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Primera Parte

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Y entonces concentro mi atención en ella. Todos mis otros pensamientos se desvanecen, la veo tan sólo a ella y me pongo a soñar que es la francesa de otros tiempos. Muy pronto mis sueños se vuelven más precisos. Comienzo a habituarme a la droga, aprendo a dirigir mis fantasías. ¡Qué agradable sensación, Dios mío!

Al cabo de una o dos horas, no estoy muy seguro, la muchacha se mueve y se sienta.

Saca una jeringa de su bolsa y tres ampollas llenas de un líquido incoloro. Hago a un lado mis sueños y decido volver a la realidad.

Ya está. Lo consigo fácilmente.

Observo detenidamente a la muchacha. Rompe una tras otra las ampollas y llena con ellas la jeringa. Luego se hace un lazo con su bufanda india, sujetando los extremos con los dientes y se inyecta el líquido en el repliegue del codo.

Retira la jeringa y entonces, repentinamente, se queda inmóvil, sujetando aún la jeringa en su mano.

Toma un color azul, comienza a respirar con fuerza y jadea cada vez más.

Dos o tres hippies que la han estado observando se levantan y van hacia ella. La sujetan y tratan de hacerla respirar. Sin duda le ha dado un ataque.

Cada vez se ahoga más. Se ha puesto completamente azul.

De repente, se echa hacia atrás y sus ojos se ponen en blanco. Le tomo el pulso. No se lo oye más.

No han transcurrido más de tres o cuatro minutos desde que se dio la inyección. Está muerta.

Y entonces todos los presentes en la gruta se ponen de pie y van hacia ella. Reina un silencio total. Cada uno por turno se acerca a mirarla. Se preguntan quién es. ¿Alguien la conoce? Nadie. Se ignora su nombre. Llegó hace tres días y desde entonces se inyecta. Eso es todo.

Ha muerto debido a una dosis excesiva.

No percibo ninguna emoción entre la concurrencia. Absolutamente nada.

Se acaba de morir allí una chica completamente sola, con aspecto de dinamarquesa, de noruega, de unos dieciocho o veinte años y nadie parece impresionado.

El guitarrista dejó de tocar. Pero no así el flautista. En medio del silencio general, sigue oyéndose el sonido chillón de su flauta.

No cesa de tocar ni aun cuando se acerca a la chica a la cual mira tranquilamente de vez en cuando.

Se aproxima una muchacha morocha y alta, cierra los ojos de la muerta, suavemente, y ayudada por otro muchacho la acuesta sobre la bolsa de dormir, con los brazos a lo largo del cuerpo.

Se acerca otra chica, se saca su collar de flores y lo coloca sobre el cadáver.

Un muchacho cubre el cuerpo, dejando el rostro al descubierto, con una bufanda larga, de seda amarilla que tiene unos dibujos negros todo a lo largo de sus bordes y sobreimpresos en el medio. (Después me enteré de que se trataba de una bufanda sagrada de Benarés). Otros más se acercan, y al poco rato, la muerta está cubierta de flores.

Colocan al mismo tiempo alrededor del cuerpo, palitos de incienso. Muy pronto hay casi cincuenta.

Y la muerta sigue allí, con su cara totalmente azul y crispada, iluminada por el reflejo de los palillos, y con sus manos encogidas que asoman bajo la bufanda.

Al cabo de una hora, su rostro se distiende y comienza a palidecer.

Y entonces vuelve a ser otra vez muy bonita…

La vida ha recomenzado a su alrededor.

Todos han vuelto a sus respectivos lugares. Los shiloms comienzan a circular nuevamente y las jeringas a funcionar.

El flautista sigue tocando. El guitarrista lo acompaña otra vez.

Cuando la luz del amanecer ilumina finalmente la entrada, advierto que sigue nevando. Dos muchachos se aproximan a la muerta; juntan todas sus pertenencias y sacan sus documentos del interior de un pequeño bolso.

Agarran el cuerpo de los hombros y las piernas. Les hacemos lugar para que pasen y salen. Alguien ha ido a buscar un bote. Ahí está, igual al que nos trajo hace un rato. Depositan el cuerpo en uno de los bancos, dos muchachos que van a entregarla a la policía suben al bote y se sientan al lado.

La muchacha está todavía cubierta por la bufanda y las margaritas amarillas.

El pescador, un pobre viejo, bajito y enjuto se inclina sobre la pértiga y el bote parte hacia Estambul acompañado por un cortejo de gaviotas chillonas, bajo la nieve que continúa cayendo, a la luz lechosa del amanecer.

Diez días después, me he integrado por completo al grupo de los hippies. Integrado es tal vez una palabra un poco exagerada. Admitido, sería más exacto. Porque en realidad no soy uno de ellos. En primer lugar por la vestimenta. Estoy vestido como un trotamundos, como un típico mochilero. Botas de cuero, pantalón, suéter de cuello alto y una campera común y corriente. Mi única coquetería reside en que todo es de color negro, (dentro de poco me llamarán el hombre de negro). Y no uso el pelo largo, hasta lo que yo llamo mi traje de etiqueta es clásico. Está guardado en el fondo de la mochila y destinado solamente para ocasiones especiales; consiste en un pantalón claro, una campera clara, una camisa negra, una corbata de rayas negras y blancas y zapatos con suela de soga. Por otra parte, no comparto la filosofía hippie. Yo no digo Do your thing (Haz lo que te plazca) que viene a ser una especie de proverbio que más o menos significa «Haz lo que tengas ganas porque lo demás no importa». Tampoco digo «es pura dinamita» cuando alguien hace algo que sale de lo común. No tengo ni un gurú ni innerspace (espacio interior psíquico). Mi lema no es plant your seed (siembra tu semilla: o dicho de otro modo divulga la filosofía hippie por medio de tu ejemplo y del amor universal), no busco con desesperación la white light, la luz blanca, el descubrimiento de mi yo íntimo. No trato de zap the cops, de conquistar a la policía con el amor. Resumiendo, soy un straight, es decir una persona que no forma parte de la comunidad hippie.

