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- ¡A un piloto, maldita sea, a un piloto! -La voz de Kontarsky sonaba aguda, casi histérica.

Baranovich divisó la menuda figura de Semelovsky saliendo del lavabo, al fondo del hangar. El hombrecillo se alejó de la puerta y empezó a cruzar el recinto, despreocupadamente según se apreciaba desde esa distancia. Baranovich permaneció atento. Un centinela lo había seguido hasta el lavabo. Se preguntó si saldría.

Semelovsky llegó junto a la sombra del PP Dos y el centinela no había aparecido aún. Baranovich sonrió, con una sonrisa de orgulloso triunfo. Semelovsky debía haberlo matado, quizá con una llave para tuercas o una llave inglesa. Se aflojó la chaqueta blanca que llevaba sobre el mono de trabajo, no por el frío sino para ocultar la pistola dentro de la pretina de los pantalones. Entonces hizo una señal con la cabeza, sin mirar a Kreshin. Sabía que éste la esperaba.

El trabajo en el avión había terminado poco después de las seis. Grosch, sospechando que Baranovich estaba demorando la finalización, pero interpretando erróneamente el motivo como simple miedo, había vuelto al restaurante con la mayoría de los otros técnicos y jefes científicos de equipo. Uno de ellos, Pilac, técnico electrónico como él, lo había saludado al salir, haciéndole un gesto como de impotencia. A Baranovich esa actitud le había llegado al fondo del alma, a pesar de su futilidad.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y tiró del interruptor de un diminuto transmisor. Inaudiblemente, éste empezó a emitir un sonido, con intervalos de un segundo, que advertiría a Gant del comienzo de la maniobra de diversión gracias al zumbador que éste llevaba sujeto al brazo. Cuando Baranovich pulsara de nuevo el interruptor, la señal se convertiría en un zumbido continuo, y entonces Gant debería bajar al hangar lo antes posible. Volvió la cabeza para calcular la distancia que lo separaba del centinela más próximo. Unos doce metros. Los centinelas seguían a la vista: contó cuatro en unos veinticinco metros, y a pesar de la hora no parecían cansados ni distraídos. Los relevos habían sido frecuentes.

Miró al otro extremo del hangar. Creyó atisbar, con el corazón saltándole en el pecho por adelantado, la llamita del encendedor o de las cerillas de Semelovsky. Casi inmediatamente se alzó ante sus ojos una columna de llamas. No pudo ver ya la figura inclinada de su compañero y no supo si éste se había inmolado en la repentina llamarada.

Se dio vuelta, sacando la pistola de la pretina. Un instante antes de que la columna de llamas se alzara y empezara a entorcharse en el techo del recinto había oído unos gritos detrás, en la garita. Apoyando el arma en el antebrazo doblado, disparó al estómago contra el centinela más próximo y se lanzó hacia Kreshin y hacia el fondo del hangar. Una bala punteó el fuselaje, sobre su cabeza, cuando echó a correr agachado, y alguien gritó «alto el fuego» para evitar que el Mig sufriera daños. Sonrió para sí mientras empujaba a Kreshin, quieto y como petrificado, y los dos se lanzaron a la carrera hacia el fuego, entre otros hombres que corrían.

La alarma empezó a soltar su estridente sonido, y a pesar de los incesantes ejercicios de lucha contra incendios que se habían practicado, Baranovich tuvo la impresión de que se lanzaba hacia el fuego una verdadera multitud. Entrevió la imagen confusa y vacilante de una figura menuda con chaqueta blanca ardiendo como una antorcha, y supo que era Semelovsky. Se metió la automática en el bolsillo y, hombro con hombro junto a Kreshin, se detuvo, con el grupo vacilante e indeciso, mientras el calor de las llamas les azotaba el rostro como un viento del desierto.

Pulsó el interruptor del receptor que llevaba en el bolsillo, rogando que su zumbido, ahora continuo, llegara a oídos de Gant. Uno de los centinelas, medio cegado, que tiraba de una manguera, lo empujó a un lado. Echó un vistazo al reloj. Las seis y trece minutos. Miró por encima del hombro. Por encima del gentío que lo empujaba pudo ver el cuerpo caído del centinela junto al Firefox, y también el círculo de hombres que rodeaban el avión. Comprendió que habían descubierto o que sospechaban lo que se pretendía con la maniobra, quién era el agente que estaba en Bilyarsk y lo que intentaba.

Adivinando que se trataba de una acción de diversión, no habían dejado el Mig sin vigilancia, la cuadrada figura de Tsernik dirigía la formación del círculo de soldados y vio al oficial subalterno que estaba al frente de las fuerzas de seguridad del hangar destacando a algunos hombres para que combatieran el fuego. Crepitó una voz por los altavoces, sobre el ruido de las llamas, que parecían haber hecho olvidar a los vigilantes el peligro que corrían. Las llamas se extendían por el suelo, como un río tumultuoso de lava, debajo del segundo avión, y el humo empezaba a engullirlos, cegando a los sirvientes de las mangueras y extintores.

Los altavoces ordenaron despejar la zona, convocando la atención de todos por encima del estrépito de la sirena de alarma y de un nuevo ruido: el del camión contra incendios, que se precipitaba en el caos del recinto desde su base en el hangar de producción.

Con el fuego a su espalda, mientras observaba acercarse el camión y advertía los movimientos de un segundo grupo de hombres, los del retén llamados urgentemente, se le ocurrió que sólo podía hacer una cosa. Los buscaban a Kreshin y a él. Llamaría la atención sobre sí, atraería sus disparos, trataría de romper el cerco sobre el Mig. Avanzó hacia el grupo de espectadores que se retiraba para dejar paso al camión. Miró a la puerta por la que Gant debía ingresar en el hangar. Ni rastro de él.

