Fortuna

Fortuna


VII

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—Se es lo que se es y nosotros ya fuimos.

Se oyó un disparo de artillería. Desde alguno de los bergantines el falconete había hecho escuchar su voz. Una nube negra de pólvora quemada atestiguaba tal hecho, al igual que sobre las ruinas de una muralla se levantaba un polvillo tenue y grisáceo.

—Antes de que nuestros cuerpos conocieran la dicha de encontrarse, nuestras almas ya eran inseparables —tomó a Fortuna de la mano.

Ella escuchaba. Lo hacía atenta a sus palabras y al cuchillo que Meshicayotl empuñaba en su diestra.

—Es hora de separar nuestros cuerpos, en espera de que nuestras almas se junten algún día.

Respiró hondo como para darse fuerzas. Se escuchaban gritos, cantos y tambores de batalla.

—No somos bárbaros. Tenemos dignidad incluso en la derrota. Quedas libre. También el hombre que vino a buscarte.

Liberó a Martín López de sus ataduras.

—Ten —le dijo a la bella. Sacó de un envoltorio que le trajo uno de sus hombres el brazalete de oro y el barquito confeccionado por el carpintero—. Siempre he estado al pendiente de ti, siempre he estado cerca de ti, y he recuperado esto, que te pertenece.

La muchacha sollozó. Se puso el brazalete en la muñeca izquierda y acarició el barquito. Parecía a punto de llorar.

—Sólo es como un sueño —dijo Meshicayotl, de nuevo adusto y sombrío—. Sólo venimos a morar un instante. Ya todo acabó aquí. Que no queden, siquiera, las vanas palabras —hizo una reverencia a la bella y bajó a toda prisa las escaleras. El traductor se desvaneció entonces, víctima del hambre.

 

* * *

 

El nombre de

Fortuna era ostentado con disimulo en el barco. Fue el primer bergantín labrado en estas tierras por Martín López y eso lo enorgullecía. Rememoraba sus esfuerzos, los callos, las astillas en los dedos, el delicado aroma de los tablones como si un bosque entero cupiera ahí adentro en sus nudos y en sus venas, el astillero que pululaba de esfuerzos y afanes, el vapor para torcer los listones, la fragua de los clavos, la jarciería traída de la costa, el velamen de roído cáñamo, el timón de ancho mango y también el rostro bello de la muchacha al botar la nao en el río, allá en el Zahuapan.

No mucho había pasado desde entonces, ni siquiera un año, y parecía más, a fuerza de vivir la vida rápida y también riesgosa.

Ese 13 de agosto, 1521, día de San Hipólito, Fortuna y él volvieron a despertar juntos, cobijados por las pieles y su reciente aventura. Ella había regresado sin su caballo pero de una sola pieza y él con la hermosa muchacha pero sin su espada que proclamaba “Misericordia a nadie”. Se besaron como quien sabe que la vida es corta. El carpintero intuía cierta nostalgia en ella, y sí, Fortuna estaba inquieta porque algo de su vida se había quedado en Tepiyotl. No era indiferente a las dolencias de los mexicanos, ni su próxima derrota, y el olor a muerte se lo recordaba como una espina en el alma. Meshicayotl le preocupaba. No dejaba de pensar en él. Lo quería muerto y vivo, lo ansiaba cerca y lejos de ella. Más y más tascalas, chalcas y otros indios adversarios se habían juntado para dar el golpe de gracia a la urbe. Sonreían sabedores de su venganza. Se relamían los labios de imaginar la carne humana que comerían y las mujeres que abrirían de boca y de piernas.

