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Segunda Parte

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Una vez que me recuesto, comienzo a acostumbrarme a la oscuridad, y veo claramente al sirviente que se acerca con una copa. Sé que en su interior hay con qué hacer cuatro pipas más o menos y que es él quien me las va a preparar.

Es un hombre viejo y enjuto, muy canoso, y mientras me acerca un pequeño taburete que coloco a guisa de almohada bajo mi cabeza, observo que todo un costado del cuerpo, el izquierdo parece estar cortajeado.

Tiene la piel marcada (el hombro, brazo, antebrazo, muslo y las pantorrillas con unas rayas parduscas, muy profundas, como si fueran cortes hechos en la piel).

Fascinado, me pongo de costado sobre el banco y al hacerlo siento un pequeño dolor en el codo. Es la paja de la estera que cubre el tablón y que se me incrusta en la carne.

Súbitamente me doy cuenta. ¡La estera es la que le ha hecho esas marcas al sirviente!

¿Cuántos años habrán transcurrido para que la estera marque así el cuerpo? Más adelante lo sabré, cuando me haga amigo del sujeto y del dueño a fuerza de venir y de traerles clientes; el sirviente está allí desde hace cincuenta años y desde hace cincuenta años cada vez que fuma se acuesta siempre del lado izquierdo.

Cincuenta años… Estamos en 1969. Por lo tanto desde 1919 comenzó a acostarse en la estera sobre el lado izquierdo. ¡1919… cincuenta años sobre el lado izquierdo!

En este momento está agachado cerca de la mesita donde ha depositado la copa llena de una pasta blanda, marrón-verdosa: es el opio.

Sobre la mesa hay además una lámpara de aceite con un tubo cilíndrico de vidrio que protege la llama.

El sirviente toma en su mano una varilla de acero, fina y larga y se sirve de ella para formar una pequeña bolita de opio, el cual coloca luego sobre la llama. Hace girar la varilla con las dos manos para ablandar y mezclar el opio y calentarlo justo lo necesario.

Cuando le parece que está listo, toma una pipa.

La boquilla es fina y larga, tan larga como el antebrazo. Está hecha con madera de ébano labrada y adornada por unas piedras incrustadas.

El extremo por el cual se aspira tiene una puntera de marfil. En el otro está el hornillo propiamente dicho. Tiene forma de cono, pero no está abierto del lado opuesto a su vértice como en la pipa de tabaco. De ese lado tiene solamente un pequeño agujero.

El sirviente deposita la bolita, la presiona ligeramente para que forme un pequeño aro, luego valiéndose nuevamente de la varilla de acero, perfora la bolita para que el aire exterior pase a través del opio hasta la boquilla de la pipa.

Una vez hecha toda esta operación, da vuelta la pipa y me la entrega, boca abajo, dada vuelta encima de la llama.

Ahora ha llegado mi turno.

Tengo más o menos una idea de lo que se debe hacer. Hay que expulsar totalmente el aire de los pulmones e inspirar largo y profundo, el mayor tiempo posible.

Es lo que hago. Y mis pulmones se llenan con un humo caliente, a la vez acre y dulzón. Aspiro sin cesar. De repente la bolita de opio se consume y mis pulmones están llenos. Me acuesto, un poco ansioso. El sirviente, sin consultarme, comienza a preparar otra pipa.

Prepara cuatro más, las cuales fumo, una tras otra, malogrando un poco la tercera, lo cual parece disgustarle; luego le indico con una seña que por ahora ya es suficiente. Me dice entonces que cuando quiera otras no tengo más que pedírselas.

Ya lo veremos. Por el momento estoy probando.

Comienzo a «viajar» casi en seguida. Con mucha más fuerza y mucho más agradablemente que con el hachís. Es realmente fantástico. Bienestar, poder, lucidez, sueños que se dirigen y se detienen a voluntad. ¡Será posible que hasta hoy me haya contentado con fumar solamente hachís!

Cuando vuelvo al hotel estoy decidido a terminar con el hachís y pasar al opio. Como es de presumir trato de llevar a Guy conmigo, pero se niega. Le basta con el hachís. Fuma treinta shiloms por día, está muy satisfecho y no ve motivo para cambiar. No hay caso, rehúsa tan sólo probar. Más adelante, cuando me haya convertido en un junkie y haya probado todas las drogas, las más violentas, las más mortíferas y me dé cuenta de que la locura está acechándome en un rincón de mi cerebro, pensaré que tal vez en el fondo Guy tenía razón.

Pero en ese momento, me parece que es un timorato. Y quién sabe si no son los timoratos los que tienen razón. ¡Deben vivir más años!

Yo no lo soy precisamente; felizmente para mí en ese momento y para mi desgracia en el futuro. Inch Allah! Uno es lo que es…

Exagero en todo. ¡Debo agradecerle a mi carcaj el haber podido sobrevivir!

Al día siguiente vuelvo al fumadero y no lo encuentro. Pruebo otro. Y al otro día uno distinto. Pero el que busco es el otro, donde fumé por primera vez, ¿por qué? No tengo ni idea. ¿Será tal vez debido a los dos viejos afiches que representan uno a Hong Kong y el otro a Ghandi y que fueron los temas de mis primero ensueños? Es posible. Me inclino a creerlo por otra parte, pues cuando logré encontrar el fumadero hice todo lo posible para que el dueño me los diera a cambio de toda la clientela que le llevé. Y terminó por hacerlo. Los conservo desde entonces y los miro ahora a menudo, colgados en la pared de mi pequeño cuarto de Clamart, mientras espero que el azar me brinde una nueva oportunidad y me guíe hacia una nueva meta capaz de tentarme y entusiasmarme, lo cual va a ser bastante difícil, pues desde que he vuelto necesito acicates muy fuertes…

Por fin un día encuentro la casa blanca al fondo de un laberinto. Acostado sobre la estera y ayudado por el sirviente con su flanco cortajeado, vuelvo a encontrar, con más intensidad que la primera vez, las lóbregas delicias de mi primera pipa.

