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Sabía que el aparato estaría buscando la banda de frecuencia de la señal, y que su alcance tenía un límite… Pero empezó a preocuparse nada más pulsar el interruptor. Sólo entonces se dio cuenta cabal de cuánto dependía de él. A menos que captara la señal transmitida por el buque de reaprovisionamiento y que su receptor se coordinara con el emisor para dar a la señal orientadora un impulso direccional continuo, estaría perdido; se le acabaría el combustible en algún lugar del océano Ártico y moriría.

El «Audífono», como lo había llamado Aubrey con una de sus malditas sonrisitas sardónicas, era imprescindible, porque nadie, ni siquiera Buckholz, podía asegurar que los rusos fueran incapaces de perturbar con interferencias cualquier emisor y receptor que hubiera a bordo del Firefox ya en el aire, en cuyo caso no localizaría nunca el combustible necesario. Aun cuando sólo lograran rastrear al emisor y receptor, Gant los llevaría directamente a «Madre».

Notando que clareaba la niebla y que se avivaba la opresiva grisura, la uniformidad de su mundo visual, Gant reflexionó en que no le habían indicado dónde estaba «Madre», precisamente para el caso de que fuera capturado. Lo que no sabía no lo contaría a nadie, le hiciesen lo que le hiciesen: idea demencial aunque lógica.

Miró los indicadores de combustible. Menos de la cuarta parte de los depósitos. No tenía ni idea de hasta dónde llegaría. Cuando captara la señal, si lo conseguía, sabía que estaba dentro del radio de quinientos kilómetros del punto de reaprovisionamiento. El cacharro de Farnborough seguía callado.

Había conectado el piloto automático, acoplado con el radar de seguimiento de tierra. Había empezado la parte más larga de su viaje, la que pondría a prueba sus nervios y a él mismo en mayor medida que ninguna otra: volaba guiándose por la fe y por una caja de magia que no había sido probada nunca en acción. Un conejo de Indias. Un incauto. Eso es lo que era.

Gant era un piloto electrónico: durante toda su vida de aviador había confiado en los instrumentos. Pero nunca hasta entonces había dependido de uno solo, de un instrumento que era además absolutamente independiente de su habilidad como piloto, de lo que él pudiera hacer.

Los perfiles monótonos del mar se deslizaban por la pantalla del radar, infinitos, huérfanos de toda embarcación. Empinó el morro del avión, remontando la niebla que seguía clareando, hacia el fugaz resplandor de la luz del sol y el vislumbre del cielo azul, a ciento veinte metros. Nada. Volvió a sumir al Firefox en la niebla. Todos sus instrumentos le indicaban que Novaia Zemlia estaba demasiado lejos aún para quedar registrada, mas él anhelaba el consuelo de una observación visual, como si la consideración de que dependía sólo de un aparato electrónico lo devolviera a una época más primitiva de la aviación.

Volvió a mirar los indicadores de combustible. El punto de reaprovisionamiento estaría a miles de kilómetros de la costa; tenía que estarlo, por razones de seguridad. Los grandes depósitos de las alas, el propio revestimiento del fuselaje, que servía de depósito, estaban llenos en menos de la cuarta parte de su capacidad.

A Gant no le resultaba grata la ecuación del combustible y la distancia, y volvió a renegar de su frenética carrera de los Urales. Lo que le había dado entonces un sentimiento de huida, de huida de la vida, podía matarlo.

- ¿Qué sucede, general Vladimirov? -preguntó el Primer Secretario a modo de conversación. Vladimirov se detuvo a media zancada y miró al dirigente soviético-. ¡Tiene que aprender a aceptar el éxito con más aplomo! -siguió, echándose a reír.

Vladimirov le dedicó una fría sonrisa y dijo:

- Ojalá estuviera seguro, señor… Por más que temo que no le guste mi estado de ánimo, no estoy seguro…

- ¿No lo complace que hayamos perdido el Mig-31?

- No. No me complace que lo hayamos perdido… Me pregunto si podríamos matar tan fácilmente a este Gant.

- Pero lo que hicimos fue seguir su plan, Vladimirov… ¿Ahora tiene dudas sobre él? -preguntó Andropov, detrás del Primer Secretario, con una débil sonrisa a flor de labios.

- Nunca estuve seguro de su éxito, señor presidente -contestó.

- Vamos -dijo suavemente el Primer Secretario-. ¿Qué le gustaría Vladimirov? Me siento generoso. -Sonreía abierta, beatíficamente.

- Seguir, e intensificar la búsqueda de Gant. -El tono de Vladimirov era contundente, directo. -¿Por qué?

- Porque… si está vivo aún, nuestras propias alabanzas serian justamente lo que necesita. Busquemos el avión, o el barco, o lo que sea, que lo está esperando para repostar.

El Primer Secretario pareció adentrarse en la mente de Vladimirov mientras consideraba el tema. Tras un largo silencio, miró no a Vladimirov, sino a Kutuzov.

- Bien, Mijail Ilich… ¿qué dice usted? Kutuzov, con la voz aparentemente ronca por causa del silencio, dijo:

- Estoy de acuerdo en que deberían tomarse todas las precauciones, señor.

- Muy bien. -Su afabilidad había desaparecido y se mostraba disgustado ante la pérdida de la euforia reinante en la sala desde el parte de Cadena de Fuego Uno-24. Se mostró brusco, eficiente, frío-. ¿Qué necesita, aparte de las fuerzas masivas de que ya ha dispuesto…? -Pronunció esa palabra con un énfasis casi siniestro y dejó la frase en el aire, incómodamente.

- Ponga el mapa del mar de Barents y proyecte las fuerzas navales actuales en la zona, además de la actividad de los pesqueros de arrastre y los buques Elint -indicó Vladimirov por encima del hombro, manteniéndose de pie frente a la mesa circular, rascándose la barbilla pensativamente con la mano. La proyección de la costa norte de la URSS se desvaneció, y con ella las luces que representaban los emplazamientos de la Cadena de Fuego y las bases de «Manada de lobos», siendo sustituido por una proyección del mar de Barents.

