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Debajo de esos alfileres había dos series de círculos rojos: los emplazamientos de misiles. Separados cada uno de ellos del siguiente por algo menos de ciento cincuenta kilómetros, se extendían por la misma zona del mapa, ocupando toda la proyección Este-Oeste. Cada emplazamiento, de tipo semifijo, poseía quizás una docena o más de misiles de proximidad y de infrarrojos tierra-aire que se lanzaban desde plataformas de hormigón. Entre cada par de emplazamientos de la doble cadena, aunque no estaban marcados, Shelley sabía que había misiles móviles, transportados en camiones, a razón de una media docena por convoy. El sistema de radar estaría localizado en cada una de las bases de misiles, enlazadas con la central de control, que procesaría la información recibida de la línea de Alerta Precoz a Distancia.

Shelley se sintió como hipnotizado por los dos rimeros de círculos rojos, uno a lo largo de la costa y el segundo a unos quinientos kilómetros tierra adentro, siguiendo su curso. Se asemejaba a un plan clásico de batalla, con un ejército formado en dos líneas paralelas: un ejército de misiles, enlazado con un radar que exploraba cada metro cúbico de aire sobre territorio de la Unión Soviética. Gant tendría que cruzar las dos líneas y evitar a los cazas que lo perseguirían tenazmente.

Y Buckholz, pensó Shelley, no había indicado aún las posiciones de los barcos pesqueros espías, de los cruceros con misiles de la Flota Bandera Roja en el Norte, ni la actividad de los submarinos en el océano Ártico y en el mar de Barents.

Vio que Aubrey lo observaba socarronamente.

- Hay un montón, ¿eh, Shelley? -dijo en voz baja.

- Demasiados -dejó escapar éste-, ¡Maldita sea, demasiados! No tiene ninguna probabilidad. -Bajó la vista al observar la irritación de Aubrey por su inoportuna exhibición emocional-. ¡Pobre desgraciado!

CUATRO


El escondite

Gant estaba cansado, pero su mente se negaba a detenerse. Baranovich y la amiga de Kreshin, bullían a su alrededor, ajustándole el uniforme. Kreshin, sentado en una de las butaquitas baratas que había en la habitación, lo observaba atentamente, como estudiándolo, en espera de aprender algo de la forma como se movía, del modo en que se mantenía de pie.

Gant despreciaba la tensión y excitación que crecían en su interior. Sabía que representaban un error, mas, aunque hacia lo posible por domeñar sus sentimientos, no lograba evitar la zozobra al pensar en las horas que lo esperaban.

Bien considerado, el uniforme adoptado como disfraz era lógico. Sólo hay una manera de atravesar a pie una tupida red de seguridad atenta a todo lo que resulte extraño: integrarse en ella. Baranovich, que estaba de rodillas, se levantó y retrocedió, con las manos en las caderas, en la postura típica del modisto que está examinando su creación. Gant, embarazado, se tiró de la guerrera hacia abajo, se puso el cinturón y se miró al espejo. La gorra le tapaba el pelo, casi rapado para que los contactos que llevaba incorporados el casco de vuelo para controlar el sistema de armamento pudieran funcionar, captar sus ondas cerebrales, transmitirlas al radar, a los misiles o al cañón.

Debajo de la gorra, lo contemplaba una cara inexpresiva: alargada, arrugada, cansada. La cara de un extraño, a pesar de que no habían hecho nada para cambiar su aspecto. Lo único que reconocía de sí mismo en el espejo, aparte de eso, era el cuello de la camisa parda, la corbata oscura y los faldones de la guerrera.

- Eso es… está bien -dijo Baranovich al fin-. Después de los pequeños ajustes que ha hecho Natalia, queda bien.

Sonrió por encima del hombro de Gant a la mujer, que estaba sentada en el brazo de la butaca de Kreshin y tenía su brazo enlazado al cuello del joven, como buscando calor. Parecía sentirse incómoda en presencia del uniforme, y obligada a buscar el contacto físico con su amante.

- Capitán Grigori Chejov, adjunto a la Unidad Auxiliar de Seguridad de la GRU, en la actualidad al mando del…

- Comandante Tsernik, oficial de la KGB responsable de la seguridad del proyecto Mikoyan en Bilyarsk. -Gant, con una ligera sonrisa, terminó la frase en lugar de Baranovich.

Éste asintió.

- ¿Qué piensas de él, Ilia?

- Muy… convincente -aceptó Ilia Kreshin, sosteniendo la mano de la joven sobre su hombro-. Por lo menos, asusta a Natalia, ¿no? -Sonrió a ésta mirándole a los ojos, y ella se esforzó por devolverle la sonrisa-. ¿Ven? -añadió, volviéndose hacia Gant y Baranovich-. Lo toma por el personaje auténtico, ¡y eso que le ha ayudado a vestirse! -Soltó una estentórea y tranquilizadora carcajada, dándole unas palmaditas en la mano a la chica.

- ¿Recuerda bien toda su actuación relacionada con la operación? -preguntó Baranovich. Gant hizo un gesto de asentimiento-. Bien. Ahora siéntese, o pasee, deje que el uniforme le resulte cómodo, ¡presuma un poco! -Había un asomo de humor malicioso en sus ojos azules.

Gant sonrió y empezó a caminar por la habitación, arriba y abajo. Baranovich lo contempló y señaló:

- No, con los pulgares en el cinturón… así… -Le hizo una demostración sujetándose los pulgares en los tirantes. El norteamericano lo imitó-. Así está bien. Recuérdelo en todo momento… Solamente se traicionará si se comporta de otro modo al que esperan de usted los centinelas de la puerta. Y ellos esperan a un capitán arrogante, desenvuelto… que hace las cosas en serio. Si tiene la oportunidad, suelte una reprimenda a uno o dos de ellos por cosas pequeñas… el uniforme, por ejemplo, o alguien que esté fumando. -Gant volvió a asentir. Baranovich hablaba como un experto, como quien conoce íntimamente la facha de los de la KGB o la GRU por larga y amarga experiencia. Sometió su orgullo, aceptando lo que se le ofrecía-. Ahora… siéntese. De pie resulta bastante bien, ¿no, Ilia?

