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Segunda parte. Marzo » Capítulo 22:// Robo de identidad

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Loki colgaba por las muñecas de un gancho en el techo de una celda de hormigón. Estaba desnudo y lo había estado desde el momento en que se despertó. Se había pasado casi todo el día anterior con una capucha sobre la cabeza, las manos metidas en unas bolsas, encadenado y confinado. Nadie le habló. Nadie dijo una palabra. Tan sólo le habían traído aquí hacía una hora.

Mientras miraba alrededor, advirtió que las paredes y puertas de este lugar indicaban que se trataba de un establo. Había gruesas puertas de madera, divididas en dos partes, como una puerta holandesa. Por ahí era por donde el caballo asomaba la cabeza y era alimentado. Así era como funcionaba, ¿no?

Había cámaras y luces a su alrededor, creando un duro resplandor. Tenía dificultades para respirar en esa posición, y el dolor en sus hombros era casi insoportable. También le habían puesto una especie de bozal que tenía una pieza de metal parecida a un estribo que había sido metida a la fuerza entre sus dientes. Dormir era imposible.

Sentía la pérdida de la red oscura como la muerte de un amigo íntimo. No, eso no era adecuado, porque en realidad nunca había tenido ningún amigo íntimo. Sentía la pérdida de su conexión con la red oscura como la amputación de un miembro. Como si alguien lo hubiera castrado. Sus lentes de contacto electrónicas habían desaparecido. Su chaleco reactivo también. Sus guantes, su micro de hueso… todo. Todo menos el implante cerca de su aorta, eso permanecía. Sin embargo, era sólo un localizador: no podía interactuar a través de él con la red oscura. Pero era su única esperanza. La pregunta era: ¿cuánto tiempo había pasado?

Después de lo que parecía una eternidad de dolor, oyó el correr de pesados cerrojos y alzó la cabeza para ver cómo la gran puerta de madera se abría chirriando sobre sus goznes.

Ante él se encontraba el diablo en persona, el Comandante, seguido por varios hombres, algunos de los cuales empujaban carritos de metal con ruedas de goma. El Comandante se detuvo un momento en la puerta para contemplar a Loki.

Vete al carajo tú también, hijo de puta.

—Así que creías que tus jueguecitos de aficionado nos destruirían, ¿no? ¿Crees que sois el primer grupo que se enfrenta a nosotros con tácticas nuevas? No se trata de cuánta gente puedas matar: es quién se queda sin gente primero. Y te prometo que seréis vosotros.

El Comandante entró en la habitación. Su séquito empezó a colocar el equipo de trabajo tras él. Llevaba puesto lo que parecía un atuendo quirúrgico. Loki oyó el tañido de las herramientas de metal al ser colocadas detrás del Comandante. Sintió un frío temor correr por su espina dorsal. El miedo se apoderó de él, haciéndolo temblar a pesar de su cansancio.

El Comandante aceptó los guantes de goma que le entregó un hombre asiático que llevaba puesta una mascarilla. Él no llevaba ninguna. Sonrió sin rastro de humor mientras se los ponía.

—Loki Stormbringer, el que trae la tormenta. Así es como te haces llamar, ¿no? ¿Hechicero de nivel cincuenta… o algo parecido? El agente de la red oscura más poderoso conocido. Tus huellas dactilares no aparecen en los registros del Gobierno. ¿Qué es lo primero que hiciste, Loki, destruir tu antigua identidad? No hay huellas de tu nacimiento. No hay huellas en los programas de prevención de secuestros infantiles. No hay muestras de ADN de arrestos previos. Es como si Loki fuera tu verdadero yo, como si quisieras pretender que la basura blanca perdedora que eras antes no existió jamás. Pero voy a demostrarte que existes.

El Comandante se plantó ante la cara de Loki.

—Me divierte el debate que hay en este país respecto a la efectividad de la tortura. —Retrocedió un paso y cogió un par de pinzas de feo aspecto de la mesa de metal que habían emplazado—. Pues claro que es efectiva.

El Comandante regresó protegiendo una herramienta con la mano.

—Pero no para extraer información. La tortura no trata de extraer información.

Acercó las pinzas de siniestro aspecto al rostro de Loki.

—La tortura trata del control. Déjame torturar a mil personas, y podré mantener a cinco millones trabajando obedientemente con la cabeza gacha. Cuanto más inocentes sean las víctimas, mejor. Y después de que hayan sido rotas y mutiladas, las sueltas para que todo el mundo pueda ver lo que les espera a los que se resistan.