Pero no del todo, sin embargo. Pues me aceptan y hablan delante de mí sin sentirse incómodos. Han decidido que más que nada, soy un aventurero. Es mi rasgo particular, y esta característica es tan buena como cualquier otra.

En la actualidad me he dedicado por completo al hachís y eso les gusta. Una noche inclusive, los hice divertirse muchísimo. Una muchacha yugoslava rondaba a mi alrededor. Estaba en plena crisis de amor. Le era absolutamente necesario hacer el amor con alguien. Entre los drogadictos es una situación más bien molesta porque el amor no les interesa en realidad. De repente, la chica se me tira encima. Es bonita, está medio desnuda, pero yo estoy bastante intoxicado. La rechazo gentilmente pero ella insiste y me insulta con todas las letras. Eso me despabila y la llevo a su colchón… y los dos lo pasamos muy bien.

Pero justo en el momento crucial, ¡me clava las uñas en la espalda y me araña!

Me hace doler muchísimo y pego un salto aullando como un lobo. Todos los que me rodean, en medio de sus accesos de tos, se ríen a las carcajadas.

—¿Te das cuenta ahora —me dice Terry observando mi espalda— por qué desconfiamos de ella? My God! ¡No estuvo muy suave que digamos!

Y la vida prosigue, arrullada por los cantos de los guitarristas, perfumada por el agradable aroma del hachís calentándose en el crisol de los shiloms. De vez en cuando peleamos con las ratas que nos muerden las orejas mientras dormimos. Vamos al Pudding Shop o a lo de Liener, a comer y buscar más hachís. Nos paseamos por el Gran Bazar, compramos anillos y cambiamos dólares.

Una tarde irrumpe un grupo de policías en el primer piso del Pudding Shop, se me tiran encima y me llevan a la comisaría. Me defiendo como un condenado. ¿Qué mal he hecho? ¿Fumar? Todo el mundo fuma. ¿Tener un shilom en el bolsillo? Todos tienen uno. Felizmente al ver mi pasaporte se tranquilizan enseguida. Me dejan en libertad y me explican, muertos de risa, que me confundieron con un norteamericano que mató a dos policías. ¡Ni más ni menos!

La vida transcurre así, dulce y tranquilamente, pero mi billetera se vacía peligrosamente.

Me quedan tan sólo doscientas liras. Voy a tener que reflexionar seriamente. Después de todo, vine a Estambul a ver si había algún «negocio» que hacer. Ya es hora de que me dedique a buscar algo. Evidentemente sólo puede tratarse de un asunto relacionado con el tráfico de drogas. Muy bien, ¿pero cuál?

Y entonces el azar acude en mi ayuda y me permite llevar a cabo con éxito una fantástica estafa que será decisiva por sus resultados y el agradable saldo que me deja.

La muerte de dos muchachos de veinte años y la permanencia en un lecho de hospital durante toda su vida de un tercero, mi partida hacia Oriente y mi caída en el abismo de la droga, cada vez más rápida y profunda, hasta llegar a tocar fondo.

Una mañana, al entrar en lo de Liener, veo que en el fondo del local está sentado un hombre solo. Parece estar muy deprimido. Lo miro más detenidamente y advierto que está llorando.

Es un muchacho de alrededor de veinte años, vestido como hippie pero sin exageración. Es decir que usa unos pantalones vaqueros comunes, unas zapatillas y, aunque su camisa es de colorinches, su saco de piel de cordero con mangas blancas no ostenta ningún bordado. Tiene pelo largo, castaño claro y muy ondulado. Su tez es rosada y muy fresca. Es bastante alto.

Me causa una rara impresión ver llorar a un muchacho de ese modo. Me acerco a él y hablándole en inglés le pregunto:

—¿Hay algo que no camina? ¿Puedo ayudarle en algo?

Levanta la cabeza y como se da cuenta enseguida por mi pronunciación que soy francés, me contesta en mi idioma.

—Tengo problemas con mis compañeros. Se fueron en tren a Lyon para buscar un auto. Hace ya un mes de eso. Deberían haber llegado allí hace rato. No tengo ninguna noticia de ellos, no me queda más dinero, no tengo nada más.

Lanza una mirada de furia hacia la cocina y agrega:

—Liener no quiere darme más de comer… Estoy completamente en la vía.

Se llama René y me cuenta su historia: son cuatro amigos, oriundos de Lyon, que han hecho ya varios viajes a Estambul. Pero esta vez decidieron cruzar el Bósforo y continuar hasta Asia. Los otros tres, Yvon, Romain y Taras Bulba, regresaron en tren a Lyon con el objeto de comprar un auto viejo para poder realizar su proyecto. Pero desde entonces no ha recibido ninguna noticia de ellos.

Le pago la comida y le presto cincuenta liras de las que me quedan y durante nuestra conversación René menciona algo que hace vibrar una cuerda en mi cerebro.

Me cuenta que Yvon, antes de partir a Lyon, conoció a un sujeto increíble. Un francocanadiense, de treinta o treinta y cinco años, que llegó al Hilton de Estambul con los bolsillos repletos de dólares, y que se paseaba por todos lados pregonando que quería comprar veinticinco kilos de hachís y que estaba dispuesto a pagar cien dólares el kilo más quinientos dólares al intermediario, o sea un total de tres mil dólares que son entre un millón y medio a dos millones de francos viejos.

Les encargó a Yvon y a René que se lo consiguieran pero a estos les pareció un asunto demasiado peligroso, les dio miedo caer en manos de un entregador y le sacaron el cuerpo.

