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Primera Parte

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PRIMERA PARTE

Una valija llena de arena

Me inicié en la droga gracias a una esquirla de obús, cuando no era todavía una persona consciente. Tenía cuatro meses y ocho días esa mañana de junio de 1940, cuando los aviones alemanes bombardearon la estación de Busigny, al lado de Cambrai (norte).

Mis abuelos paternos tenían allí una pequeña granja. Nos albergaron a mi madre, mi hermano mayor y a mí luego que recibimos la noticia de que mi padre, un oficial del ejército, había sido tomado prisionero en el Mosela. Según me contaron después, los bombardeos a la estación se sucedían a un ritmo tal durante los últimos días, que esa mañana bien temprano mi abuelo comenzó a cargar su auto con valijas e ingresamos en la larga columna de refugiados que se dirigían al sur. No había transcurrido mucho tiempo desde nuestra partida cuando una seguidilla de bombas, algo desviadas, arrasó nuestra granja. Las sirenas comenzaron a aullar y aparecieron los stukas. Pasaron tres veces encima de nosotros antes de alejarse hacia el este; mi abuela comenzó a rezar en voz alta para agradecer al cielo por haberme protegido, pero fue interrumpida por los gritos de mi madre. Al renacer la calma, desde el fondo del zanjón donde nos habían acostado a mi hermano y a mí, yo aullaba con toda la fuerza de mis pulmones.

El costado izquierdo de mi cara estaba bañado en sangre. Me lavaron con el agua de un termo. Un pequeño tajo, franco y limpio, atravesaba el globo ocular. No había ningún médico en la columna de refugiados. Cuatro días después, cuando llegamos a París, la herida había cicatrizado, pero el ojo tenía un tinte lechoso que aún conserva. Si hubiera sido atendido inmediatamente mi ojo se habría salvado, pues la esquirla tan sólo lo había rozado. Pero ahora ya no se puede hacer nada más. Estaba tuerto.

«Tuerto», «averiado», fueron, entre otros, los sobrenombres que me adjudicaron en el colegio, desde la escuela primaria hasta el bachillerato. Y por más lejos que me remonte en mi memoria, siempre fui una persona distinta de las demás. Los sarcasmos de unos y la amabilidad exagerada de otros, me hicieron adquirir una sólida desconfianza hacia mi prójimo.

Cada vez siento más ganas de hacer todo diferente a los demás puesto que yo soy distinto a ellos.

No obstante trato sinceramente de «integrarme». Después de terminar mis estudios secundarios, influenciado por mis padres que piensan que con mi desventaja nunca podré conseguir algo más que un trabajo de oficina, entro en las HEC[1], para recibirme de contador. A los veinte años, mientras estudio para conseguir ese título, trabajo al mismo tiempo en una fábrica de pilas de Zoe, en Chatillon. Mis padres están contentos conmigo, el niño solitario y reservado que yo era antes parece haberse transformado. Mi cara «diferente» en vez de ser una desventaja me proporciona un gran éxito con las chicas.

Pero al tratar de conseguir mi permiso para manejar entra en actividad el volcán cuya última erupción me arrojó hecho un esqueleto, y volando de fiebre en un avión de Air France rumbo a Orly, el 10 de enero de 1970, repatriado por cuenta de la embajada de Francia en Katmandú.

La escena tiene lugar en abril de 1962 en los bulevares exteriores de París.

Acabo de comprarme un auto con mis economías. No bien haya pasado el examen, será todo mío.

Me gusta manejar y conozco el reglamento de tránsito al dedillo. No cometo ninguna falta.

Salvo la de dar vuelta la cabeza hacia la derecha sonriéndole al examinador mientras escribe mi nombre en el papel rosado del permiso provisorio.

—Eso cambia todo por completo —me dice afligido—. Tiene que someterse a un examen médico. Luego vuelva a verme.

Y rompe la hoja rosada.

Salgo del auto sintiendo un odio profundo por todo el mundo, pero esa noche anuncio a mis amigos con tono negligente, que pasé el examen con toda facilidad. Y en realidad no les estoy diciendo una mentira.

Pocos días más tarde, el Citroën ID 19 está inscripto a mi nombre y tengo las llaves en el bolsillo.

Pero no abandono todo de repente. Unos pequeños inconvenientes por conducir sin permiso fueron los que me hicieron pasar progresivamente del otro lado de la barrera.

Como era de preverse, un día me detiene una patrulla policial, pero consigo arreglármelas para solucionar el asunto. Continúo manejando y al cabo de poco tiempo vuelven a surgir más problemas.

Muy pronto me encantará la idea de estar fuera de la ley. Al fin y al cabo no es más que otra forma de ser tuerto…

Pero el ritmo de los acontecimientos se precipita. En primer lugar, adquiero la costumbre de albergar en casa a los compañeros de mis farras. Mi departamento ubicado en la calle Frères-Keller en el décimo sexto distrito, se convierte en el centro de una fiesta continua. Acumulo deudas y me rodeo de malas amistades.

En noviembre de 1962 me confiscan definitivamente el auto. El próximo lunes, no me presento a trabajar. Con quinientos francos en el bolsillo, vestido con unos pantalones vaqueros, una polera, una campera, una mochila al hombro y anteojos negros, tomo el subterráneo en la estación Orléans y me dirijo rumbo a Marsella, haciendo dedo. Completamente solo.

La aventura comienza…

Desde entonces y hasta fumar mi primer shilom de hachís en el Hotel Old Gulhane, situado en el barrio antiguo de Estambul, en enero de 1969, transcurrirán ocho años de latrocinios: robos de cheques, estafas con pagarés a noventa días, saqueos en algunas residencias, dos o tres visitas a los tribunales por trapisondas con documentos de identidad y otros papeles, contrabando de oro con Extremo Oriente, «golpes» en distintos lugares de Europa y África, y además dos años de prisión en Tolosa y en Niza.

