Firefox

Firefox


Inicio

Página 12 de 13

El silencio del Centro del Mando de Guerra pareció tragarse sus palabras. Vladimirov se daba perfecta cuenta de que todo el mundo, desde Andropov hasta el menos importante de los operadores de radio, comprendía que la atención del recinto se había polarizado en el Primer Secretario y el comandante de «Manada de lobos», y que ellos no eran más que simples espectadores en el juego de fuerza en que participaban los dos hombres. Al general le daba la impresión de que se encontraban dominados por la anticipación, de que casi agradecían que se decidiese a efectuar su movimiento. Su último movimiento.

- En su opinión -dijo el líder soviético con voz suave y con un tono que parecía reprochar a Vladimirov el haber hablado.

Vladimirov asintió con un movimiento de cabeza y, a continuación, afirmó:

- Estoy… Estoy seguro de saber ya la manera en que planearon que el Mig repostase en el mar. -Eligió cuidadosamente las palabras.

Tendría que combatir al Primer Secretario como si fuese un pez peligroso y obstinado; como si fuese un tiburón. Ya se había comprometido. Si su suposición era correcta y. a pesar de todo, fallaban, el hecho de haber pronunciado sus ideas en voz alta equivalía al suicidio profesional. La descabellada idea había ido tomando cuerpo poco a poco en su mente; intentó alejarla; librarse de ella y de las perspectivas personales que implicaba. Pero se había apoderado de él y ya no podía evitar el comunicársela al Primer Secretario. «Condenación», pensó, casi haciendo rechinar sus dientes y mientras se le aparecían las consecuencias del enfrentamiento en que se sumiría con el líder soviético. Era, sin embargo, la última oportunidad que se les brindaba para que el Mig, pilotado por Gant, no cayese en manos de los Estados Unidos.

Su odio por Gant le quemó la garganta, como si se tratase de una arcada.

- Sí. Han empleado -están empleando- un gran témpano de hielo como pista de aterrizaje y de despegue y el medio transportador del combustible es, sin duda alguna, un submarino. ¡Ese es el contacto por sonar que ha hecho el Riga! -Así, con el apresuramiento de sus palabras, la idea parecía ridícula y poco convincente. Sin embargo, ¡podía imaginarse la escena con tanta claridad!… Las figuras abrigadas en el interior de sus anoraks, las mangueras, el avión posado sobre el hielo… ¡los norteamericanos habían podido elegir entre cualquiera de los millares de témpanos existentes!

- ¿Quiere decir que el avión ha aterrizado, Vladimirov?

Vladimirov se dio cuenta de que había perdido. La seca y tranquila voz le dijo que no había conseguido convencer. Miró a su alrededor. Los rostros estaban vueltos, las miradas se dirigían hacia los lados o hacia el suelo y no se encontraban con la suya. Hasta Kutuzov se dio la vuelta, como los ojos del testigo de un accidente de carretera.

- Sí. -Su tono de voz era demasiado alto y lo sabía.

¡Demonios! ¡Ni siquiera podía controlar ya su voz! ¿Cómo podía el hombre que se encontraba al otro extremo de la mesa del mapa, sobre el que las lucecitas se dirigían al Cabo Norte, asustarle tanto? Habían aceptado los señuelos de Aubrey -Vladimirov sabía que no eran más que señuelos-, sus aviones y submarinos que se movían sin otro objetivo que el de despistarlos. Habían enviado todas las fuerzas disponibles, tanto marítimas como aéreas, a toda velocidad hacia el Cabo Norte. El hombre ante el que se encontraba poseía el suficiente poder para llevarlo a la ruina, para dejarlo caer en el vacío, para aplastarlo y meterlo en la cárcel, para decir que estaba loco. Y Vladimirov no quería acabar en un manicomio, como Grigorenko.

Intentó una vez más.

- El contacto se encuentra en el último rumbo de vuelo que detectaron el Riga y su escolta antes de perderle la pista.