Vladimirov esperó mientras el operador transmitía los datos al pupitre del ordenador. Lentamente, una por una, como estrellas parpadeantes en un páramo oscuro, empezaron a aparecer unas luces en el mapa: la posición de los buques en el mar de Barents y en la franja meridional del océano Ártico.

- ¿Y el listado? -pidió al cabo de un momento.

El operador se levantó del pupitre y le tendió una hoja de papel cebolla que recogía la identificación, última posición exacta comunicada y rumbo de cada uno de los puntitos que brillaban en el mapa. Vladimirov la examinó, mirando el mapa de cuando en cuando.

Al norte de la isla de Koluyev y al oeste de Novaia Zemlia aparecían en blanco los puntitos arracimados de una flota de buques pesqueros. El color neutral denotaba su condición no militar. Se trataba de una gran y auténtica flota pesquera. Más ligeramente apartados del grupo se veían dos puntos de color azul oscuro: buques Elint, pesqueros espías, dotados del más reciente y potente equipo de detección aérea, de superficie y submarina. Flanqueaban la flota como perros pastores, pero Vladimirov sabía que no era ésta la que les interesaba. En ese momento estarían barriendo el cielo con los detectores de infrarrojos, rastreándolo con la pauta de búsqueda que les había facilitado sin duda el comandante del sector de «Manada de lobos» al que perteneciese la costa de la que hubieran zarpado.

Era una época del año muy temprana para que operasen buques Elint en el mar de Barents, pero el viceministro de la Defensa, almirante de la Armada Gorshkov, quería que sus barcos espías entraran en acción en el año ártico tan pronto como fuera viable. A causa de la deriva hacia el Sur del hielo en la primavera ártica, de momento hacían poco más que servir de complemento a las estaciones de radar de la costa.

La mirada de Vladimirov prosiguió hacia el Norte y se detuvo en el punto escarlata que representaba un navío de la Armada. Por la lista que tenía delante supo que se trataba del Riga, crucero portahelicópteros y armado con misiles, de la clase «Moskva», orgullo además de la Flota del Norte: desplazamiento 18.000 toneladas, con dos lanzamisiles superficie-aire y otros dos superficie-superficie o antisubmarinos, cuatro cañones de sesenta milímetros, morteros, cuatro tubos lanzatorpedos y cuatro helicópteros de exploración y asalto tipo Kamov Ka-25. En ese momento navegaba con rumbo este, bajo el mando expreso del Primer Secretario, por mediación de Gorshkov, en Leningrado, y en poco más de una hora estaría junto a Novaia Zemlia.

En otra área del mapa, Vladimirov comprobó la presencia de dos destructores con misiles, más pequeños y menos poderosamente armados que aquél, y sin el complemento de los helicópteros. Uno de ellos se hallaba bastante al norte de Novaia Zemlia, cerca de la Tierra de Francisco José, al borde del casquete glaciar, y el otro navegaba a buena velocidad con rumbo suroeste desde las Spitzbergen. La mayoría de los buques de superficie de la flota Bandera Roja estaban en la gigantesca base naval de Kromstadt, en el estuario del Neva, cerca de Leningrado; era demasiado pronto para operar en el mar de Barents.

Con todo Vladimirov pudo observar con alivio varios puntos amarillos brillantes, que significaban la presencia de submarinos soviéticos. Consultó la lista, identificando sus distintos tipos y rememorando mentalmente su armamento y su capacidad de exploración. La política soviética en el mar de Barents consistía en mantener atracados los buques de superficie durante los meses más duros del invierno y en los primeros días de la deriva hacia el Sur de la capa de hielo no permanente, al principio de la primavera, utilizando para las tareas de patrulla sólo una de las armas del arsenal de la Flota Bandera Roja: la gran flota de submarinos a disposición del Kremlin y del almirante de la Armada. Esa política explicaba por qué la Unión Soviética había prestado especial atención al desarrollo de la flota de submarinos y, en especial, de los submarinos convencionales impulsados por diesel, en lugar de limitarse, como los Estados Unidos a los costosísimos submarinos nucleares.

Ignoró de momento los tres antisubmarinos nucleares del tipo «V» y los otros dos, dotados de misiles, que retornaban a Kromstad tras su rutinaria patrulla de simulacro de ataque frente a la costa oriental de los Estados Unidos. No le servían de nada. Lo que necesitaba eran submarinos con la capacidad necesaria para localizar un avión y derribarlo.

- ¿Qué se sabe de la búsqueda de los restos del avión? -preguntó, al fin, en voz alta, repentinamente cansado de las luces que se veían sobre el mapa.

Era imposible que Gant escapase y, sin embargo… Debía haber muerto ya.

- Nada hasta ahora, señor. El reconocimiento aéreo no indica señas de resto alguno, excepto los del Badger… Los equipos terrestres de búsqueda no han llegado aún al lugar del accidente.

- Infórmeme sobre la búsqueda del avión nodriza -dijo Vladimirov en el momento en que su comunicante hubo acabado.

- Negativo, señor -se oyó una segunda voz-. No figura ningún buque ni aparato no identificado en la zona que la computadora señala como límite para el vuelo del Mig.

El rostro de Vladimirov mostró enfado y asombro. Bajo un cierto punto de vista, era lo que deseaba oír. Ningún avión o buque occidental cerca de la zona. Era francamente imposible. Tenía que existir un punto de aprovisionamiento. Sin embargo, el territorio amigo o neutral más cercano era algún lugar de Escandinavia. Por supuesto, se podía suponer que Gant realizaría otro cambio de rumbo, poniendo el morro al Oeste y siguiendo la costa rusa hasta el Cabo Norte o Laponia.

