Flush

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Capítulo II. El dormitorio trasero

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Los historiadores nos aseguran que el verano de 1842 no difirió gran cosa de los demás veranos. Sin embargo, para Flush fue tan diferente que seguramente se preguntaría si hasta el mundo no habría cambiado. Fue un verano pasado en un dormitorio; un verano pasado con miss Barrett. Fue un verano pasado en Londres, pasado en el cogollo de la civilización. Al principio sólo veía la habitación y sus muebles, pero ya esto bastaba para asombrarlo. Identificar, distinguir y llamar por sus verdaderos nombres a todos aquellos objetos —tan diversos— le era muy arduo. Y apenas había conseguido acostumbrarse a las mesas, a los bustos, al lavabo —el perfume del agua de Colonia le impresionaba aún desagradablemente— cuando llegó uno de esos días buenos, sin viento, cálidos, pero no achicharrantes, secos, aunque no polvorientos, en que una persona inválida puede salir a tomar el aire. Llegó el día en que miss Barrett pudo arriesgarse a correr la gran aventura de salir de compras con su hermana.

Le dispusieron el coche. Miss Barrett se levantó del sofá; velada y bien arropada, bajó la escalera. Desde luego, Flush la acompañaba. Saltó al coche en cuanto ella subió. Tendido en su regazo, vio —maravillado— desfilar ante sus ojos toda la magnificencia de Londres en su mejor temporada. El coche recorrió la calle Oxford. Flush vio casas construidas casi sólo con vidrio. Vio ventanas en cuyo interior se cruzaban colgaduras de una alegre policromía, o en las que se amontonaban brillantes piezas rosadas, purpúreas, amarillas… El coche paró. Flush pasó bajo sus arcos misteriosos formados por nubecillas y transparencias de gasas coloreadas. Las fibras más remotas de sus sentidos se estremecieron al entrar en contacto con un millón de aromas de China y de Arabia. Sobre los mostradores fluían velozmente yardas y yardas de reluciente seda; el bombasí, en cambio, desenrollaba majestuoso su oscura tonalidad, sin prisa. Las tijeras funcionaban. Lanzaban sus destellos las monedas. El papel se plegaba a las cosas y las cuerdas lo apretaban. Y con tanto ondular de colgaduras, tanto piafar de caballos, con las libreas amarillas y el constante desfile de rostros, cansado de saltar y danzar en todas direcciones, nada tiene de particular que Flush —saciado con tal multiplicidad de sensaciones— se adormilara, se durmiera del todo e incluso soñara, no enterándose ya de nada hasta que no lo sacaron del coche y se cerró tras él la puerta de Wimpole Street.

Y al día siguiente, como persistía el buen tiempo, se aventuró miss Barrett a realizar una hazaña aún más audaz: se hizo conducir por la calle Wimpole en un sillón de ruedas. También esta vez salió Flush con ella. Escuchó el repiqueteo de sus pezuñas sobre el duro pavimento de Londres. Por primera vez le llegó al olfato toda la batería de una calle londinense en un caluroso día de verano. Olió las insoportables emanaciones de las alcantarillas, los amargos olores que corroen las verjas de hierro y los olores humeantes —y que se suben a la cabeza— procedentes de los sótanos… Olores más complejos y corrompidos, y que ofrecían un contraste más violento y una composición más heterogénea que cuantos oliera en los campos de Reading, olores fuera del alcance de la nariz humana. Así, mientras el sillón de ruedas seguía adelante, él se detenía, maravillado, definiendo, saboreando cada efluvio hasta que un tirón de collar lo obligaba a seguir su camino. También le asombraba el paso de los cuerpos humanos. Las faldas le tapaban la cabeza al pasar, y los pantalones le cepillaban las caderas; a veces, alguna rueda le rozaba casi el hocico. Cuando pasaba un carromato, un aire de destrucción le resonaba en los oídos y aventaba los mechones de sus patas. Entonces se aterrorizaba. Pero, misericordiosamente, la cadena le tiraba del collar. Miss Barrett lo tenía bien sujeto para evitar que se buscase por imprudencia una irreparable desgracia.