Al salir busco puntos de referencia, pero pasará bastante tiempo antes que logre encontrarla sin perderme todas las veces en ese complicado dédalo de callejuelas del barrio chino de Bombay. Otras cinco o seis veces más temblaré de rabia e impaciencia al avanzar por los callejones que se cruzan, se cortan y no terminan nunca, alejándome inexplicablemente del pequeño paraíso oscuro, de tres metros por cuatro, donde el delicioso opio me espera a dos rupias la copa.

A la larga, adquiriré un sexto sentido y lograré encontrar todos los días la casa blanca con su corredor sombrío, donde la tercer puerta de la izquierda chirría al abrirse, dejando entrever la sonrisa desdentada del viejo servidor marcado por las cicatrices y al cual entrego prestamente el dinero, solicitándole con impaciencia que me prepare lo que ansío.

Me desvisto con apuro mientras prepara la mezcla y hace girar y girar la blanda bolita del veneno bienhechor, pues sé que dentro de un rato estaré sudando copiosamente, debido al calor que produce el opio.

Me quedo en calzoncillos, en medio de la penumbra, donde nadie me puede ver, a solas con mi frenesí y comienzo y comienzo a aspirar lenta y profundamente por la boquilla de ébano, sin volver a cometer jamás otro error, sujetando el extremo de marfil entre mis labios.

Por el momento mi cuota asciende a diez copas por día o sea cuarenta pipas. Más adelante llegaré hasta quince copas, lo cual es una cantidad enorme. En el fumadero me tratan con respeto. Soy un buen cliente, pago religiosamente y fumo bien. Me instalo durante días y noches enteros. Me hago traer comida y bebida. Vivo allí. Voy al hotel tan sólo para dormir. Llevo cada vez más seguido clientes de ambos sexos y nos pescamos juntos unas terribles borracheras. Cuando salimos del fumadero estamos dispuestos a cualquier cosa, cantamos, hablamos pavadas y vamos a bañarnos al mar. Por lo general el amanecer nos sorprende haciendo el amor en la playa, a orillas del Océano Índico.

Al poco tiempo, y con tantos gastos, el contenido de mi cinturón disminuye considerablemente. Tengo que encontrar indefectiblemente una solución. Y el cine será el que me la va a proporcionar. Todos los hippies que están en la India lo saben: este país ocupa el segundo lugar en el mundo, después de Japón, en cuanto a producción cinematográfica se refiere. Bombay está lleno de estudios y los cineastas necesitan bastante a menudo europeos que trabajan como extras en escenas que tienen lugar en cabarets de Europa o para hacer papeles de bandidos.

Por lo tanto, saco a relucir del interior de mi mochila el famoso equipo de gala y me dirijo a un estudio. Me contratan sin mayor esfuerzo, gracias a mi cara, que llama la atención desde lejos, mi altura y mi aire de vivir a costa de las mujeres.

Guy tiene menos suerte. En primer lugar porque comete demasiadas tonterías. Fuma solamente hachís, pero cuando está intoxicado, es decir todo el tiempo, hace toda suerte de imbecilidades, lo cual es un grave error.

Hay que saber estar lúcido en ciertas ocasiones… A mí me contratan y al poco tiempo gano bastante: entre cuarenta y cincuenta rupias por día. Lo que constituye una suma fantástica para un trabajador común en la India, el cual, como ya lo dije antes, gana como término medio una rupia por día.

Al poco tiempo llamo la atención en el estudio y dejo de ser tan sólo un extra. En algunas películas debe de haber salido mi cara en primer plano al lado de los actores principales.

Como es de suponer, está «prohibido» fumar durante la filmación. Pero nosotros siempre nos las arreglamos para encontrar la forma de prepararnos un joint entre dos tomas, pues evidentemente no es posible usar un shilom y con mayor razón fumar opio.

En los estudios conozco a la persona que será la responsable de mi partida a Katmandú, y la que me hizo abandonar mis proyectos de dar la vuelta al mundo.

Se llama Agathe.

Creo que fue junto a Agathe que pasé el período más grande de felicidad de toda mi vida. Fuma opio igual que yo. Y muy pronto adquirimos la costumbre de ir juntos al fumadero. Nos paseamos durante días y noches enteras. No podemos estar más el uno sin el otro. De vez en cuando hacemos el amor, como si fuéramos animales, en cualquier lugar, bajo un portal, en una plaza pública en medio de los que duermen o en la playa. A veces somos muy sentimentales, muy dulces, muy tiernos. Todo es exagerado, excesivo, demente. Según las ocasiones, nos enloquecemos y nos pegamos. El opio nos vuelve un poco masoquistas. No somos ya más nosotros mismos, hemos perdido el control sobre nuestros actos.

Guy tiene a su vez problemas sentimentales pero más clásicos. En ese mundo de hippies, donde todo se hace con absoluta naturalidad, donde, si un muchacho desea a una chica se lo dice, o simplemente le hace una seña y si ella tiene ganas se levanta y se acerca, Guy sigue con sus costumbres europeas. Corteja a las chicas como si estuviera en Europa. Lo cual provoca las risas de todos y además no logra tener ningún éxito. En su exageración llega casi a besarles la mano, busca excusas para acercárseles, inventa sonrisas y declaraciones. Pero como además está completamente en las nubes, no se da cuenta del papel ridículo que hace. Pobre Guy: no se acostumbrará jamás a ese ambiente.

¡Y realmente es un ambiente muy especial!

En los estudios cinematográficos, por lo pronto no puedo dejar de reírme cada vez que recuerdo cómo lo asustábamos Agathe y yo durante las filmaciones (porque a pesar de todo conseguí que le dieran uno o dos pequeños papeles). Los dos descubrimos un cuartito minúsculo, algo apartado y rápidamente lo convertimos en nuestro reducto. Siempre que tenemos un momento libre entre dos tomas nos metemos allí ¡y adelante con la droga!