Durmieron bajo el cobijo de las ruinas de un templo. Ahí se amaron con el ímpetu de quienes son jóvenes en tiempos revueltos de sangre y de ira. La muchacha fue la primera en despertar. Estaba agradecida de estar viva, pero inquieta. Volvía a tener esa sensación curiosa en el vientre. Se hallaba bien cobijada en los brazos del carpintero pero no dejaba de pensar en la suerte de Meshicayotl. Estuvo pensativa un rato. Por fin, se decidió por algo, otra de sus ocurrencias de valor y arrojo. Se levantó del improvisado lecho. No despertó a Martín López. Éste dormía con la placidez de los enamorados. Tan sólo lo besó en los cabellos; le dijo: “Disculpa, pero antes de amarte completamente debo hacer lo que sólo otra mujer entendería”, y marchó a embarcarse en el primer bergantín que encontrara. Resultó el de García Holguín y su gente.

El capitán mismo le tendió la mano a la hora de abordar el

Fortuna.

—Aquí viene lo bonito de la tierra —le dijo con actitud galante.

—Si yo soy lo bonito, usted será lo atún —respondió la bella con donaire y estudiada coquetería. Tenía chispa al decirlo, así que hizo sonreír al mismo García Holguín y a quienes la escucharon.

El barco partió. Rechinó al ponerse en movimiento, alentado por una buena brisa que le llegaba de popa. Fortuna se colocó al frente y desde ahí, sujeta de una cuerda que sostenía el velamen, vigiló el paisaje. Era un día como cualquier otro. Diáfano y luminoso por la mañana y gris y lluvioso por la tarde. Aún no hedía tanto a muerte, o por lo menos el viento que traía la podredumbre no les daba de lleno en las narices.

Martín López despertó, se quitó las lagañas, se desperezó con el placer de la noche aún impreso en su cuerpo. La buscó a tientas pero, al no encontrarla a su lado, se inquietó. Se fajó los pantalones y empezó a buscarla. Preguntó e indagó. Finalmente, unos soldados fatigados y llenos de sudores añejos y de bubas a punto de reventar le dieron sus señas. Se dirigió a los muelles a todo correr. Lo que temía sucedió: la nao había partido. Lo había hecho recién, pero ni cómo echarse al agua, pues la distancia que los separaba ya era basta. Sólo pudo ver el nombre de la nao grabado por él mismo en la madera:

Fortuna. Lo recordó todo, y también la forma como los barcos, desmantelados, fueron traídos a lomo desde Tascala a Tezcuco, y también la delicia de la boca y la piel de su amada.

—Fortuna —se engolosinó con el nombre.

La muchacha era tan arrimada al peligro que temió perderla, así que un asomo de preocupación apareció en su rostro.

No supo qué hacer, más que seguir al bergantín desde la orilla. Pasó por un grupo de soldados que oían misa mientras los tascalas le hacían guerra a los mexicanos. Estaban relajados, confiados en la victoria y en las macanas de sus aliados. El cura, de pelos crespos y una tonsura brillante, mantenía la atención puesta en el suplicio de San Hipólito, destrozado su cuerpo por la fuerza de dos caballos. Sostenía a un lado una cruz alta y pesada, hecha de prisa y sin mucho esmero. Algo de hedor le llegó, si bien no era tanto como para ponerlo a pensar en el destino grosero de los cuerpos que alguna vez fueron. Contempló la destrucción. Ahí donde hubo casas y mezquitas de indios, ahora era un terreno yermo donde los jinetes perdían el tiempo en escaramuzas y en prácticas de presunción equina. Se escuchaba el alborozo de alguna batalla, y como era de indios contra indios, sólo sonaban los tambores y las chirimías, y los cantos herejes en idiomas de furia.

Las murallas del mercado habían caído, lo mismo que los templos que lo presidían con sus colores de alegría y sus estandartes de orgullo. La casa de los caracoles de agua había caído, lo mismo que la casa de las flores, y también el lugar donde se vendía el incienso. Ya no había ecos del reptar de las iguanas o del aletear de los pavipollos o del mercadear frutos y viandas, sólo espectros del tiempo y de la sangre.