Se calló. Contempló, casi como otro espectador, cómo el corpulento bulto vestido de gris oscuro miraba con apariencia distraída el mapa de la mesa. Tanto el Riga como sus dos submarinos se iban quedando cada vez más aislados ante la emigración hacia el Oeste de las actividades del resto de las flotas aérea y naval de los soviéticos. Después, levantó su mirada a los ojos de Vladimirov. El incrédulo general se dio cuenta, antes de que los párpados volviesen a ocultar aquella mirada, de que demostraba un miedo cerval. No pudo asimilar la información hasta que el Primer Secretario le dijo:

- Se tardaría demasiado en llamar a los helicópteros y en ordenarles que cribasen la zona. En vez de ello, mi querido general, y en vista de este interés obsesivo que parece mostrar en los témpanos y submarinos cargados de combustible… -Se detuvo y Andropov, sentado ahora junto a él, sonrió imperceptiblemente. Proporcionó la esperada reacción, incluso mientras sus inexpresivos ojos, tras la montura metálica de las gafas, indicaban que comprendía las razones del líder soviético-. Como iba diciendo y para tranquilizarlo, mi querido Vladimirov, enviaremos uno de los submarinos de escolta para que investigue ese dudosísimo contacto de sonar que el Riga dice haber localizado. -Sonrió blandamente mientras se recuperaba de la desnuda comprensión que había visto en los ojos del Presidente.

- Pero, si es… -comenzó Vladimirov.

El Primer Secretario levantó una de sus poderosas manos.

- Uno de los submarinos, Vladimirov. ¿Cuánto tardará?

- No más de cuarenta minutos.

- En ese caso y si hay que informar de algo; es decir, si el contacto resulta ser interesante, ordenaremos al segundo Mig que vuelva de su contacto sobre el Cabo Norte a toda velocidad.

Había terminado. Vladimirov pudo sentir cómo la tensión se desvanecía y lo dejaba físicamente agotado, vacío. Algo era algo. Y, sin embargo, no sentía la sensación de haber ganado. Se sentía incapaz de hacer otra cosa que despreciarse a sí mismo.

Rápidamente, como para ocultar los sentimientos que su rostro reflejaba, se volvió hacia la consola de cifra para dar las órdenes necesarias al comandante del Riga.

Gant contempló la verduzca pantalla de sonar y el infatigable recorrido de su brazo hasta que le dolieron los ojos. El continuo girar del brazo y la blanca luz que lo acompañaba, dejando tres puntos polarizados en su estela, lo ponían nervioso. Tras los silenciosos y tensos minutos en el compartimiento de control del Pequod, inclinado sobre los auriculares que llevaba el marinero, escuchando el amplificado sonido detectado, se le hizo claro lo que ocurría. Uno de los puntos de la pantalla, uno de los submarinos, se había separado de su rumbo hacia el Oeste y se trasladaba sobre el que le conduciría directamente al Pequod. Los otros dos continuaron hacia el Oeste.

Los puntos eran solamente visibles en la pantalla de sonar de largo alcance, cuyo radio de acción era de cuarenta y cinco kilómetros. Se encontraban en el borde superior de la pantalla. Cuando los tres buques fueron descubiertos, el sonar funcionaba con barrido direccional. Ahora, el punto que representaba al submarino de escolta que se dirigía hacia ellos se encontraba a poco más de treinta kilómetros de distancia.

Tras el profundo silencio, interrumpido solamente por el rápido ritmo respiratorio de los tripulantes y por el repetido «blip» del eco de contacto del sonar, Seerbacker, de pie junto a Gant, preguntó al operador:

- ¿Cuánto tardará en alcanzarnos?

- No lo sé, señor -contestó éste sin quitar la mirada de la pantalla-. Ya sabe que con este sonar de largo alcance es como… Algunas veces tiene un factor de distorsión de hasta un veinte por ciento. No estoy seguro, señor.

- ¡Cuernos!

- ¿A qué velocidad pueden navegar esos submarinos rusos? -preguntó Gant.

- ¡Y yo qué demonios sé! -exclamó Seerbacker, volviéndose hacia él con su largo rostro lívido de furia y miedo- ¡Ni siquiera sé de qué tipo de submarino se trata! Hasta que pase de la pantalla de largo alcance a la de cercano no conseguiremos que la computadora nos proporcione una imagen tridimensional que permita su identificación.

- Contacto rumbo Rojo, Tres, Nueve y acercándose -dijo en voz alta el operador sin sentirse al parecer, afectado por las emociones que Seerbacker reflejaba junto a sus oídos.

- ¿Qué hará? -preguntó Gant.

Seerbacker lo contempló durante un momento y luego dijo: -Tengo un paquete precintado para usted. Me imagino que es su rumbo. En segundo lugar, tendré que sacar nuestros disfraces del armario y salir pitando.

Gant lo contempló con asombro.

- El contacto sigue en rumbo Rojo, Tres, Nueve y acercándose.

Seerbacker lanzó una mirada a la nuca del operador que parecía que deseaba verlo muerto o, por lo menos, mudo y ordenó:

- Déme ese embudo.

Fleischer tomó el micrófono en la mano, apretó el botón de alerta colocado en un lado de la emisora y anunció a la tripulación que se preparase a escuchar un mensaje del comandante.