Al principio, la señal del zumbador fue un tic muscular, ni siquiera un sonido para Gant, consumido por las llamas de su delirio. Seguía en la misma postura desmadejada, rígidamente desplomado, inmóvil en la taza del retrete, con el cuerpo empapado de sudor. Le latía algo en el brazo, pero no podía moverse para rascarse, para restregarse. El desvarío tocaba a su fin, y él aguardaba pacientemente su liberación. No había necesidad de moverse, de luchar. Después de lo mal que se había sentido, empezaba a sentir el reflujo, y las imágenes sueltas se deshacían como chispas heladas, como fotografías de su pasado en un álbum parpadeante.

El ruido, el zumbido cada segundo, le roía el cerebro. Una parte de éste, la que le conocía en todo momento el progreso del desvarío, impotente sin embargo para impedirlo o acallarlo, reconocía en ello una señal, y como una mano con los dedos congelados tanteaba para descifrar su significado. Tenía algo que ver con una alerta… No una alerta como las demás, un toque de rebato…

Con repentina y aterradora lucidez supo qué ocurría cuando percibió ante sí la imagen del Firefox en una de las fotografías; luego, llegó el recuerdo del simulador de la cabina que se había construido para él, en la que había aprendido… Supo qué ocurría. Baranovich. Vislumbró la expresión juiciosa de su cara, mirándole amistosamente, con olímpica compasión, entre las llamas.

El tic y el ruido se coordinaron. El zumbador, sujeto al brazo por Baranovich con cinta adhesiva… Las instrucciones recibidas se filtraron en su mente, como piedras que cayeran irregularmente en un charco oscuro de agua. El zumbido era la alerta… Aguardó a oír el zumbido continuo, que era la llamada.

Intentó moverse. Experimentaba la sensación de luchar con una ola que lo mantenía clavado donde estaba… Luchó… lo intentó de nuevo. Al fin lo logró.

El baño quedó enfocado en su campo de visión y sacudió la cabeza, restregándose las mejillas con las manos rígidas. Era como si regresara de la muerte; mucho peor que un «viaje» de la droga… El ruido del agua, que seguía cayendo, se infiltró en su mente como un sonido lejano, que no tuviera nada que ver con el crepitar de las llamas. Siempre había temido moverse en tal estado, antes de que acabara el desvarío. Ahora tenía que hacerlo.

Abrió la puerta del baño tirando torpemente del pomo con una mano que parecía una garra yerta. La entornó detrás de sí. Notó un dolor, sordo y distante, en el muslo. Un cardenal. Se lo debía haber hecho él mismo.

Se acercó envaradamente, como si estrenara las piernas, al armario donde creía recordar que había guardado el traje de presión de Voskov. Tenía que ponérselo…

El zumbido es la alerta; espere al ruido continuo, que es la llamada. Dentro de él sonreía Baranovich; lo recordaba en aquel instante en la habitación de Kreshin, con la taza de café en las manos… Vio su cara desde el mismo ángulo que ocupaba reclinado en la cama.

Se le cayó el traje al suelo y se inclinó dificultosamente para cogerlo. Se quitó el zumbador y lo tiró al suelo del armario. Empezó a luchar con sus piernas, a meterlas en la rígida e inexorable prenda. El sudor que le corría le daba una ventaja.

Otro sonido llamó la atención de su embotada conciencia… Una alarma, debía ser una alarma de incendio. Había empezado la maniobra de diversión. Era una señal para que apremiara sus esfuerzos. Daba paso a una nueva fase, introducía un nuevo tempo. Se debatía con el cierre, el cierre vital que era su única protección contra los desastrosos efectos de las fuerzas de aceleración que encontraría en el Firefox. Era una tarea que exigía habilidad, más de la que él estaba en condiciones de desplegar. Pero tenía que hacerla bien… Supondría su muerte, con tanta seguridad como una avería mecánica del avión, más ciertamente aún. Intentó concentrarse.

No le resultaba fácil, pero la conocía. Sabía lo que tenía que hacer. Se esforzó por prestar atención mientras percibía su propia respiración jadeante.

El zumbido es la alerta; espere al ruido continuo, que es la llamada, le decía Baranovich por encima del pánico.

Por fin terminó. El traje le resultaba caliente, sofocante, pegajoso, a causa de sus frenéticos esfuerzos. No había tenido tiempo de ponerse ropa interior seca. Tomó el casco de piloto del estante, miró dentro y no sacó nada en claro de los contactos y sensores del sistema de guía mental. Baranovich los había comprobado el día anterior.

Se puso el casco, bajó de un golpe el visor, y las llamas, en el esfuerzo agonizante del desvarío por adueñarse de su conciencia, crepitaron en su imaginación.

Espere al ruido continuo, que es la llamada, cuchicheaba Baranovich por sobre el fragor de las llamas.

Ya no escuchaba el zumbido. Del receptor del armario llegaba un pitido confuso y penetrante. Tomó del estante la radio de transistores y se quedó mirando el pequeño objeto negro que había dentro, con el aspecto de un paquete de cigarrillos. Todo lo que había de siniestro en él, ahora que habían desaparecido los transistores y pilas, era una placa de circuito impreso.

El pitido continuo es la llamada.

Echó a anchar envaradamente hacia la puerta.

El gentío empezó simplemente a desaparecer, a amontonarse a ambos lados de los dos judíos. Ya estaban aislados, y marcados. No tenían dónde ocultarse, dónde refugiarse. Un grupo de soldados avanzaba lentamente en semicírculo hacia ellos, a través del humo que empezaba a llenar el hangar y escapaba en espirales por las puertas abiertas. La cabeza de Tsernik quedaba tapada por el megáfono que se había llevado a los labios, y oían su vez metálica, amplificada:

- ¡Arrojen las armas… ahora mismo, u ordenaré abrir fuego! ¡Tiren las armas… inmediatamente!

