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Parte VI: El líder bien enfocado » 20. ¿De qué dependen los buenos líderes?

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20. ¿De qué dependen los buenos líderes?

Cuando era estudiante suyo de licenciatura en Harvard, David McClelland desencadenó una pequeña tormenta al publicar un controvertido artículo en American Psychologist, la principal revista de nuestra profesión. La revisión de datos llevada a cabo por McClelland ponía en duda la creencia, hasta entonces incuestionable, de que el éxito académico era un buen predictor del éxito profesional.

En ese artículo, McClelland admitía la poderosa evidencia de que el cociente intelectual es el mejor predictor del tipo de profesión que cualquier alumno de secundaria acabará desempeñando, ya que la puntuación obtenida permite distribuir bastante bien a las personas en funciones laborales. Las habilidades académicas (y el CI que aproximadamente reflejan) nos hablan del nivel de complejidad cognitiva que alguien es capaz de gestionar y del tipo de trabajo, en consecuencia, que puede desempeñar. Para ser un profesional o un ejecutivo de alto nivel, por ejemplo, el CI debe hallarse una desviación estándar por encima de la media (unos 115).

De lo que apenas se hablaba (al menos, en los círculos académicos, donde parece menos evidente) era de que no basta, para sobrevivir, cuando trabajamos con un grupo de colegas tan inteligentes como nosotros —sobre todo entre los líderes— con las habilidades cognitivas. Cuando todos los miembros de un grupo comparten un elevado CI, se produce un «efecto suelo» [medida con poco rango de variabilidad en la que todos los implicados obtienen puntuaciones muy bajas].

McClelland argumentaba que, cuando uno logra un determinado trabajo, competencias como la empatía, la autodisciplina y la persuasión resultan, a la hora de alcanzar el éxito, más decisivas que el historial académico. Y propuso, a ese respecto, una metodología, conocida como «modelo de competencia», muy frecuente hoy en día en organizaciones mundialmente conocidas, para identificar las habilidades clave que convierten a alguien en un trabajador estrella en una organización concreta.

El artículo, titulado «Testing for Competence Rather than Intelligence», fue muy bien recibido por quienes se veían obligados a evaluar diariamente el rendimiento en el puesto de trabajo y determinar quiénes eran los más eficaces, qué talentos presentaban y a quiénes había que ascender. Esas personas contaban con indicadores muy rigurosos para determinar el éxito y el fracaso laboral y eran muy conscientes también de la escasa relación que existe entre las calificaciones universitarias o el prestigio académico y la eficacia en el mundo empresarial.

Como me confesó el antiguo director de un importante banco: «Estaba contratando a los mejores y más brillantes, pero veía que el éxito seguía presentando la misma curva de la campana y me preguntaba por qué razón», una pregunta cuya respuesta McClelland conocía.

En el mundo académico, sin embargo, el artículo resultó muy polémico, porque no podían entender que las calificaciones tuviesen poco que ver con el éxito en el entorno laboral (a menos, claro está, que el trabajo en cuestión fuese el de profesor universitario)[268].

Hoy en día, décadas después de la publicación de ese controvertido artículo, los modelos de competencia ponen claramente de relieve el gran peso que desempeñan cuestiones no académicas como la empatía, que suele ser mayor, en la forja de los líderes sobresalientes, que habilidades estrictamente cognitivas[269]. En un estudio llevado a cabo en Hay Group (que ha absorbido a McBer, la empresa fundada por el mismo McClelland, y ha acabado bautizando a su departamento de investigación con el nombre de Instituto McClelland), los líderes que mostraron fortalezas en ocho o más de estas competencias no cognitivas fueron capaces de establecer entornos sumamente movilizadores y de elevado rendimiento[270].

Pero Yvonne Sell, directora de práctica del liderazgo y del talento en el Reino Unido, que fue quien dirigió el mencionado estudio, se dio cuenta de la escasez de tales líderes, que solo alcanzaba el 18% de los ejecutivos. Las tres cuartas partes de los líderes con tres fortalezas o menos en habilidades personales generaron entornos negativos, en los que la gente se sentía indiferente o desmotivada. El liderazgo torpe también parece hallarse muy extendido, porque más de la mitad de los líderes cae bajo esta categoría de bajo impacto[271].