Unas cuantas mantas tiradas en un rincón hacen las veces de cama. Y como estamos permanentemente intoxicados nos pasamos haciendo el amor. Pues al principio el opio es un excitante formidable. Después el asunto cambia.

Guy hace de campana. Se desespera cada vez que pasa alguien por el corredor. Nos enloquece diciéndonos a cada rato: «¡Apúrense!, es el turno de ustedes». Cuando llega la hora de presentarnos en escena, lo mandamos a pasear riéndonos a las carcajadas y llegamos lo más tranquilos a último momento, desafiando a todos y apestando a droga. Nos quedamos justo el tiempo necesario para hacer unas cuantas morisquetas ante las cámaras y luego corremos otra vez hacia nuestro nido de amor. Cuando estamos realmente agotados, nos dedicamos a pintar.

Agathe ha llevado unas cuantas telas y pinceles y pintamos unos cuadros increíbles, totalmente locos y que la mayoría de las veces son como para hacer sonrojar a un regimiento entero de soldados… Guy, mientras tanto, se queda en la puerta vigilando y suplicándonos que seamos prudentes, que vamos a conseguir que nos lleven presos y nos metan en la cárcel.

En suma, una verdadera locura erótica, un sueño hecho realidad, el delirio completo. ¡La felicidad!

El desdichado Guy tampoco está tranquilo cuando estamos en el hotel. Porque todos actúan en la misma forma que nosotros. Cuando decide festejar a una chica, otro sujeto la mira, ella le devuelve la mirada, asiente con la cabeza y desaparecen los dos unos minutos, en medio de la risa general, dejando a Guy plantado con sus técnicas de hombre civilizado, totalmente inútiles e inefectivas.

Otra cosa que Guy no logra entender es cómo hacen los drogadictos que nos rodean para tener dinero. Para él, la única forma de ganar dinero es trabajar. Y a su alrededor está lleno de sujetos que lo consiguen y que evidentemente no trabajan.

El más sorprendente de todo el grupo y que debo manifestar que nos intriga un poco a todos, es William, un inglés pelirrojo que vive en Bombay desde hace varios años. Es un junkie, necesita sus ocho o diez inyecciones por día, pero, y esto es bastante raro, es un tipo bastante fortachón. A pesar de drogarse sigue siendo un tipo fuerte, lo cual es algo realmente extraordinario entre los junkies. Necesita bastante dinero, por supuesto, aunque la droga en Bombay no cuesta como en Europa unas sumas fabulosas. Sale todas las noches durante una o dos horas, a lo sumo, y vuelve siempre con sus treinta o cuarenta rupias. ¿De dónde las saca? Nadie lo sabe. Vaga por el puerto. Debe de pedir limosna, pero no hay seguridad de ello. Cuando vuelve, siempre tiene con qué pagar sus diez ampollas de morfina para el día siguiente. Me detengo un poco más para hablar de él, porque va a tener un papel importante en un momento dado de mi historia. Resulta muy curioso, además, pues se droga en una forma poco común.

Lo hemos apodado «el cabeceador». Después que se ha inyectado la morfina, se queda en la misma postura, sentado en cuclillas al borde de la cama, la mayoría de las veces sin siquiera sacarse la aguja de la vena. Y entonces comienza a cabecear. Poco a poco, su cabeza va cayendo hasta que se despierta sobresaltado y otra vez repita la misma operación. A veces su cabeza queda colgando más abajo del borde de la cama, por lo fuerte que cabecea. Y allí se queda, inmóvil, doblado en dos, en equilibrio, sin caerse.

Cada ocho días aparece «la silenciosa». Es una muchacha que vive en Goa, y que viene a Bombay una vez por semana para hacer su provisión de opio. Es pequeña, del tipo gitano, con el pelo negro como el azabache, piel morena y vestida de colorinches.

Viene a buscar la droga a nuestro hotel. La escena es siempre la misma. Una vez que ha comprado su mercadería, se desnuda por completo y se acuesta en mi cama. Se refriega contra mí, sin decir jamás una sola palabra, pero me rechaza si yo pretendo algo más; duerme un poco y luego se marcha, hasta la semana próxima. Me parece que está al borde de la locura, y no me sorprenderé al saber qué fue justamente lo que le sucedió poco tiempo después de mi partida de Bombay.

Otros «casos especiales» son dos franceses de veinte y veintidós años de edad, muy rubios, dos muchachos del norte de Francia, sin muchas luces. Dos tipos que no inventaron la pólvora. Gracias a ellos un día me encontraré enterrado en la mierda; pero en el verdadero sentido de la palabra…

Tuve la mala suerte de endosarles una prostituta india. Un número increíble. Un verdadero tonel (es por otra parte el sobrenombre que tiene). Una gorda inmensa, una bola de grasa, pintarrajeada y empolvada como jamás lo había visto, que se enamora de mí. Me repite todo el tiempo que quiere trabajar para mí. Admito que la idea en principio no me parecería mala, si no fuera ella tan fea. Pero si me voy a dedicar a hacer trabajar a una chica, ¡mejor sería que por lo menos fuera un poco atrayente!

Para librarme de ella se la paso a Jeannot, uno de los dos franceses. Y ¡oh milagro!, le gusta. Y resulta que todas las mañanas le lleva el dinero que ganó durante la noche. Yo estoy feliz ya que así por lo menos él y su compañero dejarán de venir a pedirme dinero.

Jeannot está encantado. El «tonel» lo alimenta, lo viste y le paga su droga.

Pero todo tiene su pro y su contra, pues a cambio de ello debe hacerle el amor de tanto en tanto. Y eso sí que le resulta imposible. Por más que ensaya toda clase de trucos, no consigue proporcionarle un poco de placer sino dos o tres veces a lo sumo.

La muchacha vive en un rancho con techo de chapas al fondo de una villa miseria. Allí es donde recibe a sus clientes, donde hace sus oraciones como todos los hindúes. En un rincón del rancho ha instalado un altar, estatuillas, palitos de incienso, imágenes sagradas, etcétera. A la hora de la oración se cubre con polvo y pétalos de flores.