No lo podía creer aun habiendo tomado ya las precauciones debidas. No creía que la CÍA ni el SIS británico hubiesen podido persuadir a cualquiera de los gobiernos de los países escandinavos a que se arriesgasen a lo que les implicaría que el Mig aterrizase en su territorio, teniendo en cuenta la delicadeza de sus relaciones con la Unión Soviética tan cercana a ellos. No, el aprovisionamiento tenía que llevarse a cabo sobre el mar o en cualquier lugar a baja altura. No podía tratarse de un portaviones porque no había ninguno en la zona, ni siquiera remotamente. Aparte de que el tren de aterrizaje del Mig-31 no estaba adaptado para portaviones. ¿Podría la base consistir en una estación meteorológica norteamericana situada sobre la capa de hielo permanente del Polo?

A Vladimirov le desagradaba tener que enfrentarse al problema del reabastecimiento. Hasta que obtuvo la confirmación definitiva de que Gant había pasado por encima de la costa y la prueba de que aparentemente no existía estación de aprovisionamiento, se había concentrado en detenerle sobre territorio soviético. Pero, ahora…

- ¿Dónde está? -dijo en voz alta.

- Dónde está ¿qué? -preguntó el Primer Secretario.

Su rostro estaba surcado por las arrugas producidas por tanto cavilar y por la decisión que pronto habría de tomar.

- El buque de aprovisionamiento… o el avión o ¡lo que sea! -espetó Vladimirov sin tan siquiera levantar los ojos de la carta.

- ¿Por qué?

Una idea le cruzó la mente. Sin contestar al Primer Secretario, Vladimirov dijo por encima del hombro:

- ¿Alguna huella de infrarrojos o de detectores de sonido más hacia el Oeste y que proceda de las bases de la Cadena de Fuego o de las patrullas costeras?

Hubo un silencio durante un instante y, a continuación, la voz, desprovista de entonación, contestó:

- Negativo, señor. Nada sino la actividad de búsqueda del sector.

- ¿Nada en absoluto? -preguntó Vladimirov con algo parecido a un tono de desesperación en su voz.

- Nada, señor. Completamente negativo.

Vladimirov se encontraba sin saber qué hacer. Era como si mirase un rompecabezas cuyas piezas no coincidieran o como si en una partida de ajedrez se hubiesen introducido jugadas no permitidas para distraerlo y hacerlo perder. Se dio cuenta de que, como estratega, había actuado con demasiada rigidez y que quienes habían planeado el robo del Mig eran expertos en lo inesperado. Agentes de seguridad, como Andropov. Echó una rápida mirada hacia el Presidente. Decidió no involucrarlo en aquello. Dándose cuenta de que quizás cometía el mismo crimen que Kontarsky, decidió arreglárselas por sí mismo.

Tenía que existir una respuesta, aunque no lograse verla. Cuanto más pensaba en el problema del reaprovisionamiento de Gant, más se convencía de que ésta era la clave del mismo.

Pero, ¿cómo?

Miró intensamente el mapa como ordenándole a que soltase su secreto. Sobre él, cada lucecita representaba un buque soviético, excepto por una flotilla de buques de arrastre británicos que se encontraban en el mismo borde del mapa, en el Mar de Groenlandia y al oeste de Bear Island.

Se lo preguntó y decidió que se encontraba demasiado lejos. Gant no contaba con suficiente combustible como para llegar hasta allí y, si llegaba, ¿cómo esperaba la Armada británica ocultar un portaviones entre una flotilla de buques de arrastre? La idea era ridícula…

No, el mapa no tenía la respuesta. No le decía nada. Lo golpeó con la mano y sus luces parpadearon, perdieron intensidad y, a continuación, volvieron a ganarla.

- ¿Dónde está? -preguntó en voz alta.

Tras un momento, el Primer Secretario dijo:

- ¿Está todavía convencido de que vive?

- Sí, Primer Secretario. Lo estoy.

Ahí estaba, pensó Aubrey al ver una cabeza de alfiler color naranja clavada en el inmenso mapa mural. Madre Uno. Un submarino desarmado, oculto bajo una gran masa flotante de hielo que se deslizaba lentamente hacia el Sur en su normal movimiento de la primavera, con el compartimiento de torpedos y alojamientos de proa de la tripulación inundados de preciosa gasolina para alimentar los ávidos y vacíos depósitos del avión de Gant.

Tosió. Curtin se dio lentamente la vuelta y el conjuro que lo había mantenido rígido frente al mapa se vio roto por la entrada de Shelley, precedido por una mesa de ruedas con alimentos. Aubrey olfateó el aroma del café. De repente, se dio cuenta de que tenía hambre. A pesar de la envidia que le proporcionaba Shelley por haberse afeitado, lavado y cambiado de camisa, no le disgustaba la vista de los platos cubiertos y dispuestos sobre la mesa de ruedas.

- ¡El desayuno, señor! -anunció el más joven de los hombres en voz alta mientras su sonrisa se ensanchaba al darse cuenta de que aumentaba la sorpresa de su jefe y de que ésta, poco a poco, se veía sustituida por un patente placer-. Tocino y huevos. Lo siento -añadió en dirección a los norteamericanos-, pero no pude encontrar en la cocina nada para hacer tortitas o «waffles».

- Mr. Shelley -dijo Curtin, sonriéndole-. Lo primero que nosotros los norteamericanos encargamos en cuanto nos metemos en uno de sus hoteles es un desayuno a la inglesa.

Shelley, absurdamente complacido en sí mismo, pensó Aubrey, fue incapaz de captar la ironía de la frase de Curtin. Tampoco importaba mucho.

- Gracias -dijo Buckholz, levantando una de las tapaderas.

Audrey inhaló profundamente el aroma del tocino frito, abandonó su silla y se unió a los demás junto a la mesa.

