Fortuna

Fortuna


II

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I

I

La ciudad, a Fortuna, le pareció de encantamiento. Una urbe mágica de Oriente. La imaginación se le encendió y se alistó a ver pegasos, unicornios o alfombras mágicas, de las que podían volar, enraizadas en su memoria en virtud de las historias que con evocadora y persistente voz le contaba Rosario la vieja. Suspiró a la hora de recordar a la abuela. La pobre había muerto de un súbito golpe de tiempo, un año antes de que Fortuna se decidiese a emprender el camino de las Indias. “Aquí no hay nada, más que moscas que nos revolotean”, evocó sus palabras, animándola a tomar la ruta del Nuevo Mundo, aún por conocer y aposentarse en él como mejor pudiera. Ella misma lo hubiera tomado, a no ser por la vejez, que de un momento a otro se le vino encima. Lo primero fue el frío. “Estar viejo es tiritar, no encontrar calor por ninguna parte, ni cobija que sirva para maldita la cosa”, se quejaba, aún al rayo del sol, que buscaba con el entusiasmo propio de un amor inútil.

Después se encorvó sin remedio, ella, que en todo su paso por la tierra presumió de una pose digna de reina. Y los achaques de reumas y andares cansinos y plenos de parsimonia. Y finalmente, la mirada, que se le hizo acuosa y gris, y triste y apagada. Murió en su lecho, un día de terca y minuciosa lluvia. Fortuna la besó en la frente, mientras su madre hacía los preparativos del entierro. Un entierro de pobre, sin caja y sin misa, pero en camposanto, para atender la singular petición de la propia Rosario la vieja, que blasfemó cuanto pudo en contra de la iglesia y sus cuervos, “esos vividores del pueblo —les decía—, esos engañadores, esos come niños y consoladores de esposas solitarias”, y que al final decidió poner las cosas en su sitio, por si acaso de verdad le tocaba la suerte de comparecer ante el Altísimo. “He sido mujer —le diría—. No puedes más que permitirme entrar al cielo que me negaste en vida.” Y sonreía, como si todo, hasta la existencia misma, fuera parte de una broma que sólo ella entendía.

Fortuna le lloró por días, pues se le derrumbó una de las formas más intensas del refugio y del cariño. El mundo fue un lugar más terrible y yermo, desde entonces. Quedaba su madre, a quien adoraba y a quien acudía a abrazarla para alejarse de cualquier indicio de orfandad y de desdicha que la asolara de repente, pero su madre también comenzaba a encorvarse y a tener esa mirada, entre decepción, derrota y hastío. Fortuna misma correría esa suerte. La desnarigada con sus huesos mondos y su guadaña, que todo lo segaba, hasta la risa y la alegría por lo que llamaban vida, esa vida terrena que, si se lo preguntaban, era la única que en verdad había.

“La vejez es como una guerra perdida”, fueron las últimas palabras de la abuela, antes de disponerse a dormir para no despertar nunca. En su lecho de fallecida, mientras le amarraba un pañuelo viejo para mantenerle cerrada la mandíbula, Fortuna le prometió a Rosario la vieja emprender ese viaje a tierras desconocidas y lejanas. Ése sería su Oriente. Ése sería el sitio de sus correrías. Ya había tenido algunas. Su espíritu inquieto la había llevado a escapadas que habían dejado a su madre con la invocación de todos los santos en la boca y a ella con el recuerdo de algunas travesuras que alimentaron su sed de conocimiento de geografías, riesgos y pieles que no fueran la suya. No había llegado lejos y siempre retornaba a casa, ahora con una herida de la que no hablaba, ahora con un brillo curioso en los ojos, ahora con una caricia que extrañaba. Escuchó del Nuevo Mundo y sus historias de sirenas, de mezquitas como babeles y de riquezas inagotables. Sintió curiosidad, pero no fue sino hasta la muerte de Rosario la vieja que se decidió a probar el azar de la existencia en otras regiones, vastas e inholladas, descubiertas no hacía mucho por un dizque almirante de la mar océano.