Gant pasó la mano por el asiento de la butaca vacía y se miró los dedos en busca de polvo. Luego se sentó, completamente relajado, cruzando una pierna sobre la otra. Sin mirarlos, sacó del bolsillo una pitillera de plata y un encendedor chapado en oro -artículos que sólo podía haber comprado en la tienda de lujo de la KGB en la plaza de la Central, junto a la calle Dzerzhinsky-, sacó un cigarrillo norteamericano, lo encendió, exhaló ruidosamente el humo, escupió de la punta de la lengua unas briznas de tabaco y finalmente volvió la cabeza hacia Kreshin, mirándole impasible. El joven aplaudió.

- Sorprendente -observó Baranovich-. ¡Qué melodramático… y qué real! -Se le nubló el rostro, como si se viera asaltado por algún mal recuerdo, pero sonrió enseguida, con la mirada despejada, y agregó-: Ha estado muy bien… Premio para usted, señor Gant. Sin ningún esfuerzo, puede ser alguien como…

Gant inclinó la cabeza en señal de asentimiento, educado e indiferente.

- Cuénteme lo que ha observado sobre nuestros amigos -indicó a Kreshin con expresión dura. No era un ruego, sino una orden.

Se había dado cuenta de que toda la adrenalina que segregaba inútilmente podía liberarla en su caracterización de Chejov, cuyos documentos falsos llevaba en el bolsillo junto con el imprescindible carnet amarillo de la GRU, los papeles de tránsito y todo lo demás. La chapa, también falsa, le colgaba del cuello en una cadenita. No preguntó cómo habían conseguido la falsificación, el uniforme. Baranovich era un experto, motivado por el odio y por su propio yo, y los resultados eran positivos. Kreshin sonrió.

- La guardia de la puerta -comenzó- ha sido reforzada. Hay centinelas de la KGB, como siempre, pero aparte otros más. El Grupo Auxiliar de Seguridad no había estado nunca aquí, probablemente porque Tsernik piensa que es un insulto llamar a la GRU… Es lo que pasa siempre.

- ¿Y la valla exterior?

- Las torres de guardia están a rebosar… y hay patrullas con perros por la parte de adentro, cada diez minutos más o menos. La valla, además, es doble, y cuando usted llegue los perros estarán sueltos… Nadie en su sano juicio intentaría cortar el alambre. Las torres están a unos cien metros unas de otras, y usted tendrá que pasar al menos cuatro de ellas.

- Debe dar la impresión de que está inspeccionando el alambre… No se olvide de llamar la atención de los centinelas de las torres, espabíleles -interrumpió Baranovich-. Continúa, Ilia.

- La puerta está muy iluminada… Lo verán desde lejos cuando se acerque. La puerta exterior no es más que una barrera con el correspondiente cuerpo de guardia. Ahí le pedirán la documentación. Los centinelas se mostrarán curiosos, porque no lo reconocerán, pero las insignias de la GRU en su uniforme borrarán todas las sospechas que pudieran tener. Después de pasar la barrera, encontrará una puerta en la valla, que estará cerrada. Los centinelas están detrás de ella y le pedirán otra vez la documentación antes de abrirla.

- ¿La abrirán? -preguntó Gant en voz baja.

- No tiene por qué preocuparse. Hemos cotejado los documentos y la identificación actuales de los oficiales de la GRU de los Grupos Especiales, y los suyos están en regla -explicó Baranovich.

Gant se limitó a asentir.

Baranovich reanudó el hilo del relato mientras Kreshin volvía a las solícitas palmaditas en la mano de Natalia, que seguía apoyada en su hombro.

- Una vez que esté dentro, vaya lo más directamente posible al otro lado del aeródromo. Puede prescindir de la actividad de los helicópteros que haya allí… Su uniforme será suficiente para ellos. Al llegar adonde están los centinelas del edificio de la administración, que, como ya le he dicho, está pegado al hangar del Firefox, tendrá que enseñarles la documentación, pero como entonces se dirige usted a la plana mayor de la KGB en Bilyarsk, a nadie se le ocurrirá pensar que no pertenece a ella. -Baranovich sonrió-. Cuando esté adentro, suba a la sala de descanso de los pilotos, en el piso de arriba. En ese momento se hallará desocupada.

- ¿Dónde está el piloto… Voskov? -preguntó Gant de pronto.

- ¿En este momento? -puntualizó Kreshin, consultando apreciativamente su reloj-. Se hallará en la cama.

- Se aloja en un edificio especial… con los agentes de la KGB y los demás miembros de confianza del equipo. -Durante unos instantes se manifestó el desprecio de Baranovich, como si éste levantara un velo y mostrara una parte de su alma-. Ahí tienen a las personas que trabajaban en el antiradar; por eso no hemos conseguido enterarnos de nada sobre sus progresos en todos estos meses.

- Pero, ¿irá al vestuario? -insistió Gant.

- Sí, se cambiará allí, y quizá tome algo… aunque a Voskov no le gusta comer mucho antes de uno de esos vuelos… ¿Y a usted, señor Gant? -Los ojos de Baranovich parpadearon.

- No, pero suelo dormir -respondió.

- Sí, claro. Terminaremos a las dos y media. Sólo tendrá un par de horas.

- Ni lo piense -dijo Gant, ahogando un bostezo y obligándose a permanecer despierto-. Quiero que lo repasemos aún otra vez.

- ¿Lo de la seguridad?

- No. El avión. El sistema de armamento, la Unidad Defensiva de Cola. Explíquemelo otra vez… todo.