No podían hacer nada. Al camión se le había unido con ronco ruido otro vehículo gemelo, y las unidades de lucha contra incendios cubrían de espuma el avión y el suelo del hangar, ahogando el fuego de Semelovsky, su pira funeraria. A su alrededor, los técnicos y científicos, unos con chaqueta blanca, otros con el mono de trabajo, después de haberse lanzado contra las llamas y de retirarse como una ola menguante, retrocedían como ante unos apestados o deformes. Baranovich y Kreshin habían quedado atrapados entre la media luna de soldados que se aproximaban y la de las brigadas que combatían el incendio detrás de ellos. Baranovich notó el descenso de la temperatura cuando la espuma extinguió las llamas debajo del segundo Mig. Alrededor del primer avión, el de Gant, el círculo de soldados se había reducido, aunque no todos habían dejado su puesto.

¿Dónde estaba Gant? Había pulsado el interruptor. La llamada debia haberle llegado ya. Si no aparecía en cuestión de segundos por la puerta que llevaba al edificio de los servicios de seguridad y a la sala de descanso de los pilotos, los soldados los detendrían y volverían a formar alrededor del Mig. Los relucientes laterales plateados del avión reflejaban la luz de las mortecinas llamas. El fuego no había llegado a los depósitos de combustible del segundo Mig, como hubieran deseado. Para fortuna de los soviéticos, aún podría volar.

Detrás de ellos parecía haber una pared de ruido que los empujaba casi con violencia física. Delante, un cono de silencio, cuyo vértice formaban ellos dos y que completaban los soldados en su lento avance. Fue una de las más poderosas imágenes visuales de su vida: los hombres acercándose y luego, martilleándole los oídos, un silencio que se podía palpar.

Sonó a su lado un disparo de pistola y el sonido pareció desvanecerse, como si se amortiguara. Vio caer a un centinela, y a otro dar tumbos hacia un lado. Demasiado fácil, pensó; están demasiado cerca, como cuando avanzaban los alemanes en la defensa de Stalingrado… Demasiado cerca… La mente no le dictó la orden de disparar. La pistola, inútil, seguía en el bolsillo.

- ¡Tiren las armas, u ordenaré abrir fuego! -insistió la distante voz metálica.

No oyó la orden, pero vislumbró los fogonazos y percibió, más que vio, cómo era arrancado Kreshin de su lado. Luego, con creciente agonía y con la terrible revulsión de la conciencia de muerte, sintió su cuerpo punteado por las balas y la chaqueta rasgada por pequeñas detonaciones. Se sintió viejo. Vaciló, inseguro de su equilibrio. Dio un traspiés hacia atrás y se desplomó desgarbadamente, quedando sentado en el suelo, como un niño que aún no sabe andar bien y vacila. Le pareció que se apagaban las luces del hangar y rodó sobre sí mismo, como un muñeco inseguro al que se empujara hacia un costado. Tenía los ojos firmemente cerrados, apretados con fuerza para evitar el terrible momento de la muerte, y al golpearse sordamente de bruces contra el suelo de hormigón no vio a Gant, una sombra indistinta parada en la puerta del hangar. Baranovich murió creyendo que no llegaría.

Desde donde se hallaba, Gant divisaba algo con una chaqueta blanca en el suelo y un círculo de soldados que se acercaban con precaución. Distinguió la rubia cabeza de Kreshin y sus piernas torcidas en la descuidada actitud de la muerte violenta. El avión no estaba a más de treinta metros.

Al fondo del hangar había ocurrido un incendio. Vio los dos camiones extintores y el fuselaje empapado de espuma del segundo prototipo en el momento en que era remolcado lejos de los materiales que ardían sin llama y que habían causado y mantenido el fuego.

Los ocupantes del hangar parecían ya en condiciones de volver a concentrar su atención en el Firefox. Casi demasiado tarde; demasiado tarde, en realidad, pensó… La excusa para sacar el avión del recinto prácticamente había desaparecido, una vez extinguido el fuego. Junto a la pared del hangar estalló una llamarada y vislumbró detrás de él a un bombero con el traje de amianto. Oyó la sorda sacudida de la explosión de un bidón de combustible. El segundo prototipo estaba a salvo, pero los hombres que lo remolcaban con un tractor se esforzaban por alejarlo algo más. Era su oportunidad.

Sus piernas seguían aún rígidas, rebeldes, después de la parálisis histérica, pero las obligó a salvar a grandes pasos los treinta metros que lo separaban del Firefox.

La escalerilla del piloto que Baranovich había usado para supervisar el trabajo de Grosch continuaba en su sitio y empezó a subir sus peldaños. Cuando se inclinaba sobre la cabina, lo llamó una voz desde abajo.

- ¿Coronel Voskov?

Miró a su alrededor y luego bajó la vista hacia el rostro joven, agitado, sudoroso del hombre que le hablaba. Llevaba uniforme de oficial subalterno de la KGB y empuñaba una pistola.

- ¿Sí?

- ¿Qué hace, coronel?

- ¿Qué diablos cree que estoy haciendo, imbécil? ¿Quiere que se estropee este avión como el otro? Lo estoy sacando de aquí, eso es lo que hago.

Pasó las piernas sobre el borde de la ventanilla y se dejó caer en el asiento del piloto. Sin dejar de mirar al joven oficial, tanteó con las manos en busca de las correas del paracaídas y se lo abrochó, sujetándose luego al asiento.

El oficial había retrocedido un par de pasos para verle con claridad. El protector visual de color del casco, combinado con la mascarilla de oxígeno, no le permitían saber con certeza si quien ocupaba el lugar del piloto era el coronel Voskov. Por un momento permaneció irresoluto. Echó una rápida mirada al hangar. Desde luego, observaba cómo remolcaban hacia ellos el segundo Mig-31, desde el fondo, y aunque parecía hallarse a salvo aún quedaban llamas y humo del incendio. Tsernik lo había indicado, que nadie, por orden expresa del coronel Kontarsky, debía acercarse al avión. ¿Rezaba eso con el piloto?