Seerbacker asintió con la cabeza y, a continuación, habló por el micrófono:

- Escuchen. Aquí el comandante. Procedimiento «Inofensivo» inmediatamente. Nos quedan unos treinta minutos; quizás menos y dudo mucho que más. Quitaos el plomo de las botas y daos prisa. Daos más prisa que la que os hayáis dado en toda vuestra vida.

Relajado de su tensión por el método de dar órdenes a su tripulación, Seerbacker se volvió hacia Gant con un poco de mayor dominio sobre sí mismo. Con una sonrisa indicó la escotilla de estanqueidad que conducía hacia su camarote y Gant lo siguió.

- ¿Qué quiere decir «Inofensivo»? -preguntó mientras sus pies arrancaban ecos metálicos sobre el pasadizo.

Seerbacker permaneció silencioso hasta llegar a su camarote, con Gant todavía siguiéndole las huellas, y haber cerrado la puerta. Se dirigió a una caja fuerte empotrada en la pared, hizo girar la rueda de la combinación y abrió una pequeña puerta. Entregó a Gant un paquete envuelto en celofán. Gant asintió con un movimiento de cabeza al ver cómo los dedos del comandante mostraban una cápsula de ácido en el interior del envoltorio de plástico. Ácido para «autodestruir» las órdenes selladas.

Gant extrajo la única hoja de papel de seda y la estudió con atención.

- ¿Qué quiere decir «Inofensivo»? -Volvió a preguntar. Seerbacker sonrió.

- Una bromita que nos gastamos aquí. Una bromita que puede salvarnos la vida. Ahora, cuando subamos, lo podrá ver por usted mismo.

Gant asintió, como si la respuesta a su pregunta no le interesase en realidad. Sus órdenes eran sencillas. Contenían una lista de coordenadas y de horarios que lo conducirían primeramente y a baja altura a través de la costa finesa hacia el este de la zona de diversión del Cabo Norte y, por encima del paisaje lacustre de Finlandia, a Estocolmo. Una vez situado sobre el lugar en que el Golfo de Botnia entraba en contacto con el Báltico, las instrucciones le encomendaban que localizase el último avión de la tarde con que la British Airways realizaba el vuelo Estocolmo-Londres. Sabía por qué. Si se colocaba tras la cola del avión y por debajo del mismo, no solamente la tripulación no podría verlo, sino que todo lo que los infrarrojos podrían localizar sería la fuente térmica del avión de pasajeros. Y éste realizaría su ruta a la hora prevista por encima del mar del Norte. Así se vería él libre de cualquier tipo de detección que no fuese visual, lo que constituía una remota posibilidad. Ningún buque del tipo Elint que se encontrase en el mar del Norte y al que se le hubiese indicado que lo localizara podría imaginarse dónde estaba. Al llegar a una coordenada sobre la costa inglesa, debía llamar por la frecuencia empleada por la aviación comercial a la base de la R.A.F. de Scampton, situada en el Lincolnshire, haciéndose pasar por avión de pasajeros en vuelo de revisión de su Certificado de Navegación Aérea. Si salía bien y con un poco de suerte, los rusos perderían su pista -si la detectaban- frente a la costa oriental de Suecia, cuando su imagen infrarroja se pusiese en contacto con la del aparato de la British Airways.

Volvió a leer las coordenadas, grabándoselas firmemente en la memoria. A continuación, las introdujo de nuevo en el sobre y éste en el envoltorio de plástico. Seerbacker había ya colocado sobre la mesa un gran cenicero de acero. Gant depositó el paquete sobre éste y con la palma de la mano dio un fuerte golpe sobre aquél. Casi de inmediato se elevó el acre vapor del ácido y el paquete comenzó a disolverse. Gant lo observó fijamente hasta que se transformó en unos oscuros y pringosos puntitos.

A continuación, hizo un movimiento de cabeza, como asintiéndose a si mismo, y dijo:

- Está bien. Démonos prisa, comandante. Quiero ver lo que han adelantado en el trabajo de la pista de despegue. -Sus ojos, ante la sorpresa de Seerbacker, brillaron por un momento y, acto seguido, afirmó:

- Y me gustaría conocer ese dispositivo «Inofensivo».

Naturalmente, pensó Aubrey, no podía estar seguro. No, no con exactitud ni en el momento actual. No obstante, no podía apagar del todo la pequeña llama esperanzadora que, como un buen brandy, le reconfortaba el estómago; el calor del éxito. La actividad en clave de los rusos, junto con el éxito obtenido por las misiones señuelo desplegadas en la zona del Cabo Norte y la notificación por parte de Seerbacker de que el Firefox había aterrizado incólume y tenía ya los depósitos llenos, incrementaban su poco reprimida satisfacción.