Gant se sentía repentinamente escindido en dos niveles de respuesta. Ahora que había descartado la mascarada de su papel de oficial de la GRU, bullía en la superficie de su mente una excitación creciente, una tensión relacionada con el Firefox que ardía con la intensidad de la avidez; por otra parte, notaba una curiosa resistencia a mantenerse despierto, un deseo informe de permanecer en la oscuridad, con la mente vacía. Era la primera vez que deseaba volver al vacío del Hospital de Excombatientes desde el día que lo dejó. Un sentimiento, en suma, que evitaba analizar.

Dimitri Priabin y Alexei Tortyev se conocían, no como amigos íntimos pero sí como antiguos alumnos de la Escuela de la KGB. Tenían más o menos la misma edad y en su época de oficiales subalternos habían trabajado juntos en el mismo departamento. Había sido antes de que Priabin, considerado como el más prometedor, fuera ascendido a ayudante de Kontarsky en el Departamento «M», y de que Tortyev, cuya brillante inteligencia suscitaba la suficiente desconfianza como para dejarlo anclado en su graduación de entonces hasta la jubilación, pasara a la sección de la KGB en la Policía de Moscú, el Servicio de Seguridad Política.

No era extraño, pues, que al encontrarse en la fría sala metálica donde trabajaban los programadores del ordenador central del archivo, en el sótano del edificio de la calle Dzerzhinsky, después de preguntarse por su reciente situación profesional y de quejarse del superior que había caído en suerte a cada uno de ellos, pasaron a comentar los respectivos casos en que se hallaban trabajando.

Una notable coincidencia los había llevado al ordenador central al mismo tiempo. Ese tipo de comentario era privilegio de los oficiales jóvenes, cuando no estaban en presencia de sus superiores. Los altos mandos de la KGB, al igual que quienes los habían precedido en el cargo, habían desaconsejado siempre las conversaciones técnicas sobre las fuerzas de policía de otros países y otras sociedades, en un intento más de reforzar la seguridad absoluta que parecía exigir un servicio de policía secreta.

Mas la generación joven de oficiales, a la que pertenecían Tortyev y Priabin, ambos brillantes licenciados en la Universidad Lenin de Moscú, manifestaba, en opinión de muchos de sus superiores, un notable escepticismo ante algunos de los objetivos deseados del servicio; en particular, en lo que se refería a los comentarios sobre su trabajo. Los jóvenes, a diferencia de sus dogmáticos superiores, pensaban que la «fertilización cruzada» de sus conocimientos era más útil que su prohibición en aras de una seguridad absoluta. Priabin, sentado en una de las butacas de la salita de espera que había al lado de la sala de programadores, con sus baterías de luces, carretes y mandos, se explayaba con Tortyev.

- No se dan cuenta, Alexei, de lo mucho que pierden con una compartimentación tan rígida. Una mano no sabe nunca lo que está haciendo la otra.

Tortyev, que había puesto su montón de fotografías en manos de uno de los operadores de bata blanca y que aguardaba se le dijera cuánto tiempo de ordenador se precisaría una vez que se hubieran traducido al lenguaje de máquina los rasgos de Orton, asintió prudentemente con la cabeza, con una sonrisa de complicidad bailándole en la boca.

- Es cierto -contestó-. Piensa en nosotros, por ejemplo.

- Asi es… Después de todo, los dos estamos buscando agentes extranjeros, ¿no?

Hubo un silencio. Priabin encendió un cigarrillo largo, inglés, mientras Tortyev se mordisqueaba las uñas. Aquel se había pasado toda la tarde y la noche haciendo visitas a la sala del ordenador, con una especie de hábito obsesivo e infantil, como si el hecho de presentarse allí con la irritación marcada en sus rasgos fuera a acelerar el funcionamiento de la máquina.

Hasta ese momento, el ordenador no había contestado a su pregunta: quién era el hombre que iba con Upenskoy en el camión, aun cuando había puesto a su disposición el expediente, la descripción, los posibles disfraces -una biblioteca completa de identificación de cada una de las caras que aparecían en el expediente y sugerencias sobre el modo de enmascarar con éxito sus rasgos- y el paradero actual, si era conocido, de millares de agentes conocidos o sospechosos. Norteamericanos, europeos, israelíes, incluso ciudadanos de los países del Pacto de Varsovia y de las naciones africanas en vías de desarrollo tenían su lugar en el ordenador como posibles enemigos de la KGB.

Priabin estaba irritado con la máquina: le había presentado un problema sencillo, un problema de esos cuya solución llevaría semanas a un equipo numeroso de personas, y se preguntaba para qué servían las máquinas si no podían dar las respuestas que él necesitaba. Dio una chupada irritada al cigarrillo, al notar que la conversación decaía, deseoso, claro está, de ayudar a Tortyev en su problema… ¿Qué era lo que le preocupaba de aquel cadáver del Moskva con la cara destrozada?

- ¿Quién es la persona a la que estás buscando? -preguntó, tanto por distraerse como por mantener la charla o por interés hacia lo que estuviera haciendo Tortyev.

Kontarsky estaría ya en Bilyarsk, pavoneándose, tratando de desechar de su mente las dudas con una inspección celosísima de todo el dispositivo de seguridad. ¡Entre tanto, su ayudante se ocuparía de la criatura! ¿Qué era lo que le había dicho instantes antes de partir, quizá por vigésima vez después de ver aquella condenada fotografía de quien se hacía pasar por Glazunov y que había aparecido y desaparecido como por ensalmo por no se sabía dónde, como el mismo diablo? ¿Qué era? Encuéntrelo, Dimitri… por su propio bien y por el mío. Encuéntrelo esta noche. Si… eso era. Priabin gesticulaba llevado por sus pensamientos. Trabajaba por su propio bien; lo encontraría, si esa maldita máquina no se averiaba… por su propio bien.