Gant hizo caso omiso del hombre de la KGB y pasó con toda rapidez a las comprobaciones previas a la salida. Conectó el equipo de radio y comunicaciones, buscando el lugar del enchufe instintivamente, como si conociera el avión desde siempre. El simulador que se había construido para él en Langley (Virginia), en la sede central de la CÍA, partiendo de las descripciones y fotografías clandestinas de Baranovich y de las proyecciones hechas en el ordenador, demostraba ahora su valor. Conectó el casco al sistema de armamento mediante una simple clavija parecida a la de la radio. Metió después la clavija en un enchufe de un lado del asiento. Era el último perfeccionamiento del sistema de armamento del Mig: si se veía obligado a lanzar el asiento, conservaría el control del mecanismo de destrucción, para impedir que cayera en manos del enemigo cualquier pieza o fragmento del armamento del avión y de su sistema de control.

Echó una rápida mirada al hombre de la KGB, mientras simulaba consultar alguno de los indicadores. El oficial permanecía aún perplejo, reacio. Gant conectó el suministro de oxígeno y luego acopló el de emergencia. El próximo paso fue conectar el dispositivo anti-aceleración en el enchufe previsto en su propio traje de presión, debajo de la rodilla izquierda. Bombearía aire al traje para contrarrestar los efectos de las fuerzas de aceleración sobre su sistema circulatorio. Como medida de precaución, comprobó que el aire se bombeaba rápidamente, y asimismo los indicadores que confirmaban su reacción corporal. Funcionaba.

Tenía que seguir sin vacilaciones la rutina anterior a todo vuelo, pero sin perder un segundo. Comprobó los indicadores: flaps, frenos y combustible. Los depósitos estaban llenos; tenían que estarlo, porque, una vez sentado allí, ni siquiera conocía la naturaleza o la posición del punto de reaprovisionamiento.

Una cosa más. Sacó de un bolsillo de la pernera la radio de transistores, la destapó, quitó una cinta adhesiva y sujetó al panel de instrumentos una anónima colección de circuitos, encerrada en una cajita negra tal delgada como un barquillo, diseñada en Farnborough para su uso exclusivo, rogando en silencio para que no hubiera sufrido daños en los últimos días. Si los había sufrido, nunca lo sabría.

Se encontraba listo. Había terminado en unos instantes las operaciones de rutina. El segundo Firefox estaba sólo a unos metros por delante, remolcado por el tractor. Tenía poco tiempo para convencer al oficial de abajo. Lo miró, haciéndole con la mano un gesto para que se retirara y gritándole:

- ¡Se quedará sin cabeza si no se mueve de ahí! -Se pasó un dedo por la garganta y señaló el ala y la toma de aire detrás del ruso.

Este miró, comprendió, y el instinto de conservación lo hizo echarse a un lado, desplazando la escalerilla consigo.

Gant sonrió, se relajó y volvió a concentrar su atención en el avión. Abarcó con la mirada la puerta del hangar por la que había entrado hacía quizás un minuto. Vio a Kontarsky, con la cara lívida y el brazo extendido, apuntando hacia él. Había varios hombres a su lado, quizá media docena, ocupando todo el espacio abierto de la entrada. En un acto puramente reflejo, pulsó el mando de la capota y ésta se abatió automáticamente, cerrándose por un dispositivo electrónico. Aseguró el cierre a mano, como nueva comprobación de rutina. Quedaba aislado en la máquina. Ya formaba parte de ella.

La niebla, el letargo, la náusea del desvarío habían desaparecido. Curiosamente, no se sentía ni siquiera exaltado. Era tan sólo una maquinaria funcionando con suavidad dentro de otro mecanismo. La exaltación vendría después.

Comprobó la presión del aire en la cabina; luego, tendiendo la mano, pulsó conjuntamente los interruptores de encendido, conectó los motores arrancadores, abrió la llave de alta presión y, sin vacilar, pulsó el botón de arranque.

En el centro aproximadamente del fuselaje oyó una doble explosión, como el ruido de un cañón del calibre doce junto a sus oídos, cuando el cartucho de arranque empezó a funcionar. Salieron de los motores dos bocanadas de humo tiznado. Notó un respingo rápido, ascensional, cuando las grandes turbinas elevaron la potencia; comprobó que los instrumentos giroscópicos estaban conectados. Advirtió la luz destellante que indicaba que había olvidado la bomba de sobrepresión, conectó ésta y la luz desapareció del panel. Le ayudó abriendo gas, vigiló los cuentarrevoluciones hasta que marcaron veintisiete por ciento y los fijó ahí. Echó un vistazo por la ventanilla. Kontarsky y dos de sus hombres, como galvanizados por las explosiones de los cartuchos de arranque, se acercaban, pero en comparación con la velocidad de sus propios actos y reacciones lo hacían con lentitud, como si estuvieran buceando… Demasiado lentamente para poder detenerlo ya. Vio alzarse una pistola y escuchó un chasquido en la parte externa de la cabina, que sonó inofensivamente.

Sin apartar la vista del termómetro del conducto del reactor, abrió gas hasta leer cincuenta y cinco por ciento y notar que el gemido aumentaba regularmente. Soltó los frenos.

El Firefox, liberado de la restricción de los frenos, brincó, más que rodó, hacia la entrada del hangar, por la que Gant podía ver el amanecer despuntando en el cielo. Varios hombres se precipitaron hacia las puertas tratando de cerrarlas, pero también ellos se movían con una lentitud exasperante, ridícula y llegarían tarde, demasiado tarde. Comprobó los indicadores y las bombas de sobrepresión, salió por la puerta y entró en la calle de rodaje.

Distinguió por el retrovisor unas figuras que corrían atrás, ridículamentee atrás, cuando el Firefox enfiló la pista de despegue.

Viró hacia ésta sirviéndose del timón de dirección y del frenado diferencial. Al enderezar el avión, volvió a comprobar todo.

