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Madrid. Brigada de Homicidios.

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Un agente uniformado llamó a la puerta del despacho de Perteguer, que estaba comiendo una hamburguesa mientras repasaba los informes del caso.

—Inspector, tiene una visita. El señor Mouton de VidaPlus.

—Hágale pasar, por favor.

Perteguer metió la hamburguesa en la bolsa de papel y la dejó a un lado, a los pies de la mesa. Mouton apareció tras la puerta. Parecía asustado. Se sentó sin decir una palabra y clavó su mirada en el rostro del policía.

—Bienvenido.

Mouton asintió y se colocó sobre las rodillas un vetusto maletín de piel negro. Lo abrió parsimoniosamente y extrajo de él dos carpetas blancas con el logo de la aseguradora estampado y se las tendió a Perteguer.

—Le he traído el informe del siniestro de Fuster, pensé que querría echarle un vistazo. En la otra carpeta está un informe no oficial de los accidentes…

—¿No oficial? ¿A qué se refiere?

Mouton tragó saliva. Perteguer cogió la carpeta y la abrió por la primera página. Encuadrado en el medio del folio y bajo el sello de «confidencial» se leía: «Hipótesis de sabotaje». Como autor del mismo aparecía Patricia. Mouton continuó hablando.

—En este informe Patricia insinuaba que los accidentes habían sido provocados. No señala ningún sospechoso, pero la última vez que hablé con ella dijo tener pruebas de que alguien los había preparado minuciosamente…

—¿Y usted cree saber quién es Dante, Mouton?

—Mire, inspector —se chascó los nudillos con gesto nervioso—. Un fanático de la poesía italiana que ha tenido problemas con VidaPlus… no hay muchos en el mercado, ¿no? —rió nerviosamente—… creo que está claro.

—He comprobado la coartada de Fuster. Estaba en Estados Unidos, señor Mouton…

—¡Ese cerdo seboso miente! ¡Quiere sacarnos hasta la última peseta! —Mouton se incorporó de golpe de su asiento—. ¡Vi odio en sus ojos! ¡Mire el anónimo que nos envió! ¡Es un manuscrito! ¿No pueden hacer una prueba caligráfica?

Mouton señaló la carpeta de VidaPlus que había ojeado Perteguer. Dentro de una bolsita de plástico y camuflado entre el informe de Patricia, había un folio salmón escrito a mano. La letra y el formato parecía idéntico al de las cartas recibidas por Patricia. Perteguer lo miró al trasluz y leyó lo que contenía:

«A mitad del andar de nuestra vida, extraviado me vi por selva oscura que la vida directa era perdida. ¡Ay cuánto referir es cosa dura, de esta selva lo espeso, agreste y fuerte, de que aún conserva el pecho la pavura! Tanto es agria, que poco es más la muerte; mas las otras diré cosas que viera, antes de lo que en esa halló mi suerte: si el mal que os acecha no remite, comprad su solución. No es más cara que lo que invirtió Nuestro Señor en cada una de nuestras almas; el doble de mil veces mil monedas de Europa, valiosa bolsa de piel de cordero, encerrada en un carro. No es el oro lo valioso, sino la paz que con él se compra. En un futuro cercano recibiréis nota con el paradero del carro de fuego, que ha de traeros la paz. Reunid entretanto el oro, y comportaos con mesura y templanza».

—Por lo que deja entrever… pide dos millones de Euros… ¿Es así?…

Mouton asintió y encendió un cigarrillo. Perteguer se mordió el labio inferior y frunció el ceño.

—Por lo que al final todo se reduce a lo de siempre: dinero. Ni fanatismo religioso ni admiración poética… Bueno, esto convierte a Dante en humano… y los humanos cometemos errores… ¿Ha recibido más cartas?

—No, todavía no…

—¿Y conoce su directiva el chantaje?

Mouton dudó un momento. Dio una larga calada a su cigarrillo bajo la atenta mirada de Perteguer. Al fin habló.

—Sí. Van a pagar. Es lo mejor que podemos hacer.

—Bueno… en un secuestro sería casi recomendable, al menos para seguir la pista… ¿Pero por qué van a pagar? En cuanto el juez sepa esto la investigación dará un vuelco y eximirá a VidaPlus de responsabilidades.

—No exactamente. Somos responsables subsidiarios hasta que no exista un culpable físico. Es preferible pagar y olvidarse de una vez por todas de esto… Yo mismo recomiendo a la directiva que pague.