Comieron en silencio durante un momento y, a continuación, Aubrey, eliminando con el cuchillo la mantequilla sobrante en la tostada, dijo con voz embargada por la afabilidad:

- Dígame, capitán Curtin. ¿Cuál es la condición actual de la masa de hielo bajo la que se oculta nuestro depósito de combustible?

Curtin, que utilizaba solamente el tenedor, al estilo norteamericano, apoyó un codo sobre la mesa en que se encontraban y contestó:

- Los últimos informes que se han recibido sobre la profundidad del hielo y las condiciones en que se encuentra su superficie informan que todo está listo para el aterrizaje, señor.

- ¿Está seguro? -preguntó Aubrey, sonriendo ante el exceso de protocolo mostrado por Curtin.

- Si, señor. -Mientras se explicaba, su tenedor hendía el aire para acentuar el énfasis-. Como ya sabe, señor, todas las señales emitidas por Madre Uno pasan a través de la estación metereológica más próxima y están disfrazadas para que, si alguien las capta, suenen como si se tratase de informaciones metereológicas rutinarias o mediciones de la profundidad del hielo. Por esta razón no podemos saber lo que realmente piensa Frank Seerbacker a bordo de su buque, sino solamente lo que emite. Pero las condiciones son buenas, señor. La superficie del hielo no ha sido alterada o deformada por el viento y la masa de hielo todavía no ha comenzado a disminuir de tamaño. Tardará todavía unos tres o cuatro días de camino hacia el Sur para comenzar a derretirse.

- ¿Y es lo suficientemente espesa? -insistió Aubrey.

Shelley sonrió tras un trozo de tocino y huevo pinchados en su tenedor. Había reconocido los signos. Siempre que Aubrey se encontraba con un tema demasiado amplio para su medida, como evidentemente lo era el del hielo polar, su naturaleza y comportamiento, solía repetir las preguntas, buscando respuestas cada vez más seguras de aquellos que pasaban por expertos.

- Si, señor -Curtin asintió con la misma cortesía que hasta entonces-. Y es lo bastante ancha y larga -añadió con una huella de sonrisa en sus labios- como para que Gant, si tiene un ápice de piloto, pueda posar ese pájaro en ella.

- ¿Y el tiempo? -continuó Aubrey.

Buckholz levantó la vista, sonrió y dijo:

- ¿Qué te pasa, Aubrey? ¿indigestión o algo parecido?

- ¿Y el tiempo? -insistió Aubrey, sin mirar a Buckholz.

- El tiempo es, de momento, bueno, señor -Curtin le informó, callándose por un instante-. Anormalmente bueno para esta época del año y esa latitud…

- ¿Anormal?

- Sí, señor. Podría cambiar… así. -Curtin hizo chasquear los dedos de la mano que tenía libre.

- ¿Cambiará? -preguntó Aubrey mientras estrechaba la abertura de sus párpados como si se temiese que le fueran a gastar una pesada broma-. ¿Cambiará?

- No lo sé, señor. No parece que se acerque nada gordo. Por lo menos no en la última remesa de fotografías del satélite.

- ¿Cuáles son los informes del submarino?

- Todavía nada, señor. El tiempo es perfecto. A cada hora en punto pinchan la capa de hielo con los sensores de la torreta. El tiempo allí es bueno, señor. Bueno.

Curtin finalizó con una visible sacudida de hombros, como si Aubrey lo hubiese dejado carente, tanto de información como de confianza en sí mismo.

Aubrey no parecía satisfecho. Volvió su atención a Buckholz.

- Es un plan de locos. Tendrás que admitir eso, ¿eh. Buckholz?

Buckholz le lanzó una mirada fulgurante por encima de su plato vacío.

- No admito nada parecido, Aubrey. Ese abastecimiento de combustible es asunto mío. Tú le has llevado hasta ahí. Buen trabajo, tengo que admitir, si eso es lo que quieres que diga, pero soy yo quien tiene que traerle a casa y es mejor que te fíes de mí. Aubrey, porque no voy a cambiar mis planes por tus corazonadas.

- Mi querido amigo -dijo, mientras extendía las manos sobre la mesa-. Nada más lejos de mi pensamiento. -Sonrió cautivadoramente-. Lo único que quiero es hacerme una idea, sólo hacerme una idea. Nada más.

Buckholz pareció ablandarse.

- Claro que es un plan de locos. Aterrizar sobre un trozo de hielo flotante, repostar de un submarino. Tengo que admitirlo. Pero irá bien, Aubrey. Por el momento no existe señal de ese submarino porque se encuentra bajo la masa de hielo. Y tampoco lo capta ninguna pantalla de sonar, excepto como parte de la masa helada. Sale del agua, llena los depósitos y el chico sale pitando. -Sonrió a Aubrey-. No podemos emplear disfraces; no podemos hacer como tú, Aubrey. ¡Allí fuera, en la mar, no puedes disfrazar un barco para que parezca una foca preñada!

Se hizo un momento de silencio tras el que Aubrey dijo:

- Muy bien, Buckholz. Acepto tus razones para emplear ese submarino. Pero me encontraré mucho más feliz cuando el reaprovisionamiento haya terminado de una vez.

- Que así sea -dijo Buckholz, sirviéndose una taza de café de la cafetera eléctrica-. Que así sea.