Otros estudios apuntan también a la misma conclusión sobre las habilidades blandas. Una entrevista realizada por Accenture a 100 directores generales con la intención de determinar las habilidades que consideraban imprescindibles para dirigir con éxito una empresa puso de relieve la importancia de 14 habilidades, que iban desde pensar globalmente y crear una visión inspiradora y compartida, hasta el conocimiento tecnológico y la disposición a abrazar el cambio[272]. Y, aunque era evidente que ningún individuo podía poseerlas todas, el estudio puso también de relieve la existencia de una metahabilidad, la conciencia de uno mismo, que los directores generales necesitan para valorar sus fortalezas y debilidades, así como para rodearse también de un equipo de gente que posea fortalezas complementarias.

Pero la conciencia de uno mismo raras veces figura entre las listas de competencias que las organizaciones tienen en cuenta para analizar las fortalezas de sus trabajadores estrella[273]. Aunque las habilidades asentadas sobre la base de la autoconciencia, que reflejan un elevado control cognitivo (como la perseverancia, la resiliencia y el impulso hacia el logro de objetivos), son muy frecuentes, este sutil cambio de foco suele resultar muy escurridizo.

La empatía, en sus muchas variedades, desde la simple escucha hasta la lectura de las rutas de influencia en el seno de una organización, aparece más a menudo en los estudios sobre competencia del liderazgo. La mayoría de las aptitudes que presentan los líderes de rendimiento más elevado caen dentro de la categoría más manifiesta, basada en la empatía (que incluyen habilidades como la influencia, la persuasión, la cooperación, el trabajo en equipo, etcétera, ligadas al dominio de las relaciones). Pero las habilidades más evidentes del liderazgo no se limitan a la empatía, sino que también tienen en cuenta la gestión de uno mismo y sentir el modo en que nuestras decisiones afectan a los demás.

La capacidad concreta que nos permite entender los sistemas recibe, según las organizaciones y los modelos de competencia utilizados, nombres muy diversos, como visión de la imagen global, reconocimiento de pautas y pensamiento sistémico, por ejemplo. Se trata de una capacidad que nos permite visualizar la dinámica de sistemas complejos y prever cuál podrá ser, dentro de un día, de una semana, de un mes o de un año, el efecto de lo que ahora hagamos aquí.

El reto, para los líderes, no se limita a contar con fortalezas en los tres tipos de foco mencionados. La clave consiste en encontrar el equilibrio justo y utilizar el más adecuado para el momento en que nos hallamos. El líder bien concentrado equilibra los distintos flujos de datos y entreteje sus hebras en una acción equilibrada. La integración de los datos de la atención con los de la inteligencia emocional y el rendimiento constituyen el motor oculto de la excelencia.

Encontrar el equilibrio justo

Si nos acercamos a un grupo de trabajo y preguntamos a cada uno de sus miembros quién es el líder, probablemente señalen a quien posea la categoría profesional apropiada.

Pero si les preguntamos por la persona más influyente del grupo, sus respuestas nos permitirán identificar al líder informal y pondrán claramente de relieve cómo opera realmente el grupo.

La valoración que estos líderes informales hacen de sus propias habilidades no suele diferir mucho de la evaluación que, de ellos, hacen los demás[274]. Y también son más autoconscientes que sus compañeros. Vanessa Druskat, la autora de este estudio, señala que «los líderes informales solo destacan de vez en cuando. Por ello, en nuestra investigación, preguntamos, “¿Quién diría que es, la mayor parte del tiempo, el líder informal de este grupo?”».