Se despidió de su madre, quien contuvo el llanto porque sabía que tal era el destino de los hijos: que tuvieran vida propia. “Un día te di la vida —le dijo—; ahora te doy la libertad.” Sacó un envoltorio que contenía algunas monedas ahorradas como mejor pudo, y se lo brindó con la humildad de quien se sabe pobre pero ofrece lo único que tiene. “Vete a recorrer mundo”, le pidió. Y repitió aquella consigna que le había dicho su propia madre muchos años antes: “Cuida que tu vida sea tuya y no de otros”.

Se casó con Gonzalo Herrero, se embarcó en Palos de Moguer y ahora estaba en las Indias, en una aventura no exenta de peligro, tras el desembarco en tierras de indios, algunas escaramuzas sin mucha afrenta y el haber quedado viuda a edad temprana, a su espalda los volcanes y adelante lo desconocido, ensimismada en la contemplación de esa ciudad de ensueño.

—Parece salida de una visión del Amadís —escuchó la voz de Bernal, que marchaba a su lado.

—Yo, que he estado en Venecia, juro que esta ciudad es la misma, salida como Venus de las aguas, pero más bella —dijo Pedro Valenciano, a quien le gustaban el naipe y las andanzas de soldado.

—Más grande que Constantinopla —aseguró Alonso de la Serna, quien ostentaba una fea cuchillada del lado izquierdo de la cara.

Orteguilla no hablaba. Se encontraba mudo y con la boca abierta, maravillado y temeroso, al mismo tiempo, de hallarse donde se hallaba, en los confines del mundo conocido y en los linderos de lo posible y la fantasía. Estaba asido de la mano de Fortuna, a quien le había tomado cariño y veía cual si se tratara de la madre que alguna vez tuvo. De esta madre, hoy desaparecida, circulaban historias: que vivía y era de cascos ligeros, presta a abrirse de piernas por dinero, un buen alarde lisonjero o un vaso de vino; o que había muerto, presa de un mal parto; o que las viruelas le habían hecho mella. El caso es que Orteguilla no la conoció nunca. Su padre, que era buen soldado y, además, buen hombre, lo tomó a su cuidado, procurándole nodrizas y una vida de nómada, orientado tan sólo por la veleta de la guerra. Ahí donde se necesitaran sus armas, ahí marchaba con su espada y su ballesta, y con él, su hijo, que fue creciendo entre el olor a pólvora y a sangre, y las travesuras propias de un rapaz en tiempos azarosos y complicados. No supo del cariño de madre hasta que conoció a Fortuna y ésta le brindó calor, ternura y cuidado. Orteguilla la veneraba. Donde otros contemplaban la implacable lujuria de regodearse con aquel cuerpo de hembra, furiosamente atractivo y agraciado, el muchachito veía el abrigo y el consuelo. Fue en la Tascala, tras la muerte de Gonzalo Herrero, que se unieron más. Él le procuraba comida y ropa de algún infortunado asaeteado por los indios, para cubrirse del frío, y ella su mano tibia para mesar sus cabellos, alguna palabra de consuelo cuando se despertaba en la noche víctima de alguna pesadilla de niño, un beso en la frente, que era como una recompensa a tanta desdicha provocada por la orfandad. Se volvieron inseparables. Cada quien vivía su vida cotidiana como mejor podía, pero uno estaba atento del otro, y se cuidaban.

Ahora Orteguilla estaba absorto en la contemplación de aquella ciudad de ensueño.

Apretó aún más la mano de Fortuna y se le pegó a la falda, pues temió la aparición súbita de un gigante que los engullera a todos. Atrás había quedado el muchachillo travieso y curioso, valiente a su manera, que por todos lados se metía y se había envuelto en dos o tres robos de aves y una que otra escaramuza guerrera, y que ahora daba paso a ese otro niño que también era, asustadizo y supersticioso, con miedo de no saber lo que le esperaba allá adelante.