Por último, con todos los nervios latiéndole, y con los sentidos embriagados, llegó a Regent’s Park. Y entonces, al ver de nuevo tras años de ausencia (así se lo parecía a él) la hierba, las flores y los árboles, repercutió en sus oídos el ancestral grito de caza y se lanzó a correr como había corrido en el campo familiar. Pero ahora era muy distinto; su impulso se vio cortado en seco por el peso que llevaba al cuello y el inevitable tirón. Cayó sentado sobre las ancas. ¿No había allí árboles y hierba?, pensó. ¿No eran aquéllos los signos de la libertad? ¿No se había lanzado en plena carrera cada vez que miss Mitford salía con él al campo? ¿Por qué aquí estaba prisionero? Aquí —según observó— estaban las flores apelotonadas en reducidos espacios formando grupos mucho más compactos que en «Three Mile Cross». Esas parcelas floridas se hallaban cortadas por unos senderos duros y negros. Por ellos caminaban unos hombres con espejeantes sombreros de copa. Al verlos, se aproximó temblando al sillón de ruedas y aceptó de buen grado la protección de la cadena. Por esto, cuando hubo salido varias veces de paseo, se formó en su cerebro un nuevo criterio. Atando cabo con cabo, había llegado a una conclusión. Donde hay macizos de flores, hay veredas de asfalto; donde hay macizos y flores y sendas de asfalto, hay hombres con sombreros de copa espejeantes; donde hay macizos de flores, sendas de asfalto y hombres con sombreros de copa espejeantes, los perros han de ir sujetos con cadenas. Aunque incapaz de descifrar ni una palabra del letrero clavado en Regent’s Park, se había aprendido la lección: los perros han de ir sujetos con cadenas.

A este núcleo de conocimiento, originado por las extrañas experiencias del verano de 1842, se adhirió pronto otro: los perros no son iguales entre sí, sino diferentes. En «Three Mile Cross» se había mezclado Flush tanto con los perruchos de taberna como con los galgos de los señores; no solía establecer diferencia alguna entre el perro del calderero y él. Incluso era probable que la madre de su hijo —aunque la llamaran

spaniel por cortesía— no fuera sino una perra cruzada, cuyas orejas largas procedieran de una casta, y el rabo, de otra. Pero los perros de Landres, según descubrió Flush en seguida, están divididos en dos clases rigurosamente separadas. Unos son perros encadenados; otros van sueltos. Algunos salen a tomar el aire en carruajes y beben en vasijas purpúreas; otros, de aspecto desaliñado y carentes de collares, se las arreglan como pueden en el arroyo. Por tanto, los perros difieren entre sí, comenzó a sospechar Flush. Unos son de elevada condición y otros de baja, y sus sospechas se vieron confirmadas por retazos de conversación entre los perros de Wimpole Street: «¿Ves aquel tipejo? ¡Bah, un mestizo! ¡Caray, vaya un

spaniel con buen tipo! ¡Es de la mejor casta inglesa! ¡Qué lástima que no tuviera las orejas un poco más abarquilladas! ¡Fíjate en aquel del tupé!».

De frases como éstas, y del tono de alabanza o de mofa con que eran pronunciadas —ya las oyera junto al buzón de correos o a la puerta de la taberna donde solían comunicarse sus vaticinios sobre las carreras de caballos—, pudo deducir Flush, antes de terminar el verano, que no existe igualdad entre los perros: unos son de clase alta, y otros, de baja clase. ¿A cuál pertenecía él, pues? En cuanto llegó a casa, se examinó cuidadosamente en el espejo. ¡Gracias a Dios, era un perro de muy buena cuna! Su cabeza era de líneas suaves; sus ojos, prominentes pero no saltones, y sus patas, forradas de pelo largo y fino; no desmerecería junto al

cocker mejor criado de Wimpole Street. Notó con satisfacción que él también bebía de una vasija purpúrea (tales son los privilegios del alto linaje), e inclinó la cabeza para que le engancharan la cadena al collar (tales son sus penalidades). Cuando miss Barrett lo observó mirándose al espejo, se formó una idea falsa. Lo creyó un filósofo que meditaba sobre la diferencia existente entre la realidad y lo aparente. Y, en verdad, era un aristócrata que repasaba sus títulos.