La investigación realizada ha puesto de relieve que, si la fortaleza empática de ese líder se ve equilibrada con otras habilidades, el rendimiento del equipo tiende a ser más elevado. «Si el líder tiene una baja empatía —me dijo Druskat— y una alta motivación de logro, es muy probable que esta habilidad acabe lastrando el funcionamiento del equipo. Y, si el líder presenta una elevada empatía y un bajo autocontrol, el rendimiento también se verá mermado. Y es que, para decirle a alguien que ha actuado mal, el exceso de empatía constituye un obstáculo».

Una directiva de banca me dijo: «Nunca, desde que trabajo en el departamento financiero, había utilizado la palabra “empatía”. La clave consiste en vincularla a una estrategia basada en el compromiso de los empleados y la experiencia de los buenos clientes. La empatía nos diferencia de nuestros competidores. El secreto reside en la escucha».

Y ella no es la única, porque ese mismo mensaje me lo han transmitido los directivos de dos de los hospitales más importantes del mundo, la Mayo Clinic y la Cleveland Clinic.

Por su parte, el director general de una de las principales empresas del mundo dedicadas a los fondos de inversión comenta que, motivados por el elevado salario, los graduados más ambiciosos de las escuelas de negocios solicitan trabajar en su empresa. Pero lo que él busca —se lamenta— son personas «que se preocupen de las viudas y los bomberos jubilados, cuyos ahorros de toda una vida gestionamos», o, dicho en otras palabras, un enfoque empático que tenga en cuenta la humanidad de las personas que les han confiado su dinero.

Pero no basta, por otra parte, con centrarse exclusivamente en las personas. Consideremos, en este sentido, el caso de un ejecutivo que empezó como operador de montacargas y fue ascendiendo hasta llegar a dirigir, en una empresa de ámbito global, la producción de toda Asia. A pesar de su elevado cargo, el lugar en el que más cómodo se encontraba era hablando con los operarios de la fábrica. Y es que, por más que supiera que debía ocuparse del pensamiento estratégico, prefería ser una «persona popular».

«Carecía del adecuado equilibrio entre el foco externo y el foco interno —me dice Spreier—. Estaba des-enfocado y no aportaba ninguna estrategia adecuada. No disfrutaba y, aunque sabía intelectualmente lo que tenía que hacer, no se hallaba, emocionalmente, a la altura requerida».

Supone todo un reto neuronal alcanzar el equilibrio adecuado entre centrar nuestra atención en dar en el blanco y sentir cómo reaccionan los demás. Richard Boyatzis, profesor en la facultad de Empresariales de la Universidad Case Western y colega mío desde hace mucho tiempo, me dice que su investigación ha demostrado que los circuitos neuronales que intervienen cuando nos centramos en una meta difieren de los utilizados para la exploración social. «Se trata de dos circuitos que se inhiben mutuamente —afirma Boyatzis—, pero los líderes más exitosos pasan de uno a otro en cuestión de segundos».

Obviamente, las empresas necesitan líderes que destaquen a la hora de cosechar los mejores resultados. Pero esos resultados serán, a largo plazo, más poderosos si los líderes no se limitan a decir a los otros lo que tienen que hacer o a hacerlo ellos mismos, sino que, centrándose en los demás, se sienten motivados para ayudar a que los demás alcancen también el éxito.

Esos líderes se dan cuenta, por ejemplo, de que, si alguien carece de una determinada fortaleza, puede esforzarse en desarrollarla. Son líderes que dedican tiempo a la orientación y el consejo, lo que, en términos prácticos, supone:

Escucharse internamente, para articular una visión auténtica de dirección global que no solo movilice a los demás, sino que también establezca expectativas claras.

Asesoramiento basado en escuchar lo que las personas quieren de su vida, su carrera y su trabajo actual. Prestar atención a los sentimientos y necesidades de los otros e interesarse por ellos.

Hacer caso de los consejos y la experiencia; buscar la colaboración y adoptar, cuando sea apropiado, decisiones consensuadas.

Celebrar los logros, reír y saber que pasarlo bien no es una pérdida de tiempo, sino una forma de aumentar el capital emocional.

