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Parte III: Leyendo a los demás » 10. La tríada de la empatía

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La lectura de las señales emocionales constituye una de las cumbres de la empatía

cognitiva, una de las tres variedades principales de la capacidad de concentrarse en lo que los demás experimentan[119]. Esta variedad de empatía nos permite asumir la perspectiva de otras personas, entender su estado mental y gestionar, al mismo tiempo, nuestras emociones, mientras valoramos las suyas; operaciones mentales propias, todas ellas, de los circuitos descendentes de nuestro cerebro[120].

La empatía

emocional, por su parte, nos permite conectar con otras personas hasta el punto de sentir lo mismo que están sintiendo y experimentar, en nuestro cuerpo, un eco de cualquier alegría o tristeza que estén experimentando. Esa es una forma de sintonía que solo puede discurrir a través de los circuitos cerebrales automáticos y espontáneos propios del sistema neuronal ascendente.

Pero, aunque la empatía cognitiva o emocional nos permita reconocer lo que otra persona piensa y vibrar incluso con lo que siente, no necesariamente desemboca en la simpatía, es decir, en la preocupación por su bienestar. La tercera modalidad de empatía, es decir, la llamada

preocupación empática, va todavía más allá y nos lleva a ocuparnos de los demás y ayudarlos, en el caso de que sea necesario. Esta actitud compasiva se asienta en una combinación entre los sistemas primordiales ascendentes del afecto y el apego (que se hallan profundamente integrados en el cerebro) y los circuitos descendentes, más reflexivos, que evalúan el modo en que valoramos su bienestar.

No es de extrañar que, como nuestros circuitos de la empatía fueron diseñados para las relaciones interpersonales cara a cara, el trabajo en línea de hoy en día nos enfrente a retos especiales. Consideremos, por ejemplo, ese momento tan especial de una reunión en el que parece haberse alcanzado ya un consenso tácito y alguien comenta entonces en voz alta lo que todo el mundo sabe, pero nadie ha dicho todavía («Muy bien, entonces estamos de acuerdo en este punto»), momento en el cual todos asienten en señal de aprobación.

Pero, al no contar con el continuo bombardeo de mensajes no verbales que, en el caso de un encuentro real, llevarían a alguien a explicitar su conformidad, hasta entonces tácita, alcanzar tal consenso en medio de un encuentro en línea es como andar a tientas. Nuestra lectura de los demás solo puede, en tal caso, basarse en lo que han dicho. Y, más allá de eso, también contamos, en el encuentro en línea, con la posibilidad, confiando en la empatía cognitiva, de apelar a la lectura entre líneas, una variedad de lectura mental que nos permite inferir lo que está ocurriendo en la mente de otra persona.

La empatía cognitiva nos permite, teniendo en cuenta la forma de ver y de pensar de otra persona, entender su perspectiva. Ver a través de los ojos de alguien nos ayuda a entender las cosas que se pregunta y a elegir el lenguaje que más se adapte a su tipo de comprensión.

La empatía cognitiva emplea fundamentalmente los circuitos descendentes. Esta capacidad requiere, como afirman los científicos cognitivos, «mecanismos computacionales adicionales». Para ello es necesario pensar en los sentimientos, el tipo de empatía habitualmente utilizado en su trabajo por el equipo de Justine Cassell.

La empatía cognitiva, que nos lleva a aprender de todo el mundo, se ve alentada por una naturaleza inquisitiva que amplía nuestra comprensión del mundo de los demás. Esta es una actitud a la que un ejecutivo exitoso se refiere con las siguientes palabras: «Siempre he querido saberlo todo, entender todo lo que me rodea, por qué los demás piensan de tal modo, por qué hacen lo que hacen y qué es lo que les sirve y lo que no»[121].

Las raíces más tempranas de este tipo de asunción de perspectiva se remontan al modo en que el niño adquiere los rudimentos básicos de la vida emocional, el modo en que su estado difiere del estado de los demás y la forma en que los otros reaccionan ante la expresión de sus sentimientos. La comprensión emocional más básica marca el primer momento en que el niño puede asumir el punto de vista ajeno, adoptar diferentes perspectivas sobre una determinada experiencia y compartir su significado con otras personas.