De repente el gancho del techo empezó a bajar, y en un instante los pies de Loki tocaron el suelo. Era la primera vez en horas que la presión en su respiración y sus hombros se aliviaba. Pero antes de poder saborear el alivio, unas fuertes manos lo agarraron por las muñecas y lo obligaron a ponerse de rodillas. Dos hombres de poderosa constitución le metieron las manos en unos cepos atornillados al suelo. Colocaron piezas de madera bajo sus manos para impedir que cerrara los puños, y aunque se resistió, pronto se encontró con los brazos extendidos ante él. El Comandante se arrodilló a su lado.

—Aquí no hay ningún debate sobre la tortura, amigo mío. Así que ya ves, nada de lo que puedas decirme detendrá el dolor. Ya no eres Loki, el hechicero. Lo único que eres es una pizarra en la que voy a escribir mi mensaje: esto es lo que le ocurre a la gente que se une a la red oscura…

En ese momento el Comandante introdujo la punta del dedo índice de Loki en las pinzas de metal, y aunque éste se esforzó por retirarla, las mandíbulas de acero se cerraron sobre el segundo nudillo de su índice.

El dolor lo atravesó como agujas que se movieran por su corriente sanguínea. Loki saboreó en la boca la sangre por haberse mordido la lengua.

La agonía fue seguida por un dolor aún más ardiente cuando el doctor asiático, vestido con una bata blanca, aplicó un filamento al rojo vivo al muñón, cauterizando la herida y provocando un repugnante sonido chisporroteante.

Loki se revolvió, lastimándose un músculo de la espalda, pero esto era sólo el principio. El Comandante cortó la punta de otro dedo, y luego otra, y otra. El doctor cauterizaba cada herida antes de que el siguiente dedo fuera cercenado. Loki sintió que su conciencia vacilaba, pero le colocaron sales de olor bajo la nariz.

El Comandante se plantó de nuevo ante su rostro.

—¿Cómo lo sabrá el daemon si no te quedan marcadores biométricos?

La insoportable agonía continuó mientras el engendro de Satán cortaba las yemas de los ocho dedos de Loki. Y, finalmente, se dedicó a los más dolorosos de todos: los pulgares.

Loki suplicaba la muerte en su mente. Usaba su poderoso intelecto para hacer que su corazón se detuviera. Para morir y dejar que el universo lo tomara.

Pero su mundo no era más que una muralla al rojo blanco de dolor.

Y, sin embargo, cada vez era peor. Antes de que tuviera una oportunidad de darse cuenta de lo que sucedía, sintió que le abrían el párpado izquierdo y vio un par de tijeras quirúrgicas acercarse a su ojo mientras lo sacaban de su órbita. Trató de gritar, trató de apartar el rostro, pero le habían sujetado la cabeza. Con una puñalada de dolor, perdió toda la visión en el ojo izquierdo y vio a través del ojo derecho, lleno de lágrimas, cómo lo dejaban caer en una bacina de metal.

Los siguientes momentos le causaron una ceguera total cuando el horrible hecho se repitió. Loki rezó, rezó de verdad, para morir, pero la muerte no vino. Oyó un horrible gemido, y advirtió que él mismo era la fuente. Era como un animal en el matadero. Ya no deseaba vivir.

Oyó en su oído la voz del diablo una vez más.

—Y para que el daemon no pueda reconocerte por la voz…

¡No! ¡No!

Loki sintió que la mordaza parecida a un estribo que le habían metido en la boca se extendía con la fuerza de un gato hidráulico, para abrirle la boca y mantenerla abierta hiciera lo que hiciera. Sintió el afilado pinchazo de un par de tenazas que tiraban con fuerza de su lengua hacia fuera y luego el corte abrasador que lo taladró hasta el centro mismo de su mente. Le habían arrancado la lengua de la boca.

Mientras moría por dentro, atrapado en el cascarón roto de su cuerpo, sintió que tiraban hacia atrás de la cabeza del cascarón y la voz del demonio volvía a susurrar:

—El daemon ya no te conoce. Y yo tengo todos los indicadores biométricos que necesito para convertirme

en ti. Yo seré Loki Stormbringer. Tu identidad es mi recompensa. El único motivo por el que te mantendré vivo es para que puedas pasar por mí el ocasional test fMRI.

Fue el clavo final. Loki sintió que su alma se extinguía, aleteaba, y aunque rezó con cada fibra de su ser para morir, la muerte no vino. Existía, como decía el Comandante, como muestra de lo que era el tormento.

El interés de Oscar Strickland en la medicina se debía a sus muchos maravillosos años cazando alces de cola blanca en las Rocosas de Colorado. Limpiar y preparar los cadáveres bajo los álamos despertó en su mente juvenil la fascinación por todos los seres vivos. Esto acabó por inspirarlo a unirse voluntario a un escuadrón de rescate y a hacerse miembro de una unidad de primeros auxilios, lo que le hizo conocer el milagro de la anatomía humana mientras ayudaba a sacar víctimas de los restos de los accidentes en las carreteras de montaña. Y fue aquí donde descubrió su conexión con el dolor. Con la forma de infligirlo.