- ¡Ah! -dijo Tortyev, meditativo-. Eso es lo que quiero que descubra nuestra noble máquina… Le conozco como Orton…

Priabin arrugó el ceño, pensativo, y dijo:

- ¿Qué suponéis que viene a hacer?

Tortyev pareció no hacer caso de la pregunta durante unos segundos; luego, repuso:

- Llamó mi atención como traficante de drogas. -Priabin asintió y pareció perder interés. Su colega prosiguió, irritado ante el hecho de que alguien que hubiera estudiado con él en la Escuela de la KGB considerara su problema intrascendente-: Pero lo extraño es que… este tal Orton, que murió asesinado por uno de sus socios, o por lo menos así lo creemos, no es el hombre que llegó a Cheremetievo anteayer.

Priabin dio un respingo en su cómoda butaca.

- ¿Cuándo? -saltó.

- Anteayer…

- ¿Cuándo… murió? -insistió Priabin, con la voz ronca de excitación.

Mientras sus pensamientos instintivos brincaban ante una proximidad imposible, se recriminaba a sí mismo por estar comportándose sencillamente como un imbécil.

- Esa misma noche.

- Y… ¿los cogisteis?

- Cogimos a todos los socios conocidos de Orton… y no hemos encontrado nada que nos permita relacionarlos con su muerte -explicó Tortyev, contento de haber suscitado, al parecer, interés en su interlocutor, aunque le chocaba su postura atenta y erguida.

- ¿Quiénes lo mataron, Alexei?

- En realidad… no lo sabemos, ni sabemos siquiera quién es el que murió.

- ¿Qué?

- Como te he dicho… el hombre que murió no era el tal Orton que llegó al aeropuerto con el pasaporte y la documentación de la Embajada de Londres en regla…

- Entonces, ¿quién diantres era… quiénes eran los dos?

Tortyev hizo con las manos un gesto de ignorancia.

- He solicitado la ayuda de nuestro glorioso revolucionario ordenador para descubrir los hechos auténticos.

Priabin asintió y agregó con tono de excitación reprimida:

- Ya… Crees que hubo una sustitución, ¿verdad?

Su compañero hizo un gesto afirmativo.

- ¿Por qué? -preguntó Priabin.

- Sólo por una razón. La persona que llegó anteayer… es un agente, que ha borrado sus huellas con ese cadáver.

Priabin se dio una palmada en la frente. Se ruborizó de excitación; luego empalideció, asaltado por una duda momentánea, y sonrió a Tortyev.

- ¿Qué… ocurrió con los hombres que… dejaron el cadáver?

- Escaparon.

- ¿Por dónde?

- Por la estación de metro más próxima… la de Pavolets.

- ¿Y luego?

- Por cualquier parte. Los perdimos… nosotros y la policía Estuvieron vigilando por si aparecía Orton.

- Nosotros -dijo Priabin- buscamos también a un hombre… estamos seguros de que es un agente… que apareció de pronto saliendo de Moscú en un camión ayer por la mañana, a primera hora… -Su rostro perdió todo el color-. Pero vamos a refrenarnos -respiro profundamente, como si por primera vez captara en toda su magnitud lo que su mente había tenido delante-. Vamos a refrenarnos…

Tortyev dio un respingo, como antes Priabin, lo cual agradó y tranquilizó al ayudante de Kontarsky. -¿Crees que…?

- No hay ninguna indicación de que en las dos últimas semanas haya llegado a la Unión Soviética ningún hombre con ese aspecto. Podía estar aquí desde mucho antes, pero entonces, ¿cómo entró? He metido en el ordenador los datos de todos los agentes norteamericanos y británicos, conocidos o sospechosos, para que los coteje con la fotografía.

- Y yo busco a Orton… -agregó Tortyev-. ¿Dónde está ahora ese agente vuestro?

- En Bilyarsk.

- ¡Vaya! Eso significa que está…

- Probablemente estará ahora dentro del recinto… con otro aspecto.

- Para hacer, ¿qué?

- ¿Quién sabe? Cualquier cosa… A lo mejor, volar ese maldito avión.

Tortyev miró a Priabin, viendo en él nuevamente el miedo, en sustitución del fogoso entusiasmo de antes. Alguien llamó a la puerta. -Pase -dijo Priabin, distraídamente.

Entró un hombre joven, cargado de hombros, con una bata blanca sucia y un manojo de fotografías en las manos. Se quedó de pie delante de Priabin, evidentemente contento de su trabajo pero nervioso al pensar cómo lo recibiría el ayudante de la KGB.

- No tenemos a este hombre… -empezó.

- ¿No lo tienen?

- No. No hay en los expedientes nada sobre él, ni como norteamericano ni como británico.

- Entonces empiecen con los… -comenzó a decir Priabin. -Entre tanto, lo que hemos hecho -le cortó el joven, con los ojos fijos, detrás de las gafas de concha, en el montón de fotografías- es prepararle una serie de dibujos de identificación con el aspecto que podría tener si utilizara unos cuantos disfraces… sin maquillaje ni cirugía estética. Los estamos pasando ahora por el ordenador, para ver si aparece con algún otro aspecto. Me temo que nos llevará bastante. Priabin lo miró, ceñudo.

- Más vale que tengan éxito con eso entonces, ¿no?

El joven, pensando que con eso se le despedía, se dio la vuelta y se escabulló de la habitación, dejando el montón de fotografías en el regazo de Priabin. Éste las miró y las revolvió en un gesto de desconsuelo.

- ¿Qué te parece? -preguntó Tortyev, desde el borde de su asiento.

- ¿Qué me parece el qué?

- ¡Observa las fotos, hombre! -insistió Tortyev, irritado.

- ¿Qué pasa?