A los dos o tres años, el niño es capaz de nombrar sentimientos y decidir si un rostro está «feliz» o «triste». Uno o dos años más tarde entiende que el modo en que otro niño percibe los hechos determinará su forma de reaccionar. Durante la adolescencia se fortalece otro aspecto, la lectura exacta de los sentimientos ajenos, preparando así el terreno para relaciones interpersonales más amables.

«Si queremos entender los sentimientos de los demás, debemos antes entender los nuestros», dice Tania Singer, directora del departamento de neurociencia social del Instituto Max Planck de Leipzig, que se ha especializado en el estudio de la empatía y la autoconciencia de los alexitímicos, es decir, de las personas que tienen grandes dificultades para entender y verbalizar sus propios sentimientos.

Los circuitos ejecutivos que nos permiten pensar en nuestros propios pensamientos y sentimientos aplican el mismo tipo de proceso a la mente de los demás. «La teoría de la mente», es decir, la comprensión de que los demás tienen sus propios sentimientos, deseos y motivos, nos lleva a entender lo que otra persona puede estar pensando y queriendo. Tal empatía cognitiva comparte circuitos con la atención ejecutiva que empieza a florecer entre los 2 y 5 años y sigue desarrollándose durante toda la adolescencia.

La empatía enloquece

Un musculoso prisionero de una cárcel de Nuevo México estaba siendo entrevistado por una estudiante de psicología. Se trataba de alguien tan peligroso que la sala estaba equipada con un botón que, si las cosas se descontrolaban, la entrevistadora debía presionar. El prisionero le contó, con todo lujo de detalles, la forma tan espantosa en que había matado a su novia, pero lo hizo con tal encanto que la estudiante no tuvo dificultades en reír sus gracias.

Cerca de la tercera parte de los profesionales cuyo trabajo requiere entrevistar a este tipo de sociópatas afirman haber experimentado, en ocasiones, la sensación de que la piel se les erizaba, una sensación escalofriante que hay quienes interpretan como la activación de alguna modalidad primordial de empatía defensiva[122].

El lado oscuro de la empatía cognitiva aflora cuando alguien la utiliza para descubrir la debilidad de otra persona y aprovecharse de ella. Esta es una estrategia característica de los sociópatas, que no muestran empacho alguno en servirse de su empatía cognitiva para manipular a los demás. Son individuos que no sienten ansiedad, lo cual explica el escaso efecto disuasorio que, en ellos, tienen las amenazas de castigo[123].

El libro clásico sobre los sociópatas (anteriormente conocidos como «psicópatas»), publicado en 1941 con el título de

The Mask of Sanity, los describe como «personalidades irresponsables» que se ocultan detrás de «una máscara perfecta de emociones normales, inteligencia despierta y responsabilidad social»[124]. La parte irresponsable se pone de relieve en su historial de patología subyacente, en el hecho de vivir de los demás como un parásito, etcétera. Otros indicadores nos hablan también de deficiencias atencionales, facilidad para distraerse debido al aburrimiento, pobre control de los impulsos y falta de empatía emocional y de simpatía por quienes están atravesando situaciones problemáticas.

La sociopatía, según se dice, afecta a cerca del 1% de la población, en cuyo caso el mundo del trabajo alberga a millones de personas, lo que los clínicos denominan «sociópatas exitosos» (uno de ellos es Bernie Madoff, hoy en día en prisión). Los sociópatas son, como sus primos hermanos, las «personalidades maquiavélicas», capaces de leer las emociones de los demás, aunque registran las expresiones faciales en una parte del cerebro distinta a la del resto.

En lugar de registrar las emociones en los centros límbicos de su cerebro, los sociópatas muestran una activación de las regiones frontales, especialmente de los centros ligados al lenguaje. Ellos

hablan de emociones, pero, a diferencia de lo que sucede con los demás, no las sienten directamente o, dicho de otro modo, en lugar de experimentar las reacciones emocionales normales de abajo arriba, los sociópatas las «sienten» de arriba abajo[125].

Esto resulta sorprendentemente cierto en el caso del miedo, porque los sociópatas no parecen experimentar miedo alguno al castigo a causa de los delitos que han cometido. Quizás adolezcan, como afirma cierta teoría, de una carencia concreta en el control cognitivo de sus impulsos, lo que conduce a un déficit de atención que les lleva a centrarse en las emociones que experimentan y les ciega a las consecuencias de sus acciones[126].