Y se pone a rezar.

El espectáculo es indescriptible. Cuanto estoy aburrido voy a visitarla y no me canso jamás de ver repetirse la escena.

Generalmente hay además otros espectadores. En especial un indio pequeño y viejo, flaco como una espina, que no debe pesar más de treinta y cinco kilos. Llega siempre acompañado por un amigo, siempre el mismo, un albino de pelo completamente blanco y ojos colorados. Se instalan a rezar junto con la chica, cubiertos los tres de polvo y pétalos. Luego vuelven al hotel conmigo y fuman.

El viejo es bastante sorprendente. Fuma el shilom en una forma como jamás he visto hacerlo a ninguna otra persona. Es tan flaco que tiene las mejillas muy hundidas y tan sólo la piel sobre los huesos.

Cuando agarra el shilom, lo apoya ritualmente sobre su frente y comienza a hacer su operación habitual para vaciar los pulmones antes de aspirar el humo; es realmente sorprendente. Consigue expulsar totalmente el aire, tanto que su estómago (tiene siempre el torso desnudo y es por eso que se lo puede apreciar tan bien) se contrae en tal forma que visto de perfil no es más ancho que su columna vertebral. Se le podría agarrar la cintura con dos dedos. Y sus mejillas se hunden tanto que parecería que se las hubiera tragado. ¡Da miedo verlo!

Luego aspira. Y vacía de un solo golpe todo el shilom. Jamás he visto algo así. No sé dónde mete el humo, pero así lo hace. Cualquier persona necesita hacer varias aspiraciones para terminar un shilom, pero el viejo de treinta y cinco kilos con una sola lo consume por completo. Terminado, listo, hay que preparar otro.

Y el desfile en el hotel prosigue. Pasan por él todas las nacionalidades y todas las razas. Recuerdo entre otros a un vietnamita que tenía un mono sobre el hombro. Le hacía fumar opio. Y eso lo enloquecía al pobre mono por completo. Saltaba por todas partes, acariciaba a todo el mundo, inclusive a las chicas. Creo que el mono estaba loco de veras. Y al vietnamita no le debía faltar mucho, tampoco.

Pero un día se arma la gorda.

Hace su aparición un hindú grandote y furioso. Con los ojos inyectados en sangre. Se para frente a mí y sin más trámite me exige una rendición de cuentas.

Chapurrea un inglés lamentable, pero consigo entender que él es un vividor de mujeres del «tonel», de la prostituta gorda (de la cual hablé anteriormente) y que al regresar de su viaje la chica le ha comunicado que ahora trabaja para mí.

Me amenaza y no se contenta con ordenarme que desparezca de la choza de la chica, sino que además ¡pretende que le pague una indemnización!

Le contesto que puede quedarse con la muchacha la cual es demasiado fea para mi gusto y que de todos modos si quiere hablar con el que se ha ocupado de ella durante su ausencia, debe dirigirse a Jeannot y no a mí.

No cree una sola palabra de mis explicaciones. El «tonel» (vaya uno a saber por qué) le ha hablado de mí y es conmigo con quiere arreglar el asunto y no con otro.

Exige que le pague esa misma noche quinientas rupias de indemnización.

¡Eso ya es demasiado! Me levanto, lo agarro de los hombros y lo echo afuera diciéndole que no quiero verlo más y que si no… etcétera.

Desaparece profiriendo toda suerte de amenazas.

Al día siguiente voy a la villa miseria para ver a un revendedor de opio. Es un chino que vive en los límites de la villa, no muy lejos de la Gate Way y de los barrios elegantes al norte del mar, razón por la cual no había ido nunca antes allí. Además nunca tuve ganas de hacerlo. Al internarme por las primeras callejuelas se me revuelve el estómago ante la vista de tanta roña, podredumbre y pestilencia.

Compro mi provisión de opio en lo del chino y cuando salgo veo al susodicho indio que me ha seguido hasta allí y que está parado en la callejuela cerrándome el paso hacia la ciudad.

Tiene un cuchillo en la mano.

Yo por supuesto tengo también el mío. No me separo nunca de él.

Pero no estoy loco. No tengo ganas de meterme en una pelea estúpida ni de salir mal golpeado por culpa de una puta gorda.

Por lo tanto tomo en sentido contrario y me interno en la villa. Pienso que aprovechando el laberinto de callejones no me demoraré mucho en perder de vista a mi enemigo.

Por lo tanto avanzo… y me meto en la más espantosa Corte de los Milagros que jamás he visto.

Un basurero enorme y verdadero. Las callejuelas parecen pasadizos y los pasadizos callejuelas. Por todas partes se ven pordioseros, chicos cubiertos de pústulas, y animales muertos envenenados. Camino tapándome la nariz con la mano.

Al rato los callejones y pasadizos desaparecen. No sé dónde meterme. Ya no se puede ni siquiera ver el cielo, gracias a la cantidad de tapices, telas, cartones y chapas de zinc que hay sobre mi cabeza.

Chapoteo en medio de una cloaca inmunda. Las ratas pasan entre mis piernas. El aire está saturado de olor a orina, a mierda y a muerte.

Y el hindú sigue tras de mí.

Salto por encima del cuerpo desnudo de un chico con el vientre hinchado y un montón de moscas revoloteando sobre su ombligo. Giro hacia la izquierda y me encuentro dentro de una casucha. Un viejo está agonizando tirado sobre un camastro. A su alrededor las mujeres rezan. Entre uno y otro rezo se oye el llanto de unos chicos. No hay más iluminación que la débil y humeante luz de algunas velas. Me miran sin decir nada. Salgo otra vez afuera. El hindú ha desaparecido.

Por lo menos he conseguido librarme de él…

Pero ahora debo encontrar la salida. Y eso es un serio problema. Estoy completamente perdido.