Tortyev cruzó los centímetros de alfombra que los separaban, tomó el montón de fotografías y las extendió. En un par de ocasiones, se detuvo en alguno de los dibujos de identificación o volvió a fijarse en ellos; luego, apartó el montón lejos de él. Priabin sonrió indulgente ante su gesto de irritación, hasta que reparó en su expresión atenta y en la fotografía que sostenía en la mano.

- Es él… Orton -afirmo Tortyev en voz baja, volviendo hacia él la fotografía de un individuo con gafas y bigote, ajado y cansado-. Es él…

Priabin se quedó contemplándolo. Una llamada con los nudillos en la puerta le hizo dar un respingo, como si hubiera sido sorprendido en algún hecho vergonzante. Al abrirse la puerta apareció Holokov, casi sin aliento, arrastrando malamente el abrigo sostenido por el cuello y con la cara roja por la fatiga. Tortyev lo había dejado en el restaurante de la Central, en el piso de arriba, donde la comida era tan buena como en cualquiera de los buenos hoteles de Moscú, y más barata. Se había manchado de té la corbata, observó Tortyev, y además estaba torcida.

- ¿Qué pasa? -preguntó ásperamente, poniéndose en pie.

- Stechko -respondió Holokov jadeando-. Una llamada de la Central… Ese maldito judío, Filipov, ha estado en contacto con la Embajada británica.

- ¿Qué?

- Eso. Estaban controlando los teléfonos de la sala de descanso y él hizo una llamada desde allí. Stechko lo ha llevado ahora a su despacho.

Tortyev se quedó mirando aún a Holokov unos segundos mientras asimilaba la información. Se volvió hacia Priabin.

- Todos nuestros problemas resueltos de golpe, ¿eh, Dimitri? ¡Este maldito traidorzuelo debe saber quién es Orton y a qué va a Bilyarsk! Ha avisado a los ingleses de que estamos cerca de descubrir quién es… Tenemos la respuesta al alcance de la mano.

Priabin descompuso sus facciones lentamente en una sonrisa.

- Vamos -dijo-. ¿Tienes el coche esperándote? -Tortyev asintió-. Entonces iré también… con tu permiso.

Su colega sonrió.

- Por supuesto, Dimitri.

Cuando cruzaron la puerta el obeso Holokov la cerró detrás.

- Lo que vale comentar las cosas, ¿eh, Alexei? ¡Lo que vale comentar las cosas! -dijo Priabin, le palmeó en el hombro y ambos soltaron la carcajada al unísono.

Priabin permanecía de pie en el despacho de Tortyev, con el teléfono en la mano, aguardando la respuesta de la sala de cifrado de la Central. Miró al otro lado de la habitación, a la figura inconsciente y ensangrentada de Filipov desplomada en una silla, sujeta a ésta sólo por las correas de las muñecas. Sus facciones oscuras, ascéticas, aparecían magulladas e hinchadas. Tenía la barbilla manchada por la sangre de los dientes rotos y del labio lastimado, y la piel de los párpados estaba desgarrada y lívida. La nariz aparecía tumefacta por efecto de un tremendo puñetazo de Holokov. Éste y Stechko rondaban a su lado, como máquinas mudas en espera de nuevas órdenes, mientras Tortyev recorría el despacho a grandes zancadas. Era más de la una de la madrugada.

Priabin se mostraba indiferente al daño causado por los «gorilas» de Tortyev. Habían tenido que trabajar deprisa; de manera demasiado cruda para su gusto pero, y esto lo sorprendía, no para el de su colega. Alexei debía estar irritado con Filipov, particularmente irritado, porque había confiado en él… o acaso por ser judío. Tal antisemitismo no era raro, en absoluto, en la KGB.

Priabin había hablado ya con Kontarsky, comunicándole que el hombre del camión era evidentemente un agente y que esperaba prontos resultados del interrogatorio del traidor Filipov. A las doce y veinticinco había vuelto a llamar a su jefe para informarle de que Filipov no había hablado, aunque sí había confesado ser agente británico y contado la historia completa de su reclutamiento por Lansing, el agregado cultural. No les había dicho, en suma, lo que sin duda estaba en condiciones de decirles.

Kontarsky, pues, había quedado de nuevo sumido en la ignorancia acerca del hombre a quien Filipov conocía como Orton, aunque tenía ya en su poder sus fotografías, remitidas por Priabin urgentemente a través de las oficinas locales de la KGB.

Priabin adivinaba que su jefe estaría angustiado. En alguna parte de Bilyarsk había una bomba humana, pero no tenía ni idea de su mecanismo de relojería, de su alcance, de su potencia. Estaba anonadado. Había solicitado todos los dibujos de identificación de Orton proporcionados por el ordenador, y ya los tenía en sus manos, recibidos por cable.

En cuanto al propio Priabin, y a eso se debía su llamada a la sala de cifrado, iba a enviar instrucciones en clave a las embajadas rusas en Londres y en Washington, solicitando de los agentes residentes de la KGB en las mismas información, descripción y paradero de todas las personas llegadas últimamente a la sede central de la CÍA en Langley (Virginia), al Ministerio de Defensa en Londres o a cualquiera de las varias oficinas del SIS en esta ciudad. Podía ser una baza perdida, pero había que jugarla.

En el mejor de los casos, los datos sobre esas entradas y salidas serían fragmentarios e incompletos; pero, a diferencia de Tortyev, que parecía incapaz de olvidarse por un momento del ensangrentado hombre de la silla, dudaba que Filipov conociese siquiera la personalidad real de quien se había hecho pasar por Orton y luego por Glazunov. Su esperanza consistía en hallar algún hilo que lo llevara a descubrir la clase de agente que era ese hombre y anticiparse así al objeto que lo llevaba a Bilyarsk.