El canadiense insistía y anunciaba a gritos por todas partes que tenía el dinero y un pasaje de regreso a Montreal, pero cuanto más gritaba, menos le creían.

Y a pesar de todo, lo invitaba a Yvon a almorzar y a comer.

Toda esta historia comienza a dar vueltas en mi cabeza. Es curioso. Un entregador verdadero, un soplón auténtico, no hace tanto ruido. Actúa con más habilidad y discreción. No sé por qué, pero me parece que esta es una ocasión que no debe desperdiciarse y el candidato un buen gil al cual desplumar.

Le pregunto a René en qué lugar puedo encontrar al canadiense que estaba en el Hilton.

—Por ahora no aparece por aquí. Espera a que llegue Yvon y te pondré en contacto con él.

Dos días después llega Romain, uno de los compañeros de René. Ha venido solo pero aclara todas las dudas de este. El auto, una vieja utilitaria comercial de color verde que les costó sesenta mil francos viejos, ha quedado bloqueado por la nieve a ochenta kilómetros de Estambul. Yvon y Taras Bulba se quedaron allí.

Romain vino para avisar a René. No bien se pueda circular por la ruta, llegarán los otros con el auto.

En el mismo salón de té se encuentra también otro francés de veinticinco años, procedente de Ginebra, un petiso fornido, de pelo castaño peinado hacia atrás como si fuera un casco. Se llama Guy. Quiere ir a Israel a trabajar en un kibutz para juntar el dinero necesario para poder viajar a la India, donde ya ha estado antes. Tenía una agencia de autos en Ginebra que no prosperó y entonces se dedicó a viajar. Él también ha oído hablar del canadiense. Pero hay que esperar a Yvon.

Dos días después, mientras estamos en el Pudding Shop, hace su aparición los otros dos compañeros Yvon y Taras Bulba. Llegaron a pie. El auto se rompió. No funcionaban los cambios. Lo dejaron allí y vinieron haciendo dedo. Mañana, luego de buscar con qué arreglarlo se marcharán otra vez.

Taras Bulba es el atleta del grupo. Tiene entre veinticuatro y veinticinco años, pelo negro alborotado, enormes bigotes y grandes y tupidas patillas encuadran su rostro. Sus ojos azules acerados, los párpados encapotados, como los chinos, los pómulos salientes y la tez mate, le dan el aspecto de un verdadero salvaje, de un huno. Y como usa además un gorro de piel igual al de los rusos, con las orejeras atadas arriba de la cabeza, botas de cuero crudo forradas en piel, la que sobresale de su interior, un pantalón de cuero rojizo, un cinturón ancho y guantes de cuero forrados también, su sobrenombre le queda a las mil maravillas. Olvidaba decir que además tiene alrededor del cuello una gruesa cadena de hierro viejo, hecha por él.

Romain es el elegante, el distinguido, el Aramis de esos mosqueteros, considerando a Taras Bulba como Portos. Es muy buen mozo bastante alto y su pelo rubio cae en largos bucles. Sus botas de cuero rojo quedan muy bien bajo el pantalón de terciopelo negro. La camisa de color naranja, está pintada por él con muy buen gusto en estilo psicodélico. Y como fiel compañera, de la cual jamás se separa, una guitarra guardada en su funda, colgando del hombro.

Pero es Yvon al que más observo, ya que será «el contacto» que debe guiarme hasta el canadiense. Es muy joven, un chiquilín que no deberá tener más de diecisiete años. Es tan alto como yo, de cara afilada con pómulos salientes: sobre su nariz bien grande, cabalgan unos anteojos redondos con cristales muy gruesos, es miope. Está vestido con unos vaqueros remendados, un suéter roto, un chaleco de piel de cordero como los que usan los pastores, y alrededor del cuello en vez de un pañuelo, un pedazo de género.

Me doy cuenta a primera vista que es influenciable y con muy poca experiencia. No me costará mucho trabajo hacerlo soltar la lengua.

Le ofrezco un joint de hachís lo mismo que a los demás. Y mientras fumamos comienzo a interrogarlo abiertamente sobre el canadiense.

Me cuenta que se encontró por primera vez con él en el Gran Bazar, y que inmediatamente comenzó a hablarle de los veinticinco kilos de hachís.

Lo invitó varias veces a comer y hasta le ofreció un lindo anillo para tentarlo.

Yvon me asegura que tuvo miedo.

Yo le digo que a mí me interesa el asunto y que si está dispuesto a ayudarme, recibirá una parte. Se queda algo desconcertado y me promete que al día siguiente va a ir al Hilton para ver si encuentra allí al canadiense, de lo cual está prácticamente seguro.

Taras Bulba y Romain parten al otro día para arreglar el auto.

Yvon se dirige al Hilton.

Regresa con una buena noticia: se encontró con el canadiense y le dijo que conocía a alguien capaz de conseguirle lo que buscaba y que esa persona estaba dispuesta a entrevistarse con él.

Como no quiero que los hippies conozcan al sujeto en cuestión, (quién sabe si a lo mejor no me lo sonsacan), lo instruyo bien a Yvon. Nada de arreglar una cita en el Pudding Shop o en lo de Liener. Son lugares demasiado concurridos. Debe buscar un bar pequeño, desconocido y apartado.

Sigue al pie de la letra mis instrucciones y la cita queda concertada para esa misma tarde, a las ocho, en un restaurante de turcos, cerca del Gran Bazar.

Yvon y yo llegamos con veinte minutos de atraso. Intencionalmente. Si el canadiense no se ha ido quiere decir que realmente le interesa el asunto.

Allí está, y mi impresión se confirma de entrada.

Es un gordo plácido, muy plácido, con una cara rubicunda, pelo muy rubio y muy corto. Sus palabras corroboran inmediatamente su aire inocente e ingenuo.