Aprovecho un pequeño patio para mirar hacia el cielo y tratar de ubicar el Sol. Deben ser alrededor de las diez de la mañana. El Sol está de ese lado, por lo tanto el mar debe estar del otro. Avanzo en esa dirección. Una vez que llegue al mar no tendré más que bordear los muelles o la playa, según lo que encuentre y contra viento o marea de alguna forma encontraré la salida. ¡La villa miseria no puede extenderse indefinidamente!

Efectivamente, después de un cuarto de hora, llego al borde del mar, a una especie de terraplén cubierto con redes de pescadores.

Casi vomito no bien pongo un pie arriba del terraplén.

Por todas partes, por el suelo, en los rincones, sobre las rocas, sobre la arena donde rompen suavemente las olas, no hay más que mierda.

Montones de excrementos en capas espesas, secándose al sol.

Nubes de moscas vuelan por encima de todo eso. Moscas azules, que zumban por millares alrededor de mí, enloquecidas por el olor insoportable.

Me quedo allí parado, sin saber bien qué hacer, desenterrando penosamente mis botas de la mierda a cada paso, buscando cómo salir de esa pesadilla, cuando repentinamente, recibo un terrible golpe en la espalda.

Me tambaleo hacia adelante, por poco me caigo en esa cloaca y me doy vuelta rápidamente.

El hindú está allí parado con un aire más siniestro que nunca. ¡Y estamos los dos solos!

Desenvaino el cuchillo con rapidez y espero su ataque.

Da vuelta alrededor de mí. Está descalzo. Veo cómo sus pies se entierran en los excrementos. De tiempo en tiempo, se espanta una mosca con el revés de su mano. No dice una sola palabra.

Evidentemente lo que quiere es matarme.

Y comienza el baile. Saltando de derecha a izquierda, patinando, girando, comenzamos un duelo digno de esgrimistas.

Dura unos buenos cinco minutos y dos o tres veces me salvo de que me ensarte, cuando en eso el sujeto resbala y se cae largo a largo. Me precipito sobre él para desarmarlo. Pero quiere la suerte que resbale yo también y me caigo justo encima de él.

Rodamos los dos como chanchos, jadeando, llenándonos la boca con la mierda.

Trato de desarmarlo. Pero es fuerte y se defiende como un demonio.

De repente, sin saber por qué, siento que se afloja. Exhala un suspiro, se le ponen los ojos en blanco y comienza a sacudirse con unos fuertes temblores. Se queda inmóvil.

Me levanto… pero no mosquea. ¿Qué ha sucedido?

Lo empujo con el pie… ¡está muerto!

Y mientras su cuerpo rueda un poco hacia un costado veo en medio del excremento un agujero dentro del cual se retuercen un montón de serpientes pequeñitas, no más largas que un dedo y el cual debe haber estado tapado antes por una piedra que el tipo movió con su espalda al caer.

Totalmente asqueado, salgo corriendo como loco a zambullirme en el mar. Nado a grandes brazadas mar adentro, refregándome, frotándome, escupiendo y tratando desesperadamente de librarme de toda esa inmundicia que me cubre por entero.

Cuando llego al hotel, dos horas más tarde, luego de haber contorneado la villa miseria por el borde del mar, sigo temblando de disgusto y susto retrospectivos.

En mi cuarto está solamente «el cabeceador».

Me cercioro que el dinero de mi cinturón no se ha mojado (por suerte, gracias al plástico que lo envuelve está seco) y le cuento toda la historia. Mueve tranquilamente la cabeza con el aire de alguien que conoce ese tipo de aventuras. Y mientras me desvisto para lavarme bien en la canilla, me dice:

—Es el momento de festejar tu victoria. ¿Qué te parece una buena dosis de morfina?

Nunca había probado morfina hasta entonces. Pero me parece que tiene razón, que la ocasión es propicia.

Sonrío. Por lo menos eso me quitará las ganas de vomitar.

«El cabeceador» me hace sentar a su lado sobre su camastro. Prepara la jeringa y me hace un lazo…

Y por primera vez en mi vida siento el pequeño y agudo dolor de la aguja que penetra en mi vena.

—Espera un poco —me dice «el cabeceador» mientras tira del émbolo—, esta va a ser especial.

Espero. Pero nada sucede. Espero otro poco… ¡Y de repente siento unas náuseas espantosas!

Tengo que levantarme rápido y salir corriendo al baño.

¡Realmente fue algo muy especial!…

—No es nada —agrega tranquilamente «el cabeceador» inyectándose él a su vez—. La próxima andará bien. Has tenido demasiadas emociones y eso no es bueno para la morfina.

Y me duermo mientras él comienza lentamente a cabecear.

En Bombay, una mañana al amanecer, casi me despido otra vez para siempre del mundo de la aventura, devorado por una jauría de perros. Gracias a un periodista inglés.

El asunto tuvo como origen una reunión en una perfumada casa de té. Estamos en medio de una discusión cuando se acerca un muchacho a nuestra mesa y se sienta con nosotros. No somos personas de complicarnos con presentaciones. Para aceptar a un sujeto nos basta con que sea joven, desaliñado y un poco vivo. No necesitamos ninguna otra fórmula de presentación. Nos corremos un poco para dejarle lugar y ya está. El tipo se instala luego de haber depositado a su lado un pequeño bolsón de cuero que lleva en bandolera.

Estamos fumando un shilom. Cuando le llega el turno, aspira como los demás. No es un adicto. Se nota por la forma en que agarra el shilom. Además lanza una bocanada de humo en vez de tragárselo y lo poco que inspira es suficiente para producirle un ataque de tos.

Sonreímos todos. Pero no con una sonrisa maliciosa. La primera vez nosotros también tosimos como él.

Lo tomo bajo mi tutela y le explico cómo debe hacerlo. Le hago una demostración y finalmente logra hacerlo bastante bien. ¡Pero de repente vomita hasta el alma sobre la mesa!