- Sí… Aquí Priabin, Departamento «M» de la 2.a Dirección -dijo por el teléfono. Tortyev lo miró un instante y desvió la vista-. Quiero que se transmitan los mensajes siguientes, por indicación del coronel Kontarsky, a los residentes de Washington y Londres. Lo antes posible…

La llamada le llevó un par de minutos. Al acabar, colgó con aspecto pensativo. Miró en dirección a Filipov y vio cómo Tortyev intentaba animarlo para proseguir el interrogatorio.

- Déjale de momento, Alexei -sugirió-. Tengo una idea. Necesitaría hacer otra llamada.

Tortyev se volvió hacia él, como con repugnancia.

- ¿De qué se trata? -preguntó.

- Repasemos lo que hemos hecho hasta ahora. Hemos buscado información sobre los agentes conocidos o sospechosos de la mayoría de los servicios occidentales de inteligencia que pueden estar interesados en el proyecto de Bilyarsk y son capaces de montar este tipo de operación. -Tortyev asintió-. Como ha demostrado ser un hombre hábil, hemos supuesto que es un buen agente, uno de los mejores… Lo cual significa que tendríamos que haberlo encontrado, ¿no?

- De acuerdo. Por lo que parece, es nuevo o se lo ha mantenido reservado para este trabajo… Es lo bastante importante para justificar eso.

- Ahí está -gruñó Priabin.

- Exacto. Entonces… ¿por qué no lo hemos encontrado… y dónde hemos de buscar?

- Eso es justamente lo que yo pienso. Como iba diciendo, o es un agente de primera o no es un agente.

- Tiene que serlo… con este tipo de operación de cobertura. -Tortyev hizo una señal con la cabeza, por encima del hombro, hacia la figura desmadejada del judío-. Han utilizado a Filipov sabiendo que lo perderían. Han perdido a otro buen agente, el conductor del camión. Eso hace dos bajas. Los ingleses cuidan siempre mucho a sus hombres, Dimitri. ¡No los desperdician!

- No… no quiero decir que no esté trabajando para los británicos o para los norteamericanos, sino que ha sido reclutado de alguna otra parte. Contémplalo así. ¿Qué pasaría si no estuviera aquí para dar al traste con el proyecto? Al fin y al cabo, ¿cuál sería el resultado? Por lo que yo sé, los norteamericanos van tan rezagados que necesitarían diez años para igualar el Mig-31, a pesar del Mig-25 de Belenko que consiguieron hace cuatro años. -La voz de Priabin se había reducido a un murmullo confidencial; miraba de reojo a Stechko y Holokov que, diplomáticamente, parecían ocuparse de la flácida figura de Filipov, la cual inspeccionaban detenidamente en una grotesca versión de un «parte de siniestro».

- Sí, estoy de acuerdo en eso.

- Nuestros servicios de seguridad han conseguido interceptar casi todo lo que ha llegado hasta Londres y Washington desde Bilyarsk por mediación de las embajadas de aquí. Los norteamericanos y los británicos, en suma, querían saber más cosas. Querían un informe de primera mano de lo que está ocurriendo, quizá incluso fotografías, y el relato de un testigo ocular…

- Quieres decir… ¿un experto?

- ¡Sí! -La voz de Priabin sonó repentinamente alta-. ¿Qué pasaría si hubieran enviado a un experto en aeronáutica, que supiera lo que hay que ver, las preguntas que hay que hacer?

- ¡Santo Dios!… Podría ser cualquiera… ¡alguien a quien ni siquiera conozcamos!

Hubo un silencio.

- No creo que él lo conozca -dijo Priabin, apuntando con la cabeza hacia Filipov, que gemía al empezar a recobrar el conocimiento.

- Podría conocerlo -respondió Tortyev-. ¡Además -añadió en tono amenazador- aún no he acabado con él, con ese puerco judío!

Su compañero se alzó de hombros.

- Haz lo que quieras -agregó-. Pero no empieces otra vez con él hasta que haga otra llamada. Quiero que pasen por el ordenador toda la industria aeroespacial norteamericana y británica.

- ¡Eso te llevará horas! -protestó Tortyev.

- No más de lo que les llevará a tus «gorilas» sacárselo a Filipov. No hay muchos nombres… por lo menos, no muchos que merezcan toda esta complicada patraña para meterlos de contrabando en Bilyarsk. Déjame hacer la llamada… Luego, puedes dedicarte a la cuestión física…

Tortyev vaciló unos instantes y se alzó a su vez de hombros. Priabin descolgó el receptor.

El reflector lo cazó pronto, cuando aún le faltaban cincuenta metros, se concentró en su figura, y él echó a andar por el túnel de su blanca y cegadora luz. Trató de mostrarse despreocupado, incluso un tanto irritado, y se resguardó los ojos teatralmente. Cada paso amenazaba con hacerlo desistir, con hacerlo trastabillar hasta detenerse, al ir perdiendo, como una máquina agonizante, la potencia que le otorgaba su fuerza. Obligó a sus piernas a moverse. Volvía a sentir el calambre en el estómago. El sudor le corría por la frente y le temblaban las manos. Gant se sentía repentinamente empavorecido. Era como si se le hubiera privado de su personalidad y él notara que no podría llegar al final. Peor que volar: era la lucha del pez atrapado.

- Identifíquese -le ordenó la voz, y comprendió bruscamente que estaba cerca de la puerta. Un centinela lo apuntaba con el arma-. Identifíquese.

Su propia voz le sonó añosa y débil, con su ronco final como el de una vieja campana.

- Identifíquese… ¡señor! -bramó-. ¡Soldado!

El centinela reaccionó. Era lo que cabía esperar de un oficial de la GRU, aun cuando no lo reconociera; y contestó tal como cabía esperar a su vez de él.

- Su nombre, por favor… señor.