—De acuerdo. Montaremos un operativo en cuanto usted…

—¡No!

Mouton volvió a incorporarse nervioso y Perteguer clavó una fría mirada en los ojos del directivo.

—He venido aquí para ponerle al tanto. Vamos apagar y punto… no habrá más muertes.

—¡Ese loco va a volver a matar dentro de dos días! ¡Tenemos su maldito verso! Antes de mañana tendrá que haberlo recogido, y entonces todo habrá acabado… Pero de no detenerle mañana o pasado…

—¿Cómo está tan seguro? —Mouton volvió a tomar asiento—. ¿Le tienen?

—Mañana como muy tarde tendrá que pasar a recoger un envío a Correos. Allí estaremos esperándole. Pero si todo eso falla, tendrá que ir a llevarle el dinero en mano conmigo pegado a su culo. Entonces llevaremos a Dante a recitar a Alcalá-Meco y su empresa se ahorrará trescientos kilos…

—Lo ve todo muy fácil. Fuster no caerá en su trampa…

—Olvídese de Fuster. Se llevará una sorpresa…

El policía uniformado que había acompañado a Mouton abrió la puerta del despacho de Perteguer sin llamar.

—¡Inspector! ¡Dante ha llamado a Correos hace cinco minutos preguntando por su paquete! ¡Llegará allí en media hora!

Perteguer pegó un puñetazo de satisfacción en la mesa y cogió su cazadora del respaldo de su silla. Mientras se la ponía dirigió una sonrisa a Mouton.

—¡El ratón ha olido el queso!

—¿Pero y si no le atrapan? ¿Y si luego renuncia al dinero?

—Lo atraparemos. Pero de no ser así jamás rechazará su dinero… Venga con nosotros, a fin de cuentas le interesa.

Mouton dudó un instante y balbuceó algo ininteligible. Al final asintió y se levantó.

—Pero necesito hacer una llamada antes. Sería mejor informar a mi empresa…

—¡Hágalo de camino! ¡Pero ya!

Perteguer, Mouton y el agente de uniforme salieron a paso rápido hacia el aparcamiento de la comisaría.

—Por cierto, Inspector. —El agente de uniforme tendió un sobre a Perteguer— mandaron por fax esto para usted.

Perteguer abrió el sobre y sacó dos folios con documentos fotocopiados. En el primero aparecía una fotocopia de una factura de un hotel firmada por I. Fuster por los días 24, 25 y 26 de Junio junto a parte de una lista de pasajeros de un vuelo de Iberia Nueva York-Madrid fechado el 24 de Junio. Los nombres de Fuster y Donovan Hurley aparecían subrayados entre el resto de los pasajeros. Emilio había escrito a mano bajo la foto y con un rotulador rojo. «Para Perteguer» y lo había firmado.

—¿Dónde está Emilio Santalla?

—En Correos-Cibeles, Inspector.

Mouton había colgado su teléfono y miraba los papeles que había recibido Perteguer por encima del hombro de este.

—¿Ve lo que le decía? ¡Ese cerdo impostor me juró que había estado en USA hasta hace una semana!

Perteguer frunció el ceño y negó con la cabeza. Antes de entrar en el Córdoba amarillo se dirigió al agente de uniforme.

—Cursen al Escorial una orden de detención contra Isaac Fuster y Donovan Hurley. Hable con de Mingo y Lora que llevan el caso.

—¿No dice que ese canalla va ir a Correos? —Mouton subió al coche de Perteguer y encendió otro cigarro—. ¿O es que ya no confía tanto en su talento?

El agente de uniforme asintió mientras se llevaba la mano a la gorra; Perteguer colocó la sirena sobre el techo del coche y giró el contacto fingiendo no haber oído las últimas palabras de Mouton.

—Le aconsejo que se abroche el cinturón…

Acto seguido el Seat amarillo salió haciendo ruedas del aparcamiento de la comisaría, para recorrer a gran velocidad las calles adyacentes al Paseo de la Castellana. Tardaron unos minutos en llegar al imponente edificio que albergaba el Palacio de Comunicaciones, sede central de la Real Casa de Correos.