Juan Botello contribuyó a ese miedo, que era como un fardo pesado en su inocencia y en su sed de travesuras. Botello era un soldado de a pie, exento de glorias de batalla pero con fama de misterioso. “El Nigromante”, le decían. Era astrólogo y, para muchos, una verdadera ave de mal agüero. Tenía la vanidad muy bien puesta, así como un insoportable tufillo a sudor rancio que a todos molestaba y que a él parecía no importarle. Era apuesto y gallardo, si bien la suciedad se aposentaba en su ropa, en su cuerpo y en sus cabellos, ahuyentando cualquier tipo de idilio, casual o pagado de antemano. Fortuna, varias veces, lo había alejado con desdén, tapándose las narices y la cara marcada por un gesto de evidente asco. Botello la miraba no como hombre sino como quien descifra un enigma. Una de esas ocasiones se puso como en trance de exorcizado, cerró los ojos, musitó algo en un idioma incomprensible y, antes de que pudiera decirle a Fortuna el devenir de su destino, ésta lo detuvo, haciéndolo huir a golpe de patadas y empellones.

—Ve a decirle a tu madre lo que le espera —le gritaba, furibunda.

Inmediatamente después, le preguntaba:

—¿Para qué quiero saber el día de mi muerte, si lo que importa es esta maldita vida que tenemos ahora?

Escupió en el piso y agregó con rabia algunos insultos: —¡Mentecato de mierda, hijo de la gran puta! ¡Desgraciado!

Botello tenía ese don. El don del futuro, de saberlo y escudriñarlo merced a quién sabe qué artes con que lo habían ungido desde pequeño. Ella estaba enterada de tal asunto. Sabía de su reputación de sucio y desaliñado y, también, de adivino. Había pronosticado, le dijeron, la muerte de Gonzalo Herrero.

—Cuídate la garganta —le advirtió.

Fortuna se preguntó si Gonzalo Herrero tuvo conciencia de ese aviso cuando una flecha enemiga le cruzó el cuello, dejándolo sin vida en medio de un charco de sangre y la cara atónita.

También, el tal Botello se apersonó donde Pedro Morón se aliviaba del frío sentado frente a una hoguera, y le dijo:

—Te conocerás mejor por dentro.

Pedro Morón, que no se cocía al primer hervor, lo tomó como si se tratara de una incoherencia de alucinado, pero ya se sabe: a la mañana siguiente el infortunado fue tumbado del caballo por los indios, mismos que le abrieron el vientre a lanzazos y lo dejaron con las entrañas de fuera, la preocupación por dentro y el Jesús en la boca. Murió al poco tiempo, en medio de indecibles dolores. Y a San Juan el Entonado, a quien llamaban así por ser de naturaleza presumida, y a Ribadeo, a quien decían Beberreo por su fama de borracho, les pidió que arreglaran sus asuntos en la tierra, antes de conocer el infierno que les deparaba un golpe de macana. Seguían vivitos y coleando, pero la advertencia les pesó como la lápida de alguna fosa húmeda y oscura. No dejaban de persignarse y de hacer promesas vanas para alejar aquel designio que los marcaba. Y a Orteguilla, a mitad de una mañana fría, en Amecameca, mientras el muchachito daba rienda suelta a su edad y perseguía por divertirse a unos pavipollos que parecían extraviados, Botello lo pescó del brazo y le espetó con visos teatrales: “He visto al gigante, que te embucha. El gigante del fango, que tiene hambre y ha de devorarte”. Así lo previno, salido de la nada, y el Nigromante se alejó sin agregar más, con el semblante pensativo y adusto.

El muchacho tembló. Él también estaba enterado de las dotes adivinatorias del pestilente Botello, y concluyó que tales palabras eran como una sentencia de muerte, misma que ocurriría sin compasión alguna a sus lloriqueos de miedo o a su condición de infante. Desde entonces, temía. Y cuando, al trasponer una colina, se encontró de pronto con esa ciudad que parecía flotar en el agua, le pareció que ahí se escondería el gigante y que sería el fin de sus días. Se repegó más al cuerpo de Fortuna y sólo así fue capaz de continuar la marcha a esa urbe, misteriosa, etérea y desconocida.