Respiró profundamente una vez y abrió todo el gas. Empujó la palanca adelante hasta el tope y permitió el recalentamiento de los grandes motores. Sintió su potencia como un tremendo empujón por la espalda y un estremecimiento casi sexual delante. Fue un instante de exaltación, de orgullo, puro. El avión cobró velocidad. A 240 kilómetros por hora brincaba sobre los bordes de las losas de la pista. A 250, accionó los mandos elevadores y el Firefox perdió contacto con tierra. Se produjo aún un tirón cuando desapareció la resistencia al avance debida al contacto con la pista. Plegó el tren de aterrizaje.

El Firefox bamboleó las alas cuando lo controló demasiado, no acostumbrado aún a la calidad y finura del sistema de control de potencia. En pocos segundos ganó altura abruptamente.

Bajo el sol naciente vio cómo fulgía el metal de la derecha del morro. Tiró hacia atrás y echó la palanca a la derecha. Notó la presión de la antiaceleración en el viraje, balanceó el avión y niveló las alas. Miró a la izquierda, y luego abajo y detrás. Un Tupolev TU-144, que supuso llevaría al Primer Secretario, estaba virando para la aproximación a la pista de Bilyarsk. Miró el altímetro. Casi dos mil quinientos metros.

Hacía quince segundos que el tren de aterrizaje había perdido contacto con el suelo. Estaba a mil seiscientos kilómetros de la frontera… de la frontera más cercana. Cuando notó en los costados, bajo los brazos, el sudor de la reacción debida a la inminencia de la colisión evitada, sonrió con plena complacencia. Lo había logrado. Había robado el Firefox.

Segunda Parte



El


vuelo

SEIS


Contramedidas

Cuando Kontarsky subió a bordo del Tupolev-144, un momento después de que el gigantesco avión supersónico se detuviera en la pista de Bilyarsk, corriendo por la escalera rodante a la que había subido en el hangar, al Primer Secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética ya se le había comunicado por la UHF de la cabina de vuelo la noticia del robo del Mig-31. Al ser guiado hasta la sección de mando militar del avión, situada a continuación del compartimiento de pasajeros y equivalente a la sala de mando en caso de guerra que había a bordo del avión presidencial de los Estados Unidos, Kontarsky se vio derecho ante un consejo de guerra. La sala estaba inundada ya por el denso humo de los cigarros.

Saludó rígidamente y mantuvo la mirada fija en el frente. Todo su campo de visión lo ocupaba la parte de atrás de la cabeza de un operador de radio, al otro lado de la habitación con forma de cigarro. Sabía, sin embargo, que los ojos de los destacados ocupantes del recinto se hallaban fijos en él. Una intuición que se deslizaba por su piel como algo húmedo le indicaba la situación de cada uno de aquellos poderosos hombres. Sabía que todos lo observaban con expectación. Notaba los detalles de la expresión de cada rostro. Directamente delante, rodeando la mesa, que tenía forma circular y disponía de un equipo capaz de proyectar sobre ella un mapa en relieve de cualquier parte de la Unión Soviética, de cualquier parte del mundo, estaba sentado el Primer Secretario; a su derecha, Kutuzov, mariscal de la Aviación Soviética, as de la Segunda Guerra Mundial y comunista de la línea dura, de la escuela estalinista; y a la izquierda del Primer Secretario, Andropov, presidente de la KGB y su superior último. Era esa tríada la que lo tenía tan aterrado, la que había convertido en minutos, en horas interminables, los segundos transcurridos desde que cruzó la puerta custodiada de aquel recinto…

Fue el Primer Secretario quien habló. Kontarsky, rígidamente cuadrado al no habérsele indicado que descansara o se sentara, vio de soslayo su mano apoyada sobre la manga del traje de Andropov, como si intentase frenarlo, y captó el brillo de un retroproyector reflejado en los cristales de las gafas con montura de oro del presidente de la KGB.

- Coronel Kontarsky… explíquenos lo que ha sucedido -dijo el Primer Secretario con su voz suave, autoritaria.

Parecía no tener prisa. No se oía en la habitación ningún otro sonido, salvo el siseo de una radio. Hacía cerca de tres minutos que Gant había despegado en el Mig y, sin embargo, no parecía haberse tomado ninguna medida.

Ahora que él había fracasado, Kontarsky mostraba un afán casi histérico por alentar y exhortar a los esfuerzos precisos por salvar -o destruir, suponía- el avión robado.

Vaciló.

- Un norteamericano… -empezó y tosió. Mantuvo la mirada fija en el frente, en el peludo cuello del operador de radio-… un piloto norteamericano llamado Gant es responsable del robo del Mig-31, señor.

- Muy al contrario, coronel, el responsable es usted -replicó el Primer Secretario, con la voz preñada de amenaza, de humanidad-. Continúe.

- Se infiltró en los edificios del complejo con la ayuda de varios disidentes judíos, que ahora están muertos.

- Mmm. Pero presumo que no habrán muerto antes de decirle a usted lo que quería saber, ¿no?

Kontarsky bajó su mirada a aquel rostro ancho y arrugado. Era un rostro enérgico. Siempre le había dado esa sensación al contemplarlo. Los ojos eran como astillas de piedra gris.

- Nosotros… no conseguimos nada -consiguió articular.

Hubo un silencio. Advirtió que el operador de radio se erguía en su silla, como si estuviera tenso. Cuando su mirada retornó a la mesa circular, pudo ver que el Primer Secretario daba unos golpecitos con su fuerte y veteada mano en la manga del traje oscuro, discreto, del presidente de la KGB, como conteniéndolo.

- ¿No… no sabe cuál será el destino del Mig-31? -oyó que le preguntaba el Primer Secretario.

- ¿No sabe nada? -intervino Kutuzov, excitado.