Dejaron el coche en el carril-bus y entraron a toda prisa por una puerta secundaria. Un agente de paisano les condujo hasta la sala de seguridad del edificio. Emilio Santalla estaba allí junto con otros cuatro hombres con uniforme de asalto. No soltaba de la mano un

walkie-talkie y bebía sin parar de una taza de café. Sonrió al ver a Perteguer.

—¿Recibiste mi paquete?

—Sip… ¿Qué haces aquí? ¿Diriges todo esto?

Emilio asintió arqueando las cejas con resignación.

—Hacía mucho que no te veía dirigiendo un operativo… ¿Preocupado?

—… Quiero acabar con esto ya…

—¿Sabes lo del tiroteo de Lisboa de anoche?

—Sí… Creí que tú no sabías nada… Un camarero declaró haber visto a una española morena antes de la movida…

—Pero el telegrama desde Cáceres…

—… Tranquilízate, si no hay noticias es que no la ha pasado nada… ¡Bueno! Basta de charla… Dante debe estar a punto de venir. Míra ahí.

Emilio señaló al mural de pantallas de seguridad. Las cámaras estaban fijas en diversos puntos del interior, especialmente en la ventanilla de «Correo extraviado». Había tres televisores más pequeños unidos por cables que mostraban el vestíbulo, pero estas imágenes sí se movían de vez en cuando y eran de peor calidad.

—Esas tres pantallas son las cámaras de los tiradores.

—Háblame del despliegue…

Emilio comenzó a señalar las pantallas una por una intercalándolas con tragos a su café.

—El «segurata» de la puerta… GEO; las chicas de las ventanillas trece y catorce… GEOS; Son tres agentes y tres tiradores, y seis más en los alrededores del edificio.

—¿Y yo?

Perteguer se había quitado la chaqueta.

—Tú desde aquí arriba que ya estás muy mayorcito…

—¡No jodas! —Se volvió a poner la chaqueta y agarró un walkie con manos libres—. Me voy ahí abajo… díselo a tus hombres…

—¡Perteguer! —Ya había salido por la puerta—. ¡Puto afán de protagonismo! ¡Agente, dígale a los de asalto que si ven a un loco con una chaqueta verde paseando por ahí, que es de los nuestros! —Agarró el walkie de nuevo—. ¡Perteguer! ¿Estás en la frecuencia?

La voz de Rafael Perteguer sonó al otro lado del auricular.

—Sí, papá. Estoy en la ventanilla doce escribiendo una carta a mamá…

—Podías haber cogido un traje de algo… das mucho el cante…

—Sí… de barrendero como la otra vez, ¿verdad? ¿Veis a Dante?

—No sabemos cómo es, Raf… ¿Lo sabes tú?

—Todavía no sabemos con seguridad que sea Fuster…

—Está en paradero desconocido, mintió en el interrogatorio… creo que es él al 75%…

—Y el muy cabrón regodeándose… ¿Qué dijo cuándo llamó?

—«Hola, soy un terrorista que…»

—¡Venga, coño! Que me aburro aquí abajo…

—Que si habían recibido un paquete a nombre de un tal… señor Sol… algo del Sol…

—… Sebastián Sol…

—Eso. Y que vendría a recogerlo a eso de las siete y media, ocho.

—Son menos veinticinco… ¿Cómo era la voz?

—La hemos grabado. Probablemente estaba distorsionada. Masculina y grave, y quizá algo forzada.

Perteguer echó un rápido vistazo a su alrededor y encendió un cigarrillo.

—Raf… que está prohibido fumar… ¡Espera! Hay un tío en la ventanilla de «correo extraviado». Pasa a la frecuencia de todos…

—Le veo. Voy a por él.

Perteguer cogió un sobre y caminó despacio hacia el mostrador. A su alrededor había unas quince personas. Los agentes de paisano ya se estaban fijando de la manera más disimulada posible en aquel hombre delgado y de pelo moreno, alto y de complexión atlética.

—No es el novio de Fuster…

Se situó detrás de él y quitó el seguro de su arma, escondida bajo su chaqueta. Miró al techo, muy muy arriba, desde el cual, entre los dorados metálicos, acechaban los francotiradores de la policía. La chica de la ventanilla dedicaba ahora al sospechoso la mejor de sus sonrisas. Era una vistosa policía pelirroja disfrazada de empleada de correos.

—Buenas tardes —el sospechoso se dirigió a la pelirroja— creo que me enviaron un paquete y la dirección estaba errónea…

El sospechoso parecía nervioso, o quizá muy tímido. En cualquier caso su voz entrecortada no había sonado muy grave.