Casi en el mismo momento en que se desvanecía el último resto de la niebla costera y que la amarga superficie gris del mar de Barents comenzaba a deslizarse debajo, sin reflejar, de manera extraña, el azul pálido del cielo, Gant se encontraba encima del pesquero. Viajaba a un poco más de 300 kilómetros por hora, descansando para lo que podía conseguir en velocidad el Firefox, y con el morro hacia las islas gemelas de Novaia Zemlia, su próxima referencia visual, y el pesquero de arrastre comenzó a aparecer de repente casi directamente debajo de él. Al hacer, como un relámpago, una pasada sobre la cubierta, a menos de 30 metros de altura, pudo observar de una ojeada un rostro blanco que miraba hacia arriba. Un hombre tirando desperdicios por la borda. Inmediatamente el pesquero desapareció, convirtiéndose en un punto de luz verde sobre la pantalla de radar y haciendo que Gant maldijese el hecho de haber confiadamente apagado el radar de búsqueda frontal al cruzar la línea costera. Ahora, demasiado tarde, lo volvió a conectar. En el momento de éxito ante el Badger, se había descuidado por causa de la excitación. En el instante en que captó el blanco rostro mirando hacia arriba, vio algo más, algo mucho más mortífero. Como si confirmase lo que había visto, el detector ECM de actividad de radar indicó una fuerte emisión procedente de una fuente situada inmediatamente detrás de él. Había tenido la condenada mala suerte de pasar por encima de un buque de tipo Elint, los barcos pesqueros espías. Incluso ahora, podían seguir su rumbo con los infrarrojos.

Empujó el mango hacia adelante y el morro del Firefox comenzó a hundirse mientras el arrugado y grisáceo mar se levantaba, amenazador, hacia él. Niveló el aparato al llegar a los 15 metros, sabiendo que, con un poco de suerte, se encontraría, a dicha altura, fuera del alcance de los aparatos visuales electrónicos. Los operadores de los infrarrojos del Elint lo habrían visto desaparecer de sus pantallas, incluso mientras informaban a su capitán de lo que habían localizado, incluso mientras el hombre con el cubo vacío de desperdicios corría hacia el puente con la boca abierta por lo que había visto. Tendrían algún dato sobre él, la dirección de su trayectoria. Se dirigía hacia Novaia Zemlia; hasta un ciego hubiera podido informar de ello a quien coordinaba la búsqueda.

Echó una ojeada al indicador de combustible y una vez más maldijo el pánico que lo hizo dirigirse hacia los Urales tras haber sido visto por el avión de pasajeros soviético al noroeste de Volgogrado. Si solamente…

No tenía tiempo, se dio cuenta, para preocuparse por futilezas. Decidió que no podía hacer nada, excepto seguir el rumbo señalado y efectuar el próximo y último cambio de rumbo al llegar a Novaia Zemlia.

Cerró la mano sobre la palanca de gases. En Novaia Zemlia había emplazamientos de misiles que habían sido abandonados como terreno de pruebas de armas nucleares soviéticas y que ahora servían de límite septentrional de la línea DEW rusa y de primeros eslabones de su Cadena de Fuego. El Firefox podía, y lo había probado, alcanzar Mach 2.6 al nivel del mar. No tenía idea de lo deprisa que podía volar. Sospechaba que, volando alto, podría rozar con facilidad el Mach 6, no el Mach 5 como se le había informado. Más de seis mil quinientos kilómetros por hora. Y, tal vez, tres mil trescientos kilómetros por hora a nivel del mar. El Firefox era asombroso.

Abrió el gas. Tenía que hacer uso del preciado combustible que cada vez era más escaso. Casi con angustia, observó cómo la aguja del indicador de Mach se deslizaba hacia arriba, rozando todas las cifras… Mach 1.3, 1.4, 1.5… El Firefox era como un pelícano devorándose a sí mismo.

El Firefox no era más que un borrón que remolcaba un desagradable ruido para los localizadores que se encontraban en el emplazamiento de misiles de Matochkin Shar, en el extremo sudeste del estrecho canal que separaba las alargadas islas de Novaia Zemlia. En las pantallas de infrarrojos, no era más que una repentina mancha térmica que se acercaba y que súbitamente se alejaba al pasar como un relámpago por el canal, a menos de setenta metros. Gant volaba con el piloto automático y el TFR, el radar de seguimiento de tierra. Si había algún barco en el canal, no tendría tiempo de evitarlo en la fracción de segundo entre su localización y el momento del impacto. Sin embargo, el TFR cumpliría su misión. Tenía los ojos clavados en la pantalla, esperando el resplandor que le indicase que se había lanzado un misil. No hubo ninguno.

Al desvanecerse los acantilados del canal -una cortina gris de poco sólidas rocas- y abrirse el mar de nuevo, sintió un inmenso y estremecedor alivio. Apretó los botones que indicaban las coordenadas de su rumbo. Automáticamente, el aparato se fue deslizando hasta caer en éste y, poco a poco, Gant fue disminuyendo el gas, haciéndose de nuevo con los controles manuales desesperado por no poder detener el demencial consumo de combustible.

Al reducir la velocidad a un nivel subsónico, como el retorno a la cordura tras un ataque de fiebre, Gant se dio cuenta de por qué no habían lanzado misiles en su persecución. Cualquier lanzamiento contra un objetivo que se encontrase a la altura en que él estaba se hubiera estrellado contra el acantilado opuesto sin haber tenido tiempo ni de tomar el rumbo de persecución.

Ahora llevaba un rumbo noroeste que, eventualmente, lo conduciría, mucho después de que agotase el combustible, a la masa de hielos polares, a un punto de ésta situado entre las Spitzbergen y la Tierra de Francisco José. Mucho antes de alcanzarlo, habría muerto. El sombrío color gris del mar se extendía debajo como una alfombra, dando casi la impresión de ser sólido. El cielo que veía por encima era azul pálido y se encontraba engañosamente vacío.

La devoradora soledad lo carcomía. Se estremeció. El «Audífono» no le procuró ningún confort. Permanecía silencioso. Comenzó a preguntarse si funcionaba. Comenzó a preguntarse si habría algo o alguien allí delante, esperando para reaprovisionar al Firefox. La pantalla estaba vacía; el cielo, vacío; el mar, vacío de barcos. El Firefox siguió volando sobre aquel desierto gris, consumiendo las últimas reservas de combustible.

