Painei, de verdad, yo solo quiero seguir respirando. No se lo diga a la corporación.

Allie suspiró. ¿Qué diría Painei ante algo así? Si le profesaban tanto terror, significaba que era importante, y que en el pasado había demostrado qué clase de castigo empleaba contra los que se saltaban las leyes. No había otra explicación posible. «Tengo que ser cruel con ellos, dejarlos ir sin que parezca que los perdono».

—De acuerdo. Id. Me pensaré lo de contarle a mi padre y a mi tío lo ocurrido o no. Todo dependerá de cuánto me cruce con vosotros y cuántas historias similares a esta oiga. Si sabéis lo que os conviene, no os entrometeréis en mi camino nunca más. Ahora quitaos del medio —ordenó—, me marcho de aquí. Y, por vuestra vida, no nos sigáis.

—Sí, sí —Hei, Dora y Barneys hicieron una reverencia a la par, escondiendo la cabeza entre sus manos—. Prometemos que no volverá a ocurrir.

«Seguro», pensó Ravn, asqueado. Le entraron ganas de golpear sus cráneos con el pie y quedarse a gusto tras lo que le habían hecho. El pánico que había sentido esos instantes no se borraría jamás de su mente.

—Vamos —dijo en voz más suave a sus compañeros—. Larguémonos.

Kelly asintió, corriendo hacia la puerta. No pudo evitar gemir al sentir la libertad nada más poner un pie fuera de la taberna.

Era increíble cómo la mente humana distinguía el encierro de la libertad, exactamente igual que un pájaro.

Bajaron calle abajo, alejándose de la taberna, y se detuvieron únicamente a respirar hondo y expulsar todo el miedo acumulado. Ravn golpeó la pared con el puño.

—Demonios —masculló—, no puedo creer nada de esto.

—¿Crees que nosotras sí? —inquirió Allie—. ¡Acaban de confundirme con alguien que no conozco!

—Eso ha sido raro —Kelly rió con nerviosismo—. ¿Exactamente quién es Painei?

—¿Tu hermana gemela? —bromeó Ravn.

Allie sacudió la cabeza.

—No lo sé, pero lo averiguaré pronto —aseguró, mirando la enorme torre central—. Sea quien sea, nos veremos. Estoy segura de eso.

Ravn observó su silueta recortada. Resultaba extraño verla tan perdida y, al mismo tiempo, tan enfadada. No acostumbraba a verla de esa forma. Habían pasado mucho tiempo juntos en el pasado, pero Allie era del tipo de personas que se enfadaba pocas veces, aunque eso no implicara que dejase de ser explosiva. Tenía un carácter arrollador, una vez te acercabas del todo a ella.

Quizás por eso, en ese instante, sintió un nudo en el estómago que le hizo sentir incómodo. No quería que Allie emprendiese una vendetta contra los dirigentes de FROZE. De eso se encargaba él, y no permitiría que ella sufriese por culpa de su trabajo. Si alguien tenía que pagar las consecuencias, sería él y nadie más.

—¿Allie? —la llamó, un tanto asustado.

—¿Hum? —ella lo miró—. ¿Qué ocurre?

Él sacudió la cabeza al ver que la extraña sombra que la había envuelto desde que la habían confundido con Painei se había esfumado.

—Nada. Solo quería deciros que es mejor que nos movamos, no sabemos si esos tipos atacarán de nuevo.

Allie asintió, se colocó bien la camisa y el corsé y caminó calle abajo, incapaz de apartar la mirada de los ventanales plateados del edificio central. De pronto, aquella torre le atraía como un imán, como si dentro de ella estuviera la explicación a toda su vida.

 

8

Freyka sintió que se le revolvía el estómago nada más entrar en el club. La fiesta era la misma que tantas veces había vivido.

Música a tope, gente bailando o bebiendo en la barra, camareras guapísimas con modelos minimalistas que sonreían falsamente, dos chulos apostados en la entrada, vigilando constantemente, y en la parte de arriba, en privado, el jefe de todo aquello, seguramente acompañado con varias de sus empleadas.

En algún momento del pasado, no demasiado lejano, ella había pasado allí noches enteras, fingiendo que era alguien distinto, trabajando con su cuerpo y cobrando una gran suma de dinero.

Ser prostituta no era su pasado más orgulloso, pero era su pasado, parte de ella, y no tenía más remedio que recuperarlo si quería sobrevivir en Irlanda.

No recordaba exactamente cómo fue su despedida. El día que Ravn le pidió que se fuese con él a Noruega fue el más bonito de su vida. Fue una promesa de que por fin podía romper con aquello para siempre y no volver nunca más. Sin embargo, ahí estaba varios meses después, regresando a casa con el rabo entre las piernas.

«Es culpa tuya, por marcharte. Con Ravn tu vida era mejor».

Cerró los ojos, inspirando hondo, rezando por no echarse a llorar. No quería que Frank la viese tan derrumbada, eso le daría pie a hundirla mucho más, y era lo último que necesitaba. El hombre sabía cómo construir su imperio en una base sólida, sin que nadie, absolutamente nadie, lo echara abajo.

En las escaleras que conducían arriba estaba uno de los chulos ingleses que trabajaba para Frank y que pesaba al menos ciento veinte kilos. Alto, ancho y hecho del más duro músculo, no permitía ninguna reyerta en el club, ningún tipo de droga ni armas, ni nada que pudiese hacer peligrar su trabajo. Freyka, al parecer por su lado, se quedó allí un momento para saludarle. Él se había portado fenomenal con ella en el pasado.