Empatía emocional: Yo siento tu dolor

«Esta máquina puede salvar vidas», afirma cierto anuncio que muestra un entorno hospitalario en el que una plataforma con ruedas sostiene un monitor de vídeo y un teclado, así como una superficie con un esfigmomanómetro y otros aparatos similares.

Hace poco tuve la ocasión de conocer personalmente, en una visita al médico, ese mismo «salvavidas». Después de invitarme a tomar asiento, de tomarme la presión sanguínea y de colocar el aparato a la derecha y detrás de mí, la enfermera se situó frente al monitor y también a mis espaldas. Y, después de anotar los resultados de sus mediciones, me formuló mecánicamente una serie de preguntas que iban apareciendo en su pantalla mientras tomaba nota de mis respuestas.

Nuestras miradas jamás se cruzaron, salvo en el momento en que, al abandonar la habitación, se despidió diciendo: «Encantada de haberlo conocido», un comentario que, dada la situación, no dudaría en calificar, dicho sea de paso, como una broma de mal gusto.

Yo también hubiera estado encantado —de haber tenido la oportunidad— de haberla conocido. Esa falta de contacto ocular refleja una modalidad de encuentro anónimo y despojado de toda conexión emocional. Y esa falta de calor significa también que yo (o ella) perfectamente podría haber sido un robot.

Pero no soy el único. Los estudios realizados al respecto en las facultades de medicina han puesto de relieve que los médicos que miran a los ojos de sus pacientes, asienten mientras escuchan, nos tocan amablemente cuando algo nos duele y nos preguntan, por ejemplo, si nos encontramos cómodos sobre la camilla, obtienen una valoración más elevada de estos. Cuando, por el contrario, no dejan de mirar el portapapeles o la pantalla de ordenador, las puntuaciones obtenidas son más bajas[127].

Pocas oportunidades hubo, por más empatía cognitiva que la enfermera tuviese por mí, para que sintonizara con mis sentimientos. Las raíces evolutivas de la empatía emocional (que nos permite sentir lo que otra persona está sintiendo) son muy antiguas. Este es un circuito que compartimos con el resto de los mamíferos que, al igual que nosotros, necesitan prestar mucha atención a las señales de ansiedad de sus retoños. La empatía emocional opera en un sentido ascendente y la mayor parte de la red neuronal destinada a registrar directamente los sentimientos de los demás radica en regiones evolutivamente remotas ubicadas por debajo de la corteza, que «piensan rápida» pero no profundamente[128]. Estos circuitos nos conectan con los demás reproduciendo, en nuestro cuerpo, el estado emocional que están registrando.

Supongamos, por ejemplo, el caso de estar escuchando una historia apasionante. Las investigaciones cerebrales realizadas en este sentido muestran que, cuando las personas atienden a alguien que cuenta ese tipo de historia, el cerebro de quienes la escuchan se acopla íntimamente con el de quien la cuenta. De este modo, las pautas cerebrales del escuchante reproducen con precisión, uno o dos segundos después, las del narrador. Y, cuanto mayor es el acoplamiento neuronal, mejor entiende el escuchante la historia[129]. Y lo curioso es que las pautas cerebrales de quienes más comprensión demuestran (es decir, de quienes más concentrados están y entienden también mejor) llegan a

anticipar, en un segundo o dos, a las de quien está narrando la historia.

Los circuitos de la empatía emocional empiezan a funcionar durante la temprana infancia, imprimiendo un sabor primordial a nuestra resonancia con los demás. Antes de estar lo suficientemente maduros para reparar de manera consciente en ello, nuestro sistema nervioso está diseñado para experimentar la alegría o la tristeza de otras personas. El sistema de neuronas espejo responsable, en parte, de la red en la que se asienta esta resonancia, emerge a eso de los seis meses[130].

La empatía depende del músculo de la atención ya que, para sintonizar con los sentimientos ajenos, es preciso conectar con los signos faciales y vocales y otros indicios de sus emociones. La región cingulada anterior, una parte de la red de la atención, nos permite conocer la ansiedad de los demás movilizando nuestra amígdala, que resuena con esa ansiedad. En este sentido, la empatía emocional se «encarna», porque nos permite sentir, en nuestro cuerpo, lo que está ocurriendo en el cuerpo de otra persona.