Pero pronto terminaron los días hermosos del verano; empezaron a soplar los vientos otoñales, y miss Barrett llevó una vida de completa reclusión en su dormitorio. La vida de Flush también cambió. Su educación exterior fue suplida por la que le proporcionaba el dormitorio, y esto suponía, para un perro del temperamento de Flush, la imposición más violenta que pueda imaginarse. Sus únicos paseos —y éstos muy cortos y de cumplido— eran los que daba con Wilson, la doncella de miss Barrett. Durante el resto del día permanecía en el sofá, a los pies de miss Barrett. Todos sus instintos naturales se veían obstaculizados. El año anterior, cuando habían soplado los vientos otoñales en el Berkshire, lo habían dejado correr con toda libertad por los rastrojos; ahora, en cuanto oía miss Barrett el batir de la hiedra contra los cristales, mandaba a Wilson que cerrase bien la ventana. Cuando las hojas de las enredaderas escarlata y los mastuerzos comenzaron a marchitarse en la jardinera de la ventana y cayeron, se envolvió con mayor cuidado en su chal de la India. Cuando la lluvia de octubre azotaba la ventana, Wilson encendía el fuego amontonaba el carbón en la chimenea. El otoño fue intensificándose hasta hacerse invierno y las primeras nieblas llenaron de ictericia la atmósfera. Wilson y Flush encontraban a tientas el camino para llegar al poste-buzón o a la farmacia. Al regresar, sólo podían distinguir en el cuarto las confusas manchas blanquecinas de los bustos sobre el armario los estantes; los campesinos y el castillo se habían esfumado de la cortinilla; los cristales estaban cubiertos de un amarillo pálido. Flush tenía la impresión de que miss Barrett y él vivían en una cueva llena de cojines e iluminada por el resplandor del fuego. De la calle les llegaba el incesante zumbido del tráfico, con repercusiones amortiguadas; de cuando en cuando pasaba una voz pregonando con rudeza: «¡Se componen sillas viejas y canastas!», apagándose calle abajo. A veces, era una musiquilla callejera que se acercaba, más fuerte a cada instante, y se iba borrando al alejarse. Pero ninguno de estos sonidos significaba libertad, acción ni ejercicio. El viento, la lluvia, los días crudos de otoño y el frío a mediados de invierno sólo se traducían para Flush en calor y quietud, en lámparas encendidas, cortinas corridas y la lumbre atizada a cada momento.

Al principio se le hacía todo ello casi insoportable. No podía evitar el ponerse a danzar por la habitación —uno u otro día otoñal en que el viento soplara— mientras las perdices estarían esparciéndose por los rastrojos. Creía oír disparos entre los rumores que le traía el aire. No podía contenerse cuando ladraba fuera algún perro: corría a la puerta agitándosele la pelambre. Aunque si miss Barrett lo llamaba, o si le ponía la mano en el collar, había de reconocer que otro sentimiento —contradictorio, imperioso y desagradable— frenaba sus instintos. Se echaba, inmovilizándose a los pies de ella. La primera lección que aprendió en la escuela-dormitorio, consistió en sacrificar, en controlar los instintos más violentos de su ser… Y esta lección era de una dificultad tan portentosa, que con mucho menos esfuerzo aprendieron griego muchos eruditos… Muchas batallas se ganaron en el mundo sin que los generales vencedores hubieran tenido que desplegar tanta fuerza de voluntad. Pero es que la profesora era miss Barrett. Flush sentía, cada vez con más convicción, cómo se estaban ligando el uno al otro a medida que transcurrían las semanas; era aquél un vínculo embarazoso y, sin embargo, emocionante. Se reducía a esto: si el placer de Flush suponía pena para ella, entonces, dejaba su placer de serle placentero, y se le hacía también a él penoso en unas tres cuartas partes. Cada día se evidenciaba la verdad de esta solución. Por ejemplo, alguien abría la puerta y le silbaba, llamándolo. ¿Por qué no había de salir? Ansiaba tomar el aire y estirar las patas; sus miembros se anquilosaban de tanto estar echado en el sofá. Además, nunca llegó a habituarse al olor a agua de Colonia… No, no… Aunque la puerta estuviera abierta, no abandonaría a miss Barrett, pensó ya cerca de la puerta, y volvió al sofá. «Flushie», escribió miss Barrett, «es mi amigo —mi compañero— y me prefiere al sol que tanto le atrae desde fuera…». Ella no podía salir. Estaba encadenada al sofá. «Tengo tan poca cosa que contar como un pájaro en una jaula», escribió también. Y Flush, para quien todos los caminos del mundo estaban abiertos, prefirió renunciar a todos los olores de la calle Wimpole, con tal de permanecer a su lado.