Esos estilos de liderazgo, empleados simultáneamente o dependiendo de las circunstancias, amplían el foco de atención del líder, ayudándole a servirse de los datos externos, internos y procedentes de los demás. Son muchas las ventajas que acompañan a este amplio ancho de banda y a la comprensión y flexibilidad de respuesta que le caracterizan. La investigación realizada por el Instituto McClelland sobre estos estilos de liderazgo muestran que los líderes experimentados recurren a ellos según el caso, porque cada uno representa una aplicación y un enfoque singulares. Cuanto más amplio sea el repertorio de estilos con que cuente un líder, más vital será el clima de la organización y mejores los resultados obtenidos[275].

Apertura

El director de una empresa dedicada a la salud estaba evaluando a un grupo de directivos, de más de 40 años, a los que debía dirigir en un nuevo trabajo. En una reunión en la que cada uno expuso diferentes cuestiones, se fijó atentamente en el modo en que escuchaban a quien estaba hablando. Todo el mundo, según pudo comprobar, prestaba atención a ciertos líderes, dando muestras de escucharlos atentamente, mientras que, cuando eran otros quienes tomaban la palabra, la mirada de los presentes se quedaba clavada en la mesa, signo evidente de no estar prestándoles atención.

La apertura emocional, una capacidad que nos permite detectar pistas emocionales sutiles en un grupo, funciona de manera parecida a como lo hace una cámara fotográfica. Podemos aumentar el zoom para acercarnos y centrarnos en los sentimientos de una persona o alejarlo para captar, ya sea en el aula o en un grupo de trabajo, los sentimientos colectivos.

La apertura garantiza a los líderes una lectura más precisa, por ejemplo, del apoyo o antagonismo que suscitará una determinada propuesta. Una lectura correcta puede suponer, en tal caso, la diferencia entre una iniciativa fallida o un adecuado cambio de rumbo[276].

Detectar, en el entorno grupal, indicios emocionalmente reveladores en el tono de voz, las expresiones faciales, etcétera, puede decirnos, por ejemplo, cuántos miembros del grupo sienten miedo o enfado, cuántos esperanza y optimismo o cuántos, por último, indiferencia o desprecio. Ese tipo de indicios nos proporciona una estimación más rápida y fiable de los sentimientos grupales que preguntar a cada uno lo que está sintiendo.

Las emociones colectivas que aparecen en el entorno laboral (a las que, en ocasiones, se conoce como clima organizativo) pesan mucho en la atención al cliente, el absentismo y el rendimiento grupal general.

Una sensación más matizada del rango de emociones presentes en el grupo, que nos muestre cuántos de sus miembros sienten temor, esperanza o el resto del abanico emocional, puede ayudar al líder a tomar decisiones que conviertan el miedo en esperanza o el rechazo en optimismo.

Uno de los obstáculos que nos impiden alcanzar esta visión general es la actitud, implícitamente asumida en el entorno laboral, de que la profesionalidad obliga a ignorar las emociones. Hay quienes atribuyen esta ceguera emocional a la ética de trabajo «protestante» característica de las normas que, en muchos países occidentales, rigen el entorno laboral, que considera el trabajo como un imperativo moral que insiste en la necesidad de no atender a las relaciones ni a los sentimientos. Prestar atención a las dimensiones humanas socava, según esta visión (lamentablemente muy extendida, por otra parte), la eficacia de los negocios.

Pero la investigación sobre el mundo organizativo llevada a cabo en las últimas décadas nos proporciona abundantes ejemplos de que esa visión está equivocada y que los líderes y miembros más experimentados del equipo utilizan una amplia apertura focal a fin de captar la información emocional que requieren para relacionarse bien con las necesidades emocionales de sus colegas o subordinados.

El hecho de que captemos todo el bosque emocional, o de que nos centremos exclusivamente en un solo árbol, depende de nuestra apertura focal. Un dispositivo de seguimiento de la mirada, por ejemplo, puso de relieve que, cuando se mostraba a diferentes personas dibujos de individuos sonrientes rodeados de gente con el ceño fruncido, la mayoría reducía su foco de atención al rostro sonriente, obviando el resto[277].