Los estudios de imagen cerebral realizados con voluntarios que veían a otras personas experimentar un

shock doloroso han puesto de relieve una activación, en una especie de remedo del sufrimiento ajeno, de sus propios circuitos ligados al dolor[131].

Tania Singer ha descubierto que empatizamos con el dolor de los demás a través de la región anterior de la ínsula, la misma que utilizamos para experimentar nuestros propios sentimientos dolorosos. Así pues, sentimos en nuestro interior las emociones de los demás cuando nuestro cerebro utiliza, para leer los sentimientos ajenos, las mismas redes neuronales que emplea para leer los propios[132]. La empatía, en suma, se construye sobre la capacidad de experimentar las sensaciones viscerales de nuestro propio cuerpo.

Así funciona también la sincronía, enlazando de forma no verbal lo que hacemos con el modo en que nos movemos y expresando así una interacción en mutua relación. Esto es algo que podemos ver también en los músicos de jazz que, pese a no ensayar nunca exactamente lo que van a hacer, parecen saber cuándo deben salir a escena y cuándo tienen que volver a ocupar, en el fondo, el lugar que les corresponde. Comparando el funcionamiento cerebral de los artistas de jazz con el de los intérpretes de música clásica, aquellos muestran más indicadores neuronales de autoconciencia[133]. «Para saber —como dijo cierto artista de jazz— cuándo acometer un

riff [una especie de estribillo musical], tienes que estar muy conectado con tus sensaciones viscerales».

El mismo diseño cerebral —que emplea los mismos caminos neuronales para procesar información procedente tanto de nosotros como de los demás— parece mostrar la profunda relación que existe entre la empatía y la conciencia de uno mismo. Un aspecto muy interesante es que, mientras que las neuronas espejo y otros circuitos sociales recrean, en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo, lo que sucede en otra persona, nuestra ínsula resume todo eso. Por eso sentimos lo que está ocurriendo dentro de otra persona conectando con nuestra propia ínsula o, dicho en otras palabras, entendemos lo que sucede en otra persona conectando con nosotros mismos. La empatía siempre entraña un acto de autoconciencia.

Consideremos, por ejemplo, el caso de las neuronas Von Economo, las llamadas neuronas VEN, que tan esenciales resultan para la autoconciencia. Sin embargo, están ubicadas en regiones que se activan en momentos de ira, tristeza, amor y lujuria… y también en momentos tiernos, como cuando una madre oye el llanto de su bebé o alguien escucha la voz de un ser querido. Por eso, cuando estos circuitos identifican un evento relevante dirigen hacia él nuestra atención.

Esas células fusiformes aceleran la conexión entre la corteza prefrontal y la ínsula, regiones que permanecen activas durante la introspección y la empatía. Y estos circuitos monitorizan nuestro mundo interpersonal para identificar las cosas que nos interesan, ayudándonos a responder muy velozmente. Los circuitos cerebrales de la atención están muy ligados a los dedicados a la sensibilidad social, a la comprensión de la experiencia ajena y del modo en que ven las cosas, en suma, de la empatía[134]. Esta superautopista social del cerebro nos permite conocer —y reflexionar y gestionar también— nuestras emociones y las emociones de los demás.

La preocupación empática: Cuenta conmigo

En la sala de espera del médico entra tambaleándose una mujer que sangra por todos los orificios visibles. Inmediatamente, el médico y el resto del personal se ponen en marcha para enfrentarse a la emergencia, haciéndola pasar a una sala para tratar de contener la hemorragia, llamando a una ambulancia y cancelando todas las citas de esa mañana.

Asumiendo la gravedad de la situación, los presentes solicitan sin problemas una nueva cita. Todos menos una mujer que, indignada por la cancelación de su cita, no deja de gritar a la recepcionista: «¿Cómo puede cancelar la visita? ¡Pero si me he tomado el día libre!».

Esta indiferencia al sufrimiento ajeno es, según el médico que me contó esta historia, cada vez más prevalente, hasta el punto de haberse convertido, en su estado, en el tema fundamental de un congreso médico.