Repite su cantinela. Ha venido expresamente desde Montreal hasta Estambul para comprar veinticinco kilos de hachís. Tiene tres mil dólares. Paga cien dólares por kilo y si yo se lo consigo cobro quinientos dólares como intermediario…

En seguida me pregunta:

—¿Tiene usted hachís?

Yo fanfarroneo… ¡Por supuesto que puedo conseguirlo! Pero no en seguida. Es difícil conseguir de repente veinticinco kilos de hachís. No es muy común recibir un pedido de esa envergadura (sonríe con petulancia), pero, en fin, voy a hacer lo posible. Creo poder asegurarle que le voy a conseguir por lo menos veinte kilos.

—Del bueno, por supuesto —dice con el tono de un conocedor.

—Como este —le digo, sacando una pequeña placa de mi bolsillo—. Seguro que es bueno porque yo no fumo porquerías.

Lo agarra y lo examina con aire de entendido, lo huele y me lo devuelve.

—¿De esta misma clase? —me pregunta.

—De la misma.

Apoya los codos sobre la mesa, frunce el entrecejo y con una mirada severa me dice:

—Estoy apurado.

—¡Epa! Un poco de calma —le contesto—. No te lo prometo para mañana ni siquiera para pasado. Voy a hacer todo lo posible.

Con cierta afectación le pregunto:

—¿A cuánto lo revendes en tu país?

—Entre mil quinientos y dos mil dólares —responde dándose aires.

—¡Caramba!, qué buen negocio.

—Bastante bueno, por cierto —agrega haciendo un gesto de modestia.

Convenimos en que no bien tenga alguna novedad iré a verlo al Hilton. Pero cuando se pone de pie, lo detengo.

—Esto no es todo —le digo—. Tengo confianza en ti, pero quiero ver el dinero. Te acompaño hasta el hotel. ¿Vienes, Yvon?

Se sonroja al tiempo que se balancea sobre sus piernas gordas. La frase tuvo éxito. Hay que intimidar siempre a los clientes, eso los desarma.

—De acuerdo —dice algo resentido—, vamos.

Pero no bien llegamos a la calle sonríe otra vez. Ahora parece estar totalmente satisfecho con el giro de los acontecimientos.

Saca una tarjeta y me la entrega.

—Este es mi nombre y mi dirección —me dice. (Se llama O’Brian, nombre bastante extraño para un francocanadiense)—. Cuando hayamos terminado el negocio y yo haya vuelto a mi país, me enviarás hachís todos los meses, tranquilízate, te pagaré por adelantado. Trescientos dólares el kilo, ¿te parece bien?

No hay vuelta que darle: este tipo o es loco o es un infeliz. No veo otra explicación que le cuadre y me inclino más bien a la segunda. Porque ahora estoy completamente seguro que no es ni un policía ni un soplón. Jamás se le ocurriría a ninguno de estos tenderme una trampa tan burda.

Cuando llegamos al Hilton subimos directamente a su cuarto. Una habitación grande y lujosa, totalmente alfombrada, con baño privado y todo lo que se precisa para vivir confortablemente.

O’Brian, con aire de conspirador, saca de su ropero una valija de cuero marrón y de su interior una billetera: la abre y salen a la luz tres mil dólares en billetes de cien, y los cuenta delante de mí y de Yvon.

—Muy bien, de acuerdo —le digo tratando de no devorar con la mirada esos preciosos billetes nuevitos que crujen al agarrarlos—. Nos veremos mañana a la tarde. De aquí a entonces espero poder darte alguna noticia.

Nos vamos refregándonos las manos. ¡Si todo anda bien los tres mil dólares estarán dentro de poco en nuestros bolsillo!

Ahora hay que elaborar cuidadosa y detalladamente un plan serio y perfecto que nos haga llenar los bolsillos con ese precioso dinero.

Ni pensar por supuesto en buscar los veinticinco kilos de hachís. Lo que hace falta es hacerle tragar el anzuelo a fondo a nuestro candidato.

¿Pero y cómo?

Mientras caminamos por la avenida Sultana Meth, pongo en marcha mi cerebro. Poco a poco el plan va tomando forma en mi mente. Necesito un intermediario, un pequeño traficante al que le pagaré un pequeño porcentaje y al que presentaré a O’Brian como si fuera el dueño del hachís. Arreglaremos luego una cita y entonces me llegará el turno de actuar.

No tardo mucho en encontrar a Neiman en el Gran Bazar. Es un cambista de dinero con el cual hemos hecho negocios varias veces. Un cincuentón, bien conservado, astuto y que además habla poco el francés. Dos cualidades importantes para lo que tengo que solicitarle.

Lo invito a tomar café con masitas y mientras tanto le explico el plan que ya está bien elaborado.

Para empezar le cuento la historia del canadiense, los veinticinco kilos de hachís a cien dólares el kilo, la ingenuidad del «cliente».

Acepta inmediatamente.

—Perfecto —le digo—. Te explicaré cómo imagino la escena. Mañana por la tarde voy a ver al canadiense. Le digo que he encontrado un revendedor capaz de juntar veinte o veinticinco kilos de hachís, probablemente tan sólo veinte (porque la policía vigila, los tiempos son difíciles), y que hemos acordado reunirnos con él mañana a la caída de la tarde. A las siete, nos reunimos todos aquí: tú, Yvon, el canadiense y yo.

Entonces se trataría de asustarlo un poco y al mismo tiempo inspirarle confianza, todo esto por supuesto, para impresionarlo lo más posible.

—Nos llevarás a tu casa —agrego dirigiéndome siempre a Neiman—. Tu casa será un cuarto de hotel, un hotelito de barrio. Pero al cual llegaremos dando muchas vueltas, mirando todo el tiempo a derecha, izquierda y hacia atrás, como si tuviéramos miedo de que nos siguieran. Cuando llegamos a tu cuarto, te toca el turno de actuar. De entrada, volverás a decir que es muy difícil conseguir veinticinco kilos, que harás lo posible. Que corres un gran riesgo pero que lo haces por mí, pues hace mucho tiempo que me conoces. Por otra parte, tratas solamente conmigo, te diriges nada más que a mí. Al canadiense lo ignoras. Tú no lo conoces y desconfías de él. Todo eso, para darle un aspecto más real al asunto, ¿comprendes?