Martín López perdió de vista al bergantín. Fue a mitad de la tarde cuando decidió subir a la mezquita más alta, aquella donde el capitán general había asentado sus reales. No bien arriba, fatigado de tanto trote por los escalones, ciento cuarenta gradas, las contó con estremecida dicha infantil e inútil, supo el porqué de tal capricho de las belicosidades. Desde ahí se tenía una maravillosa vista de todo. Tenía montada una tienda con tela carmesí y ciertas comodidades como una alfombra y un par de sillas. Había viandas y cántaros para el agua. Lo acompañaban Luis Marín, que era bueno para las intrigas; Francisco Verdugo, algo diestro para la palabra, y Francisco de Montaño, el primero en poner un estandarte real en su cima, tras conquistarla a sangre, fuego y sudores el día de Santiago.

Se encontró a Bernal, quien caminaba algo cojo y más sucio que de costumbre.

—Que no te vean —lo llevó aparte el soldado—, que te tiene tirria desde lo del trabuco.

Algo había escuchado Martín López del armatoste y de su fracaso.

Se escondieron detrás de un adoratorio, que lucía ceniciento y negro, tras los destellos de un incendio. Bernal señaló al capitán general, que lucía más tosco y más viejo, con los hombros llenos de fatiga, las piernas flacas y el semblante de quien se ha preocupado mucho y está solo. Llevaba todavía la mano tiesa, recuerdo ingrato de su cercanía pendenciera con los mexicanos. Había tensión en el campamento. Soldados subían y bajaban, cada uno con sus informaciones y órdenes.

—Guatenuca se rinde. No le queda otra —dijo Bernal, como si lo supiera de primera mano.

El viento los despeinó. Empezaba a nublarse. El sol decaía y allá abajo la batalla comenzaba a menguar. Eran demasiados enemigos para los mexicanos. Retrocedían en orden pero sin remedio. Se habían retraído hasta un corte de agua y habían retirado los puentes. Era el último tajo antes de conquistarlo todo. Ahí se hicieron fuertes pero a duras penas. Los tascalas hacían lo suyo mientras los españoles aguardaban. Los arcabuceros listos con sus perdigones, los ballesteros con sus virotes, voladeras y aljabas, los jinetes en sus sillas y los jamelgos bien embridados, si bien inquietos y bufadores.

—¡Diantres! ¿Y eso?

La atención se dirigió a un guerrero que les hacía señas y les gritaba. Era una curiosa imagen. Estaba montado en un caballo negro y lo hacía con algo de burla, pero también con destreza y aplomo.

—¡Cuilones! —los llamaba.

Estaba enfundado en su traje de gala, las plumas y los abalorios bien dispuestos con elegancia y señorío. Su penacho le daba el aspecto de un ave de cetrería. Llevaba una colorida rodela con la mano que sujetaba las riendas y en la otra una lanza terminada en jade. Su pantalón era de piel de tigre y lucía un pectoral tan grande como un sol.

—¡Cuilones! —los retaba.

En el real de los españoles había desconcierto. También enojo. No era afrentoso que los llamara así, desdeñándolos con pendencia. Lo insolente era que estuviera sobre un jamelgo y lo montara con presunción, sin caerse.

Martín López lo reconoció de inmediato. Era Meshicayotl.

El guerrero jalaba de las bridas al caballo y lo maniobraba a su antojo, ahora para quedar de frente de la pirámide desde la que lo miraban, ahora para mostrar lo mismo las ancas que el semblante fiero y desafiante, ahora para ponerlo en dos patas y hacer que relinchara.

El capitán general, furioso como un oso y azorado como una ardilla, dio la orden de matarlo. Bajaron dos soldados con aquella instrucción y regresaron con un batallón de flecheros y un grupo especial de ballesteros. Éstos fueron los primeros en usarse. Una vez que recuperaron el aliento por haber subido con prisa las escaleras, se apostaron en un terraplén y prepararon sus armas. Disponían de una ballesta denominada trabuquete, que disparaba bolas endurecidas de barro. Se llamaban bodoques estas municiones, y eran un invento de los turcos. Los ballesteros apuntaron al insolente que les seguía llamando nombres, y dispararon. Los bodoques volaron veloces como balas.