La parábola bíblica del buen samaritano nos habla de un hombre que se detuvo para ayudar a un extraño, tendido al borde del camino, al que habían golpeado y robado. Otras dos personas habían pasado por allí, pero asustados ante el posible peligro, habían acelerado simplemente el paso sin brindarle ayuda.

Martin Luther King Jr. dijo, a propósito de esta parábola que, mientras que estos se preguntaron «¿Qué

me pasará si me detengo y ayudo a este hombre?», la pregunta que el buen samaritano se hizo fue, por el contrario, «¿Qué

le sucederá a él, si no le ayudó?».

La compasión se erige sobre la empatía que, a su vez, requiere prestar atención a los demás. Si estamos absortos en nosotros, no nos daremos cuenta de los demás y seguiremos nuestro camino, indiferentes a su sufrimiento. Cuando, sin embargo, nos damos cuenta de su presencia, podemos conectar con ellos, sentir sus sentimientos y necesidades y mostrar nuestra preocupación empática.

El origen de la preocupación empática, que es lo que queremos de nuestro médico, de nuestro jefe o de nuestra esposa (por no decir de nosotros mismos), se asienta en la arquitectura neuronal del parentaje. Este sistema de circuitos, en el caso de los mamíferos, moviliza la preocupación y la acción hacia los bebés y los niños que, en ausencia de sus padres, no podrían sobrevivir[135]. Basta con observar hacia dónde se dirige la mirada de la gente cuando, en una habitación, entra un bebé, para advertir la activación de los centros cerebrales de los mamíferos.

La preocupación empática emerge muy temprano en la infancia. Cuando un bebé llora, otro empieza también a llorar. Esta respuesta se ve desatada por la amígdala, el radar cerebral que utilizamos para detectar peligros (y que está ligada también a emociones primarias, tanto negativas como positivas). Cierta teoría neuronal sostiene que la amígdala moviliza los circuitos ascendentes del cerebro del bebé que oye el llanto induciendo en él la misma tristeza y malestar. Al mismo tiempo, los circuitos descendentes liberan oxitocina, una hormona ligada al cuidado, que desencadena una rudimentaria sensación de preocupación y bondad hacia el otro bebé[136].

La preocupación empática es, pues, un sentimiento de doble filo. Por una parte, está el malestar implícito en la experiencia directa que una persona tiene del sufrimiento de otra, una empatía emocional primaria semejante a la preocupación que una madre experimenta por su hijo. Pero, a este instinto natural de cuidado, sin embargo, nosotros le añadimos una ecuación social que tiene en cuenta la importancia que atribuimos al bienestar de otra persona.

Son muchas y muy importantes las implicaciones que tiene la combinación adecuada de los circuitos ascendente y descendente. La excesiva activación de los sentimientos de simpatía puede llegar a provocar, en los profesionales de la asistencia, una fatiga de la compasión. Y quienes, por su parte, se protegen demasiado de la ansiedad generada por la simpatía, amortiguando sus sentimientos, pueden acabar perdiendo el contacto con la empatía. El camino neuronal que conduce a la preocupación empática pasa por la gestión descendente del estrés personal, sin adormecernos ante el dolor ajeno.

Mientras los voluntarios escuchaban relatos de personas sometidas a dolor físico, el escáner cerebral revelaba la activación instantánea de los centros cerebrales destinados a experimentar dolor. Cuando se trataba, por el contrario, de sufrimiento

psicológico, era necesario un tiempo relativamente superior para activar los centros cerebrales superiores implicados en la preocupación empática y la compasión. En palabras del equipo de investigación que llevó a cabo este trabajo, se requiere tiempo para describir «las dimensiones psicológicas y morales de la situación».

Los sentimientos morales se derivan de la empatía y las reflexiones morales requieren tiempo y concentración. Hay quienes afirman que uno de los costes de la frenética búsqueda de distracciones a la que hoy en día nos enfrentamos consiste en la erosión de la empatía y la compasión[137]. Cuanto más distraídos estamos, menor es nuestra capacidad para cultivar formas sutiles de empatía y compasión.

La contemplación del dolor ajeno moviliza de manera refleja nuestra atención, porque la expresión del dolor es una señal biológica que cumple con la función esencial de pedir ayuda. Hasta los monos rhesus son incapaces de tirar de una cadena para obtener una banana si ello va acompañado de una descarga eléctrica sobre otro mono, lo que quizás indique un rudimento de compasión.