 

* * *

 

Fortuna no quiso quedarse atrás. Agarró fuerte de la mano a Orteguilla y echó a correr con rumbo a la vanguardia. El niño rezongaba y se frenaba de cuando en cuando, temeroso de su encuentro con el gigante. Recorrieron la escasa población de mujeres españolas y de criados de distintas raleas, la larga columna de indios aliados y sus consortes, llevadas para hacerles de lecho y preparar la comida, el grueso de los soldados de a pie, las escasas huestes de ballesteros y arcabuceros, y llegaron hasta donde la caballería se abría paso, dirigida por el capitán general, que montaba el Romo, un corcel castaño oscuro, de no tan noble pinta pero brioso y bien entrenado.

Recién se habían retirado dos nobles emisarios del gran rey de aquella comarca y el ejército reemprendía la brega por una calzada que partía en dos una laguna de aguas entre cafés y verdosas. Un indio de cierta alcurnia iba al frente, expresando en su idioma alguna cosa que parecía grave y ominosa.

—¿Qué dice? —preguntó Fortuna a Orteguilla.

El muchacho, que era de naturaleza inquieta y traviesa, pero también curiosa, se había interesado en comprender la lengua de aquellas regiones. Se entrometía en las conversaciones de los lopeluzios, de los totonacas, de los tascalas y de los mexicanos. Se juntaba con Gerónimo de Aguilar y con la mujer de nombre Tenépal y a quien llamaban la Marina, y los escuchaba traducir los secretos de los hombres que interrogaban o las palabras de los reyes y vasallos que les ponían enfrente para escuchar sus razones o convencerlos de rendirse ante el verdadero Dios y los designios de la inefable Ispania. Orteguilla fue aprendiendo y distinguiendo. Tenía oído, lengua e inclinación para ello, y se sentía capaz de descifrar ese discurrir cantarino y dificultoso de bárbaros, y de hablarlo sin demasiados tapujos, si bien de manera tartamuda y tropezada.

—Que abran paso. Y al que no lo hiciere, lo castigarán con la muerte —tradujo, como si se tratara de cualquier cosa.

Caminaron detrás de los caballos, apenas a unos cuantos metros del distinguido cabalgar de Ortiz el Músico y del mover parsimonioso de cola de la Rabona, la jaca de Juan Velázquez de León, y se hallaban mudos y ensimismados, maravillados de esa calzada, que era plana y pulida, como si se tratara de una senda de muy buen suelo ladrillado, que más les parecía de un artificio divino que terreno. Al frente, no se distinguía a nadie, ahuyentado todo el mundo por el tamaño de aquella mortal advertencia. Pero, a los lados, la procesión era seguida por centenas de indios en canoas, que los miraban con curiosidad, desdén o recelo. Algunos remaban al ritmo pausado de la marcha, y otros se erguían con arcos y flechas sobre sus embarcaciones, en actitud relajada, pero como a la espera de alguna orden de ataque. Fortuna se preocupó. Imaginó una trampa mortal, de la que pocos o ninguno tendrían la posibilidad de escape. Su posición era vulnerable y delicada. Se alejó de la orilla derecha en la que avanzaba y se colocó más hacia el centro, justo detrás del rubicundo Pedro de Alvarado, para quedar más protegida en caso de desatarse la guerra.

Los cascos de los corceles en su lento galope hubieran sido el único sonido de aquella mañana, a no ser por la voz autoritaria del que les abría paso, el golpear del agua mecida por leves olas en las riberas y en las canoas, y esa especie de callado rumor de los trescientos españoles y sus seis mil aliados al transitar por la recta y tersa calzada. Sus armas y armaduras brillaban al sol del mediodía, los perros que traían ladraban de cuando en cuando, causando un evidente estupor entre la indiada, el sudor de los caballos reflejaba la luz en sus grupas, y sus esporádicos relinchos y bufidos causaban lo mismo inquieta curiosidad que tremendo y asustado asombro.

—¿Qué día es hoy, Orteguilla? —preguntó Fortuna, sabedora de que debía guardar esa fecha en su memoria.

—Ocho de noviembre. Año del Señor, 1519 —respondió el muchacho.