El informe del buque Elint, seguido por la confirmación positiva enviada por Matochkin Shar, enfureció al Primer Secretario. Era como si, de repente, hubiese aceptado, nada más que como un simple ejercicio académico, todas las dudas y precauciones de Vladimirov. Ahora se daba cuenta de que habían sido necesarias, de que Gant no había sido destruido en la explosión del Badger.

Quizás fuese el hecho de sentirse como si le hubiesen tomado el pelo lo que le hizo sentirse tan violentamente furioso y emprenderla con Vladimirov, a quien, en elevado tono de voz y quedándose casi sin aire, culpó de no haber derribado el Mig.

Cuando amainó su furia y, temblando en silencio, volvió a su butaca frente al mapa del Ártico de la mesa redonda. Vladimirov habló por fin. Su voz era suave y reprimida. La explosión del Primer Secretario lo había asustado seriamente. Vladimirov sabía ahora que jugaba con su futuro, tanto profesional como personal. Gant tenía que morir. Así de simple y de difícil.

Se movió rápidamente esta vez, sin agitación y sin consultar con el Primer Secretario o con el mariscal Kutuzov. El primero parecía haber vuelto a sumirse en el silencio y el segundo, el viejo piloto, parecía sentirse embarazado y estremecido por la explosión del político contra un militar que intentaba conseguir algo que era casi imposible.

Vladimirov estudió un momento el mapa colocado sobre la iluminada superficie de la mesa. Si el rumbo de Gant había sido localizado exactamente tras haber pasado por Novaia Zemlia, se dirigía, aunque todavía no podía saberlo, hacia el crucero lanza-misiles Riga y sus dos submarinos de caza auxiliares. Con estos elementos, siempre que fuesen reales, podría fabricar otra trampa.

Ordenó rápidamente que aviones de reconocimiento se dirigiesen a la masa de hielos permanentes hacia la que se dirigía Gant en busca de un potencial aterrizaje. Se le podía detener. Su dedo golpeó inconscientemente un punto del mapa que indicaba la posición actual del Riga. En aquel momento, sus dos submarinos auxiliares, los antisubmarinos de la clase F, portadores de misiles y de propulsión convencional, se encontraban todavía sumergidos. En razón a la importancia de su papel protector del crucero lanza-misiles, habían sido adaptados para transportar misiles sub-superficie-aire. De esta manera aumentaban la terrible capacidad de fuego del Riga frente a un ataque aéreo.

- Informen al Riga de que mantenga su actual posición -exclamó- y comuniquen a sus dos escoltas que emerjan inmediatamente.

- Sí, señor -contestó al operador de clave, mientras confirmaba la orden.

- Envíe una alerta general a todos los buques de la Flota Bandera Roja -dijo-. Comuníqueles el posible cambio en el rumbo de Gant. Déles ese rumbo.

- Sí, señor.

- ¿Cuál se supone que es la cantidad de combustible que le queda? -preguntó.

Otra voz le contestó inmediatamente:

- La computadora predice que le queda para menos de trescientos kilómetros, señor.

- ¿Qué exactitud tiene esa predicción?

- Un margen de error del treinta por ciento, señor. Nada más.

Esto implicaba que a Gant le quedaba combustible para otros doscientos o para casi cuatrocientos cincuenta kilómetros. Vladimirov se frotó la barbilla. Hasta la más amplia de las posibilidades no le permitiría alcanzar la masa de hielos polares. Ignoró la deducción, tal y como los consejeros de Buckholz habían previsto. Vladimirov, desde los días en que volaba, se había convertido en un hombre precavido y falto de imaginación: osado para los estánderes del Alto Mando de la Unión Soviética, pero, en realidad, conservador y falto de imaginación. No podía llevar a cabo el salto mental necesario. Si el combustible de Gant no podía hacerlo llegar a la masa de hielo polar, lo que se deducía era que se estrellaría en el mar. No podía haber otra respuesta. Confirmó.

- ¿Alguna actividad aérea sin identificar en la zona?

- Ninguna, señor. Todo está todavía claro.

- Muy bien. -Volvió a examinar el mapa.

Gant no ganaría altura ahora, sin combustible para emplear su velocidad. Por lo tanto, y como hacía cuando fue localizado, seguiría volando tan pegado como pudiese a la superficie del mar. Lo que implicaba, con un poco de suerte, control visual de tiro desde el crucero y a corta distancia. Si no, habría que depender de las armas de mira infrarroja, que no constituían precisamente el sistema de control de tiro más eficaz a bordo del Riga. Pero tendrían que serlo. No les quedaba más remedio que serlo.

Una voz interrumpió su proceso mental:

- Informe de la torre, señor. Es el mayor Tsernik. El PP2 está listo para el despegue, señor.

Vladimirov giró la cabeza en dirección a la voz. Cuando volvió la mirada al mapa, observó cómo el Primer Secretario lo miraba fijamente. Se dio cuenta de que esperaban algo de él, aunque no pudo comprender qué. No había necesidad de enviar un segundo Mig, especialmente ahora, cuando Gant se encontraba a más de cuatro mil quinientos kilómetros de distancia y se estaba quedando sin combustible. Puesto que ya no iba a poder repostar, el papel interceptor del segundo avión carecía de relevancia.

- ¿Quién es el piloto? -preguntó bruscamente el Primer Secretario.

- No… No sé si conozco su… -intentó responder Vladimirov, sorprendido por la pregunta.

- Tretsov -susurró Kutuzov-. El mayor Alexander Tretsov.

- Bien. Ya me doy cuenta de que no hay tiempo que perder, pero hablaré con él antes de que despegue. -El Primer Secretario parecía a punto de levantarse.

Vladimirov se dio cuenta en un instante de que lo que el Primer Secretario esperaba de él era que ordenase el despegue del segundo prototipo, a fin de seguir a la máxima velocidad el rastro del primero.

Vladimirov sabía que Tretsov tardaría menos de una hora en llegar a Novaia Zemlia tras los pasos de Gant. A él le parecía una pérdida de tiempo. Miró el Primer Secretario.