Kontarsky captó cómo el Primer Secretario echaba una fugaz mirada al anciano mariscal, en uniforme de gala, con la guerrera azul oscuro ornada de insignias y condecoraciones montadas unas sobre otras. El antiguo piloto guardó silencio.

- No -dijo Kontarsky, y su voz sonó débil y llana, como si la sala apagara el sonido, privándole de reverberación.

- Muy bien -manifestó el Primer Secretario después de unos segundos de un silencio pesado, opresivo. En el mismo instante, Kontarsky supo que aquello significaba su ruina. Para el Primer Secretario y para todos los demás, militares y miembros de la KGB, que rodeaban la mesa, había dejado de existir-. Póngase usted mismo bajo estrecha vigilancia, coronel.

Los labios de Kontarsky temblaron y por una vez miró de lleno a los ojos del Primer Secretario. Era como observarse en un espejo que se negara a reflejar su presencia física.

- Queda relevado del servicio.

Cuando Kontarsky abandonó la sala y la puerta se cerró suavemente tras él, el Primer Secretario desvió la mirada hacia el mariscal. Hizo un gesto de asentimiento y se volvió hacia Andropov.

- Ahora -dijo- no es momento de recriminaciones. Eso vendrá luego. A mí me parece evidente que esto es una operación de la CÍA, un intento desesperado de acabar con la enorme ventaja en la supremacía aérea que el avión había otorgado a la Unión Soviética. No conocemos nada más que el nombre del piloto y su expediente oficial. Éste no nos dirá nada útil. Cada segundo que pasa, el Mig-31 se aleja más y más de nosotros, hacia… ¿hacia dónde, Mijail Ilich?

El mariscal echó una rápida mirada por encima del hombro a un operador que se encontraba ante un pequeño pupitre.

- Pónganos el mapa «Manada de lobos» de la Unión Soviética. ¡Pronto! -ordenó.

El operador pulsó unos botones obedeciendo instantáneamente y, cuando los ocupantes retiraron de la mesa las manos, los paquetes de cigarros y las cajas de cerillas, apareció en ella un mapa en proyección de la Unión Soviética, salpicado de puntitos de varios colores. Tenían ante sí el diagrama de las formidables defensas exteriores de su país. El Primer Secretario se inclinó hacia la mesa y señaló con el dedo un lugar en el mapa.

- Bilyarsk -indicó. Trazó con el dedo un círculo alrededor del área que había indicado-. Ahora, ¿en qué dirección ha ido?

- No lo sabemos, señor -respondió Kutuzov, con voz ronca. Había sufrido una operación de cáncer en la garganta hacía dos años y la voz se le había reducido a un seco y cansado murmullo.

Miró al otro lado de la mesa, por encima de la brillante proyección del mapa, a Vladimirov, el oficial alto, de finos rasgos, pelo gris y ojos azul claro, que estaba sentado enfrente. La serenidad y confianza que inspiraban esos rasgos lo ayudaron a recobrar algo de su calma después del golpe del robo del Mig. Había quedado anonadado, momentáneamente paralizado, por lo ocurrido. El golpe personal había sido más directo aún que el de la defección de Belenko en un Foxbat hacía cuatro años. Aún podía ver mentalmente el brillante y veloz resplandor del fuselaje del avión delante del Tupolev, cobrando altura a gran velocidad. Una visión fugaz; en eso había consistido todo.

Luego, por la UHF, habían recibido la información de que un avión no autorizado había despegado de la pista principal que veían abajo, a la luz incipiente. Repentina y dolorosamente había comprendido de qué avión se trataba, aun antes de que llegara la confirmación, incluso antes de que aterrizaran, y su gigantesco avión dando un brinco enfilara la pista. Alguien, un norteamericano, había robado el avión más espectacular que la Unión Soviética jamás hubiera producido… Robado…

- ¿Qué cree usted, Vladimirov? -preguntó.

El aludido inspeccionó el mapa y luego levantó la vista dirigiendo los comentarios al Primer Secretario. El general Med Vladimirov, comandante de la fuerza táctica de choque de la Aviación soviética, la «Manada de lobos», como era conocida, estaba preocupado. También él se daba cuenta del problema -como rastrear a un avión imposible de ser detectado-, pero no tenía intención de revelar sus dudas al Primer Secretario. Cuando el letargo pareció abandonarlo, empezó a hablar.

- Propongo un despegue rápido escalonado por sectores, señor -dijo de pronto directamente- en dos zonas. Hemos de poner todos los aviones que podamos a lo largo de nuestras fronteras Norte y Sur.

- ¿Por qué ahí?

- Porque -explicó, mirando el mapa- ese lunático tiene que repostar si quiere llevar el avión a un lugar en que esté completamente seguro. No lo hará en el aire; lo sabríamos en seguida si lo estuviera esperando algún avión cisterna sobre territorio neutral u hostil a nosotros.

- ¿Qué autonomía de vuelo posee este avión? -preguntó el general Leonid Vorov, sentado al lado de Vladimirov.

Era el comandante de la Sección de Contramedidas Electrónicas de la Aviación soviética. Él sería quien, en caso de un ataque de Occidente, coordinara las defensas de radar y de misiles con las defensas aéreas.

- Debía tener los depósitos llenos -dijo Kutuzov-. Por lo tanto posee casi cinco mil kilómetros de autonomía como máximo, dependiendo de lo que este norteamericano sepa y de cómo maneje el avión.

- Lo cual lo colocaría aquí… o aquí -explicó Vladimirov, señalando con la mano el océano Ártico y saltando luego sobre el mapa para indicar la frontera con Irán y finalmente el Mediterráneo.

- ¿Por qué tiene que ir al Norte o al Sur, Vladimirov? -preguntó el Primer Secretario.

Su voz tenía de pronto un tono impaciente y todo su cuerpo parecía ávido de actividad, como si la sangre volviera, hormigueante, a sus miembros después de un calambre.