Esta vez la hilaridad es general y nos levantamos todos como una bandada de gorriones para cambiar de mesa, empujando al sujeto en cuestión por los hombros. No presenta muy buen aspecto. Tanto es así que me ofrezco para acompañarlo a su casa. Acepta en seguida y partimos en un taxi.

Vive en un pequeño hotel no muy lejos del mío. Cuando llegamos allí ya se siente mucho mejor y algo avergonzado y, como para agradecerme lo que he hecho por él, me invita a tomar una copa en el bar de su hotel.

Me cuenta entonces que es un periodista free lance, es decir que trabaja por su cuenta y luego vende los artículos y las fotos a los diarios. Ha venido a la India para escribir un artículo sobre los hippies. Piensa seguirlos hasta Katmandú. Pero se queja de que los encuentra poco cooperativos y desconfiados. Tiene la impresión de que no va a conseguir mucha cosa y que gastará el dinero en vano.

—Lo que necesitaría —me dice— es un asunto gordo. Un scoop, una exclusividad. Pero eso sí que es difícil de encontrar. En realidad se me ha ocurrido uno bastante bueno —agrega—, pero confieso que me da cierto miedo. Pero no hay duda de que dejaría una buena ganancia…

¡Vaya, vaya! Soy todo oídos.

—¿Y de qué se trata? —le pregunto haciéndome el indiferente.

—Se trata esencialmente de sacar unas fotografías. Algo que jamás ha sido hecho: fotografiar una torre de la muerte. Bien cerca y de arriba. Por supuesto muchísimas fotos no podrían publicarse por morbosas. Pero podrían revenderse una buena cantidad del montón, y con ese reportaje se ganaría una buena suma.

Naturalmente, en seguida me doy cuenta de lo que se propone, o más bien de lo que tiene miedo de hacer, y comprendo por qué. En efecto es muy, muy arriesgado; nadie ha logrado hacerlo.

Bombay es la sede de la secta religiosa de los parsis, que tienen un modo muy especial de disponer de sus muertos.

Los parsis no los entierran ni los queman en piras. Los depositan en unas torres de piedra y dejan que se encarguen de ellos los buitres.

Esto sucede en las afueras de la ciudad, en un lugar que es propiedad de un monasterio súper cerrado. La propiedad está rodeada por altos muros. Nadie, salvo los sacerdotes, tiene derecho a franquear esta muralla. Todo lo que se sabe es que enormes perros guardianes andan sueltos por los bosques que rodean la colina donde se alzan las dos torres de la muerte y que además hay trampas para lobos.

Los sacerdotes matan en el acto al que sorprenden dentro de las murallas si no han sido anteriormente despedazados por los perros.

¡Brrr!… me estremezco y lanzo un silbido.

—¡Pero hombre!, comprendo muy bien que no te animes a hacerlo.

Inclina su cabeza.

—Sí, es muy arriesgado. Pero es una lástima. Un scoop así se vendería fácilmente en mil quinientas libras esterlinas (que equivalen a veinte mil francos).

¡Caray! Es una bonita suma. Una suma tan bonita que al cabo de un rato vuelvo a insistir.

—Supongamos que realizas el golpe y te sale bien. ¿Tendrás que volver a Inglaterra para vender las fotos y el artículo?

—No. Recorrería las oficinas locales de los corresponsales. Ellos se encargarán de hablar por teléfono con Londres y yo vendería todo al mejor postor y al contado.

—¡Eso cambia todo el asunto! —exclamo.

—¿Por qué?

Me inclino un poco y clavo en él la mirada.

—Si hiciéramos el golpe juntos nos repartiríamos mitad y mitad.

Lanza una carcajada.

—Sí, por supuesto. Pero cuanto más pienso en ello menos ganas me dan de probar. Cuido mi pellejo.

Por el contrario, la idea me atrae. No tanto por el dinero que podríamos ganar. En cuanto al dinero, un millón de francos viejos, sin lugar a dudas es toda una fortuna en la India. Pero sobre todo, es mi viejo espíritu de aventurero el que se despierta. Y como sucede siempre que se menciona un asunto que nadie ha hecho hasta ahora, ¡la tentación es más fuerte que yo y me zambullo en él de cabeza!, jamás cambiaré en ese aspecto. Y un buen día dejaré mi pellejo.

—Oye —le digo a Roy (así se llama el sujeto en cuestión)—. No nos pasará nada si vamos a dar un vistazo al lugar, para ver si por casualidad hay alguna falla en el sistema de vigilancia. Quién te dice que no es así.

Sonríe.

—Bueno, si así lo quieres —me dice—. Pero lo hago más que nada para darte el gusto.

Una hora más tarde, luego de abandonar un pequeño camino de tierra nos internamos doscientos o trescientos metros por un sendero en medio de la selva y llegamos al pie de un muro de piedra. Es muy alto, mide casi cuatro metros. Las piedras son grandes bloques cúbicos puestos uno sobre otros sin argamasa.

Buscando cuidadosamente encontramos a dos metros del suelo una hendidura en la piedra donde se puede meter un pie. Hay otra, un poco más a la izquierda como a un metro del último bloque.

—Súbete a mis hombros —le digo a Roy.

Obedece. Es alto pero flaco y por lo tanto liviano.

Dos veces trata de agarrarse pero sin éxito. Recién lo logra a la tercera.

Una vez arriba, lanza un silbido.

—Es mucho más difícil de lo que yo creía —me dice—. Hay otro obstáculo más. Un cerco de alambre de púa. Y la parte superior está inclinada hacia nosotros. Se puede pasar el muro pero no la alambrada.

—Déjame ver a mí —le digo—. Bájate.

Sujetándose por las puntas de los dedos se deja caer. Me subo yo sobre sus hombros y trepo a la pared.

No ha mentido. La alambrada de púa es impresionante. En seguida me llaman la atención los postes: son de madera, bien gruesos y terminan formando un ángulo que inclina las hileras de alambres hacia nosotros, hacia el exterior.