No obstante, el vínculo estuvo muchas veces a punto de romperse; formábanse extensas lagunas en la compenetración entre ellos. En ciertas ocasiones, se quedaban mirándose como si fuesen totalmente extraños el uno para el otro. ¿Por qué, preguntábase miss Barrett, temblaba Flush de pronto, y se erguía, gimoteando, para escuchar quién sabe qué? Ella no oía ni veía nada de particular; no había nadie en la habitación con ellos.

Y es que no podía adivinar lo siguiente. Folly, la perrita

King Charles de su hermana, había pasado frente a la puerta; o bien, le estaban dando un hueso de carnero a Catiline, el sabueso cubano, en el sótano. Pero Flush sí que sabía; sus oídos lo tenían al tanto de todo. Devastaban su ser unas rachas alternativas de lujuria y gula. Además, a pesar de su imaginación de poetisa, miss Barrett no podía adivinar cuánto significaba para Flush el paraguas mojado de Wilson, cuántas reminiscencias le traía: selvas, loros, elefantes trompeteando atronadoramente… Ni pudo comprender, cuando míster Kenyon tropezó en el cordón de la campanilla, que Flush oyó entonces las imprecaciones de los hombres morenos por aquellas montañas… El grito

Span! Span! repercutió en sus oídos, y si mordió a míster Kenyon, lo hizo movido por un impulso de rabia ancestral y siempre reprimida.

Por su parte, Flush no sabía tampoco a qué obedecían las emociones de miss Barrett. Se estaba allí tendida, horas y horas, pasando la mano sobre un papel blanco con un palito negro, y sus ojos se le llenaban de lágrimas. Pero ¿por qué? «Ah, mi querido míster Horne», estaba escribiendo; «entonces me falló la salud… y vino el forzoso destierro a Torquay…, lo cual inició en mi vida esa eterna pesadilla, siendo causa de lo que no puedo citar aquí; no hable de eso a nadie.

No hable de eso, querido míster Horne». Pero ¡si en la habitación no había ni olor ni sonido que pudiera provocar el llanto de miss Barrett! Al poco rato, pasó ésta nuevamente del llanto a la risa, sin dejar de mover el palito. Había dibujado «un retrato, muy parecido, de Flush, realizado humorísticamente y de manera que más bien se parece a mí», y debajo del dibujo anotó lo siguiente: «Sólo le impide ser un excelente sustituto de mi retrato el que resultaría yo demasiado favorecida». ¿Qué motivo de risa podía haber en aquellas manchas negras que le enseñaba a Flush? Éste no conseguía oler nada en la hoja; ni tampoco percibía sonido alguno. En la habitación no había nadie con ellos. El hecho era que no podían comunicarse con palabras, y esta realidad los llevaba a semejante incomprensión. Pero, por otra parte, ¿no era eso mismo lo que los unía íntimamente? Miss Barrett exclamó cierta vez, después de una mañana de trabajo intenso: «¡Escribir, escribir, escribir!». Quizá pensara: Después de todo, ¿lo dicen todo las palabras?, ¿pueden las palabras expresar algo? ¿No destruirán, por el contrario, los símbolos demasiado sutiles para ellas? Una vez, por lo menos, parece haber confirmado esta opinión. Estaba pensando, mientras yacía en el sofá. Había olvidado a Flush por completo, y la invadieron unos pensamientos tan tristes que la almohada se humedeció de lágrimas. Entonces, una cabeza peluda vino de repente a apretarse contra ella; junto a sus ojos brillaron otros, grandes y titilantes. Se sobresaltó. ¿Era Flush o era Pan? ¿Habría dejado de ser una inválida recluida en Wimpole Street, y sería ya una ninfa griega habitado en algún umbrío bosquecillo de la Arcadia? ¿No era el propio dios barbudo el que unía sus labios a los de ella? Por un momento sintióse transfigurada; era una ninfa, y Flush era Pan. El sol abrasaba, y el amor irradiaba su gloria. Pero, supongamos que Flush hubiera podido hablar… ¿No habría dicho cualquier cosa razonable sobre la plaga que sufría la patata en Irlanda?