El descubrimiento fue accidental: un empujón descuidado a una camilla que sobresalía por la puerta de una ambulancia. Pero luego empezó a añadir unos cuantos baches al transporte de un paciente espinal, o a no administrar del todo un analgésico. Al principio fue la emoción de saltarse un tabú. Pero luego fue una

necesidad: la necesidad de ver a otros sufrir. Soportó varios años de vergüenza particular, sintiendo que era una persona horrible.

Cuando se enroló en el ejército, fue con la esperanza de que le dieran la disciplina necesaria para conquistar su enfermiza compulsión. Pero, al contrario, en el ejército descubrió que el dolor (y el hecho de infligirlo) tenía una historia larga y documentada. Era, en realidad, la historia del mundo. Ninguna gran nación ni ningún gran imperio podían existir sin él. Era en ciertos aspectos el guardián de todo lo que era bueno. El miedo al dolor obligaba a la gente a ser honrada.

Y a medida que la carrera de Strickland avanzaba del ejército a las operaciones encubiertas y luego a operaciones de seguridad privadas, mantuvo la cabeza alta. Pues la suya era una profesión noble.

También estaba bien pagada, sobre todo con la actual crisis económica. El contrato de Strickland haría más que cuidar de su esposa y sus hijos en Wyoming. Cuidaría también de su esposa y sus hijos en Costa Rica.

Pero en esta misión era el segundo violín. Se trataba de un trabajo fácil. Alzó la vista de su sudoku mientras su solitario paciente gemía lastimosamente. El hombre estaba atado a una vieja cama entre varias docenas de pacientes más en la enfermería de una antigua escuela católica. Strickland vio el rastro blanco de una cruz en una pared por lo demás sucia. La diócesis al parecer tuvo dificultades con algún pleito y tuvieron que cerrar la escuela. Él no tenía ni idea de quién era el joven mutilado, sólo que era un combatiente enemigo a quien tenía que mantener con vida. Por la manera en que lo habían cortado, no veía manera de poder conseguir nada más de él.

Poco profesional.

De cualquier manera, los gemidos eran una bonita música de fondo. Enfocó mejor su única lámpara en el sudoku y continuó.

Pero entonces oyó el sonido delator de un destacamento de seguridad que se acercaba pisando las tablas de madera. Guardó el sudoku en el cajón vacío del escritorio y se irguió en el asiento, para dar la impresión de que observaba a su paciente que sufría en el pabellón oscuro.

Sin embargo, lo que rodeó la esquina lo sorprendió. No eran los oficiales de Korr Military Solutions que lo habían traído aquí, ni ninguno de los miembros del destacamento de seguridad del lugar, sino cuatro hombres vestidos con extrañas armaduras de batalla, como surgidos de una convención de aficionados a la ciencia-ficción. Los visores de sus cascos titilaban como la superficie de una burbuja de jabón, y tenían extraños rifles de plástico/metal de alta tecnología que colgaban de correas con silenciadores en las puntas. No eran armas que él hubiera visto antes… y había visto prácticamente de todo. Probablemente agentes especiales de elite. La industria privada tenía siempre el mejor equipo…

Strickland se levantó.

—Caballeros.

Fue entonces cuando advirtió que las bocas de sus rifles estaban humeando. El olor de la cordita lo asaltó.

Uno de los hombres alzó una mano enguantada y señaló a los demás para que rodearan los márgenes de la mesa, acercándose a Strickland desde dos direcciones diferentes.

—Eh, ¿qué ocurre?

La voz llegó a través de un aparato de radio.

—Nada, señor. Por favor, póngase esto.

Extendió la mano y asió un par de gafas de aspecto caro.

—Espere… ¿qué?

Los dos soldados que tenía a cada lado lo agarraron bruscamente por los brazos. Su tenaza era aplastante, casi sobrenaturalmente fuerte.

De nuevo la voz radiada llegó de aquella inescrutable placa de espejo que tenía delante.

—He dicho que se las ponga.

—Muy bien. Por el amor de Dios, ¿qué está pasando?

Los guardias gemelos aflojaron lo suficiente su presión para que pudiera coger las gafas, que eran pesadas, y se las pusiera.

Cuando lo hizo, la visión que tenía delante cambió de repente para revelar a una sexta persona en la habitación: una aparición espectral que estaba arrodillada junto al solitario paciente de Strickland entre las filas de camas. Pudo oírlo susurrar.