A lo lejos, entre dos árboles a seiscientos o setecientos metros de distancia diviso una colina y detrás de ella la cúspide de una torre de piedra, alrededor de la cual vuela una bandada de buitres. Debe ser seguramente una de las dos torres de la muerte.

Todo lo que necesitamos es una soga con un nudo corredizo. Engancharemos el nudo alrededor del extremo del poste y nos izaremos por la cuerda ayudándonos con los pies bien calzados entre las púas de la alambrada. Haciendo un poco de equilibrio lograremos pararnos sobre el ángulo de madera y bajar al otro lado sujetándonos con las manos del poste y apoyando los pies en la alambrada. Debería ser factible.

Es lo que le explico a Roy. Admite que tal vez lo sea, pero haciendo una mueca agrega:

—Aún faltan las torres. Son muy altas, entre siete u ocho metros.

—Tendremos que ser tres, y solucionado el asunto.

—De acuerdo, ¿pero quiénes?

—No te aflijas, ya encontraremos a alguien.

—Bueno, así lo espero. Pero además quedan las trampas para los lobos.

—Será necesario caminar con cuidado.

—Sí, pero te olvidas de otra cosa: los perros. ¿Cómo haremos para librarnos de ellos?…

Repentinamente acude a mi memoria un recuerdo de mi infancia. En el pueblo donde pasaba las vacaciones había una perrera, y cuando llegaba la hora en el que dueño alimentaba a los perros, se oía primero un silbido y luego un ensordecedor concierto de ladridos a los cuales sucedían unos gruñidos sordos mientras duraba la comida de los animales.

—El único problema —le digo— son los perros. Es imprescindible averiguar a qué hora los alimentan. Con seguridad que en ese momento se los llama de una u otra manera. Y te aseguro, pues conocí a una perrera, que los perros ladran con ganas cuando se los llama a comer. Razonemos con lógica. Probablemente los sacerdotes patrullen los alrededores de día y durante la noche confíen la custodia exclusivamente a los perros. ¿Cuál es el mejor sistema para volverlos bien agresivos y malos? Hacerlos vigilar cuando están en ayunas. Mi impresión es que deben darles de comer a la mañana.

—Si quieres, haremos entonces turnos. Son las cinco de la tarde. Yo me quedaré aquí para escuchar y a la una de la mañana me vienes a relevar. ¿Te parece bien?

—¡De acuerdo! Pero si prefieres me quedo yo y tú vuelves a la una.

—¡Perfecto! Hasta luego. Voy a tratar de encontrar al tercer candidato.

Me marcho pensando que si Roy prefiere quedarse ahora debe ser porque debe de darle miedo el hacerlo por la noche, lo cual no es un buen síntoma. Por lo tanto es fundamental, por si hay una falla, que encuentre un tipo bien seguro. ¿Guy? Ni pensarlo, no es lo bastante audaz… El ideal sería un tipo como Hans, un muchacho de tipo atlético oriundo de Zúrich, cuyos ojos (como diría Alfonso Allais) ignoran el rigor de las bajas temperaturas. Tuve ocasión de apreciarlo un día que se armó una gresca con los policías de Bombay.

Sí, tengo que encontrar a Hans.

Y por suerte doy con él en el pequeño restaurante donde generalmente va a comer. Acepta en seguida entusiasmado.

—Yo también quiero ir, llévenme —suplica Marlene, la chica que está con él.

La estudio con la mirada. Es una suiza grande y rubia, del tipo campeona olímpica de slalom, con espaldas y muslos bien fuertes.

Gut (perfecto) —me dice Hans—. Podemos llevarla con confianza.

—OK iremos también con Marlene.

Llego a la muralla alrededor de la una. Roy ha oído tan sólo algunos ladridos pero no lo que esperábamos. Lo relevo: me siento apoyando mi espalda contra la pared. Me preparo un shilom y comienzo a esperar.

El silencio de la noche es impresionante. De vez en cuando, se oyen unos crujidos y algunos resoplidos, de animales que cazan.

Del otro lado, nada. Ni el menor ladrido. Las horas pasan. Alrededor de las seis comienza a clarear. Algunos pájaros empiezan a piar…

Y de repente se oye a lo lejos un silbido muy agudo, muy largo, y en seguida, un concierto de roncos ladridos, algunos de ellos a veinte metros de donde estoy yo, del otro lado del muro.

¡Demonios! A juzgar por los ladridos debe tratarse de unos buenos perrazos.

Acerté justo: por lo visto era a la mañana la hora en que les dan de comer a los perros.

Son las seis y diez. Al cabo de unos minutos oigo otra vez los ladridos que se concentran en un lugar que, de acuerdo con mi oído, calculo que debe ser más o menos a un kilómetro, se calman luego poco a poco.

Pero al rato es imposible escuchar absolutamente nada, pues el Sol acaba de aparecer y los pájaros comienzan a hacer un bochinche infernal.

No sé bien cuánto tiempo dura la comida de los perros pero calculo que oscilará entre veinte o treinta minutos y que luego deben dormir una pequeña siesta durante la digestión. Según mi opinión tendremos por delante una hora de tranquilidad.

Cuando vuelvo a Bombay les cuento todo a mis cómplices. Decidimos encontrarnos a medianoche en mi hotel. De allí iremos en taxi hasta las afueras de la ciudad y el resto del trayecto lo haremos a pie.

Llevo a Roy aparte.

—Ten cuidado —le digo—. Los demás no saben que luego nos repartiremos un dinero. Ellos creen que piensas hacer esto porque sí no más. Nosotros te ayudamos como camaradas, por la diversión y nada más.

—¿Por diversión? —Murmura Roy—. ¡Rara diversión!

—¡Oye, no pensarás echarte atrás ahora que tenemos todo planeado!

—No, no; estoy decidido —agrega sin mucho entusiasmo.

Este me va a largar: lo presiento como si tuviera antenas. Y eso sería el broche de oro ya que él es quien debe sacar las fotografías.

—Perfecto —le digo con aire indiferente—. Vayamos ahora a buscar una soga y una pequeña barra de hierro; con ella haremos un gancho que sujetará la soga en la parte alta del muro y de la torre. No te olvides de preparar la cámara fotográfica.