—Desátense las faldas, píntense de grotesco las bocas, ábranse de piernas, mujeres sucias —Meshicayotl seguía en su arenga.

Los bodoques le habían caído cerca, pero ya con mucha mengua y sin hacerle daño.

Más soldados, atraídos por aquel desfiguro, abandonaron sus reales y se buscaron un lugar donde no perder detalle de nada. También lo insultaban y lo maldecían. Llegaron arcabuceros, soldados de a pie y varios capitanes. Pedro de Alvarado mostraba su ira:

—Destrocen al hijo de puta.

Él mismo pidió un arcabuz. La pólvora escaseaba y no se usaban mucho los rifles ni la artillería, pero bien se haría en gastarla de esa forma, para aniquilar al ingrato.

El arma de fuego era pesada, así que pidió una horqueta para sostenerla. De esta forma, apuntó. Lo hizo al pecho del mexicano. Éste no dejaba de moverse, azuzando al caballo para mostrarse buen jinete. El tiro era difícil, pero así lo hizo. Accionó el gatillo, se encendió el cordelete que conducía a la cazoleta repujada de pólvora, y tras unos segundos de espera, se accionó el disparo.

El perdigón fue vomitado con fuerza. Pasó a un lado de Meshicayotl y se estrelló sobre la dura piedra del piso. Se vio un chispazo y la estela de un polvillo blanco.

—Afeminados, niñitas...

Ahí estaba ya todo el ejército de cotas y barbas, de rezos y cruces, de heridos y enfermos, de veteranos de batallas y de ambiciosos de oro, y la generalidad de los soldados, tras el fallo del disparo, exclamó un suspiro recio y decepcionado.

Se preparaban todos con sus armas para castigar al mexicano.

—¡Muerte al hereje! —dispusieron sus flechas y llenaron de pólvora más arcabuces.

Meshicayotl picó al Cuervo y lo hizo correr de ida y de regreso, ante el asombro y la ira.

Fue Bernal el que dio la voz de alarma:

—¡Es una distracción! —gritó con todas sus fuerzas.

Señaló hacia el lago. Los principales de entre los mexicanos se hallaban a bordo de elegantes piraguas. Eran cincuenta o más en laboriosa estampida. Huían de la urbe. Se veía a los remeros esforzarse en su faena. Iban los nobles, sus mujeres, sus hijos, y ya tenían metida su hacienda de oro y joyas. Algunos miraban hacia atrás para despedirse. Otros miraban de frente. Tiraban hacia unos carrizales en busca de un mejor destino donde ocultarse.

—Mujercitas de mala fama —exclamó Meshicayotl, pero ya nadie le hizo caso.

 

* * *

 

Los bergantines tenían sus órdenes: derrocar casas y las muchas barbacanas que habían hecho en la laguna, a fin de entrar como una flota al sitio de la ciudad donde estaba retraído Guatenuca. En esas andaban, prendiendo fuego a lo que encontraran, matando a quien pudieran entre el agua y el zacate, cuando avisados por trompetas y tambores, avistaron la huida de piraguas. Eran muchas y muy señoriales. Su factura era larga y estrecha, así que pasaron sin problemas por entre las estacas que los protegían de los bergantines. Remaban a toda velocidad, con presteza y afán de sobrevivir como fuera. Algunas llevaban toldos y eran, a cuál más, harto coloridas.

Miguel Díaz de Aux fue el primero en llegar. Llevaba una buena tripulación y trató de cortarles el paso. Eran demasiadas para hacerlo. Algunas pasaron de largo, pero mandó a pique a dos de ellas, pasándoles por encima. Juan de Limpias, con todo y que era viejo, se unió a la causa. Lo mismo hizo Colmenero y Ginés Nortes, que era de Salamanca. Y Sandoval, que era el capitán de todos los bergantines, bien enfundado en una armadura reluciente y negra. Maniobraban, giraban el timón, tendían o destendían las velas, gritaban y daban órdenes, con tal de detener la navegación de los que huían y encontrar la canoa de Guatenuca.