Tampoco Shelley, se dio cuenta, podía casi eliminar de sus suaves facciones una sonrisa de colegial. Los sentimientos de los norteamericanos, girando ciento ochenta grados de la indecisión provocada por las dudas de Buckholz, volvían a tomar una curva ascendente. Curtin se encontraba sobre la escalera portátil, ajustando las posiciones que habían ocupado los buques y aviones soviéticos a las que iban tomando al acercarse a la zona de diversión. Aubrey lanzó una ojeada al inmenso mapa y vio solamente la posición del témpano de hielo y el alfiler de color naranja que, sobre él, indicaba la del Firefox.

Si Seerbacker se hubiese arriesgado a emitir otra señal para confirmar el contacto que el sonar había establecido con el submarino que se acercaba o si Aubrey hubiese conocido la intuición de Vladimirov, su humor hubiera sido menos afable y la temperatura de su ego un poco más baja. Pero todavía estaba cegado por la brillantez de su plan y Seerbacker no había informado sobre la sospechosa presencia del submarino escolta. El plan, para Aubrey, se había transformado en algo puramente mecánico y, mientras Gant siguiese sus instrucciones, era cosa segura.

Aubrey afirmaba que él era un hombre que nunca, jamás, cantaba victoria antes de tiempo, aunque esta vez lo hizo. La magnitud de lo que había conseguido, desde el momento en que se le ocurrió la idea, pasando por su planteamiento, hasta llegar a la ejecución de la misma, lo dejó abrumado, iluminó como un sol ardiente su vanidad y lo hizo sonrojarse.

- Mmm, caballeros -dijo, aclarando su garganta-. Me doy cuenta de que tal vez sea un poco prematuro… -Sonrió como quitando importancia al asunto, sabedor de que todos compartían su sentimiento-. Sin embargo… quizá pudiéramos permitirnos una pequeña cantidad de alcohol celebratorio… Buckholz sonrió abiertamente.

- Sabes cómo hacerlo complicado, Aubrey, pero, sí, creo que podemos abrir una botella. -Estupendo.

Aubrey se dirigió al carrito que, con las bebidas, había permanecido durante todo el tiempo de su vigilia en el rincón del cuarto de operaciones… Repentinamente, el lugar pareció perder el rancio, casi agrio, olor de humo de puro y de ropas sin cambiar. Los rostros ya no se veían sometidos a presión alguna. Solamente se encontraban un poco cansados; cansados por la agradable fatiga de haber hecho un buen trabajo, de haber terminado algo.

Rompió el precinto de la botella de whisky norteamericano y esparció el dorado líquido, en generosas raciones, en el interior de cuatro vasos. Acto seguido y con corteses movimientos, repartió, sobre una bandeja de plata que había traído previsoramente de su apartamento, las bebidas alrededor de la mesa.

Aubrey alzó su copa, sonrió con aire apacible y brindó:

- Caballeros. Por el Firefox… y, por supuesto, por Gant.

- Por Gant y por el Firefox -corearon los cuatro en un no muy claro unísono.

Aubrey contempló con algo de desagrado cómo Buckholz arrojaba el preciado líquido en el fondo de su garganta y lo tragaba de una sola vez. «Realmente», pensó, «este hombre no tiene ningún gusto; ninguno en absoluto».

Mientras tomaba a sorbos su bebida, le pareció más que nunca que sólo era cuestión de tiempo. Lanzó una ojeada al teléfono. En pocos minutos, dentro de muy poco, sería hora de pedir el coche que los transportaría a la base de Scampton para recibir a Gant. A menos que llegase antes.

Sonrió ante la idea.

Peck se encontraba frente a Gant y a Seerbacker. Su figura se cernía sobre las de los dos hombres. La piel de su capuchón estaba ribeteada de gotas de sudor y su bigote estaba cubierto de hielos. Estaba pálido; agotado por el esfuerzo realizado.

- ¿Qué hay? -preguntó Seerbacker, agarrándose todavía a la escalerilla de la torreta del Pequod.

- Ya está, señor -contestó Peck. Miró a continuación a Gant y su voz se endureció-. ¡Ya le hemos limpiado su condenada pista, señor Gant!

- ¡Peck! -le advirtió Seerbacker.

Por un momento, Gant creyó que el corpulento jefe de máquinas pretendía golpearlo e hizo un movimiento para esquivar el puñetazo. Acto seguido dijo:

- Lo siento, Peck.