—¡Freyka! —gritó, incapaz de creer que estuviese allí de nuevo—. Qué sorpresa —dijo, estrechándola entre sus brazos—. ¿Dónde has estado? ¿Qué es de tu vida?

—Nada interesante, Joe —aseguró con voz quebrada—. Mi vida sigue igual que siempre.

—Pero has estado desaparecida cuatro meses —insistió él, recorriéndola con la mirada—. Estás guapísima, como siempre.

—No me tomes el pelo, Joe —ella le golpeó el hombro, sonriendo a través de su tristeza—. Sigo igual que siempre.

—No te tomo el pelo, cielo —la atrajo y depositó un beso en su frente, igual que haría un padre—. Frank está arriba, si quieres hablar con él. Ahora es el momento, está solo.

Ella sonrió, asintiendo. «Cómo me conoces, Joe», pensó.

Le dio un último abrazo y subió las escaleras. El despacho de Frank era pequeño, pero la sala de enfrente, que solo era usada por él, tenía un tamaño enorme. Equipado con dos camas, con baño privado —jacuzzi incluido—, televisor de plasma, equipo de música y reproductor de DVD y demás cosas que fuesen necesarias para su entretenimiento, constituía la habitación favorita de Frank. Jamás salía de ella si podía evitarlo, sobre todo cuando tenía compañía femenina.

Freyka había estado allí más de una vez y de dos. Y se había divertido. Frank era muy atractivo a pesar de sus treinta y cinco años. Tenía el pelo castaño oscuro, corto, y unos ojos almendrados y muy expresivos, en color marrón claro. Alto, bien formado, con pectorales marcados y piernas atléticas, en el pasado había sido modelo, y en la actualidad era dueño del mejor puticlub de toda Irlanda. Todos le conocían, todos iban a su club, todos le adoraban y le hacían la pelota. Nadie se metía en líos con él, pues sabían que perderían, y si podían, evitaban pedirle ningún favor, ya que se los cobraba caros. Por lo demás, era un tipo legal. Trataba bien a sus chicas, las cuidaba y las protegía. Quería lo mejor para ellas y lo demostraba con creces. Solo pedía que, a cambio, éstas le entregasen un poco de su tiempo cuando él lo deseaba y el cuarenta por ciento de los beneficios de una noche. Algo bastante justo.

Tocó a la puerta suavemente, y entró cuando él le contestó con su voz ronca.

—¿Frey? —parpadeó, sorprendido, y dejó los papeles que revisaba sobre el escritorio para ir a saludarla—. ¿Qué haces tú por aquí?

Ella le miró con aquellos oliváceos ojos que, en algún momento, le habían robado lo que le quedaba del corazón, dándole un enorme mazazo.

—Hola, Frank —ella no destapó emoción alguna en la sonrisa que le dedicó—. Cuantísimo tiempo. Pensé que al fin te habrías casado con esa morena española que conociste.

—¿María? —soltó una pequeña carcajada—. No sé qué es de ella. Desapareció un día así, como si nada —chascó los dedos para darle más énfasis a sus palabras—. Y tampoco me interesa. Era bastante mala amante.

—Así que me voy dejándote a punto de casarte y cuando regreso, sigues soltero —negó con la cabeza—. Eres de lo que no hay.

—Bueno, ¿y tú? Te fugas con un hombre que dejó plantada a su prometida en el altar y te descubro con los ojos llorosos y el corazón partido. Ven, siéntate —le dijo, ofreciéndole una silla frente a su escritorio—, quiero saber qué ha ocurrido.

—Nada importante —mintió ella, esperando a que él no insistiera en el tema—. No era el príncipe azul que necesitaba en mi vida.

—Ay, pequeña —suspiró, sentándose en su enorme sillón de cuero negro—. Los príncipes azules son para las princesas; las putas debéis conformaros con sus visitas fugaces a cambio de unas monedas.

—Supongo que tienes razón —dijo, cabeceando. Sus rizos castaños chocaron con sus mejillas de forma adorable—. Alguien como yo no puede aspirar a mucho.

—Tampoco digo eso —Frank le acarició la mano—. De todas formas, no estás aquí por esto. Dime qué deseas.

—Volver.

Frank suspiró, sacudiendo la cabeza. Ya lo había intuido, pero esperaba equivocarse. No quería que ella estuviera allí otra vez. No era justo.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿No es obvio? Llevo muchos años aquí metida, no sé hacer otra cosa.

—Tienes veinticinco años, Freyka, puedes hacer cualquier cosa que te apetezca. Si vuelves, ya no saldrás. Una vez caes dos veces con el pecado más grande y sucio del ser humano, pierdes la opción de regresar al punto de partida. Y sería injusto que alguien como tú se perdiera de esa manera.

—No me hagas reír, Frank —sonrió con amargura, apartando su mano—. Ambos sabemos que esto es lo único para lo que he nacido. No hay nada más en mí. Solo… sexo.

¿Cómo podía hacerle cambiar de opinión? Ella no tenía solo el don del sexo, poseía mucho más, como una belleza increíble, un carácter atrayente y una sonrisa que iluminaba los días más sombríos. A él le alegraba el corazón tenerla allí delante, a pesar de que nunca se lo diría, y si lo conseguía con él, que se ganó el infierno solo por nacer, lo conseguiría con cualquiera. Solo tenía que creer en sí misma.

—Freyka, por favor. No quiero ver cómo te destruyes.

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