Gant sacó la documentación y se la tendió, con el carnet amarillo encima. El centinela la tomó y la examinó. Comprendió que era el momento de fumarse un cigarrillo, para tranquilizarse y tener ocupadas las manos, que amenazaban con traicionarlo. Metió la mano en el bolsillo inferior de la guerrera con la mayor despreocupación que lo fue posible y sacó la pitillera. Encendió el cigarrillo y aspiró, ahogándose casi con el áspero humo. Lo expulsó pensativo, ahogando un acceso de tos. Se concentró en examinar la situación de la puerta.

Había seis centinelas, inmovilizados en irreales posturas bajo la despiadada luz que bañaba la valla y el espacio libre que se extendía delante. La barrera roja y blanca estaba firmemente bajada y detrás de ella permanecían tiesos dos centinelas con uniforme de la KGB, apuntando como descuidadamente hacia él. A cada lado de la barrera había una garita, que daban a aquélla el aspecto de un puesto de aduanas, y frente a cada una se veía otro soldado. El sexto hombre estaba junto al centinela que examinaba sus documentos. Gant reparó en el cordón y los herretes de los uniformes. Todos eran de la KGB; ninguno, del Grupo Auxiliar de Seguridad de la GRU, al que él «pertenecía». Eso, por lo menos, explicaría el que no les fuera familiar su cara.

- ¿Por qué pasa usted la valla…, señor?

Hubo un silencio y Gant dijo:

- Usted tiene sus órdenes, soldado… Yo tengo las mías. Ya sabe usted que hay un agente del que se sospecha se encuentra cerca de aquí. -Se inclinó, mirándole cara a cara, y sonrió-. ¿O no lo sabe?

El hombre quedó un instante callado; contestó: -Sí, señor… Hemos sido alertados.

- Bien. Entonces le sugiero que saque un perro aquí y que vigile periódicamente ese grupo de árboles en las próximas horas.

Espió los ojos del soldado. Concentró en ellos todo su ser consciente. Lentamente, con infinita lentitud, aguardó el giro instantáneo, como el de un cuerpo celeste que diera una vuelta alrededor de su órbita. Cedían. El soldado se cuadró y asintió.

- Sí, señor. Buena idea, señor.

Gant se llevó la mano a la gorra, sonriendo irónicamente. La barrera se levantó a una señal del centinela y pudo ver cómo uno de los hombres que estaban a la puerta de las garitas se metía dentro, presumiblemente para informar a los centinelas de la segunda barrera de que se permitía la entrada al oficial. Asintiendo, echó a andar, sintiendo la repentina debilidad de sus piernas, como si se hallaran lejos del resto de su cuerpo.

Los rotores de un helicóptero zumbaron con fuerza, como si su sentido del oído se hubiera agudizado de pronto. Miró arriba, obligándose a sí mismo a actuar de forma despreocupada; estaba delante de la puerta, que permanecía cerrada. Vio al centinela, con el arma lista, y a otro centinela que salía de la garita y hacía señas de que podía franqueársele la entrada. Gant sacó el carnet del bolsillo, arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

Asumió una actitud irritada por la espera, permaneciendo erguido, con las manos en las caderas y el gesto hosco. Observo con alivio que el centinela volvía a su actitud rutinaria. Se había visto frente a alguien de uniforme, de graduación superior, y lo había aceptado.

Se abrió la puerta; no la grande doble, sino una pequeña, para paso del personal, practicada en ella. Gant, con un gesto de fastidio, la cruzó y ésta se cerró ruidosamente tras él. Sin dignarse mirar a los centinelas, se metió por la senda que bordeaba la pista, hacia el hangar, tira todo lo que podía hacer para impedir que la oleada de adrenalina que lo inundaba por dentro lo indujera a lanzarse a la carrera. Los centinelas de la puerta lo habrían olvidado ya probablemente. En realidad, parecían taladrarle las espaldas con la vista. Tenía la camisa empapada de sudor por encima de la cintura. Los ruidosos latidos del corazón lo empujaban a la acción, a lanzarse a correr…

Cruzó la pista, saliéndose de la senda. Echó un rápido vistazo a su alrededor y luego se concentró en el frente. Se acercaba al hangar. Siguió la calle de rodaje que llevaba a él desde la pista propiamente dicha.

Un helicóptero zumbó arriba, y la corriente de aire de sus hélices le dio de lleno en la gorra y en la guerrera, sacudiéndole los pantalones. Sosteniéndose la gorra, levantó la vista. Vio una cara en la puerta abierta de la aeronave y le hizo un saludo, el saludo seco del oficial que tiene todo el derecho a estar donde está. El helicóptero viró en un estrecho círculo. El hombre de arriba le sonrió, lo saludó con la mano, y el vehículo se alejó. Sujetándose firmemente la gorra con la mano, Gant siguió andando.

Calculó que le quedaban menos de cien metros. Podía divisar a los centinelas de guardia a la puerta del hangar, ver el alarde de luz cálida sobre el cemento, oír los ruidos del metal confusamente devueltos por el eco. La pista de rodaje hacía una curva, se enderezaba luego y se perdía en la puerta abierta del hangar. Sintió cómo le latía más deprisa el corazón, cómo afluía la adrenalina al torrente sanguíneo, pero no como antes, no por el miedo que le producía calambres en el estómago y le subía por la columna vertebral; ahora era un sentimiento de júbilo, de excitación.

No podía pararse, quedarse con la boca abierta frente al hangar, pero se sentía invadido por el mismo repentino asombro que experimentaría un niño ante una exhibición. Gant era una persona de mentalidad muy simple. No había en su carácter ninguna auténtica complejidad. Lo único que siempre había sabido hacer, y maravillosamente, era pilotar aviones. Y en el hangar, que esparcía una cruda y cálida luz y devolvía en eco las voces y los ruidos, divisó el Firefox. Tenía el estilizado morro levantado apuntando hacia él, y vio las figuras de sus servidores, diminutos como insectos. Atareados en torno al resplandeciente fuselaje plateado. Dos inmensas tomas de aire brillaban oscuramente ante él, y tuvo la visión fugaz del borde de las alas… Se apartó enseguida. Su detención momentánea no resultaba rara en una persona recién incorporada al proyecto y llegada allí la noche anterior.