- Por supuesto, Primer Secretario -dijo condescendiente, analizando correctamente el humor de éste.

El Primer Secretario asintió con la cabeza de manera aprobatoria. Con una sensación de alivio interior, Vladimirov gritó por encima del hombro:

- Digan al mayor Tretsov que se presente de inmediato. Y comuniquen a la torre y a todas las fuerzas que estén preparadas para que dentro de unos minutos despegue el segundo Mig.

Habría que alertar a los aviones nodriza. En algún lugar de la costa, al oeste de donde Gant la había salvado, el Mig-31 tendría que ser reaprovisionado durante el vuelo. Ordenó la alerta. Se dio cuenta de que tendría que representar la farsa hasta el final. No hubiese sido muy diplomático de su parte manifestar su creencia de que Gant no iba a alcanzar su punto de reabastecimiento o su confianza en que el Riga lo derribaría.

Esto último, especialmente, no era nada juicioso de reconocer en aquel momento.

Volvió a mirar el mapa. No quedaba nada por hacer. Ahora era el turno del Riga y de sus submarinos de escolta. Ciertamente, pensó, no era el de Tretsov, quien se disparaba en el cielo azul tras las huellas de Gant.

El «Audífono» no emitía señal alguna. El indicador de combustible de Gant señalaba rojo y volaba con la que suponía era su última porción de carburante. Había conectado minutos antes los depósitos de reserva. No tenía la menor idea de su capacidad, aunque sabía que moriría de todas maneras a menos que antes de dos minutos, oyese la señal procedente del lugar donde se debía reaprovisionar y de que dicha señal fuese transmitida desde un punto muy cercano.

El mar estaba vacío. El radar le informó que el aire estaba libre de aeronaves. Estaba muerto, atravesando los diferentes estados de descomposición, aunque todavía respiraba. Eso era todo.

Se le ocurrió que el punto de aprovisionamiento de Buckholz había sido el avión que había intentado evitar, pasando por debajo, en la Línea DEW; el que había localizado, retado y destruido. Había habido un depósito de carburante, aunque ya no existía.

No pensó en la muerte ni en la posibilidad de morir ahogado y congelándose poco a poco mientras su aparato se deslizaba bajo la arrugada superficie de las olas. A pesar de lo que uno de los consejeros de Buckholz había descrito como un tenue interés en la vida, Gant no tenía ningunas ganas de morir. Descubrió que no era necesario tener grandes cosas por las que vivir para oponerse completamente a la muerte. La muerte no era todavía más que una palabra, no una realidad, aunque la palabra creciese en su mente con letras de fuego.

La pantalla de radar registró la presencia, al frente, de un buque de superficie de gran tamaño. Incluso mientras se movía de manera automática para evadirlo y su mente se movía más lentamente que su brazo para calibrar la necesidad de la acción evasiva, la pantalla registraba dos puntos luminosos más, uno a cada lado del buque de superficie. Supo lo que veía. Nada menos que un crucero dotado de misiles hubiese merecido una escolta de dos submarinos. Llevaba un rumbo de contacto con ellos.

El radar le dio una lectura por lo que tenía, a la velocidad en que volaba, un minuto antes de llegar al objetivo. Sonrió tras la mascarilla ante la palabra que había formulado su mente. Objetivo. Un crucero lanza-misiles. Él, Gant, era quien constituía el objetivo. No existía duda de que el localizador infrarrojo del navío lo había encontrado, fijado el rumbo y transmitido la información a la computadora de control de tiro. En realidad, ya no podía tomar ninguna acción evasiva.

Si tenía que morir, pensó, quería comprobar de lo que era capaz el Firefox. No tomó ninguna decisión consciente de suicidarse siguiendo su actual rumbo. En el aura de la autoinmolación hubiese sido incapaz de comprender lo que hacía. Era un piloto y el objetivo enemigo se encontraba ante su morro. A sólo un minuto.

Fue en ese momento cuando el «Audífono» le envió su agudo sonido. Se sintió congelado en el asiento. No podía poner los ojos sobre el indicador visual del «Audífono». No quería saber por qué poco tiempo había errado ni lo corto que era el tiempo que separaba la vida de la muerte. El crucero y los submarinos se acercaban en la pantalla de radar. El indicador de distancia al objetivo señalaba treinta segundos. A causa de que la altura a que volaba era casi cero, se encontró encima de ellos antes de haberse dado cuenta. Ya era demasiado tarde.

La señal del «Audífono» consistía en un continuo y enloquecedor ruido en el interior de los auriculares de su casco. Era como un grito de rabia, como una luz cegadora. Miró al frente, en espera del contacto visual con el crucero, en espera de la muerte.

OCHO


Madre uno

No pudo haber durado más de una fracción de segundo la pausa entre el miedo y la actividad, ese diminuto espacio de tiempo en que el entrenamiento, convertido en instinto, inundó la profunda vacuidad de su derrota, su insensible y atontada sensación de vacío. Sin embargo, en esa fracción de segundo, Gant pudo haberse derrumbado a causa de la resolución desesperada, repentinamente hecha pedazos por el clamor de la señal emitida y por la lectura que le indicaba que la distancia que lo separaba de su punto de aprovisionamiento era de menos de doscientos veinte kilómetros; menos de doscientos veinte kilómetros para alcanzar el combustible y la vida. Pero Gant no se derrumbó. El fuerte impacto que acusó todo su sistema fue, de alguna manera, absorbido por una cualidad de su personalidad que Buckholz o alguno de sus psicólogos debieron haber reconocido en su hoja de servicios y debieron suponer que todavía conservaba. Quizás no había sido más que la presunción por parte de Buckholz de que un hombre vacío no puede derrumbarse.

Un violento estremecimiento recorrió su cuerpo. Una fría furia.