Lo comprende muy bien y se ríe con ganas.

Yo prosigo.

—Luego me preguntas a mí, en qué forma quiere el cliente que se le entregue el hachís. ¿En polvo o en barras? ¿Cuántos paquetes? Etcétera. Después de eso, arreglamos la cuestión del precio. Me pides el dinero a mí —le digo— y no a él. Esto es sumamente importante con respecto a lo que luego sucederá.

«Seguidamente anuncias que tratarás de conseguir los veinticinco kilos y que vas a preparar la valija. A las diez de la noche nos encontramos otra vez en la plaza, en la esquina del Gulhane Park. Tú llegas en un taxi con tu valija llena de arena, aserrín o lo que más te guste, con tal de que sea bien pesada. Y nos dirigimos juntos hacia el lugar del negocio, en el mismo taxi.

»Luego, en idéntica forma, ponemos a punto el escenario de la entrega del hachís. Debe realizarse en una playa desierta. Tendremos que mostrarnos nerviosos, hacer como que tememos que en cualquier momento aparezca la policía.

Y sobre todo, el detalle fundamental, es imprescindible que te dirijas siempre a mí, jamás a otra persona. Porque yo seré el portador del dinero, el que te pagará tu comisión.

»Dos horas después nos separamos. Ya está todo previsto; el asunto tiene que andar sobre ruedas».

La elección de Neiman me parece acertada. Creo que es precisamente el hombre que necesito.

Al día siguiente, en la mañana del 27 de enero de 1969 (mientras me dirijo al Hilton, me doy cuenta de que ese día cumplo veintinueve años), llamo por teléfono a O’Brian a las once en punto.

Le digo que me espere, que en seguida voy para allí.

Media hora más tarde encuentro a mi canadiense tan excitado y tembloroso como si fuera novio que debe entrevistarse por primera vez con su futuro suegro.

Lo tranquilizo y le explico que debe mantener toda su sangre fría pues el asunto va a ser bastante difícil.

He encontrado al hombre que precisaba. Nos hemos citado para esta tarde a las siete… Todo se decidirá antes de medianoche…

—Bueno, de ahora en adelante —le digo—, debes hacer exactamente todo lo que te digo. Es esencial; el menor paso en falso puede echar todo a perder.

«Para empezar, déjame a mí con el revendedor. Él me conoce. Ya hemos hecho anteriormente varios negocios. Confía en mí. En cambio a ti no te conoce. Desconfía y es lógico. Por lo tanto voy a ser yo el que maneja la operación.

»Como el revendedor quiere entenderse solamente conmigo, te das cuenta de que no tendrá ninguna confianza si no soy yo el que tiene el dinero. ¿Es evidente, verdad?».

O’Brian asiente con la cabeza.

—Por supuesto —dice— ¿y entonces?

—Bueno —le digo— eso quiere decir que debes darme el dinero ahora mismo ya que nadie puede vernos aquí. ¡Oh! No te preocupes, ¡no me escaparé con él! Te quedarás conmigo así podrás vigilarme.

—No se trata de eso —dice sonriendo forzadamente.

—Pero sí, es lo lógico. Yo haría lo mismo en tu lugar. ¿Tienes el dinero?

Busca nuevamente la valija, saca la billetera y con ciertos titubeos me entrega el fajo de billetes.

—Ya lo ves, ni verifico si está la suma completa —le digo guardando los billetes en mi bolsillo—. Confío en ti.

Al hacer eso corro el pequeño riesgo, por supuesto, de que no estén exactamente los tres mil dólares. Pero me parece en realidad un riesgo muy pequeño conociendo a mi hombre como yo lo conozco.

—Perfecto —le digo—. Ahora no nos separaremos hasta las siete. A esa hora iremos a buscar al revendedor y arreglaremos todo detalladamente. Tú le dirás cómo quieres el hachís, en qué forma y en qué presentación, y él irá a buscarlo.

—Puedo decirte enseguida exactamente lo que quiero —interrumpe ansioso.

—No, no, es inútil. Todo eso deberás decírselo al revendedor.

Y salimos juntos, O’Brian, Yvon y yo, pues olvidé decirlo, Yvon ha estado todo el tiempo conmigo, él también forma parte del golpe y le prometí quinientos dólares de comisión.

Precisamente la misma cantidad que me ofrece el canadiense por mi trabajo de intermediario.

Desde el mediodía hasta las siete permanecemos juntos los tres, O’Brian nos invita a almorzar, nos paseamos por el Gran Bazar y allí le compra a Yvon un antiguo y bonito anillo de oro adornado con una piedra dura completamente negra, que tiene grabada una cruz, pero debemos dejárselo al joyero hasta el día siguiente pues tiene que cambiarle el engarce.

Tomamos té y seguimos paseando. En suma, distraigo a mi candidato lo más que puedo, hablando constantemente de todo, en especial de drogas, relatos de hábiles sujetos que han sido atrapados como niños, y de las dificultades cada vez mayores del tráfico de drogas.

Al final de la tarde mi O’Brian está a punto. Temblando de miedo y al mismo tiempo terriblemente ansioso.

Llegan a las siete. En la esquina de Gulhane Park está Neiman, parado bajo un árbol.

Echa miradas furtivas hacia todos los costados con un aire inquieto. Su actuación es perfecta.

Hago rápidamente la presentación de rigor.

—Este es el señor de quien te hablé —le digo.

—Bien, muy bien —contesta—, vayámonos rápido de aquí.