- Señor, porque cualquier piloto que se arriesgara a cruzar las defensas de Moscú estaría cometiendo un suicidio… ¡incluso en un avión que no pudiera ser detectado por el radar!

Hubo un breve silencio. Todos los hombres de la sala, los cinco que estaban sentados en la mesa circular y los centinelas, responsables de las claves, operadores de radio y ayudantes de los altos mandos, todos comprendieron que se había pronunciado lo impronunciable. El robo del Mig por aquel norteamericano los había privado de lo único que les daba ventaja: el sistema antiradar que llevaba el avión entre sus defensas.

- ¡Funciona demasiado bien -gruñó Kutuzov en su característico murmullo-, funciona condenadamente bien!

- ¿El norteamericano lo sabe? -preguntó Andropov, abriendo la boca por primera vez.

Todos se volvieron hacia el melifluo y educado presidente de la KGB. No parecía abatido por el fracaso, el monumental fracaso, de uno de sus oficiales. Vladimirov esbozó una sonrisa. Con un Primer Secretario proestalinista, pensó, quizá se consideraba casi intocable. Siguió observando por encima de la mesa al hombre que tenía el aspecto de un próspero y eficiente empresario occidental y no el de jefe de la fuerza de policía y de servicio de información más poderoso del mundo.

- Tiene que saberlo -contestó Vladimirov, con voz gélida-. Su encargado del servicio de seguridad debe haber dejado muchas brechas abiertas, señor presidente, para que la CÍA haya podido llegar tan lejos.

El Primer Secretario dio un golpecito sobre la mesa y el mapa osciló momentáneamente bajo el impacto.

- ¡Nada de recriminaciones! ¡Nada! Quiero hechos, Vladimirov… ¡y pronto! ¿Cuánto tiempo tenemos?

Vladimirov consultó su reloj: Eran las seis y veintidós. El Mig llegaba en el aire siete minutos.

- Tiene por delante más de mil quinientos kilómetros hasta llegar a la primera frontera soviética, señor. Volará la mayor parte del tiempo a velocidad subsónica, porque querrá ahorrar combustible y porque no deseará revelar su trayectoria con la estela supersónica… Tenemos más de una hora, aún en el caso de que vuele directamente.

- ¿Una hora? -El Primer Secretario comprendió que se movía en un medio extraño, que Vladimirov y los otros expertos militares tenían una escala de tiempo en la que los minutos se acortaban, se hacían elásticos, en la que podía llegar a efectuarse cualquier cosa. Añadió-: Es bastante. ¿Qué sugiere usted… Kutuzov?

- Como ha propuesto el comandante de «Manada de lobos» señor, un despegue rápido escalonado y por sectores. Tenemos que ordenar la búsqueda de ese avión, una búsqueda visual. Debemos crear en el espacio una cubierta aérea, una red en la cual será atrapado. Todas las escuadras de «Manada de lobos» y de «Caza del oso» conocen bien esa secuencia. No deja ningún agujero, ningún hueco. Basta con que la hagamos en el orden inverso. Empezará «Caza del oso», buscando al norteamericano en la zona que se halla a cuatrocientos cincuenta kilómetros de nuestras fronteras… «Manada de lobos» puede despegar al mismo tiempo y patrullará las líneas fronterizas.

- Ya entiendo. -El Primer Secretario se quedó momentáneamente pensativo, callado; luego, agregó-: De acuerdo.

Hubo un cierto descenso de la ansiedad en el Centro de Mando de Guerra del Tupolev. Desde esa misma sala, en caso necesario, sería ordenado por el Primer Secretario el comienzo de la operación Armagedón… Una réplica, en suma, salvo por el tamaño, del Centro análogo situado en el corazón del Kremlin. Para el dirigente soviético, y para los restantes miembros del Alto Estado Mayor allí presentes, era aquél el único revés de la fortuna en esa madrugada en que tenían en sus manos el centro nervioso del sistema defensivo soviético. Desaparecida la ansiedad, fue sustituida por el impetuoso soplo de la tensión, la misma que siente el corredor sobre la línea de llegada, la que precede a la actividad violenta.

- Gracias, señor -dijo Vladimirov. Se levantó, inclinó su alta figura sobre la mesa y examinó las zonas de color que delineaban la topografía del mapa, escogiendo los puntitos que indicaban las bases de sus escuadras y los emplazamientos de misiles relacionados con ellas-. Señale en el mapa la situación de «Caza del oso» -ordenó.

Mientras observaba, aumentó el número de puntos de color, que llenaron los espacios continentales del mapa a intervalos regulares. Pasó la mano por encima del mapa, sonriendo abiertamente, y dijo:

- Despegue rápido, con instrucciones de búsqueda, y en secuencia SSS, de las escuadras de los sectores Blanco a Rojo, y Verde a Castaño. Despegue de las escuadras «Caza del oso», con las mismas instrucciones, G a N.

Se acarició la barbilla y permaneció escuchando el bisbiseo de las máquinas cifradoras, aguardando la transmisión de las señales en clave al oficial de comunicaciones, un joven coronel sentado ante un pupitre detrás de él y que tenía alineados a su lado a sus tres ayudantes.

Cuando empezó la transmisión a alta velocidad. Vladimirov miró al Primer Secretario y le preguntó:

- ¿Qué quiere hacer cuando vean al Mig?

Éste lo observó fijamente un momento y respondió:

- Quiero hablar con ese norteamericano que ha robado el último juguete de la Aviación soviética… Consiga la frecuencia… Si no quiere aterrizar cuando se le ordene, será destruido… ¡por completo!