En la puerta del edificio de la KGB, centro de los servicios de seguridad anejo al hangar, había una actividad de distinta índole. Todo un símbolo, pensó Gant con un inusitado sentido poético: dondequiera que hubiese un logro de los soviéticos, estaría la KGB, unida como por un invisible cordón umbilical. Al verlo acercarse, los centinelas se cuadraron y por un momento pensó que pasaría inadvertido. Pero en ese momento se abrió la puerta, empujada por alguien desde dentro, y quedó frente a frente con el coronel Mijail Kontarsky, de la KGB, jefe de seguridad del proyecto Mikoyan. Llevándose los dedos a la gorra, se cuadró ante el. Era un hombre menudo, bajo, con aspecto de estar muy atareado, y advirtió el brillo de preocupación en sus ojos y el movimiento nervioso de que estaban poseídos.

Kontarsky lo miró.

- ¿Sí, capitán? -saltó, nerviosamente.

Gant comprendió su error. Había hecho ademán de dar parte a Kontarsky y detrás de éste, mirándole con cierta perplejidad, estaba Tsernik. Era para él un desconocido, y no tenía que haberlo sido. Tsernik lo habría visto sí hubiera llegado realmente con el destacamento de la GRU el día anterior, o al menos habría visto su expediente y su fotografía.

Sintió como un golpe en el estómago, como si alguien se lo estuviera retorciendo. A menos de cien metros del avión, había ido a darse de bruces con el jefe de los servicios de seguridad.

- Señor… He ordenado, sin su permiso, a los centinelas de la entrada de seguridad que pongan allí un perro… para tener controlada la faja de árboles -dijo en su tono normal de voz, conteniéndose con un esfuerzo supremo. Su mente le gritaba que saltara y echara a correr.

Kontarsky pareció necesitar unos segundos para recapacitar en lo que se le decía, como si estuviera concentrado en alguna otra cosa. Al fin, asintió:

- Buena idea, capitán, gracias.

Se llevó la mano a la gorra, rozándola con el guante, y pasó a su lado. Gant bajó la mano y volvió a subirla para saludar a Tsernik cuando éste lo siguió. Con un suspiro de alivio, comprendió que no le preguntaba nada. Se limitó a asentir, no mirándole ya con sorpresa, y lo dejó atrás.

Cuando se alejaban, oyó decir a Kontarsky:

- Ya es hora de detener a Dherkov… ahora que los otros se encuentran trabajando dentro, ¿no le parece Tsernik?

- Sí, coronel, desde luego. Me ocuparé de él inmediatamente… y de su mujer.

Gant no escuchó más. Cruzó la puerta y los centinelas permanecieron firmes hasta que desapareció dentro. Tuvo que apoyarse contra la pared del estrecho pasillo, sin darse cuenta del otro centinela que estaba allí de guardia, atacado por un repentino y poderosísimo sentimiento de alivio, hasta que escuchó:

- ¿Se encuentra bien, capitán?

Gant lo miró, sobresaltado. El soldado vio ante sí una cara blanca, sudorosa y excitada, una mano que se apretaba el estómago… y un uniforme.

- Algo me ha sentado mal… Creo que tengo una úlcera -añadió, en obsequio a la veracidad.

- ¿Quiere un vaso de agua, capitán? -El centinela se mostraba solícito.

Gant negó con la cabeza. Debía alejarse de allí. El incidente empezaba a resultar demasiado digno de recuerdo, y su cara demasiado familiar; el asunto correría de boca en boca en los comedores cuando el centinela saliera de servicio. Sonrió, en una mala imitación, y se enderezó.

- No… gracias, soldado. No. Ya se me han pasado los espasmos… -De pronto comprendió que se estaba mostrando demasiado humano, que respondía como si realmente tuviera una úlcera.

Se alisó la guerrera y se caló la gorra. Miró al soldado como si éste hubiera cometido alguna falta de respeto al interesarse por las dificultades de un oficial, y recorrió el pasillo a grandes zancadas, haciendo sonar vivamente las botas sobre el linóleo. Delante tenía las escaleras que llevaban al comedor de oficiales y a la sala de descanso de los pilotos.

Al subir los peldaños, mientras se desvanecían en su mente las últimas imágenes de los últimos minutos y se apaciguaban los enfebrecidos latidos de su corazón, pedía a su Dios que Dherkov, el correo, no supiera lo que él creía saber. Miró el reloj. Eran casi las tres. Faltaban más de tres horas. Se preguntó si el tendero sería un hombre valiente.

Había ya cinco personas en la retirada sala de operaciones de Aubrey: a los dos agentes de la CÍA y a los dos representantes del SIS se había unido un quinto hombre que vestía el uniforme de capitán de navío de la Armada de los Estados Unidos: Eugene Curtin, de la oficina del jefe de Operaciones Navales. Él era el responsable del reaprovisionamiento del Firefox, en el supuesto de que Gant consiguiera sacarlo según el plano y conducirlo en la dirección adecuada: al Norte, hacia el mar de Barents.

De unos cuarenta y tantos años y complexión robusta, era un hombre de anchas espaldas. Llevaba el pelo tan corto que parecía recién salido de algún campo de prisioneros de guerra. En su cara ancha, cuadrada y como cincelada, destacaban los ojos, de un vivo color azul. Acababa de introducir algunos cambios en la inmensa proyección cartográfica del océano Ártico, marcando en éste las últimas posiciones conocidas de los buques submarinos y de superficie rusos. Muchos, pensó Aubrey… Demasiados, ¡maldita sea!, como hubiera dicho Shelley.

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