Bien pronto se les unieron decenas de canoas de tascalas, que mataban a los hombres y se llevaban a las mujeres, sin importar los gritos de Sandoval para que no lo hicieran.

Martín López, desde lo alto de la mezquita, buscaba al

Fortuna y a la muchacha. Empezaba a ponerse feo el tiempo y, como caía una leve llovizna, se dificultaba ver de lejos. Entraba la noche, además. Aguzó la mirada y le pareció ver una piragua de mayor tamaño que se adelantaba a las otras. También la forma como otro bergantín, que salió de la nada, proveniente del rumbo de los peñoles, iba en su busca, las velas bien desplegadas y los remeros muy esmerados y sin mostrar fatiga.

Se alegró. La nao no podía ser otra que la de García Holguín, que llevaba a bordo a Fortuna. Recordó el labrado timón con forma de perro de caza que le había labrado y confió en que la altanería de su capitán bastara para alcanzar a su preciada presa.

El viento era recio pero les ayudaba. Instalada en la proa del

Fortuna, la muchacha temblaba presa de una emoción incontenible. “Ya todo acabó aquí. Que no queden, siquiera, las vanas palabras”, recordó a Meshicayotl y su última aparición, antes de despedirse y dejarla libre. Sintió tristeza. De sí misma y de esa danza sombría de la guerra. Todo terminaba. Lo que quedaba de los mexicanos era consumido por el fuego y gruesas llamaradas se levantaban donde hubo casas y templos y una gloria que resultó efímera. Anochecía. Tal vez la bella lloró o fue un golpe de ola lo que mojó sus mejillas. O tal vez el rocío de la llovizna.

García Holguín, entretanto, apresuraba a sus remeros. Les exigía más, les decía:

—A nosotros nos corresponden la fama y la fortuna. Ésa, sin duda, es la piragua del que fue rey de estas vastedades.

No tardaron mucho en darle alcance. Se le emparejaron con pericia y les pidieron que se rindieran, con vozarrones duros y apuntándoles con arcos, arcabuces y ballestas. Había niños ahí, y también ancianos y muchas mujeres. Terminaron por dejar los remos y abandonarse a su suerte. Fortuna, encaramada en la borda, sus armas listas para lo que pudiera ofrecerse, buscó a Meshicayotl entre aquella gente. Se fijó en ellos, su expresión de pesar y de no entender lo que pasaba. Había dos que parecían señores principales y que mostraban una dignidad más allá de las circunstancias.

—¿Quién de ustedes es Guatenuca? —preguntó García Holguín.

Ninguno de aquellos dos era.

Se desenrolló un petate donde estaba guardado, y de su interior se levantó un muchacho delgado y de rostro largo y agradable. Llevaba por todo atavío una túnica de un blanco impecable. Se mostró indiferente a las armas que le apuntaban, y equilibrándose para mantenerse de pie en la canoa, dijo con una voz que fue escuchada por todos:

—Yo soy Guatenuca, señor de hombres, rey de los mexicanos.

Se escuchó un rumor de asombro. No hubo a quien no le sorprendiera su juventud. Lo habían imaginado de tremendo porte, estirado de músculos y hecho un hombre de cuidado.

El rey niño, como le decía Meshicayotl, subió al

Fortuna, ayudado por García Holguín, quien le extendió la mano.

—No le hagan enojo alguno —advirtió el capitán a sus hombres.