También Flush experimentaba extrañas conmociones en lo más íntimo. Cuando veía las delgadas manos de miss Barrett asiendo delicadamente un cofrecito de plata o algún adorno de perlas, sentía como si se le contrajeran sus pezuñas y ansiaba vérselas divididas en diez dedos separados. Cuando oía la voz de ella silabeando innumerables sonidos, ansiaba que llegara el día en que sus amorfos ladridos se convirtieran en sonidos pequeñitos y simples que, como los de miss Barrett, tuviesen tan misterioso significado. Y, al contemplar cómo recorrían aquellos dedos incesantemente la página blanca con el palito negro, deseaba con vehemencia que llegase el tiempo en que también él pudiera ennegrecer papel como ella lo hacía.

¿Podría haber llegado a escribir como ella…? La pregunta es superflua; afortunadamente, pues, en honor a la verdad, hemos de decir que en los años 1842-43 no era miss Barrett una ninfa, sino una inválida; Flush no era un poeta, sino un

spaniel de la casta

cocker; y Wimpole Street no era la Arcadia, sino Wimpole Street.

Así pasaban las largas horas en el dormitorio más apartado de la casa, sin nada que las marcase, más que el sonido de pasos por las escaleras, el sonido lejano de la puerta de la calle al cerrarse, el ruido de una escoba al barrer, o la llamada del cartero. Los trozos de carbón crepitaban en la chimenea; luces y sombras resbalaban por las frentes de los cinco bustos pálidos, por los libros de la vitrina y por el rojo merino de ésta. Pero algunas veces los pasos de la escalera no pasaban de largo ante la puerta, sino que se detenían frente a ella. El pestillo giraba; se abría la puerta y alguien penetraba en el dormitorio. ¡Cómo variaba entonces todo el moblaje del cuarto! ¡Extraño cambio! ¡Qué remolinos de olor y sonido se ponían al instante en circulación! ¡Cómo bañaban las patas de las mesas y eran hendidos por los filos agudos del armario! Probablemente, era Wilson, que entraba la comida en una bandeja, o que traía un vaso de medicina; o también podía ser cualquiera de las dos hermanas de miss Barrett —Arabel o Henrietta—, o quizás uno de los siete hermanos de miss Barrett: Charles, Samuel, George, Henry, Alfred, Septimus u Octavio. Pero, una o dos veces a la semana, notaba Flush que iba a suceder algo de más importancia. La cama la disfrazaban cuidadosamente de sofá. La butaca quedaba junto a ella, miss Barrett se envolvía convenientemente en chales de la India. Los objetos de tocador eran ocultados escrupulosamente bajo los bustos de Chaucer y Homero. A Flush también lo peinaban y cepillaban. Y, a eso de las dos o las tres de la tarde sonaban en la puerta unos golpecitos muy peculiares, diferentes a los habituales. Miss Barrett se ruborizaba, sonreía y tendía la mano. La persona que avanzaba entonces hacia ella podía ser miss Mitford, brillándole su rosado rostro y muy parlanchina, con un ramo de geranios. O quizás fuera míster Kenyon, un caballero de edad avanzada, grueso y bien peinado, irradiando benevolencia y provisto de un libro. No sería raro tampoco que fuese mistress Jameson, señora opuesta en todo a míster Kenyon; «una señora de tez muy pálida y ojos claros, labios finos e incoloros… una nariz y una barbilla muy salientes y afiladísimas». Cada uno de los visitantes tenía su estilo propio, su olor, tono y acento peculiares. Miss Mitford charlaba apresuradamente, pero su animación no le hacía decir superficialidades; míster Kenyon se mostraba muy cortés y culto, y farfullaba un poco porque le faltaban dos dientes [2]; mistress Jameson no había perdido ninguno, y sus movimientos eran tan recortados como sus palabras.