En mayo de 1968, estando en Menton, trepo por una terraza y desvalijo el departamento de un coleccionista. Robo quince estatuillas orientales de jade, las cuales revendo a un reducidor. Cuando me doy cuenta de que comienzan a sospechar de mí, parto hacia Marsella y trabajo durante ocho días como barman en el negocio de mi amigo Christian (cuatro años antes habíamos jugado a los Robinson Crusoe con una chica, durante varios meses en los matorrales de Córcega), hasta que Gérard, otro compañero de Niza que se embarcó rumbo al Líbano, me envía, el 12 de junio, un telegrama proponiéndome que vaya a reunirme con él.

Viajo en tren hasta Ventimiglia, haciendo dedo llego hasta Yugoslavia y Grecia, luego tomo un barco hasta Beirut, adonde llego a principios de julio, Gérard me aloja en un campamento situado al borde del mar a cuarenta y cinco kilómetros de Beirut. El tiempo es lindo y hace calor, las olas del Mediterráneo rompen noche y día sobre la franja de arena al borde del acantilado. Al lado del campamento hay una lujosa mansión, adonde llegan todos los días manejando unos Mercedes Benz y autos de sport con cantidad de muchachos y chicas bonitas, Gérard ya forma parte del grupo, y yo también me convierto en uno de los asiduos concurrentes de la Zoulleïlla. El dueño de casa se llama Arouache y está casado con Gill, una inglesa bonita, pequeña y pelirroja. Él es un armenio cuarentón de pelo negro bien tupido, fuerte como un toro. Viaja muy a menudo y cuando está allí se dedica a la pesca submarina. He practicado bastante ese deporte mientras estuve en Cassis, cerca de Marsella. Nos hacemos amigos. Se dedica, entre otras cosas, al contrabando de armas. Un día me propone un trabajo: debo conducir hasta Tánger un pequeño carguero, y una vez allí, cargar unos cajones con armas. De regreso, el barco se detendrá a la noche a poco distancia de la costa libanesa. Advertidos por medio de señales luminosas, que ensayaremos por adelantado con ellos, unos falsos aduaneros de Beirut vendrán en unas lanchas desde el puerto y transportarán la mercadería. Yo ganaré alrededor de un millón y medio de francos viejos por viaje. El primer embarque está programado para principios de diciembre.

Todo funciona tan bien, que muy pronto me pongo a hacer trabajar mi cerebro seriamente.

Este contrabando de armas me da muchas ideas… Ideas para hacerme rico.

Y por supuesto que lo que ocupa mis pensamientos es el hachís. El Líbano es un importante productor, más o menos clandestino, sin duda, pero un gran productor, no obstante.

¿Por qué no multiplicar por veinte, treinta o tal vez más aún lo que me reportará el contrabando de armas, comprando con mis ganancias el hachís directamente al productor, para revenderlo al consumidor con el mínimo de intermediarios? Mi amigo Christian, por ejemplo…

Las ganancias serían enormes. En pocos meses seré multimillonario.

El primer problema es encontrar el hachís, comprarlo y almacenarlo…

Luego estudiaré la forma de venderlo. Arouache no piensa ayudarme. No quiere mezclarse en el tráfico de hachís. ¡Dice que es muy peligroso! ¿Qué será entonces su contrabando de armas?… De todos modos no le mencionaré el asunto. Como es tan exagerado, capaz que decide deshacer nuestro arreglo.

En el Líbano, no obstante, todos los que circulan en ambientes algo extraños y aun en otros, trafican más o menos con hachís.

Por lo tanto no me resulta muy difícil entrar en contacto una noche, en un bar de Beirut, con un tipo que se ocupa de ello.

Pocos días después, una vez que ya hemos hecho relación, acepta gustoso proporcionarme datos sobre el asunto. Me explica que lo mejor es ir hasta Baalbeck, y me da la dirección de un gran revendedor que busca hombres capaces de trabajar para él. No es esa mi idea. Yo quiero trabajar por mi propia cuenta, pero con todo, sus datos pueden resultarme útiles.

Al cabo de tres días me dirijo hacia Baalbeck en busca del revendedor. Un tal señor Fawziad.

Vive en una gran casa en el barrio antiguo de la ciudad; es un hombre gordo y muy sudoroso, tiene una sonrisa capaz de hacer salir corriendo a un niño convencido que está en presencia de un ogro. A pesar de ello me invita amablemente a entrar.

Me quedo paralizado en el umbral al ver lo que tengo frente a mí. En un cuarto rústico, muy rústico (el piso es de tierra apisonada), amueblado con antiguos arcones tallados, hay todo a lo largo de las paredes unos enormes cubos envueltos en plástico. Fawziad abre uno de ellos. Percibo un olor muy fuerte y penetrante. Casi se lo podría definir como un olor a humus, a cuero crudo.

Advierto que el cubo está hecho con una pasta color rojo oscuro con reflejos verdosos y en la cual mi dedo queda impreso como si fuera plastilina. Es hachís.

Fawziad, a quien nuestro intermediario le ha hecho llegar informes sobre mi persona, me pregunta de entrada si deseo trabajar para él. Y en principio acepto.

Ya que estoy acostumbrado a vagabundear y a viajar haciendo dedo, él quiere que vaya a inspeccionar por los valles altos de Baalbeck. Desde que las autoridades obligaron a los campesinos a reemplazar el cultivo de hachís por el de girasol, se ha complicado bastante todo el asunto. La mayoría de los campesinos siguen cultivando hachís. Plantan una hilera de hachís y otra de girasol. Como el girasol es más alto, oculta la planta de hachís, cuya altura máxima es de cincuenta centímetros, y lista la trampa. Pero todo eso ha trastornado las costumbres y el mercado. Hay que volver a confeccionar las listas de los productores. Y con más razón ya que comienza a sentirse cierto malestar entre ellos. Los campesinos se han dado cuenta finalmente de que estaban siendo explotados. Hay que hacer todo el trabajo otra vez.