No anduvieron mucho; si acaso una hora, antes de detenerse frente a lo que parecía una guarnición de soldados, construida a la manera de un baluarte de piedra, cubierto de cal y canto, escasamente almenado y con adornos coloridos. Contaba con dos torres y resguardaba un puente. Ahí se detuvieron y aglomeraron, a la espera de un gran personaje. Montezuma o Mohtecuzoma era su nombre, según lo que Fortuna pudo entender por el rumor que desató la posibilidad de su llegada. Ella y Orteguilla se acercaron a ver mejor. Se ubicaron detrás del mismísimo capitán general, cuyo caballo mostraba cierto nerviosismo, como si oliera el peligro de una sierpe o de una muerte cercana. Bufaba y no dejaba de moverse con desasosiego. Parecía querer echarse a correr a todo galope, y sólo la habilidad de quien llevaba las riendas lo refrenaba con fuerza, obligándolo a permanecer presa de esa agitación, pero en el mismo sitio en que se habían detenido para aguardar al soberano. Orteguilla, ni qué decir, también estaba intranquilo, temeroso de que ese gran personaje que esperaban se apareciera bajo la forma de un gigante que lo engullera sin miramiento a su edad o a sus peticiones de misericordia. Fortuna, al tanto de ese miedo, lo cuidaba. Lo tenía frente a ella, maternal y vigilante, las manos sobre los hombros del muchacho. Trataba de calmarlo, tocándolo de manera suave o con palabras de aliento. Ella, en cambio, se mostraba cauta pero, en realidad, su inquietud era apenas la necesaria, dadas las circunstancias de vulnerabilidad en la calzada. Antes bien, se dejaba guiar por la curiosidad. Le maravillaba todo aquello, como si se tratara de una aventura que no quisiera perderse. Se grabó en su mente aquel instante, que ya tendría oportunidad de contárselo a su madre o a sus nietos. El Nuevo Mundo, se dijo, y tuvo en mente a Rosario la vieja, la pobre, que cuánto hubiera dado por haber ocupado un lugar en esa odisea mundana, sin duda llamativa pero por supuesto incierta. Fortuna sintió una especie de opresión en el pecho y dio un gran suspiro, para ver si así lo aliviaba. Después, esperó a ver qué pasaba.

No tardó mucho en presentarse una comitiva compuesta por casi un centenar de sirvientes y escoltas. Adelantándose, indiferentes a toda otra cosa que no fuera su labor, que ejercían agachados, casi a ras del piso, con medida y efectiva ceremonia, un grupo de aquellos hombres barría con escobillas la calzada, a fin de limpiarla del polvo y las piedrecillas que la habitaban. En andas, sobre una especie de silla reclinada, iridiscente de perlas y otras piedras preciosas, cargada por diez indios de lo más disciplinados y robustos, Fortuna distinguió a alguien con un gran penacho y un atuendo que, de tan blanco, resplandecía. “El gran Mohtecuzoma”, supo de inmediato. Fortuna se llenó de emoción. Lo vio descender con aristocrático modo y se fijó en sus brazaletes de oro, y en sus sandalias, ricamente adornadas de tiras que parecían áureas. Era el único en ir calzado. Dos de sus ayudas, que parecían compartir con él el mismo aire de nobleza, iban desnudos de pies, e igual sucedía con la comitiva entera.

Aun así, el gran Mohtecuzoma bajó de su transporte pero no tocó directamente el suelo. Prestos, un grupo de aquellos servidores extendieron esteras de algún material parecido a la paja, sobre las cuales posó sus plantas y empezó a caminar de manera pausada y llena de dignidad con rumbo al capitán general.

Fortuna se fijó en ese hombre, moreno y delgado, de semblante sañudo y actitud delicadas, pero sin duda poderoso. Ninguno de sus acompañantes osaba mirarlo directamente, todos agachaban la vista a su paso. El soberano llevaba en las orejas incrustaciones de turquesa y el labio inferior perforado con un dije en forma de un azul colibrí.

El capitán general, cuando lo tuvo a modo, se apeó del caballo e intentó abrazarlo. No pudo hacerlo. Apenas notaron sus intenciones, fue detenido por los dos nobles que lo escoltaban. Éstos, con diligencia precisa, lo alejaron con un empujón no exento de cortesía pero exacto y rotundo. Nadie podía tocar al gran Mohtecuzoma, era el mensaje, lo mismo para los locales que para los foráneos.