Un deleite violento y contenido. Iba contra el crucero ruso. Se aferró a esta idea.

Rápida y fríamente, analizó la situación. El orientador le indicaba que el origen de la señal emitida, cualquiera que fuese, se encontraba casi en línea recta y tras el crucero. El combustible que quedaba le indicaba que no podía evitarlo. La distancia más corta entre dos puntos… y él buscaba la distancia más corta, tenía que hacerlo. No podía intentar otra cosa. Incluso si quería vivir -y se dio cuenta con gran sorpresa, como si hubiese encontrado algo perdido hacía muchos años, de que si quería vivir-, tenía que lanzarse contra el crucero y su terrible capacidad de tiro. Ya que no había otra alternativa, era el camino hacia la vida y no hacia la muerte. La idea le proporcionó una amarga satisfacción.

El análisis del radar indicaba que los dos submarinos se encontraban aproximadamente a unos cinco kilómetros a babor y a estribor del crucero, cubriendo a éste con sus pantallas de sonar y armamento. Ya habían emergido y estarían enfilando sus rayos infrarrojos en su dirección. Si seguía a altitud cero, se encontrarían en su horizonte, intentando localizarlo con sus sistemas de control de tiro. Con un poco de suerte, solamente tendría que preocuparse por el crucero. El submarino más próximo no se atrevía a perder ningún misil dirigido por infrarrojos en tan cercana proximidad al crucero y a sus inmensas turbinas.

Analizo rápidamente el potencial de tiro del armamento del crucero en relación al Firefox. A la velocidad en que volaba, había que desechar cualquier arma de control visual. Los tubos lanza-torpedos eran solamente para submarinos, lo mismo que los cuatro morteros, en montajes gemelos. Los helicópteros de caza podían encontrarse ya en vuelo, aunque también podían no haber sido armados todavía con proyectiles aire-aire que pudiesen causarle daño. Pero ahí estaban, tuvo que reconocer, y su control de tiro estaba conectado al sistema central de control electrónico, ECM, situado a bordo del crucero. Los cañones de 60 mm montados a proa del puente estarían controlados por el mismo sistema de tiro por computador electrónica y conectados al radar, que también funcionaba por rayos infrarrojos. Sin embargo, no eran importantes. A su velocidad y a altitud cero no podrían descender sus miras lo bastante, si conseguía acercarse suficientemente al buque.

Fue eliminando, uno a uno, todo el armamento del crucero. Sólo quedaba un arma: los cuatro lanza-misiles superficie-aire del moderno tipo SA-N-3. Ni los misiles superficie-superficie ni los antisubmarinos le causaban el menor temor. Pero los SA, dotados de localizadores térmicos infrarrojos, estarían montados y listos para el disparo.

Recordó el Unidad Defensiva de Cola y rezó para que funcionase. Los lanza-misiles gemelos SA estaban emplazados frente a la superestructura del puente, dejando la parte más ancha y situada hacia popa de éste para los cuatro helicópteros Kamov. Con la esperanza de presentarle el menor blanco posible, el buque ofrecería su proa al rumbo del avión. No tenía tiempo para llevar a cabo ningún tipo de ataque sobre el navío. Ahora no era nada más que una de las piezas del avión que volaba, fría, calculadora y tomando nota de la información que le quedaba en la memoria desde que aquélla le fue suministrada.

Se preguntó acerca de la calidad de la información que habría recibido el comandante del buque. ¿Le habrían comunicado algo sobre la unidad de cola o sobre el armamento del Firefox o su velocidad? Supuso que no. La pasión soviética por el secreto, por el servicio de seguridad más compartimentalizado del mundo, funcionaría como una vastísima inercia, la inercia del puro hábito, para que el oficial de la Armada Roja no supiese más de lo que era necesario. Habría recibido una orden: Detenga por cualquier medio el aparato sin identificar.

La lectura indicó que el tiempo que lo separaba del objetivo era de veintiún segundos y la distancia al mismo, de tres kilómetros. Pronto, en pocos segundos, podría divisar la baja estructura frente a él. Era el Firefox contra el… Le hubiese gustado conocer el nombre del crucero.

Un chato y alargado trozo de hielo pasó bajo el vientre del Firefox, brillantemente blanco contra el gris del mar de Barents, opaco y falto de reflejos. Durante los últimos minutos, había pasado sobre otros trozos flotantes de hielo, heraldos meridionales de la masa de hielo no permanente que arrastraba la primavera. Entonces fue cuando vio al crucero, una estructura de poca altura situada en la misma línea del horizonte y que se acercaba a vertiginosa rapidez. Sintió ese momento de tensión, precursor de la acción, en que la adrenalina invadía su sistema y en que el corazón martilleaba la sangre.

Se preguntó si el crucero esperaría, como un animal complaciente, para tragarle con su fuego o si lanzaría una oleada de misiles mientras se encontraba todavía a más de un kilómetro de distancia. Los infrarrojos carecían de precisión. La tecnología no había sido capaz de reducir la inevitable dilatación de la fuente calórica en la pantalla. No era un buen sistema de localización exacta. Sin embargo, el control de tiro del crucero, empleando infrarrojos, no necesitaba ser exacto.

Sabía que ya era visible a los hombres situados en el puente, una gaviota gris que parecía suspendida sobre la superficie de las frías aguas… Observó la pantalla, en espera de la repentina nube de humo que brotaría del casco del buque. En el momento del lanzamiento, los misiles SA aparecerían en la pantalla como brillantes puntitos color naranja.

Captó en la pantalla de radar lo que parecía ser uno de los helicópteros Kamov del crucero y su ECM calculó la altura y distancia. Decidió lanzar uno de sus misiles AA como diversión. Que la adrenalina electrónica inundase de información la computadora del control de tiro del crucero. Que la diversión física de un impacto en el helicóptero añadiese otra dimensión al tablero de ajedrez sobre el que se acercaba al crucero.

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