Tendido a los pies de miss Barrett, dejaba Flush que las voces ondulasen sobre él durante horas enteras. Miss Barrett se reía, discutía amigablemente, exclamaba esto o lo otro, suspiraba y reía de nuevo. Por último, con alivio de Flush, se producían breves silencios, interrumpiéndose a ratos hasta el incansable fluir de las palabras de miss Mitford. ¿Serían ya las siete?, se preguntaba ésta. ¡Llevaba allí desde mediodía! Había de marcharse si no quería perder el tren. Míster Kenyon cerraba el libro —había estado leyendo en voz alta— y se estaba un rato de espaldas al fuego; mistress Jameson planchaba entre sus dedos los de sus guantes, en un gesto mecánico. Y uno de los visitantes daba a Flush unos golpecitos cariñosos, otro le tiraba de la oreja… La rutina de la despedida se prolongaba, intolerablemente; pero, por fin, se levantaba mistress Jameson, míster Kenyon y hasta miss Mitford, decían las consabidas fórmulas, recordaban algo, se olvidaban de cualquier cosa, volvían por ella, llegaban a la puerta, la abrían y, por fin —gracias a Dios—, se marchaban.

Miss Barrett volvía a hundirse —muy pálida, cansadísima— en sus almohadas. Flush se acurrucaba, junto a ella, más cerca que antes. Afortunadamente, ya estaban solos otra vez. Pero las visitas se habían prolongado tanto que ya era casi la hora de cenar. Empezaban a subir olores del sótano. Wilson aparecía en la puerta con la cena de miss Barrett en una bandeja. La colocaba en la mesa, a su lado, y levantaba las tapaderas. Pero con los preparativos para recibir a las visitas, con la charla, el calor de la habitación y la agitación de las despedidas, miss Barrett quedaba demasiado cansada para tener apetito. Exhalaba un débil suspiro al ver la rolliza chuleta de cordero, el ala de perdiz o de pollo que le mandaban de cena. Mientras Wilson permanecía en la habitación, miss Barrett hacía como que comía, agitando el cuchillo y el tenedor. Pero en cuanto se cerraba la puerta y quedaban solos otra vez, le hacía una seña a Flush. Levantaba el tenedor. En él iba clavada toda un ala de pollo. Flush se aproximaba. Miss Barrett movía la cabeza, dando a entender algo. Flush, con gran suavidad y de manera muy hábil —sin dejar caer ni una migaja—, se hacía cargo del ala y la engullía sin dejar huellas. Medio pudin, cubierto de espesa crema, seguía el mismo camino. Nada más limpio y eficaz que esta colaboración de Flush. Después podía vérsele acostado como de costumbre a los pies de miss Barrett —dormido en apariencia— mientras ésta yacía repuesta y descansada, con todo el aspecto de haber comido excelentemente. Entonces se detenían en el descansillo de la escalera unos pasos más decididos, más seguros que los demás; sonaba una llamada solemne —no en tono de si se podía entrar—, se abría la puerta y entraba el caballero más moreno y de aspecto más formidable de todos los caballeros de edad… Míster Barrett en persona. Su mirada se dirigía inmediatamente a la bandeja. ¿Fueron consumidos los manjares? ¿Se obedecieron sus órdenes? Sí, los platos estaban vacíos. Manifestándose en su rostro la satisfacción que le producía la obediencia de su hija, se acomodaba míster Barrett pesadamente en una silla junto a ella. Flush sentía correrle por el espinazo unos escalofríos de terror y horror cuando se le acercaba aquel corpachón sombrío. (Así suele temblar el salvaje, que, tendido en un lecho de flores, oye rugir el trueno y reconoce en éste la voz de Dios). Entonces Wilson le silbaba y Flush se escabullía con un sentimiento de culpabilidad, como si míster Barrett pudiera leer en sus pensamientos y éstos fueran malvados. Así, se deslizaba del cuarto y corría veloz escalera abajo. En la habitación había penetrado una fuerza temible, una fuerza a la que él no podía hacer frente. Una vez entró inesperadamente y vio a míster Barrett arrodillado junto a su hija, rezando…

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