El sistema de navegación inercial incorporado al Firefox estaba representado en el tablero de instrumentos por una pequeña pantalla parecida a las de las calculadoras de bolsillo. Tenía además una serie de botones, como «Derrota», «Rumbo», «Velocidad absoluta» y «Coordenadas». Facilitándole información conocida sobre la navegación, el ordenador de a bordo la procesaba y la expresaba en forma de distancia pendiente de recorrer o tiempo preciso para salvar esa distancia. Iniciando los programas del ordenador en un momento y posición conocidos, éste medía los cambios necesarios de velocidad y de rumbo, y mantenía la derrota. Lo normal era confirmar los datos que aparecían en pantalla por medios más convencionales, como la observación visual de los accidentes del terreno.

Gant tenía una cita en el espacio, al nordeste de Volgogrado, con el avión civil que efectuaba el vuelo de la madrugada procedente de Moscú; daría a entender así que volaba hacia la frontera meridional de la Unión Soviética, idea que deseaba vivamente despertar en quienes estuvieran encargados de coordinar su búsqueda.

Redujo gases ligeramente, manteniendo la velocidad en algo más de 900 kilómetros por hora. No había lanzado hasta entonces al Firefox a la velocidad supersónica porque, volando a casi 4.500 metros, que era su altitud entonces, la estela supersónica habría señalado como una saeta gigantesca la dirección que llevaba a quienes tuvieran ojos para ver y oídos para escuchar. Faltaban veintitrés minutos para la cita.

Había hecho una detenida inspección del equipo de a bordo. En su mayor parte, sobre todo los dispositivos de comunicaciones y de radar, figuraban ya en el simulador de Langley y eran de un tipo muy parecido al desarrollado en los Estados Unidos. No eran ellos la razón del robo del Firefox. Una de las razones eran los dos poderosos turborreactores Turmansky, que producían más de 50.000 libras de empuje cada uno y que daban al avión su increíble velocidad de Mach 5. Otra de las razones era la magia del sistema anti-radar, que, como el fallecido Baranovich había supuesto, no era un dispositivo mecánico, sino más bien algún tratamiento o aplicación a la superficie exterior del avión. Una última razón eran los misiles y el cañón guiados por la mente con los que estaba equipado el Firefox.

El cielo que se abría ante él se hallaba despejado, de un color azul pálido, y el sol naciente a babor lo deslumbraba a través del plexiglás, aunque el brillo era amortiguado por el protector visual coloreado que poseía el casco de vuelo. No había nada en especial para ver.

Gant no tenía ningún interés en la dilatada estepa que se extendía sin fin a sus pies. Su mirada no se apartaba del tablero de instrumentos, especialmente del radar, que le advertía de la aproximación de aviones o misiles. Uno de los dispositivos que llevaba, y que Baranovich le había explicado al darle las últimas instrucciones, era un monitor que controlaba en todo momento las ondas de radar emitidas desde tierra en las zonas que sobrevolaba. La «nariz» que era como Baranovich lo llamaba, olfateaba en realidad esas ondas. A Gant le pareció en un principio innecesario, en cuanto que no podía aparecer en ninguna pantalla de radar en tierra ni en el aire, pero Baranovich le había expuesto, y así lo había podido comprobar él, que su búsqueda daría lugar a una observación visual interna que provocaría una gran actividad de búsqueda por radar en tierra, utilizándose un avión observador como señalador de su posición. Además, controlando esa actividad en la pequeña pantalla de la «nariz» podría saber dónde había radares de misiles y cómo estaban emplazados.

Gant sabía qué forma adoptaría su búsqueda. Los rusos supondrían que él enfilaría recto al Norte o al Sur: al Este sólo quedaba, en su caso y mucho después de haber agotado el combustible, la República Popular de China, y al Oeste lo separaban de cualquier país amigo las formidables defensas que rodeaban Moscú. Su experiencia le decía que estarían en el cielo buscándole las escuadras de «Caza del oso» y sospechaba también que los rusos utilizarían su sistema de detección de sonidos -designado por la NATO «Orejudo» con impropia frivolidad-, que en el interior despoblado del corazón de Rusia detectaría a cualquier avión en vuelo bajo que hubiera eludido la red de radar. No sabía, en cambio, el número de esas instalaciones, ni la eficiencia con que podían conseguir marcaciones precisas de máquinas que volaran a más de 1.000 kilómetros por hora… como tampoco la altitud a la que el sistema no era ya efectivo.

Se recordó a sí mismo otra cosa: la fotografía por satélites, de alta velocidad y con infrarrojos. Ignoraba si lo registraría en el poco tiempo que duraría su vuelo. Pero era algo que debía tenerse presente. Estaba librando un combate electrónico. Era como un asmático que, calzado con grandes botas que hicieran mucho ruido, pretendiera atravesar un dormitorio de insomnes sin molestarlos.

Ignoraba por completo la naturaleza y la situación precisa del punto de reabastecimiento de combustible. Guardaba en la memoria una secuencia de coordenadas que tenía que facilitar al sistema de navegación inercial.

Había dejado abierto el canal de UHF, suponiendo que intentarían ponerse en contacto con él desde Bilyarsk. En realidad, confiaba y esperaba que lo hicieran. Tan pronto como dijera algo, cualquiera que estuviese en un radio de trescientos kilómetros y dispusiera de un equipo UDF no sólo lo captaría en la pantalla, sino que podría obtener su posición exacta, casi al instante, con ayuda de otras dos líneas de marcación. En caso de ocurrir, eso no haría más que confirmar el señuelo de su rumbo sur.

Sospechó que el silencio existente desde su despegue se debía a la asunción del mando por parte del Centro del Mando de Guerra instalado en el Tupolev del Primer Secretario. Por encima de su deseo de dar a entender que volaba hacia la frontera meridional, aguardaba con impaciencia, con un punto de vanidad, oír la voz del Primer Secretario, o al menos al mariscal de la Aviación. Anhelaba alimentarse de su cólera, de sus amenazas.

Crepitó la radio. Conocía la voz por los noticieros, por las entrevistas: era la del Primer Secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética. Involuntariamente, su mirada se deslizó por los instrumentos, comprobando la dirección y velocidad, la conformidad de los datos en los indicadores.

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