Mohtecuzoma lo miró con aire adusto y grave. Se acercó al capitán general y lo que hizo fue olisquearlo. Lo hizo a la manera de quien huele un perro mojado o de quien intenta descubrir la fuente de un olor, si no desagradable, entonces extraño.

Algún comentario hizo que debió haber sido simpático, pues motivó la sonrisa de sus escoltas.

 

* * *

 

La urbe de Mohtecuzoma era magnífica, llena de mezquitas o cúes, como les llamaba Orteguilla, y de casas de cal y canto, sólidamente construidas. Su población se asomaba encima de los techos o en las calles, arrimada a las paredes, porque así era su uso, para atestiguar el paso de tan larga caravana. El capitán general hacía cabriolas con su caballo, en un toque de destreza no exento de vanidad. En una ocasión obligó al castaño a dar vueltas como si quisiera morderse la cola. En otra, paró al jamelgo en seco, le jaló la rienda y lo puso en dos patas, acompañándolo de un relincho sonoro que puso en alerta a los que atestiguaban. Uno que otro niño lloró, las madres se adelantaron para proteger a sus hijos, los ancianos se estremecieron y los guerreros alistaron sus armas, ante la estridencia de esa bestia enorme, que además de temible les resultaba por entero desconocida.

Fortuna hubiera querido montarse en alguna de aquellas jacas, hacerlo a la buena o a la mala, convencer a su jinete o derribarlo de un golpe y encabalgarse para llevar a cabo alguna de las muchas suertes de las que se preciaba. Se sabía amazona, ducha para la rienda y los estribos. Lo suyo era estar subida en ese reino superior que era la silla y la batalla de su asiento y no ver la vida desde abajo, como la obligaba el destino de mujer que la poseía. Ya vería ese Mohtecuzoma sus acrobacias hípicas, sus dotes para la monta, y tendrían que reconocerla como un igual, no nada más de utilidad para calentar la cama o hacer la comida. Y ya vería el propio capitán general si no era ella más diestra que muchos de sus hombres que decían encabalgar y hacían equilibrios, en ocasiones vanos, para que un caprichoso corcel no los hiciera caer con estridencia a la dura y vergonzante tierra.

Apretó los puños, sabedora de que tendría que esperar un mejor momento. Acaso en otra vida, en otro mundo menos injusto, y al pensar en eso suspiró con desaliento. Aceptó su sino y acató su condición. No tuvo más remedio que caminar al lado de la caballada que tanto admiraba, acaso con el único consuelo de que lo hacía en el lugar preciso de la vanguardia, como si se tratara de una reina o de una capitana.

“Abran paso a la gran guerrera Fortuna”, se imaginaba como una famosa soberana, siendo admirada por su pueblo, que la recibía con singular pompa y aplauso por sus triunfos de armas, mismos que habían engrandecido la reputación y las fronteras, de por sí vastas, de su reino.

—Mira —llamó su atención Orteguilla, que caminaba a su lado.

Pasaron por un lugar que le pareció terrible y ominoso. “Zompantli”, le llamaban. El lugar de la muerte sacrificada. La hilera de cráneos, como le tradujo el muchacho. Ya habían visto uno en Tascala. Fortuna lo recordaba particularmente, pues le tocó atestiguar la forma como les cortaban la cabeza a tres prisioneros recién sacrificados para colocarlas en ese sitio, atravesadas por una vara negra y gruesa. Las cabezas permanecieron ahí, a la intemperie, y bien pronto se llenaron de moscas. A la mañana siguiente las ratas habían hecho lo suyo y no eran más que cráneos de los que pendían migajas de restos sanguinolentos. Fortuna, que no era tan ducha en eso de contemplar la muerte, se sobrecogió ante tal horror. Se imaginó a sí misma envuelta en la vorágine del adiós a la vida, flechada o macaneada, o tomada prisionera y llevada a la cóncava piedra de los sacrificios, abierto el pecho por la inquisidora obsidiana de un sacerdote salvaje, feo y obtuso. Negó con la cabeza, en un intento por despojarse de esa imagen que no la dejaba. Sintió temor, porque una cosa era la muerte ajena, que horroriza y asquea porque conduce al pensamiento de la inutilidad, la brevedad y la mortalidad, y otra la muerte propia, que duele y asusta porque es definitiva. Recién había fallecido Gonzalo Herrero y traía eso del morir a flor de piel. Cuando vio los tres cráneos casi mondos, a no ser por algunos colgajos informes, se dio a la tarea de implorar que su vida fuera larga, o si no, que muriera en paz y sin mayores heridas.