—Oh, Dios mío…

Cuando Strickland habló, la aparición se dio media vuelta y se levantó. Caminó entonces tranquila y metódicamente hacia él. Era la inexplicable aparición transparente de… al parecer un oficial de las SS con su gabardina, su monóculo y su gorra de plato.

Strickland trató de retroceder, tan sorprendido estaba, pero los guardias lo sujetaron con fuerza.

El nazi fantasmal se plantó ante el rostro aterrado de Strickland.

—Ahorra podemos verrrnos el uno al otro. ¿Ha oído hablar de mí,

mein Herr?

—¿Que si he oído hablar de usted? ¡Ni siquiera sé quién es!

—Era una pregunta de sí o no. Y sin embarrgo parece que lo supera.

El nazi fantasmal se volvió hacia los soldados del mundo real.

—Ponedle el gorro.

Strickland se debatió mientras uno de los hombres se acercaba con lo que parecía un casco de waterpolo. Estaba conectado por cables a un controlador. Empezaron a ponérselo en la cabeza.

—¡Espere! ¡Le diré lo que quiera! ¡No tiene que hacer esto!

El nazi sacó un larga boquilla negra y encendió un cigarrillo. Dio una larga calada.

—Sabe mucho mejor después de esta resolución.

Se volvió hacia Strickland y señaló la gorra en su cabeza.

—Ese gorro usa cuasi-infrarrojos para medir la actividad sanguínea en su cerebro. En resumen… me dice si está mintiendo.

—Yo sólo trabajo aquí. Estaba cuidando de él. —Strickland pudo ver a un equipo médico de la vida real que atendía a su paciente, media docena de hombres y mujeres con tubos intravenosos y que empujaban una camilla.

El oficial de las SS dejó escapar una risa única y perversa.

—No tengo ni idea de lo que está diciendo…. Pero parece asustado. —Entonces concentró su mirada espectral en Strickland—. ¿Fue usted quien lo lastimó,

mein Freund?

—¡No! ¡Lo juro!

El nazi vaciló un momento y luego asintió, antes de preguntar:

—¿Sabe dónde puedo encontrar a los perpetradores?

—No.

Habló con más insistencia.

—¿Sabe dónde puedo encontrarlos?

—¡No! ¡No lo sé!

Hubo una pausa. El nazi volvió a asentir.

—¿Volverán a este lugar?

Strickland esperó todo lo que se atrevió. Luego asintió.

—Sí.

Gut, gut, mein Herr! Ya hemos terminado aquí.

El nazi fantasmal se acercó a Strickland, soplando ante su rostro humo virtual, lo que hizo que éste tosiera por reflejo.

—Dígame… ¿habría disfrutado dañando a

mein Freund, de haber tenido la oportunidad?

Strickland se lo quedó mirando. Sintió de pronto la boca seca mientras miraba los ojos espectrales sólo a pulgadas de los suyos. Eran insanamente reales, igual que el brillo que hubo en ellos cuando el nazi sonrió.

—Es lo que pensaba… —Se volvió hacia los soldados—. Sujétenlo, caballeros…

Un soldado le quitó el gorro de la cabeza.

—¡Espere! ¡Espere! —Strickland miró el visor del soldado a su derecha, luego al de la izquierda—. ¡Se equivoca! ¡La máquina se equivoca!

Los soldados le agarraron las muñecas y le golpearon las manos contra la pared con increíble fuerza. Parecían tener músculos artificiales en sus trajes y no pudo resistirse.

Le colocaron unas esposas de acero en las muñecas y luego buscaron pernos en la pared, y finalmente usaron una herramienta eléctrica para asegurar las esposas en su sitio. Repitieron el proceso con sus pies.

—¡No! ¡Alto!

Mientras tanto, el nazi fantasmal observaba, fumando su cigarrillo con su larga boquilla.

Los soldados finalmente se pusieron firmes.

—¡Terminado, señor!

Gut. Déjennos.

Los soldados intercambiaron una mirada y se marcharon a toda prisa. Mientras lo hacían, un profundo rumor llegó a oídos de Strickland. Era como un trueno lento y moroso. A través de la amplia puerta de la enfermería llegó una motocicleta de aspecto infernal cubierta de cuchillas y símbolos y glifos místicos. Otra la siguió.

—Oh, Dios mío…

Se detuvieron junto a la aparición y desplegaron sus soportes hidráulicos. Ambas extendieron sus brazos de cuchillas con un anillo de acero.

—¡No!

El nazi se quitó la gabardina y la colgó en la cuchilla extendida de la moto más cercana. Luego se subió las mangas. Avanzó hacia Strickland con la segunda motocicleta.

—Me gusta tanto mi trrrabajo…

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