A mediodía tengo todo el material necesario y vuelvo al hotel para acostarme. Me caigo de sueño.

Son las cinco de la mañana del día D. Estamos los cuatro: Hans, Marlene, Roy y yo bajo el muro.

Mientras esperamos que se inicie el concierto de ladridos, buscamos a la luz de una linterna las grietas del muro y con el gancho de hierro las agrandamos una por una, convirtiéndolas en un par de escalones rudimentarios.

Hans, Marlene y yo estamos muy entusiasmados. Roy parece animoso también. Está algo silencioso pero nuestra tranquilidad debe ser contagiosa.

Un poco antes de las seis, ayudándonos los unos a los otros y lo más silenciosamente posible, enganchamos el hierro en la parte alta entre las dos piedras. Ya está, quedó bien firme. Subiremos en seguida.

El cielo comienza a iluminarse. Las seis… las seis y cinco… las seis y diez…

Exactamente dos minutos después, el toque del silbato rasga el aire y se oye el primer ladrido ¡a cincuenta metros de nosotros!

Pocos minutos más tarde, todos los perros están con los hocicos metidos en la comida.

—¡Rápido, vamos de una vez! —les digo.

Hans es el primero en subir, lo sigue Marlene y luego le toca a Roy. Con la máquina de fotos en bandolera, comienza a trepar. Mete un pie en la primera hendidura y… y baja.

—No puedo, Charles —me dice agachando la cabeza—. No puedo. Está temblando. ¡Eso sí que es el colmo!

Rechino los dientes.

—Oye, domínate un poco. Sube. ¡Estamos todos juntos!

No hay caso. Se queda allí paralizado por el miedo. Es inútil insistir, no conseguiría nada.

—Dame la cámara.

Titubea pero le arranco la máquina de fotos de las manos. Es una Nikon, con gran angular. En una oportunidad tuve una igual.

—Debes regularla, ¡rápido!

—Ya está preparada. Todo está listo.

—¿El diafragma, la velocidad?

—Sí, sí. Sólo debes apretar el botón. Mira.

En un minuto me enseña cómo hacerla funcionar. Sin perder tiempo me coloco la máquina al hombro y trepo a mi vez dejándolo allí.

Hans y Marlene ya han saltado del otro lado. Les anuncio furioso:

—Roy nos abandona.

Hans se encoge de hombros y Marlene se ríe sarcásticamente.

El nudo corredizo está listo. Después de probar tres veces, Hans consigue engancharlo, y lo sujeta con un golpe seco. Todos estamos vestidos con pantalones vaqueros de tela gruesa y calzados con botas. Hans llega fácilmente hasta arriba, se encarama al poste y desciende al otro lado, de espaldas como bajando por una escala.

—Ya está —susurra una vez que llega abajo—. Las púas están bastante espaciadas.

Marlene lo sigue. Esa chica es fantástica. ¡Una verdadera acróbata!

Dos minutos después avanzamos entre los árboles con el ojo avizor. Debemos cuidarnos de encontrarnos con un sacerdote o de meter un pie en una trampa para lobos.

Demoramos un buen cuarto de hora hasta llegar a la base de la torre. Tomo la delantera y los otros pisan exactamente en los mismos lugares que yo. A nuestro paso rompemos ramas a derecha e izquierda para encontrar fácilmente el camino a la vuelta. Nuestro corazón late algo aceleradamente, pero en general la moral es alta. Los tres estamos repletos de hachís. Y eso ayuda.

Llegando finalmente al pie de la torre, a una especie de terraplén limpio de árboles.

Nos espera una agradable sorpresa, ¡es menos alta de lo que creíamos, no sobrepasa los cinco metros! Las piedras, toscas y talladas rudamente, están bastante mal ensambladas. No debería resultar muy difícil.

—¡Puaj! ¡Qué olor! —susurra Hans.

Tiene razón. El olor a podrido es tan espantoso que se nos cierra la garganta. Respiramos por la boca, tratando de sentirlo un poco menos, pero es casi insoportable.

Los buitres evolucionan lentamente y en silencio por encima de nosotros. De tanto en tanto uno de ellos se posa en la torre.

Advierto con asombro que no hay prácticamente pájaros en los árboles que nos circundan. ¿Será el olor el que los mantiene alejados? ¿O tal vez la presencia de los buitres?

Un poco más lejos, pero no mucho, a quinientos metros tal vez, oímos los gruñidos de los perros mientras se alimentan. El monasterio debe de estar allí a la izquierda, en la hondonada atrás de la colina. Los rayos del Sol comienzan a hacer brillar la copa de los árboles. Tomo algunas fotos de la torre y sus alrededores. Ya es hora de subir.

Yo soy el más alto: me recuesto contra las piedras con las piernas separadas y Hans se sube encima de mí. Cuando está parado sobre mis hombros, con las manos aferradas en los intersticios de las piedras, Marlene trepa sobre mí y hace lo mismo con Hans. Me inclino un poco bajo el peso, pero me mantengo firme, con las piernas y la espalda arqueadas y los dientes apretados. Si no fuera por el olor todo estaría lo más bien. Susurro:

—¿Qué tal va?

—Bien —responde Marlene que tiene la soga enroscada alrededor del cuello—. Estirando el brazo y balanceando la soga llegaré arriba.

A pesar de todo debe tratar cinco o seis veces hasta lograr sujetar el gancho arriba.

Siento un peso de menos. Es Marlene que está izándose. La cuerda está floja y se agita entre mis muslos. Uf, estaba volviéndose un poco pesado…

Hans se suelta y trepa a su vez. Hago lo mismo y trato de reunirme con ellos allá arriba.

En el preciso momento en que estoy por llegar, Marlene, que se ha puesto de color verde, se inclina hacia el exterior.

Vomita casi encima de mí.

Hace un gesto con la mano como si estuviera espantándose una mosca.

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