—Si tiene la amabilidad de decirme su nombre…

El sospechoso vaciló unos instantes y clavó su horrorizada mirada en la oreja derecha de la empleada de correos. Su corto peinado dejaba al descubierto el auricular del trasmisor. Retrocedió unos pasos y se chocó de espaldas con Perteguer. Sin dejar de mirar a la policía pelirroja musitó unas palabras.

—No, no importa… me he equivocado…

La policía se incorporó de su asiento. El sospechoso empujó a Perteguer de su lado cuando notó su arma bajo la chaqueta. Emilio gritaba a sus hombres para saber qué diablos estaba pasando en esas décimas de segundo. Algo debió decirle la mirada de aquel hombre a la policía para que sacara su arma de debajo del mostrador y apuntara al sospechoso; pero este fue más rápido: sacó de una riñonera que portaba un pequeño revólver y disparó dos balas que hicieron añicos el cristal de la ventanilla. La policía pelirroja se había arrojado al suelo. El sospechoso se parapetó tras una columna. Perteguer se tiró al suelo sin desenfundar su arma.

—No lo tenemos a tiro, señor. Es un ángulo muerto.

Las quince personas que había en el vestíbulo corrieron a esconderse tras los pupitres de madera en los que escribían y detrás de las columnas. El guarda de seguridad-policía de la entrada cerró las puertas de acceso y empujó a dos señoras al interior de un despacho.

—¿Está herida, Ana?

Ana, la policía pelirroja, negó por el trasmisor. Perteguer reptó hasta alcanzar la pared. Estaba a cinco metros del sospechoso, que apenas asomaba tras la columna.

—Le habla la policía. Está rodeado. Las salidas del edificio están selladas. Arroje el arma o dispararemos.

La voz de Emilio sonaba ahora por megafonía. Perteguer trataba de salir del campo de visión del sospechoso. Tres agentes de asalto bajaron corriendo por la escalera principal y se arrojaron al suelo desde el rellano, deslizándose un par de metros por el brillante suelo de mármol hasta esconderse tras los pupitres de madera.

—Contaremos hasta diez.

Dos de los agentes de asalto apuntaron sus fusiles hacia la columna mientras el tercero arrastraba literalmente a las personas que se habían atrincherado tras los pupitres. Uno de los francotiradores corría por el piso de arriba hacia una nueva posición.

—… Seis… cinco…

En los cascos de los agentes de asalto, negros y brillantes, se reflejaba aquella enorme columna tras la cual había aparecido un brazo estirado. Arrojó un revólver que se deslizó varios metros por el suelo. El francotirador ya había cogido su posición y guiñaba uno de sus ojos.

—… Tres… dos…

Tras el brazo apareció el resto del cuerpo. El sospechoso, aterrorizado, se dejó caer de rodillas al suelo con las manos en alto. Los dos agentes de asalto comenzaron a acercarse despacio, sin dejar de apuntarle con sus armas. Perteguer sacó una pistola del interior de su chaqueta y se incorporó. El guardia de seguridad-policía de la puerta había evacuado a la última persona del palacio. El francotirador tragó saliva.

—Túmbese boca abajo con los brazos extendidos en cruz…

El sospechoso obedeció y Perteguer, que era el que más cerca estaba, corrió a esposarle. No ofreció ninguna resistencia.

Los dos francotiradores se descolgaron del techo por unas cuerdas y aterrizaron a escasos metros del detenido. Los otros dos agentes se mantuvieron en su posición. La pareja de novios corrió a la ventanilla de Ana. El tercer francotirador se mantuvo impasible.

Perteguer sacó la cartera del bolsillo del detenido y tras comprobar la identidad se la lanzó a una pareja de policías de uniforme.

—¿Quién coño es? Mirad si realmente venía a por un paquete…

Dos minutos después aparecían cargando una pesada caja de cartón.

—La hemos pasado por el escáner, inspector… No hay peligro.

Perteguer extrajo una navaja de su bolsillo y cortó el precinto de la caja. De su interior sacó dos docenas de desodorantes «roll-on». Abrió uno de ellos y lo olió. Luego deslizó la hoja de la navaja bajo la esfera del aplicador y la dejó caer en la caja de cartón.

—Pasta de cocaína… Nos hemos equivocado otra vez.

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