Y para ello se necesita, antes que nada, un tipo despabilado, que vaya a inspeccionar la zona de producción, que haga preguntas.

Y junte datos.

Es el momento oportuno, la cosecha de hachís se realizará dentro de quince días.

¿Me interesaría ser ese emisario? Se me pagará bien. Pero tendré que quedarme allí durante un mes, por lo menos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —le contesto.

Es justo lo que me conviene.

El contrabando de armas comienza sólo a principios de noviembre. Tengo tiempo de sobra y no tengo nada que hacer mientras tanto.

Con mi mochila al hombro y calzado con mis botines de montaña, llego a las altas mesetas los últimos días de septiembre. El paisaje es grandioso. El valle, el pasto y los árboles allí abajo me hacen recordar a un valle europeo. A la izquierda y a la derecha los primeros contrafuertes de la montaña, cada vez más escarpados, más áridos, con cultivos en terrazas, en restanques como se los llama en el sur de Francia. Casi todas las plantaciones son de girasol, con sus flores enormes, impregnadas de aceite, inclinadas sobre sus tallos en búsqueda del sol. A mis espaldas, las montañas. Estoy a quinientos metros de distancia de la última población: unas treinta chozas de adobe con techos escalonados. Me parece estar en un pueblo del Atlas marroquí.

Para llegar hasta allí tuve que andar por un camino pedregoso y zigzagueante durante más de quince kilómetros. Es justamente mediodía. Hace calor pero no demasiado, debido a que la altura disminuye la intensidad del sol. Estamos a más de mil metros sobre el nivel del mar.

Agotado, deposito mi mochila en tierra al lado de una fuente y sumerjo mi cara en el agua. Luego bebo con avidez.

Me incorporo finalmente, y sólo entonces me doy cuenta de que estoy rodeado por una docena de árabes. Con sus djellabas, (túnicas que usan los árabes) largos vestidos blancos, turbantes, parecen ser árabes auténticos, como los que aparecen en las imágenes de los libros. Pero las mujeres (hay dos) no usan velo. Un poco después tendré la explicación: esos musulmanes están muy cristianizados. Esta región estuvo durante mucho tiempo bajo el dominio de los Cruzados, y más recientemente de los franceses.

Y uno de los hombres habla el francés correctamente. Es un sujeto alto, enjuto, fuerte, de pelo gris, y que debe andar cerca de los cincuenta años.

Sonriendo me ofrece un vaso y me dice:

—Toma, viajero, bebe. Estás en Saliet. Así se llama este pueblo.

No tengo más sed, pero para no decepcionarlo, tomo su vaso y bebo.

—Muchas gracias. El camino hasta aquí es cansador…

Inclina la cabeza sonriendo y agrega:

—¿Vas lejos?

Con un gesto vago de la mano señalo las montañas.

—No lo sé —le contesto—. Camino. Visito el país. Soy un turista de a pie, ¡caray!

Ríe nuevamente. Alrededor de nosotros se han juntado ya una veintena de curiosos. Mi amigo les traduce mi contestación y ellos me devoran con sus miradas.

—¿Tienes hambre?

—¡Ya lo creo! Puedo pagarte, sabes.

Agita su mano en el aire.

—Después veremos. Ven a mi casa.

Y es así como entro en contacto con la legendaria hospitalidad árabe. Hospitalidad como no volveré a encontrar en ninguna otra parte, ni en Afganistán, ni en la India, ni en Nepal. Pocos minutos después estoy instalado en su casa, sentado en una estera sobre el piso, con una tetera delante de mí y una especie de caldo de maíz con algunos pedazos de carne, fuertemente condimentada.

La mujer de mi anfitrión es quien me lo ha servido, y ahora se ha sentado en cuclillas al lado de su marido, frente a mí.

Este espera que termine de comer y luego me dice:

—Mi nombre es Alí, Y tú, ¿cómo te llamas?

—Charles.

Y entonces comienza a hacerme una pregunta tras otra. Yo sigo representando el personaje que me he forjado. Soy un estudiante en vacaciones que ha decidido visitar el Líbano. Eso es todo.

Alí es el jefe del pueblo. Fue soldado del ejército francés cuando el Líbano estaba bajo nuestro protectorado.

Sirvió bajo el general Dentz durante las famosas luchas contra los gaullistas.

Tiene una hija de catorce años llamada Salima y que se encuentra en este momento en otro pueblo, visitando a unos primos.

Me doy cuenta de que estoy siendo objeto de una investigación a fondo, pero contesto con tranquilidad a sus preguntas. Mis respuestas parecen satisfacerlo, pues finalmente me toma por los hombros y me dice:

—Amigo, quédate aquí todo el tiempo que desees si necesitas descansar.

Yo protesto.

—Quédate, por favor, tengo un gran placer al ver a un francés. Eres mi invitado.

Por más que insisto diciéndole que por lo menos me permita pagar mi alojamiento, no logro convencerlo.

—Estás cansado, debes reposar. Y si quieres dormir una siesta, aquí tienes tu estera.

Y me señala en un rincón del cuarto, una estera hecha con sogas.

No hay prácticamente nada en ese cuarto. Tan sólo un horno para cocinar, unas esteras en el piso, un arcón en un rincón y unos estantes empotrados en un hueco de la pared, que se utilizan para guardar algunos enseres.

No me hago rogar. Me estoy cayendo de sueño. La noche anterior, acostado bajo un árbol a campo raso, me despertaban a cada momento unos ladridos en la montaña, seguramente eran chacales.

Me acuesto sobre la estera y me quedo dormido no bien apoyo mi cabeza sobre la mochila.