Parece haber un sesgo (al menos entre los estudiantes universitarios occidentales, que representan el grueso de sujetos de estudios como el mencionado) que nos lleva a ignorar el colectivo mayor. En las sociedades orientales, por el contrario, las personas parecen detectar más naturalmente las pautas generales presentes en el grupo, como si la amplitud de apertura focal resultase allí más sencilla.

El especialista en liderazgo Warren Bennis utiliza la expresión «observadores de primera clase» para referirse a quienes prestan una atención esmerada a cada situación y experimentan una fascinación continua y, en ocasiones, contagiosa por lo que ocurre a cada instante. Las personas que saben escuchar constituyen una variedad de estos observadores de primera.

Dos de las principales rutas mentales que amenazan la capacidad de observación son las creencias incuestionables y las reglas en las que depositamos una confianza ciega. Ambas deben verse contrastadas y perfeccionadas una y otra vez con la realidad cambiante. Y un modo de hacerlo es a través de lo que la psicóloga de Harvard Ellen Langer ha denominado mindfulness al entorno, es decir, la escucha y el cuestionamiento continuos y la indagación, la prueba y la reflexión (es decir, la recopilación de las comprensiones y visiones de los demás). Este tipo de compromiso activo conduce a preguntas más inteligentes, un mejor aprendizaje y un radar más sensible y rápido para detectar los cambios venideros.

Los sistemas cerebrales

Consideremos ahora el caso de cierto ejecutivo en un estudio sobre personas que ocupan puestos en el gobierno y cuyo historial identifica como un líder innovador y exitoso[278].

Su primer trabajo fue, en la Marina, como operador de radio de un barco. No tardó en dominar los sistemas de radiotelegrafía hasta que, en sus propias palabras, «los conocía mejor que nadie en toda la nave. Yo era la persona a la que todo el mundo acudía para resolver los problemas. Pero me di cuenta de que, si realmente quería tener éxito, tenía que aprender cómo funcionaba el barco».

Fue así como se dedicó a estudiar el funcionamiento conjunto de las diferentes partes del barco y su relación con la sala de comunicaciones. Cuando posteriormente se vio ascendido a un puesto de mayor responsabilidad en calidad de civil que trabajaba para la Marina, dijo: «Del mismo modo que llegué a dominar la sala de radio y posteriormente el barco, me di entonces cuenta de que también tenía que aprender el funcionamiento de la Marina».

Aunque haya personas que poseen un talento natural para los sistemas, este suele ser, en la mayoría de los casos —como en el del recién mencionado ejecutivo, por ejemplo—, un talento adquirido. Pero, en ausencia de conciencia de uno mismo y de empatía, no basta, para el liderazgo sobresaliente, con el conocimiento sistémico. Necesitamos equilibrar el triple foco, sin centrarnos exclusivamente en una sola fortaleza.

Veamos ahora la paradoja de Larry Summers, un brillante pensador sistémico con un CI superior. Pese a ser, después de todo, uno de los profesores más jóvenes contratados en toda la historia de Harvard, se vio despedido, al cabo de unos cuantos años, de su cargo como presidente, por los miembros de su facultad, hartos de sus ostensibles muestras de insensibilidad.

Esta pauta parece corresponderse con lo que Simon Baron-Cohen, de la Universidad de Oxford, identifica como un estilo cerebral extremo, un estilo que, sin bien descuella en el análisis de sistemas, fracasa a la hora de mostrar empatía y sensibilidad hacia el entorno social[279].

La investigación realizada por Baron-Cohen ha puesto de relieve la existencia de un número pequeño —aunque no, por ello, menos significativo— de personas dotadas de esta fortaleza, pero aquejadas de un punto ciego que no les permite leer las situaciones sociales y lo que otras personas está pensando o sintiendo. Por ello, si bien los individuos dotados de una comprensión sistémica privilegiada constituyen un activo importante en toda organización, su eficacia se ve, a falta de inteligencia emocional, notablemente mermada.