Pero siempre hay excepciones. Por una parte, la empatía al dolor concluye cuando no nos gusta la persona que está experimentando dolor, como cuando forma parte, por ejemplo, de un grupo que nos desagrada[138], en cuyo caso puede convertirse fácilmente en su opuesto, la llamada

Schadenfreude [que literalmente significa «regodearse con el sufrimiento ajeno».][139].

Otra excepción es también la escasez de recursos. Y es que la necesidad de competir por los recursos, cuando estos son insuficientes, puede llegar, en ocasiones, a sofocar la preocupación empática, pues la competición (ya sea por alimento, pareja, poder… o por una cita con el médico) forma parte, en casi todos los grupos sociales, de la vida.

Y otra excepción —muy comprensible, por otra parte— es que, cuando existe una buena razón médica, como que la persona en cuestión está recibiendo un tratamiento médico, nuestro cerebro vibra menos con el dolor ajeno. También hay que decir, por último, que nos ocupamos de aquello que nos interesa, o, dicho en otras palabras, que nuestra empatía emocional se fortalece si atendemos a la intensidad del dolor y se atenúa, por el contrario, cuando dirigimos nuestra mirada hacia otra parte.

Dejando a un lado otras consideraciones, una de las formas más sutiles de cuidado se da cuando apelamos a nuestra presencia consoladora y amorosa para tratar de calmar a alguien. La mera presencia de un ser querido tiene, según las investigaciones realizadas al respecto, un efecto analgésico, aquietando los centros que se ocupan del registro del dolor. Cuanto más empática se muestre la persona que acompaña a alguien que experimenta dolor, más poderoso será su efecto calmante[140].

El equilibrio de la empatía

—Ya sabe, cuando descubres un bulto en el pecho, el tipo de sentimiento… bien… el tipo de… —empezó a decir la paciente con voz cada vez más débil. Parecía deprimida, bajó la mirada y sus ojos empezaron a humedecerse.

—¿Cuánto hace que detectó la presencia del bulto? —preguntó amablemente el médico.

—No lo sé. Hace tiempo —respondió la paciente.

—Suena aterrador —insinuó el médico.

—Bueno… esto… —respondió la paciente.

—¿Está asustada? —preguntó el médico.

—Francamente sí —dijo la paciente—. Como si mi vida estuviese a punto de acabar.

—Entiendo. Está preocupada y también triste.

—Eso es, doctor.

Comparemos este diálogo con otro en el que, inmediatamente después de que la paciente empezase a hablar del bulto en el pecho, el médico le formulase una batería de preguntas impersonales sobre cuestiones clínicas que eludiesen el nudo en la garganta que estaba atenazando sus ganas de llorar.

Es muy probable que, pese a que la paciente experimentase, en ambas ocasiones, el mismo tipo de ansiedad, en el segundo caso no prestase la debida atención a sus sentimientos, mientras que, en la primera interacción, más empática, se sintiera mejor, más atendida y más cuidada.

En la diferencia crucial que existe entre ambos escenarios se basó un artículo dirigido a médicos que versaba sobre el modo de establecer la empatía con sus pacientes[141]. El artículo en cuestión, cuyo título «Let me see if I have this right…» [«Permítame ver si he entendido bien…»], una frase constructora de empatía que es toda una declaración de principios, esboza la hipótesis de que el establecimiento de la conexión emocional requiere tomarse el tiempo necesario para prestar atención al modo en que el paciente se siente con su enfermedad.

La falta de atención a lo que les dicen encabeza la lista de quejas que los pacientes tienen de sus médicos. Pero muchos médicos se quejan también de que la falta de tiempo les impide prestar a sus pacientes la debida atención. Y esta dificultad se debe, entre otras muchas cosas, a la obligación de mantener un registro digital que, en algunos casos, les lleva a prestar más atención al ordenador que al paciente.

Pero lo cierto es que el contacto personal es, en opinión de muchos médicos, la parte más gratificante de su trabajo. El buen entendimiento entre médico y paciente influye en la precisión del diagnóstico y en la obediencia de las prescripciones, al tiempo que aumenta la satisfacción y lealtad de los pacientes; amén de reducir considerablemente, en caso de error médico, la probabilidad de demanda judicial.

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