Al cabo de ocho días aún sigo allí. Alí y yo nos hemos hecho muy amigos. Una noche inclusive, me conduce hasta su choza y no bien entro reconozco el olor acre del hachís, pero está completamente vacía.

—Ya ves, hermano —me dice Alí—, dentro de quince días, esta choza estará llena de hachís, aquí se guardará toda la cosecha del pueblo. Luego la revenderé. El comprador vendrá desde Baalbeck y se lo llevará todo.

Y con cierta tristeza prosigue:

—Pero no nos dará mucho dinero —y agrega—: Nos roban; ¿pero qué podemos hacer nosotros? No tengo ningún camión para poder transportarlo yo mismo como lo hacen ellos, llevándolo durante la noche hasta las caletas de donde parten luego los barcos con todas las luces apagadas. Tampoco les gusta que uno trate de engañarlos. El año pasado, en ese pueblo de allí abajo, del otro lado del valle, encontraron a un hombre muerto por haber tratado de hacerlo. Y ahora ¡se pelean entre ellos para explotarnos mejor!

«Sin embargo para nosotros todo es más difícil que antes. Nos obligaron a arrancar todas las plantas y a reemplazarlas por girasol.

»Entonces nos hemos visto obligados a engañarlos, plantando otra vez hachís. Mañana te lo mostraré».

Alí me conduce el siguiente día hasta los cultivos. Nos acercamos a una plantación de girasol. Tienen casi dos metros de alto y las flores son muy grandes.

—Ven —me dice Alí internándose entre dos hileras de girasoles.

Y allí veo, en medio de las gigantescas plantas, unas hileras de otras distintas, bien disimuladas. Son algo similares a las plantas de papa. Cada planta tiene en su extremo una flor, bastante grande, ligeramente parecida a una margarita, con pétalos blancos.

Alí acaricia una de ellas.

—Dentro de poco estarán maduras. ¿Nos ayudarás a hacer la cosecha?

—Por supuesto, Alí. Quiero aprender a hacer de todo.

Pocos días después recibo una sorpresa.

Veo llegar una deliciosa mujercita de catorce años. Es Salima, la hija de Alí. Es linda como un sol y me enamoro inmediatamente de ella. Nunca había visto una joven árabe de una belleza semejante: enormes ojos negros almendrados, cejas finas, pelo suavemente ondeado sin ser demasiado crespo y una boca fresca, finamente delineada.

Bajo su largo vestido de hilo se adivina un cuerpo flexible y armonioso, que me enloquece inmediatamente. Sus pies también son extraordinarios. Pequeños, muy griegos, con el segundo dedo más largo que los demás y las uñas rosadas y nacaradas.

¡Si no fuera amigo de Alí creo que de inmediato comenzaría a festejarla! Pero no puedo traicionarlo. Lo cual no me impide que esa noche sueñe, durante un largo rato con el pequeño cuerpo de mujer de Salima…

De todos modos, en seguida nos hacemos grandes amigos.

Salima me lleva a conocer los alrededores del pueblo. No hablamos absolutamente nada durante el paseo. Ella no entiende ni una sola palabra de francés ni de inglés y lo que es mi árabe… Nos contentamos con intercambiar unas sonrisas y reímos luego a carcajadas.

Como ya me lo había anunciado Alí, la cosecha de hachís empieza a los pocos días.

Todo el pueblo se dirige una mañana hacia las terrazas y el trabajo comienza.

Yo estoy contratado, por supuesto. Trabajo junto con Salima. Es ella la que lo ha querido así. Me pregunto si la pequeña mujercita no estará enamorándose un poco del europeo alto y barbudo…

Alí está junto a nosotros. Nos introducimos entre dos hileras de plantas de girasol provistos cada uno de unas tinajas de barro, grandes y chatas.

—Ves —me dice Alí—. Es un trabajo fácil. Te agachas, tomas el tallo del hachís con las dos manos, por la base, aprietas fuerte y te incorporas tirando hacia arriba. Todo lo que queda en tus manos, hojas y flores, es lo que se usa… Lo echas en la tinaja y sigues con la próxima planta.

Cada uno elige una fila y la cosecha comienza…

Al segundo día vienen del pueblo a buscar a Alí. Ha llegado un comprador y quiere una estimación de la cosecha. Alí se marcha por consiguiente con el mensajero que vino a buscarlo…

Juro que yo no quise hacerlo… Pero, verdad que lo que una mujer quiere Dios también lo desea, y a pesar de su juventud, Salima ya es una mujer…

No pasaron cinco minutos desde que se marchó su padre cuando veo asomar su cabecita entre una hilera de plantas, en medio de dos grandes girasoles.

Sonríe. Yo le retribuyo la sonrisa.

Pasa entre los girasoles y se acerca a mí con toda tranquilidad. Tiene un aire ligeramente sospechoso, y que no se necesita ser un genio para entenderlo… Se aproxima y riéndose seca con su manga el sudor que baña mi frente, pues estoy agachado frente a mi tinaja echando en ella con las dos manos el producto de mi cosecha.

¿Embriagará el hachís desde el momento en que se lo recolecta? No lo sé, pero estoy prácticamente convencido de ello.

El olor de estas plantitas venenosas es fuerte y embriagador dentro de este pequeño refugio, escondido aun del mismo sol, entre los largos y gruesos tallos de girasol…

Y Salima es tan coqueta y cariñosa conmigo…

Su largo vestido de algodón ceñido en el talle por un cinturón de cuero repujado, marca las curvas de sus pechos pequeños y firmes. Sus caderas son redondeadas y sus bonitos pies están cubiertos de tierra. Ella también tiene calor, y su frente ligeramente combada está mojada por el sudor.

Me siento demasiado perturbado como para poder continuar trabajando y me pongo a contemplarla…

Salima se acerca un poco más, hace una deliciosa mueca, levanta un poco los hombros como diciendo Inch Allah y se apretuja contra mí.