El zompantli de aquella urbe de ensueño se asemejaba a una pesadilla. Era enorme, solemne y macabro. Estaba compuesto de una plataforma baja de piedra sobre la que se levantaba un armazón de madera del que colgaban vertical y horizontalmente miles de cráneos humanos. Parecía una fortaleza de la muerte. Un recordatorio de que la vida es pura veleidad, pues a pesar de tanto baile, goce y soberbia, ahí es donde termina uno, convertido en fría y muda osamenta.

—El gran teatro inmundo de la vida —pasó Bernal, que se creía instruido, y comentó eso con la gravedad y la sonrisa de lo que es irremediable y funesto.

El zompantli estaba formado por torres unidas por varas, con una altura superior a los cinco o seis metros. En su exterior, aquel espectáculo infame: los cráneos con las cuencas vacías y los dientes hacia afuera. Era la muerte vil, sin ropajes ni filosofías. Fortuna, en una rápida suma, contó más de doscientas testas pelonas en una sola de estas torres. Si eran algo así como cuarenta torres por lado... Trató de hacer la cuenta pero se percató de que le resultaba imposible. Se acercó a ver mejor aquel lugar de mortal desolación. Pudo distinguir, en su interior, más allá de las varas y las calaveras, los restos de miles de osamentas, huesos de hombres antiguos y recientes, que se apilaban con indiferencia pétrea hacia la vida de afuera.

Orteguilla se persignó, pues imaginó que tal era el sitio donde el gigante escupía los huesos de sus devorados. Fortuna hizo lo mismo. Sólo que ella, en lugar de creer en gigantes, se preguntó si no serían los restos de un ejército como el de ellos, que se creía superior y terminaba destruido, ensartado de los cráneos, convertido sólo en fémures y costillares mondos, entre aquellas varas y sus inquietantes torres.

 

* * *

 

Se aposentaron en un palacio cuyo nombre resultó difícil de recordar para Fortuna. Un palacio enorme y lujoso, construido de piedra y altas paredes encaladas. El patio era extenso y lleno de ídolos. Y en este patio había salas asaz grandes donde cupo toda la gente que llevaban, incluidos los indios de Tascala y Cherula que los servían y los escoltaban. Hubo espacio, también, para los jamelgos. Como creían que se trataba de dioses malogrados, quisieron quedar bien con ellos y les tendieron una cama de paja y olorosas flores, y canastas llenas de mucha comida, en un salón con pinturas curiosas y coloridas. Los capitanes ocuparon las recámaras principales y el resto las estancias de menor lujo, más pequeñas y oscuras, pero a salvo de la intemperie. Sus aliados se acomodaron en el patio, una muchedumbre de hombres desnudos a no ser por los taparrabos, y las mujeres que los acompañaban, duchas en eso de quitarles el frío y prepararles ese pan de la tierra que llamaban tortillas.

Hubo comida y agua para todos. Por primera vez en muchos meses Fortuna probó gallina, o la especie de gallina que habitaba aquellos lares y a la que nombraban pavipollo, y los indios, gualote,

gualotl, o algo parecido. Le pareció que su carne era dura pero deliciosa, cocinada en una especie de salsa de color verde muy aromática. Y probó agua de sabores, entre ellas una hecha con el fruto que les había asustado por causarles una orina de color sangre, y otra más elaborada con flores que le eran agradables de sabor aunque desconocidas para su vista.

En el palacio descansaron y recuperaron las fuerzas. Un día pasó, y luego otro. Orteguilla no encontró gigantes ni cosa parecida, y dio rienda suelta a su ser niño, dedicándose a ver en qué travesura o afán de curiosidad consumía su tiempo y sus ganas. Acompañó al capitán general en sus visitas a Mohtecuzoma y volvía, la cara convertida en un triunfo del contento, cargado de novedades.

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