Y nos internamos los tres en la ciudad antigua. Al final de la primera callejuela dobla hacia la izquierda, luego otra vez hacia la izquierda, de repente dobla bruscamente hacia la derecha y nos empuja dentro del zaguán de una casa, haciéndonos señas para que esperemos allí.

Vuelve a salir, se dirige a los dos extremos de la calle y reaparece otra vez.

—Está bien —dice—, no hay peligro.

Volvemos a salir. Durante un cuarto de hora bien largo, caminamos por calles pequeñas, sórdidas y piojosas, mientras Neiman no deja de vigilar a cada paso. De repente advierte a dos policías. Nos empuja suavemente dentro de un zaguán. Neiman se refriega la nuca y frunce el ceño. ¡Su actuación es perfecta! Me parece inclusive que exagera un poco. Pero no hay peligro, el canadiense no alberga la menor sospecha. Se siente en medio de una novela policial. Pálido pero feliz.

Salimos del zaguán y llegamos a una pequeña plaza. Neiman nos detiene. Se dirige a un hotel miserable y entra. Dos minutos después nos hace señas de que la vía está libre. Podemos entrar.

En el tercer piso, al final de una escalera empinada como una escala de cuerdas, llegamos a una habitación más sucia todavía que el Gulhane Hotel. Neiman cierra la puerta tras de él, da dos vueltas de llave y me dirige una sonrisa de alivio.

—Bueno —le digo—. Este es el señor norteamericano que quiere veinticinco kilos de hachís. ¿Crees que será posible conseguirlo?

Neiman observa con cierto recelo a O’Brian y luego me dirige una mirada inquisitoria.

Sonrío.

—Puedes estar tranquilo —le digo—. Respondo por él, es un amigo.

—Sí, sí —agrega O’Brian agitando su cabeza y con una amplia sonrisa—. ¡Yo amigo!

Insisto.

—El señor paga cien dólares el kilo. ¿Te parece bien?

Neiman titubea un poco y luego, como a pesar suyo, asiente con la cabeza.

—¿Tienes el dinero? —pregunta dirigiéndose a mí.

Saco los tres mil dólares y los cuento delante de él.

Finalmente Neiman se digna sonreír al canadiense pero inmediatamente se dirige a mí.

—¿Cómo quieres la mercadería? —me pregunta.

—¿Cómo la deseas? —le pregunto al canadiense.

O’Brian se precipita.

—Pienso hacer pasar el hachís dentro de unas muñecas turcas. He venido oficialmente a Estambul para comprar muñecas turcas.

—¡Habla más despacio, estás loco! —le digo con aire disgustado—. Las paredes tienen oídos.

Se ruboriza y pide disculpas.

Me dirijo nuevamente a Neiman.

—Creo que en polvo sería más conveniente ¿no te parece?

—De acuerdo —dice Neiman—, ¿pero lo quiere en bolsas o en cajas?

—No tiene importancia —interviene O’Brian—. Todo lo que interesa es que el hachís sea en polvo.

Es realmente cómico. Esta vez nos habló casi en un susurro. Miró a Yvon. El muchacho se muerde los labios para contener la risa. Le echo una mirada de furia antes de dirigirme al cambista.

—¿Crees entonces que podrás conseguir todo eso?

El cambista agacha la cabeza como si estuviera acarreando sobre sus espaldas toda la miseria del mundo: siempre de acuerdo con todos los movimientos que planeamos ayer, para poner a nuestro hombre en perfectas condiciones psicológicas para ser desplumado.

—Veinticinco kilos —dice finalmente—, no estoy muy seguro. En estos momentos… Pero tratándose de ti, Charles, voy a hacer todo lo posible. Sinceramente no puedo prometerte veinticinco kilos. Pero creo que voy a poder conseguir veinte. Sí, creo que esa cantidad será factible de encontrar.

«Y ahora tenemos que irnos. Ustedes vayan a hacer tiempo a algún lado.

»Yo voy a ver a mi proveedor para tratar de reunir la mercadería. ¡Va a ser muy difícil!… ¿No podría esperar tu amigo algunos días?».

—¡No, no! —exclama O’Brian—. Estoy apurado.

Evidentemente nuestra actuación es convincente pues empieza a tener miedo.

—Bueno —masculla el cambista—. Voy a probar. Dentro de dos horas, en principio, debería tener algo. Y ahora escúchame bien, Charles.

Me toma por las manos y me habla como si la vida de sus hijos dependiera de sus palabras.

—Yo no quiero complicaciones —agrega—. Cuesta muy caro dejarse pescar. A las diez ustedes estarán en la misma esquina del Par donde nos encontramos esta tarde. Si a las diez y diez no he llegado se van. Vuelven a las diez y media y así sucesivamente cada media hora.

Es un actor de primer orden. Recita su lección a las mil maravillas, O’Brian lo mira fascinado, sin pestañear.

—Llegaré en un taxi —prosigue Neiman—. Les haré una señal y entonces deberán subir en seguida al auto. Ustedes no abrirán la boca. Yo seré el único que hablará con el chofer. Nos llevará a orillas del Bósforo a un lugar tranquilo. Allí concluimos el negocio y nos separamos cada uno por su lado. Y después de eso, nunca nos hemos visto, no nos conocemos. ¿Comprendes, Charles?

Protesto poniendo una cara como si fuera un amigo en el cual no se quiere confiar.

—Óyeme, nunca te he traicionado hasta ahora, ¿verdad?

—Es cierto, es cierto —dice Neiman—, pero…

Y echa una mirada furtiva en dirección a O’Brian.

—Ya te dije que respondo por él —le digo con tono exasperado—. Bueno, ya está todo arreglado, ¿qué les parece si nos vamos? Hasta luego y buena suerte.

Neiman nos despide a los tres. Él se va después.

Desde las ocho hasta las diez el pobre canadiense acumula nervios al por mayor.