Hacemos el amor apasionadamente durante largo rato. Salima no es virgen. Sabe hacer el amor admirablemente bien. Estoy loco por ella…

Esa noche durante la comida casi no me animo a mirarla. Si Alí su padre supiera… Me echaría sin lugar a dudas. Pero a lo que temo es a su mirada, a la mirada del amigo al cual se ha hecho abuso de confianza. ¡Y para qué hablar de las puñaladas que se dan con facilidad en esos parajes por esa clase de traición!

La cosecha termina cuatro o cinco días más tarde. Salima y yo no hemos tenido otra oportunidad de vernos a solas.

En el fondo es mejor que haya sido así.

Afortunadamente la actividad febril que reina en el pueblo nos ayuda. Pues ahora están preparando la pasta, la cual una vez seca se habrá convertido en el hachís listo para fumar o comer.

Tomo parte también en ese trabajo. No es difícil de aprender ni de realizar.

Los hombres llevan a la plaza del pueblo un gran mortero hecho de piedras huecas y lo llenas hasta el mismo borde con esa mezcla de flores y hojas.

Machacan luego el contenido con grandes mazas de madera, hasta que queda completamente deshecho.

Con esta operación se obtiene una especie de aserrín grueso, blanduzco y grasiento, que rezuma una savia pardusca y muy fragante.

Mientras tanto las mujeres han extendido al sol unos lienzos muy grandes y cada vez que un mortero está listo, vuelcan su contenido sobre los géneros.

Proceden luego a estirar la pasta así obtenida y la dejan secar al sol durante varios días.

Cuando se calcula que ya ha perdido toda la humedad, comienzan a amasarla.

Toda la población, los hombres, las mujeres y hasta los niños toman parte en ello.

Cada uno agarra un puñado de lo que es actualmente una pasta untuosa, pesada y muy compacta. Durante un rato largo, varias horas inclusive, hay que amasarla para refinarla.

Es un procedimiento parecido al que efectúa el panadero al amasar el pan.

Se obtiene una mezcla elástica y blanda, semejante a la pasta con la cual fabrican caramelos los reposteros de las ferias, a la que amasan y estiran antes de cortarla con sus grandes tijeras.

Una vez bien trabajada, se la corta en cubos, rectángulos o en placas según el pedido; se envuelve todo en un plástico y se guarda inmediatamente. El hachís está listo para su consumo. Entre paréntesis, en el mismo Líbano existen a su vez otras formas de prepararlo. En algunas regiones, por ejemplo, se junta solamente la savia.

Ese año, la cosecha de Saliet ascendió a casi ochocientos kilos de hachís.

Los grandes bloques de alrededor de veinte kilos cada uno se guardaron en el sótano de la casa de Alí, antes de ser fraccionados.

Al día siguiente llegó un camión desde Baalbeck. Descendieron de él cuatro hombres de aspecto patibulario. Dos de ellos, tenían un revólver en la cintura. Cargaron todo en el camión y le pagaron al jefe del pueblo.

Los observé mientras estaba escondido en la casa de Alí, pues no es conveniente que vean a un blanco por aquí.

Conozco muy bien ese tipo de caras. Son caras del hampa.

—Ya lo ves —me dice Alí cuando regresa— el pueblo va a vivir prácticamente todo el año con el producto de la venta de esta cosecha. Nos pagan cincuenta libras por kilo, lo cual no constituye una gran suma por persona. (La libra libanesa valía entonces alrededor de un franco con cincuenta centavos).

—Somos aproximadamente cien habitantes. El cálculo es fácil de hacer. Equivale más o menos a cuatrocientas libras por persona y por año. El precio de ocho kilos.

Cuatrocientas libras libanesas son más o menos seiscientos francos.

Seiscientos francos por año y por persona, no es evidentemente un Perú, por más que se tenga una parcela de tierra, pollos y algunas cabras…

Hago además otro cálculo, pero no muy desinteresado este, debo manifestar.

Cincuenta libras por kilo equivalen a setenta y cinco francos por kilo.

El kilo de hachís se vende ese año en París a más o menos tres mil francos.

¡Dios mío!, si yo pudiera hacer un arreglo con Alí y comprarle la cosecha de su pueblo, aun pagándole el doble del precio de los otros ¡qué beneficio para mí, queridos míos! ¡Veinte veces más! Indudablemente lo que debo hacer es pagarle el doble.

Y lo lograré fácilmente en cuanto haya realizado con éxito algunos pequeños embarques de armas hacia Tánger. Lo cual no me resultará muy difícil.

Tendré un gran placer al poder hacerle un favor a esta gente que es tan hospitalaria conmigo y con la cual me une actualmente una real amistad. Sin considerar además, lo que significa Salima para mí.

Por otra parte será la única forma de convencerlos de que no les vendan más a sus compradores habituales.

Lo cual no resultará muy fácil, dicho sea de paso. Pues esos traficantes son gente muy organizada y no retroceden ante nada cuando se trata de conservar sus negocios.

No bien comienzo a estudiarlos me doy cuenta de que mi proyecto es muy delicado. De todos modos no es posible realizarlo antes del año próximo. Pero nunca es demasiado temprano para organizar un negocio.

Y es así como una noche me decido a jugar el todo por el todo con Alí.

Es un hombre al que he aprendido a conocer y sé que no tiene prejuicios. Y en Oriente, a diferencia de Occidente, no se considera inmoral traficar, vender o comprar armas o hachís. En esos países todo eso es considerado algo normal.

Por lo tanto le digo quién soy, lo que me ha encargado que haga el traficante de Baalbeck, y lo que yo quisiera hacer en realidad.

Y luego, en un arranque de sinceridad, le confieso que amo a su hija y que ella me corresponde.