Fortuna lo vio pasar a su lado. Apenas era un poco más alto que ella. El aspecto de Guatenuca era el de un rapaz más propenso a la travesura que al mandato, pero desde que se halló a bordo, tal vez por la reverencia que le hizo su gente, tal vez por cierta arrogancia imperial de sus maneras, infundió el respeto y la distancia. A señas, trató de darse a entender. Pedía que subieran a su gente, y sobre todo a su mujer.

—Tecuichpo, Tecuichpo, “copo de algodón” —la llamaba.

Era una mujer hermosa que de inmediato despertó la codicia de García Holguín y de sus soldados.

Fue Fortuna la que la ayudó a zalabordar. Olía a perfumes y a limpieza. La muchacha se fijó en sus descalzos pies, que le parecieron perfectos, como si nunca hubiera pisado la tierra. Era dueña de una hermosura desafiante. Su cuerpo era grácil, con sus cosas de mujer bien dispuestas y para ser admiradas. Tenía mirada inteligente y ojos que todo lo observaban, curiosos y sin embargo sumisos y cautos. Guatenuca se acercó para protegerla. Al hacerlo, de manera amorosa, él ató su manta a la camisa de ella, tal y como ocurría en las ceremonias de casamiento. García Holguín los dejó hacer, pero no dejaba de ver a Tecuichpo y se le antojaba acariciar sus cabellos y plantarle las manos en su vientre.

 

* * *

 

Fue una desgracia. Los vencidos, de tan flacos, mugrosos y descoloridos, eran una lástima de ver. Las mujeres iban como envueltas en cochambre, despeinadas y con ropas de pobre, en harapos, para no despertar deseos ni ser mancilladas. De nada les sirvió, pues esa noche fueron tomadas por españoles y tascalas y forzadas a abrir las piernas ante la indolencia de una noche llena de gritos, orfandades, gemidos y mucha sangre derramada. Los hombres que sobrevivieron fueron escogidos unos como sirvientes —a éstos se les marcó con fuego junto a la boca—, y los otros, los más, fueron arrastrados, escupidos, tundidos a golpes y rasgados del pecho, hasta morir en medio del desconsuelo más completo. Se les desmembró y se les convirtió en cecina para saciar venganzas y hambres. Los niños fueron azotados de cabeza contra las rocas. De nada servían los llantos ni las peticiones de misericordia. Los españoles buscaban oro, los revisaban, les requerían por riquezas, les hurgaban en sus orificios, los volteaban, no les importaban el jade ni las plumas de quetzal, y al no encontrarlo, los dejaban en los caminos para que hicieran lo suyo los tascalas. Su odio. Su hacer fiesta de la tristeza ajena. Fue el día Tres Casa Uno Serpiente.

Guatenuca fue llevado ante el capitán general y éste, para amedrentarlo, hizo disparar tres tiros de cañón que cimbraron la noche. No había estrellas, sólo nubes amenazantes. Él también miró a Tecuichpo y la deseó. Se mostró zalamero y poderoso ante el rey de los mexicanos, pero al mismo tiempo que le acariciaba los cabellos y lo confortaba con palabras de amistad y paces, y le decía cosas halagüeñas como que no veía falta en sus ojos y procuraría que nunca se apagaran, también abrazaba a la esposa y algo en su interior se encendía al tenerla próxima a sus partes.

La peste continuaba. El dolor y las lágrimas de los sitiados. No había buen juicio que pudiera aprehender y disculpar tanto horror. Fue un momento lóbrego, al mismo tiempo doloroso y triunfal.

—Tengo grima y tristeza en el corazón —dijo Bernal, al que se toparon. No sonreía. Ni siquiera les hizo mucho caso. Andaba como alucinado. Aseguraba a la manera de un susurro, en su hablar a solas—. Ni en Jerusalén hubo tantos muertos. No se podía caminar si no era por encima de los cadáveres. Purgaban sus cuerpos una suciedad como la que echan los cerdos flacos que no comen sino hierbas...