Vamos a un restaurante donde apenas prueba un bocado de comida, mientras Yvon y yo comemos como peones después de una ruda jornada de trabajo. Yo lo animo, lo aliento y lo tranquilizo. Nuevamente es él quien paga la cuenta.

A las diez de la noche estamos en la esquina de Gulhane Park.

A las diez y diez no ha aparecido nadie. (Eso también forma parte del plan elaborado ayer).

Diez y media. Después de haber caminado por el otro lado de la avenida, O’Brian cada vez más nervioso, y nosotros… un poco ahora, pero no por las mismas razones, regresamos al lugar de la cita.

A las diez y treinta y cinco llega un taxi. Un taxi grande y negro, del tipo de los taxis ingleses, con un baúl en la parte de atrás.

Neiman está en su interior. Nos llama con un gesto furtivo digno de un conspirador y nos sentamos junto a él.

El taxi se dirige rumbo al Bósforo. Da la vuelta al Gulhane Park, pasa por la estación, dobla hacia la izquierda y avanza por una larga avenida que bordea el mar.

Neiman ha debido darle instrucciones al chofer, pues este se detiene sin que nadie le diga nada después de haber recorrido la avenida durante trescientos metros costeando un barrio antiguo.

O’Brian saca rápidamente dinero de su bolsillo y le paga al chofer, el cual se deshace en agradecimientos a la vista de la propina, y henos aquí a los cuatro en medio de la avenida, con el pobre Neiman doblado en dos bajo el peso de la valija.

—¡Estás loco! —le digo furioso a O’Brian—. ¡Cómo se te ocurre dejarle semejante propina al chofer! Ahora se va a acordar de nosotros.

Eso lo impresiona y palidece un poco más.

—Rápido —dice Neiman—, síganme.

Nos guía por la avenida hacia la playa. Esta está rodeada por rocas y cubierta por canto rodado, que nos hace doler terriblemente los pies, pues no lo hemos visto debido a la nieve que cubre todo. Está muy oscuro. Las únicas luces visibles, bastante lejos, son las de un farol y el reflejo del mar que rompe suavemente en las piedras. El lugar es perfecto.

Un instante después nos encontramos detrás de una roca. Neiman deposita la valija en el suelo.

—Tengo solamente dieciocho kilos —dice apresuradamente—; es todo lo que pude conseguir.

Parece estar realmente consternado. Es formidable.

O’Brian pestañea levemente.

—Mala suerte —dice y advierto cierto brillo en su mirada—. Lo acepto igual.

Ha llegado mi turno. Tengo que actuar rápido y bien.

—Ve a vigilar —le digo al cambista.

Por supuesto que eso también figura en nuestro plan. El papel del cambista es aterrorizar a O’Brian. Debe parecer muy asustado.

—Sí, ya voy —me contesta—. Pero a ver si te apuras un poco.

Va a vigilar la avenida.

Deben saber que justo antes de bajar del taxi tomo del fondo de mi bolsillo un puñado de hachís en polvo al que tengo cuidadosamente guardado en mi mano izquierda.

Todo depende ahora de ese puñado de hachís.

Abro la valija con la otra mano y veo en su interior unas bolsas de arpillera como habíamos convenido.

—Aquí está la mercadería —le digo—. Te la voy a mostrar.

En ese preciso instante el cambista nos grita con voz ahogada desde arriba de la barranca:

¡Agáchense! ¡Agáchense!

Nos tiramos todos al suelo cubierto por la nieve.

—¡Apúrense! ¡Hay muchos autos! —repite Neiman.

—¿Oyes? —le digo a O’Brian que comienza a asustarse en serio—. Verifiquemos el contenido.

Al mismo tiempo abro rápidamente una de las bolsas. Meto dentro mi mano izquierda cerrada y la saco abierta, mostrando el hachís, que había agarrado antes.

—Toma —le digo—, pruébalo.

Le coloco una pizca en la lengua. Lo saborea.

—¿Y? ¿Qué te parece? ¿Es del bueno? ¿Te gusta? ¡Decídete rápido!

—Sí, sí; está bien —balbucea O’Brian mirando hacia todos lados.

Detrás de nosotros Neiman se impacienta cada vez más. Le pregunto a Yvon:

—¿Qué es lo que dice?

—No sé. Parece decir que acaba de pasar un auto de la policía…

Me doy vuelta hacia O’Brian.

—Espera un momento. Voy a pagarle al tipo y luego nos iremos cada uno por su lado.

Corro hacia el cambista y le entrego un billete de cien dólares.

Lo guarda en el bolsillo y sale corriendo. Creo que a fuerza de hacerse el asustado esta vez su miedo es real.

Vuelvo adonde están O’Brian e Yvon.

—Listo, ya le pagué. ¡Ya se fue el cagón! Ahora nos toca a nosotros. Tú, O’Brian, te vas con el hachís en aquella dirección, tomas por esa callejuela y te subes a un taxi lo más lejos posible de aquí. Nunca nos has visto. No nos conoces, ¿entendido? Si te llegan a agarrar cuídate bien de hablar. Y ahora, ¡hasta la vista! Me escribirás cuando llegues a tu país. ¡Buena suerte!

No se hace rogar. Agarra la valija, la levanta y se dirige hacia la avenida doblado en dos por el peso.

Y entonces sucede algo que nos hace reír a carcajadas a Yvon y a mí.

En plena avenida, se rompe la manija de la valija.

¡Ese atorrante de Neiman se las arregló para encajarle una valija revieja!

O’Brian la arrastra por el suelo durante un instante lanzando miradas aterradas a su alrededor.

Luego la levanta, la coloca sobre su hombro, sale corriendo y desaparece en la primera esquina.

Yvon y yo nos reímos como locos.

—Te das cuenta —me dice Yvon cuando recobra el aliento—, además de todo lo hemos robado.