¡Maravilloso Alí! Cuando termino de hablar, sonríe y me dice:

—Me di cuenta enseguida de que no eras un estudiante. Ellos siempre tienen por lo menos dos o tres libros en el equipaje y se mueren por sacarlos y leerlos.

«Tú no has abierto nunca un libro. Y además tu aspecto no es el de un estudiante. Eso se ve inmediatamente. Los estudiantes, son unos chicos, chicos grandes pero chicos al fin. Tú eres un hombre. Se ve que has vivido y sufrido.

»No creas que estoy resentido por esa pequeña mentira. No tiene importancia. Cada hombre tiene el derecho de guardar para sí sus secretos, siempre y cuando eso no lo obligue a comportarse mal. Tú te has portado bien. Y ahora me das una nueva prueba de ello al hablarme con toda confianza. Hasta coraje, diría. Pues podría haberme enfurecido por lo que me has dicho con respecto a Salima. Y aun cuando no tenía la plena certeza, ya lo sospechaba. Cuando una muchacha está enamorada, sus ojos lo reflejan y, desde un tiempo a esta parte, Salima tiene la mirada de una muchacha enamorada.

»Pero es mejor dejar que el tiempo asegure los sentimientos. Él dará su veredicto respecto a ti y Salima. Pero yo puedo decírtelo desde ya; te la doy con alegría como mujer. Tú eres francés, eres un hombre sólido y experimentado, serás un buen marido para Salima».

Las palabras de Alí me llenan de alegría, y también de confusión. ¿Sabré estar a la altura de este sorprendente sabio?

Pero de un gesto desecho todas las dudas.

Como dice Alí, el tiempo dará su veredicto y dentro de unas semanas sabré qué decisión tomar.

—Espera, hermano mío —dice Alí—, voy a buscar a mi mujer y a Salima. Les diré en presencia tuya que desde ahora formas parte de la familia.

—Salima —dice Alí cuando llegan su mujer y su hija—, quiero que ames a Charles. ¿Estás de acuerdo?

Por toda contestación, Salima se arroja en mis brazos con los ojos llenos de lágrimas.

Alí se dirige a su mujer.

—¿Estás de acuerdo, Irada?

Irada sonríe sin contestar y hace un gesto afirmativo con la cabeza.

—Muy bien —añade Alí— y como lo hacen ustedes en Francia, ahora haremos correr las amonestaciones.

Media hora después, todo el pueblo está reunido en la plaza. Alí nos hizo sentar a Salima y a mí al lado uno del otro mientras él habla sin cesar.

Como pueden imaginarse, no comprendo ni jota de lo que les dice. Pero no necesito una traducción.

Gritos de alegría y hurras saludan la «publicación de las amonestaciones», junto con algunos disparos al aire.

—Esta noche —me dice Alí— lo festejaremos en forma. —Y así fue como Salima y yo nos comprometimos.

La fiesta de esa noche fue fastuosa. Mataron cinco corderos y las muchachas del pueblo bailaron alrededor de una fogata.

Después Salima fue autorizada para dormir conmigo.

Su padre decidió instalarnos en el granero para que estuviéramos a solas.

Nuestra cama es un montón de heno…

Al día siguiente Alí me conduce por el sendero que lleva al valle.

—Charles —me dice—, anoche estuve reflexionando sobre tu proyecto. Ya sabes que estoy de acuerdo en reservarte la producción del pueblo, pero como te imaginarás, vamos a tener que enfrentarnos con un serio rival. Nos hacen falta armas. Y en gran cantidad. Es el único modo de hacernos respetar. Desgraciadamente aquí sólo tenemos unas pocas y malas escopetas. Pero se me ha ocurrido una idea…

Se detiene y me toma la mano.

—Mira hacia allá arriba —agregaba apuntando con el dedo hacia la montaña—. ¿Ves ese valle alto allí bien arriba, con el pico rocoso a la izquierda?

—Sí, lo veo.

—Allí hay armas escondidas en el fondo de un túnel.

Azorado exclamo:

—¿Armas? ¿En un túnel?

—Ya lo entenderás. Durante la guerra mala, cuando los franceses se peleaban entre ellos, los soldados del general Dentz fortificaron esa línea de picos. Comenzaron a construir varios puestos, cavaron trincheras y refugios y almacenaron municiones, armas y cañones. Pero los combates comenzaron… Ya lo sabes, Dentz fue vencido.

—Y agrega con un gran gesto —todo eso fue abandonado.

«Yo no estaba aquí en ese momento sino en las mesetas. Esa es la razón por la cual no sé dónde están las armas, pero el jefe anterior a mí lo sabía. Y antes de morir me lo dijo. Ven, volvamos a Saliet. Mi mujer nos preparará algo para comer esta noche y mañana. Dormiremos allí y volveremos al día siguiente».

Salima se entristeció al verme partir por esa noche, pero eran órdenes de su padre…

Comenzamos a trepar la montaña por unos senderos de cabras.

A las cuatro de la tarde, llegamos junto a un montón de ruinas, a mil quinientos o mil seiscientos metros de altura, en medio de un paisaje de piedras, rocas y arbustos achaparrados, parecidos a los de las áridas montañas del sur de Córcega. Todavía pueden recorrerse los restos de una pequeña fortificación, de trincheras, casi cubiertas por escombros.

—Es allí —me indica Alí—. El viejo me contó que debajo de algunas de estas rocas hay un refugio subterráneo, un túnel, al que los soldados le dinamitaron la entrada antes de replegarse. Y parece que ahí dentro se encuentran guardadas en cajas herméticas una gran cantidad de fusiles con sus correspondientes municiones.

«Si logramos encontrarlos, entonces podremos trabajar contigo, Charles, y seremos bastante fuertes como para poder decirles que no a los revendedores de Baalbeck. Y quién sabe, tal vez nuestro ejemplo haga reflexionar a los otros pueblos y ellos a su vez se rebelarán contra los sinvergüenzas que nos tienen sujetos por el cuello y nos imponen su ley».