Un ejecutivo de un banco me explicó que habían creado un escalafón laboral paralelo para que, en lugar de ascender en la escala del liderazgo, las personas dotadas de este repertorio de talentos pudieran progresar en su estatus y salario basándose exclusivamente en su calidad de excelentes analistas de sistemas. De ese modo, el banco puede mantener a estos trabajadores y permitirles desarrollar una carrera profesional, reclutando a líderes con otras características y consultar, cuando lo necesiten, a los expertos en sistemas.

El equipo bien enfocado

Cierta organización internacional contrataba a sus empleados centrándose exclusivamente en su pericia técnica, sin tener en cuenta sus habilidades personales e interpersonales, ni la capacidad de trabajar en equipo. Después de muchas fricciones y el constante incumplimiento de los plazos, un buen centenar de sus empleados acabaron experimentando alguna que otra crisis.

«El director del equipo nunca tuvo la posibilidad de detenerse a reflexionar con nadie —me dijo el coach de liderazgo al que habían solicitado ayuda—. No tenía un solo amigo con el que explayarse. Y, apenas le di la oportunidad de hablar, empezamos con sus sueños y luego seguimos con sus problemas.

»Cuando nos detuvimos a estudiar su equipo, se dio cuenta de que había estado contemplándolo todo a través de su lente limitada —el modo en que le decepcionaban continuamente—, sin preguntarse jamás por qué actuaban así. Carecía, en suma, de la perspectiva necesaria para percibir las cosas desde el punto de vista de los miembros de su equipo».

Ese líder se centraba en los aspectos equivocados de cada miembro del equipo, en sus deficiencias concretas y en la indignación que le provocaba sentir que estaban torpedeando su rendimiento. Por ello le resultaba tan fácil culparlos de sus fracasos.

Pero, cuando cambió su foco de atención y pudo ponerse en el lugar de su equipo para ver lo que no funcionaba, su visión del problema cambió radicalmente. Entonces se dio cuenta de lo extendido que se hallaba el resentimiento entre los miembros de su equipo. Los científicos de orientación teórica criticaban a los ingenieros, más pragmáticos y resueltos, quienes desdeñaban, a su vez, a aquellos por tener, en su opinión, la cabeza en las nubes.

Otro aspecto de las disputas tenía que ver con la nacionalidad. En el enorme equipo, que era como una pequeña ONU, había miembros procedentes de países muy diversos, algunos de los cuales estaban en guerra, conflictos que también se reflejaban en las tensiones interpersonales.

Aunque la retórica grupal insistiese en la inexistencia de esos problemas (y, en consecuencia, no se hablara de ellos), era imprescindible, según comprendió el líder del equipo, sacar a relucir los problemas. «Y fue precisamente entonces —concluyó el coach— cuando las cosas empezaron a arreglarse».

Vanessa Druskat, psicóloga de la Universidad de New Hampshire, constata que los equipos de elevado rendimiento se atienen a normas que alientan la autoconciencia colectiva, como poner de relieve las diferencias que están generándose y corregirlas antes de que acaben desbordándose.

Crear tiempo y espacio para hablar sobre lo que cada uno piensa es otro recurso destinado a conectar con las emociones del equipo. La investigación dirigida por Druskat en colaboración con Steven Wolff ha puesto de relieve que son muchos los equipos que no hacen esto, o esa es, al menos, la pauta más frecuentemente advertida en los estudios.

«Pero cuando un equipo lo hace —afirma—, el beneficio es grande e inmediato. Me hallaba en Carolina del Norte trabajando con un equipo y el recurso que utilizamos entonces para ayudarles a plantear cuestiones emocionalmente muy cargadas fue un gran elefante de cerámica —me dijo Druskat—. Todos accedieron a cumplir una norma que decía que cualquiera, en cualquier momento, podía coger el elefante y decir “quiero levantar el elefante”, para sacar a relucir algo que le molestaba.