—¿Cómo? —le pregunto desconcertado.

—Pero claro, te dejó los tres mil dólares. Y eso no equivale a cien dólares el kilo, sino a muchos más, ya que solamente son dieciocho.

Es verdad, ni pensé en eso en medio de la agitada maniobra. No solamente O’Brian se ha ido con una valija podrida llena de arena o de no sé qué, en vez de hachís del buenos, del puro, ¡sino que además en su perturbación me ha dejado todo el dinero!

Jamás en mi vida había visto un tonto igual…

Pero eso no es todo. Debemos irnos nosotros también. Le doy a Yvon como habíamos convenido sus quinientos dólares y volvemos al hotel, donde a pesar de todo, cuento mis billetes. Tenía tres mil dólares en un principio y ahora me quedan dos mil cuatrocientos. Casi un millón y medio de francos viejos, una verdadera fortuna en Turquía, ¡me he hecho un buen regalo de cumpleaños!

Al poco rato nos encontramos con Guy y René y los invito a todos a celebrar. Fue una linda fiesta, con comida, hachís y de todo, y de la cual volvemos a las siete de la mañana a meternos en cama a dormir como lirones.

Al día siguiente recibo una sorpresa inesperada.

Comenzamos la jornada celebrando un pequeño consejo de guerra. Debemos decidir ahora cuáles serán nuestros próximos pasos. Es evidente que yo debo irme. Quién sabe lo que O’Brian ha decidido hacer al descubrir que sus dieciocho kilos de hachís no eran más que arena. Yvon no tiene mucho interés tampoco en seguir quedándose en Estambul. Y dado que Yvon y René son como dos dedos de la mano, René también se marchará. Como Guy quiere ir al Oriente, ni siquiera se le pregunta.

Por lo tanto lo único que nos queda por hacer es esperar el regreso de Taras Bulba y de Romain con la Frégate.

¡En cuanto lleguen, nos meteremos todos en ella y partiremos derecho rumbo al Oriente y sus paraísos!

Mientras esperamos, Yvon decide ir a buscar a la joyería del Gran Bazar, el anillo del canadiense. A esta hora ya tiene que estar listo.

Vamos todos en montón… ¿y con quién nos topamos en pleno Gran Bazar justo después de haber recuperado el anillo?

¡Con el canadiense!

Aterrado, trato de escaparme.

¡Qué equivocación!

El canadiense se nos aproxima con aspecto consternado.

—Oye —me dice agitadamente—, me parece que nos han estafado.

Al oír el plural comprendo todo. ¡El idiota no se ha imaginado ni por un segundo que soy yo el que lo ha estafado! ¡Cree que los dos hemos sido víctimas del cambista!

¡Eso ya es demasiado! Es realmente mucho más estúpido de lo que creía. Este tipo es el colmo de la idiotez. Mete la mano en su bolsillo y la saca otra vez con gran aflicción.

Está llena de arena.

—¡Ah!, no. ¡No es posible! —le digo con compasión—. No es lo que te mostré en la playa.

Levanta los brazos al cielo.

—¡Claro que no! Nos han engañado. Colocó el hachís verdadero justo encima de todo.

Y repite apesadumbrado:

—Todo lo demás era arena. Pero dime, ¿tú lo conocías bien al sujeto? ¿Habías hecho antes algún negocio con él?

Hago un esfuerzo terrible para no reírme en su cara.

—Por supuesto que lo conozco —le contesto—. Hace muchos años que trabajo con él. No sé qué le ha sucedido. ¡Ah, pero me las va a pagar, ese sinvergüenza! Dime, O’Brian —le digo frunciendo el ceño e invirtiendo los papeles—. ¿No estarás tratando de engañarme por casualidad? ¿Estás bien seguro de que solamente había arena? Tengo muchas ganas de ir hasta el Hilton para verificarlo. ¡Porque, y te lo repito, sería la primera vez que este sujeto me traiciona!

O’Brian argumenta con tan buena fe que me avengo a contestarle:

—Está bien, te creo. Pero entonces el asunto no camina. Debo recuperar la mercadería. Tú pagaste por ella y no es justo que la pierdas. No te aflijas, la conseguiré. Voy a ver al cambista.

—De acuerdo —me contesta—. ¿Vamos juntos, entonces?

—¡Ni pensarlo! Déjame arreglármelas a mí solo. Nos encontraremos dentro de tres o cuatro horas en el Pudding Shop. ¿Te parece bien?

—Como quieras —dice titubeando—. Hasta luego; nos veremos en el Pudding Shop.

Y se marcha muy alicaído.

Dos horas después, en el ómnibus que se dirige hacia Edirma (Turquía europea) hay dos sujetos repletos de hachís que dormitan y se sacuden con los barquinazos de la ruta. Somos Yvon y yo.

Abandonamos Estambul sin perder un minuto, para ir a juntarnos con Taras Bulba y René.

Guy y Romain se quedan en Estambul, Romain tiene que solucionar un problema de su pasaporte y Guy no quiso dejarlo solo.

Antes de partir organizamos un plan de ruta, pues por el momento no tenemos más noticias del auto. ¿Lo habrán arreglado? ¿O se demorarán mucho más tiempo todavía? Por lo tanto hemos combinado con Guy y Romain fijar varios puntos de reunión en la ruta hacia el Oriente. El primero de ellos es Ismit, poco después de cruzar el Bósforo, tanto el que va a pie como el que viaja en el auto, no bien llega al lugar fijado de antemano, debe dirigirse al correo donde se dejarán los mensajes.

Pero lo esencial es irse sin pérdida de tiempo. Puede ser que O’Brian sea un imbécil, pero tiene un hermano mayor que es un verdadero truhan y que viene a Estambul bastante a menudo. Es posible que se presente llamado por su hermanito menor. Y no vale la pena correr ese riesgo.

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