Levanta su mano con gesto amenazador.

—Y entonces nosotros, los campesinos, seremos los que impondremos nuestras condiciones a los revendedores.

Se detiene súbitamente y lanza una carcajada.

—Por el momento debemos encontrar la entrada del túnel. Ven, vamos a buscarla.

Hasta bien entrada la tarde, Alí y yo seguimos levantando piedras y golpeando las rocas con los tacos de nuestros zapatos. La noche llega sin que hayamos encontrado nada. De repente comienza a refrescar. Encendemos una fogata para calentarnos y comemos la comida que nos preparó Irada; Alí se envuelve luego en su manta, y yo me meto dentro de mi bolsa de dormir y nos pasamos un buen rato antes de dormirnos construyendo castillos en el aire.

Al día siguiente, alrededor de las once de la mañana, Alí lanza de repente un grito de alegría. Ha encontrado una roca que, a diferencia de las demás, suena a hueco.

La golpeamos con una piedra grande. No cabe duda alguna: suena a hueco.

Ese debe ser el lugar que buscamos. Está rodeada, además, por piedras cuyas aristas son filosas, como si hubieran sido rotas por una explosión, en cambio las otras tienen los cantos redondeados por la erosión.

Con toda seguridad este lugar ha sido dinamitado.

Pero la roca, que debe ser con seguridad la que tapa la entrada al túnel es demasiado pesada para poder moverla entre los dos.

Hay que volver con más refuerzos. Alí decide movilizar un equipo formado por los hombres más forzudos de todo el pueblo, armados con palas y picos.

Ocho días después, luego de haber movido la enorme roca y despejado las piedras que tapaban la entrada, Alí y yo nos metemos en el túnel alumbrándonos con una antorcha.

¡Victoria!

Nuestra antorcha ilumina en el fondo, apenas a diez metros de la entrada, cinco grandes cajas de madera.

¡Deben ser las armas!

Así es, efectivamente. Una vez que sacamos las cajas al exterior las abrimos y envueltos en hules y bolsas bien engrasadas, sacamos a la luz, uno por uno, en medio de gritos de alegría y danzas guerreras veintidós fusiles Lebl, catorce fusiles MAS 36; cuatro FM; siete revólveres reglamentarios; cincuenta granadas.

Dos cajas están llenas con las municiones correspondientes a las diferentes armas.

Alí se me acerca.

—Hermano —me dice—, ahora te toca actuar a ti. Ya tenemos con qué defendernos.

Que me haya llegado el turno de actuar, significa varias cosas.

Primero: Debo ocuparme del truhan de Baalbeck. No sé todavía qué es lo que le voy a decir. Sin duda, lo mejor será contarle cualquier cuento (el cual tendré que inventar) para tranquilizarlo hasta el año próximo.

Segundo: Debo estudiar bien el plan para la reventa del hachís. Cómo sacarlo del pueblo, almacenarlo y cómo transportarlo afuera del Líbano. No va a ser fácil. Pero de todos modos tengo tiempo hasta el año que viene para perfeccionar el asunto.

Tercero: Con más razón que nunca es de suma importancia seguir manteniendo el tráfico de armas con Arouache.

Le explico todo eso a Alí mientras bajamos al pueblo, armados hasta los dientes.

Me parece que lo mejor será que yo vuelva a Baalbeck para tantear el asunto con el revendedor.

Ni bien Salima se entera hace todo lo posible para que le permitan acompañarme. Finalmente, su padre accede.

Pero la mañana de nuestra partida, saca del escondite uno de los revólveres y me lo da junto con unas cuantas balas.

—Charles —me dice—, ve con cuidado. Nunca se sabe lo que puede suceder. Y con más razón ya que viajas con una muchacha. Los hombres del valle parecen animales en celo. Nueve de cada diez no tienen mujer, pues estas son acaparadas por los ricos. Sé prudente. No debe pasarle nada a Salima ni tampoco a ti.

Nos besamos. Irada llora. Sabe que sólo estaremos ausentes unos pocos días, pero tiene miedo.

Al poco rato, con la mochila al hombro, el gran revólver escondido bajo mi campera con el caño atravesando el cinturón, tomo a Salima por la mano y partimos rumbo a Baalbeck.

Salima está en un estado de felicidad indescriptible. Salta a mi lado como un cabrito y canta a voz en cuello.

—¡Yo feliz, feliz! —repite sin cesar.

Le enseñé algunas palabras en francés y por supuesto a decir «Te amo». Me lo repite en cada recodo del camino.

Bajamos la ciudad haciendo pequeñas etapas. A la noche dormimos bajo un árbol. Salima es tan pequeña que los dos cabemos dentro de mi bolsa. Por regla general, almorzamos al mediodía en alguna posada y cuando cae el sol, encendemos una fogata y comemos a la luz de la lumbre.

Por fin divisamos Baalbeck. Cuando llegamos a las primeras casas, me detengo al borde el camino y le digo a Salima:

—¿Comprendiste bien lo que dijo tu padre?

Mueve la cabeza en señal de asentimiento. Lo que le dijo su padre es nuestro plan de acción. El cual es muy simple, por otra parte. Iremos a un hotel, y ella me esperará allí mientras yo voy a ver al revendedor. Un día y una noche en Baalbeck deberían ser suficientes.

Encontramos una pequeña hostería en una callejuela del centro, cuyo aspecto exterior no vale mucho pero que me parece conveniente. Salima, absorta, no pierde detalle: nunca ha estado en una ciudad. No tenía ni idea de cómo era una hostería, incapaz de imaginar que alguien pudiese alquilar su casa a unos viajeros.

La dejo allí, prohibiéndole salir del cuarto y así me lo promete. Me dirijo entonces a la casa de Fawziad. Por suerte lo encuentro.