Fortuna y Martín López se habían encontrado en el muelle, al momento en que Guatenuca y su comitiva descendían del bergantín en que había sido capturado. Ahí estaba el carpintero con su rostro de enamorado. Tocó la madera de su nave y le agradeció haberla devuelto con vida. García Holguín y Sandoval venían malquistados por no avenirse en sus vanidades. El carpintero también se dejó distraer por el andar de Tecuichpo, que era hermosa. Después se dedicó a besar a Fortuna y a prometerle lindezas, como que nunca la dejaría.

—Quiero que seas mi mujer de por vida —le pidió, su frente pegada dulcemente a la de ella.

Empezó a oler fuertemente a lluvia y a precipitarse, a la distancia, los rayos y los truenos. La noche se iluminaba en destellos mortecinos. Así vieron la salida de la gente de la urbe y su maltrecho estado. Discutieron con unos soldados que buscaban oro en la nariz de un anciano y con otros que se burlaban de un guerrero gangrenado de una pierna. Abrazados, se dejaron llevar por la tristeza de aquella marcha de desdichados y derrotados.

—Mi abuela decía: “Que la desgracia no sea eterna, pero se obstina” —murmuró Fortuna, los ojos conmovidos por el asomo de una lágrima.

—¿Es o se parece? —preguntó entonces Martín López.

Se refería a un desecho de hombre que era golpeado por unos jóvenes tascalas.

Fortuna corrió hacia él y alejó a empujones a sus atacantes. Algo dijeron en su lengua, algunas maldiciones y palabras de rencor, de seguro, y marcharon a buscar más rapiña. El hombre gemía. Más que andar, se arrastraba debilucho y demacrado para postergar unos instantes más la muerte que lo rondaba. Era el traductor de Meshicayotl.

Fortuna lo acunó entre sus brazos. Le vio los ojos hundidos y los labios agrietados; temblaba. Pidió a Martín López que le consiguiera agua y se dedicó a confortarlo meciéndolo en un suave vaivén y con el susurro de una canción de cuna que recordaba apenas.

—Gracias —dijo el moribundo en la lengua de Ispania.

Fortuna no pudo esperar más. Le preguntó al oído por Meshicayotl.

—Huyó con su caballo a hacer la guerra en otra parte.

Cuando Martín López regresó con un cuenco lleno de agua, el traductor había expirado. La muchacha lloraba tierna y desconsoladamente. Él le acarició los cabellos y se los besó. La ayudó a levantarse y la confortó con un abrazo. Sus colibríes se juntaron, lo mismo que sus alegrías y desdichas, su difícil tiempo de humanos.

Empezó a llover. Primero un chipichipi menudo y sin prisas, seguido de gruesos goterones fríos e impertinentes. Se desató un aguacero. El agua caía a torrentes como de mar en furia. Fue como un llanto minucioso de la noche.

El sufrimiento y la derrota se respiraban. Por ahí algunas algarabías de triunfo y de venganza. Fortuna se acurrucó más en el hombro del carpintero. Comenzó a susurrar como un conjuro que buscara alejar todas las adversidades: “Me gusta la noche y sus estrellas. El sabor de los besos bien dados. El aroma del amanecer y sus esperanzas. Los guisos que me recuerdan a mi madre. La lluvia en el rostro y el polvo del camino en los pies. Los caballos y las cosas aladas. El pan recién horneado. Los guerreros que me quitan el sueño, el brillo de las dagas, los barcos y los reinos lejanos. Me gustas tú, Martín López, hombre de lo que soy y puedo ser. No he de morir hoy ni mañana...”

Un rayo con su inmediato trueno estremeció la noche e hizo vibrar sus corazones, lo mismo que sus colibríes.

Estaban empapados. Los cabellos les chorreaban, las lágrimas de Fortuna y la lluvia se convirtieron en una sola.

Los gritos de dolor y de espanto continuaban. Los vencidos lloraban su orfandad de dioses y misericordias. Fue un martes rotundo, prometedor de esperanzas vetustas, de amores ciertos y de una irremediable nada.

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