»Súbitamente uno de los presentes —y hay que decir que todos ellos eran altos ejecutivos— levantó el elefante. Empezó entonces a hablar sobre lo ocupado que estaba y de cómo nadie parecía darse cuenta de su situación y de que sus demandas le robaban demasiado tiempo. Cuando les dijo: “Debéis entender que estoy saturado de trabajo”, sus colegas le respondieron que no tenían la menor idea y que habían estado preguntándose por qué se mostraba tan insensible. Algunos habían interpretado su actitud reticente como algo personal y otros abrieron su corazón tratando de aclarar las cosas. Al cabo de una hora, parecía tratarse de un equipo completamente diferente».

«Se requieren dos cosas para aprovechar la sabiduría colectiva del grupo: presencia atenta y sensación de seguridad —me dijo Steven Wolff, uno de los directores de GEI Partners[280]—. Uno necesita un modelo mental compartido de que este es un lugar seguro y no el típico “si digo algo inapropiado, se reflejará en mi expediente”. Para poder expresarse públicamente, las personas tienen que sentirse libres.

»Estar presente —dice Wolff— significar ser consciente de lo que está ocurriendo e indagar al respecto. He aprendido a valorar la importancia de las emociones negativas. No es que disfrute con ellas, si podemos permanecer presentes, nos indican el tesoro que hay al final del arcoíris. Cada vez, pues, que experimente una emoción negativa, deténgase y pregúntese qué es lo que está ocurriendo, de modo que pueda empezar a entender la cuestión que subyace a ese sentimiento y expresar luego al equipo lo que está sucediendo en su interior. Pero, para que las personas puedan expresar lo que realmente les está ocurriendo, es necesario que el grupo actúe como un contenedor seguro».

Este acto de autoconciencia colectiva elimina el ruido emocional. «Nuestra investigación —concluye Wolff— ha puesto de relieve que este es el rasgo distintivo de los equipos con un rendimiento más elevado, equipos que facilitan la búsqueda de tiempo para exponer y explorar los sentimientos negativos de sus miembros».

Como sucede a nivel individual, los mejores equipos destacan en la aplicación del triple foco. La autoconciencia, desde el punto de vista de un equipo, significa sintonizar con las necesidades de sus integrantes, sacando a relucir las cuestiones pendientes y estableciendo normas que contribuyan en ese sentido como, por ejemplo, «levantar el elefante». Hay equipos que establecen normas, como la de un «chequeo» previo a cada reunión, que les haga saber cómo se encuentra cada participante. De ese modo, el equipo puede interpretar más fácilmente la dinámica de la organización.

Y la empatía, en el ámbito del equipo, no se limita a la sensibilidad entre sus integrantes, sino que trata de comprender también el punto de vista y los sentimientos de las personas y grupos con los que el equipo se relaciona.

Los mejores equipos también saben leer de modo eficaz la dinámica de una organización. Druskat y Wolff descubrieron que ese tipo de conciencia sistémica se halla muy ligado al rendimiento positivo del equipo.

La conciencia sistémica de un equipo se manifiesta tanto en buscar a alguien que necesite ayuda dentro de la organización más amplia, como en conseguir los recursos y recabar la atención que necesitan para alcanzar sus objetivos. También puede significar aprender qué preocupaciones de los demás pueden influir en la capacidad del equipo, o preguntarse si lo que el equipo tiene en mente se adapta a la estrategia y a los grandes objetivos de la empresa.

Los equipos sobresalientes suelen asimismo participar en el entrenamiento grupal, donde el equipo, en un ejercicio de autoconciencia grupal, reflexiona periódicamente sobre su funcionamiento como grupo para llevar a cabo cambios basados en dicha reflexión. Esa retroalimentación abierta desde el interior —comenta Druskat— «alienta, sobre todo al comienzo, la eficacia del grupo».

Y también contribuye a crear un clima positivo, ya que divertirse es un signo de flujo compartido. Tim Brown, director general de IDEO, una consultoría dedicada a la innovación, lo denomina «un juego serio» y dice: «El juego se asemeja a la confianza, un espacio en el que las personas pueden asumir riesgos. Solo asumiendo riesgos conseguiremos abrirnos a ideas nuevas y más valiosas».

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