—¡Ah! Otra vez por aquí, señor Charles —me dice con alegría—. ¿Qué datos ha venido a traerme?

Me siento a su lado y le explico que todo parece estar muy tranquilo. Le cuento que visité varios pueblos haciéndome pasar por un turista que recorre el país caminando, y que me pareció que en todos lados el ambiente era de una gran tranquilidad. Los rumores de los que me había hablado no deben ser más que algunas reacciones sin importancia y con pocas probabilidades de éxito.

En suma, los campesinos están contentos. Y es un error creer que cuentan solamente con el hachís como medio de vida. Viven bastante bien con los productos de sus tierras. No vale la pena crear sospechas con inspecciones y averiguaciones innecesarias. Sería un grave error y sólo se conseguiría sembrar la desconfianza.

Y para dar a mis afirmaciones un mayor viso de realidad, enumero una lista de pueblos cuyos nombres me fueron proporcionados por Alí, así como también los nombres de sus jefes, los resultados en cifras de las cosechas, etcétera.

Mi discurso produce el efecto deseado. Fawziad parece haberse tranquilizado por completo.

—Pero eso no es todo —me dice—: quisiera hablarle de otro asunto. ¿No le interesaría trabajar realmente conmigo?

Soy todo oídos.

—¿Cómo ser en qué?

Trato de aparentar una total indiferencia.

—Lo que quiero decir es que los empleados que tengo para juntar el hachís son un poco demasiado anárquicos. Estoy seguro de que hay muchas filtraciones y que de paso, algunos se llenan los bolsillo, gracias al hachís.

«Lo que me haría falta es alguien serio y activo para supervisar todo eso. Recibiría una buena ganancia».

—Puedo probar a ver si resulta —le contesto—, pero para ello sería necesario que pudiera ver las ramificaciones y conexiones que tienen en cada lugar.

—De acuerdo, en cuanto haya liquidado las cosechas que ya están almacenadas y por revenderse, cuando todo eso se haya tranquilizado un poco, lo pondré en contacto con mi gente.

—Entonces quedamos en que nos veremos a fines de diciembre, ¿verdad?

Perfecto. Todo me viene como anillo al dedo. De aquí a entonces habré tenido ocasión de hacer un viaje a Tánger y juntarme con un millón y medio. Perfecto, perfecto.

Me despido de Fawziad, muy satisfecho. Todo debería andar sobre ruedas.

Pero no bien llego a la hostería me doy cuenta de que algo raro sucede.

Salima está sentada en el salón del restaurante rodeada por tres grandes tipos risueños, que no me gustan nada.

Frunzo el entrecejo.

—¡Salima! Te dije que te quedaras en el cuarto. ¡Ven aquí!

Me doy cuenta de lo que ha sucedido. Empujada por la curiosidad Salima decidió bajar y los tres tipos se le vinieron al humo no bien la vieron.

Salima se pone de pie con aire avergonzado, pero en el momento en que se dispone a venir hacia mí uno de los sujetos la agarra por la muñeca.

—Quédate —le dice.

A pesar de expresarse en árabe comprendo lo que le dice.

Al mismo tiempo se vuelve hacia mí y sonriendo me dice en inglés.

She is yours? (¿Le pertenece a usted?).

Asiento con la cabeza.

—Bonita —añade el otro como si estuviera juzgando la mercadería pero sin soltar a Salima—. ¿Dónde piensa hacerla trabajar?

¡Era lo que faltaba! Creen que soy un europeo tratante de blancas que he venido a comprar una joven árabe para llevarla a un burdel.

—Déjela —le digo de mal talante.

Obedece a regañadientes y Salima se arroja en mis brazos.

—¡Ja, ja! —Se ríe el tipo—. ¡Miren cómo quiere la pequeña a su protector! Pronto se desilusionará.

Cierro los puños.

—Cállese la boca o le rompo la cara.

Sigue riéndose. Y entonces con aire indiferente, abro mi campera y dejo ver el revólver.

El efecto es instantáneo. El tipo se para en seco.

Más tranquilo, me instalo en una mesa para comer con Salima. Ella está en la gloria. Jamás había visto tenedores y no sabe cómo debe usarlos. Me da muchísimo trabajo enseñarle.

Los tres tipos no nos molestaron más y se fueron en seguida. Nos quedamos solos. Me siento muy bien. Pero no me animo a decirle a Salima que pronto debemos separarnos. Pues evidentemente no puedo llevarla conmigo a Beirut. Me alegro por lo tanto de poder ofrecerle esta pequeña fiesta: una comida y una noche en un hotel. Y para ella esto equivale a un gran agasajo.

Regresamos a Saliet cuatro o cinco días después. Le cuento a Alí todos los pormenores del viaje y le devuelvo el revólver. No me gustan nada esos artefactos y constituyen una buena excusa para hacerme arrestar por la policía si por una u otra razón tenemos que vérnosla con ella.

Alí comprende muy bien mi necesidad de volver a Beirut.

Pero no así Salima.

Al anunciar mi partida derrama un torrente de lágrimas, pero como despedida me obsequia con la noche de amor más bella de todas las que hemos tenido.

Al amanecer del día siguiente nos estrechamos todavía apasionadamente. Debo arrancarla de mis brazos.

Solloza… Y también yo me siento apesadumbrado cuando, desde el valle, al mirar hacia atrás en dirección a Saliet, todo lo que veo es un conjunto de manchas oscuras.

No debí volver a Beirut. ¡Todo andaba tan bien!

Pero por desgracia tuve que cometer ese error.

Error que provocará el derrumbe de todas mis esperanzas y como corolario mi partida hacia Oriente y mi introducción en el mundo de la droga…

No encuentro a Arouache en su casa. Está viajando por algún lugar de Europa. Gill, su mujer, está sola.

Una mañana mientras nos bañamos en la piscina, ella se me insinúa.

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