Peck no pareció verse afectado por la contestación. Estudió detenidamente el rostro de Gant como si sospechase una trampa. Satisfecho, sonrió y pareció darse cuenta de que necesitaba dar alguna explicación. Agregó:

- Lo siento, mayor… -Gant, sorprendido, abrió los ojos. Era la primera vez que alguien hacia uso de su primitivo grado. Peck lo empleaba como signo de respeto-. Nosotros… Es la sensación, señor. Mientras trabajábamos ahí fuera en el hielo, los hombres y yo pensábamos que, en vez de rompernos las espaldas, podríamos estar ocupados en salir de aquí. -La voz del hombre se desvaneció y se puso a contemplar fijamente sus zapatos.

- Está bien, Peck -dijo Gant-. Ahora dígame en qué punto del trabajo se encuentran.

Peck cambió su apariencia, tomando la de un hombre que iba directamente al grano, la de un profesional.

- Hemos abierto un hueco de nueve metros en el alzamiento. En ese momento dirigimos las mangueras sobre el hueco. Vienen del depósito. Necesitamos mucha manguera, mayor. Tomará cierto tiempo.

Gant asintió con un movimiento de cabeza.

- Pues, adelante, Peck. Cuanto antes lo terminen, antes se podrán largar de aquí. Una vez que hayan alisado la superficie del témpano -y háganlo bien porque no quiero encontrarme con un bache a doscientos cincuenta kilómetros por hora, quiero que atomicen vapor sobre el hielo y a lo largo de toda la pista; comenzando en el borde norte del témpano y en dirección hacia el Firefox.

Hasta donde lleguen… si tienen tiempo.

- ¿Para qué, mayor? -Peck parecía asombrado.

- Para limpiarlo de nieve. Para eso. No quiero que me retenga la resistencia de la superficie.

- Hágalo, Peck -dijo Seerbacker-. Voy a ver cómo nos escamoteamos y después iré a ver el trabajo que ha realizado su academia nocturna.

Peck asintió con una sonrisa y partió, siguiendo la línea del Pequod, hacia la escotilla de turbinas donde dos miembros de la tripulación encargada de máquinas introducían grandes extensiones de manguera en el vientre del submarino.

- ¿Quiere ver a «Inofensivo»? -preguntó Seerbacker-. Venga a echar una ojeada.

El proyecto «Inofensivo» era algo apresurado, burdo y… brillante, tuvo que admitir Gant. Al principio, la agitada actividad de los miembros de la tripulación que no trabajaban en el alzamiento parecía no obedecer a ningún plan preconcebido y no daba la impresión de tener ningún objetivo concreto. Después, Gant se dio cuenta de lo que ocurría.

Estaban transformando el submarino en una estación meteorológica ártica. Seerbacker ordenaba a través del «walkie-talkie» que se llenasen de agua de mar los tubos lanzatorpedos y los alojamientos de proa con el fin de eliminar toda huella de gasolina. Para explicar la presencia de agua de mar en ambos compartimientos se aduciría la existencia de una avería en el casco. Se había construido una cabaña sobre el hielo y llevado desde el submarino muebles rústicos de madera. Las paredes de la cabaña se encontraban cubiertas por mapas y cartas, observó Gant a través de una de las ventanas. Ingentes cantidades de números y cifras llenaban blocs y hojas de papel unidas por clips. Se habían levantado dos mástiles, uno de siete metros y otro de diez. El más alto de los dos consistía en una antena de radio y sobre el otro giraba un anemómetro bajo el que una veleta señalaba la dirección del viento. Debajo del más pequeño de los mástiles, habían colocado un armarito blanco, una pantalla Stephenson, que contenía termómetros e higrómetros. La transformación del témpano en estación meteorológica se completaba por la perforación de agujeros en la superficie del hielo, algunos de los cuales alcanzaban las aguas que se encontraban debajo y en cuyo interior se habían introducido termómetros.

Mientras Gant contemplaba cómo Peck y sus hombres desplegaban los rollos de manguera y los conectaban entre sí, pudo ver la figura de un brillante globo naranja elevarse en el cielo. Todavía quedaban adheridos a la superficie del témpano algunos jirones de neblina, aunque la base de la nube que los cubría se encontraba a más de cuatro mil metros de altura. A más de treinta metros por encima del Pequod se balanceaba otro globo de color naranja. Tanto éste como el que había visto anteriormente explicarían el lanzamiento de un globo señal cuando aterrizó.

En total, se tardó un poco más de quince minutos en dar la impresión de que la superficie del témpano no era más que una estación meteorológica de los Estados Unidos que estudiaba los movimientos y características de los hielos en su lenta navegación hacia el Sur, hacia su autoinmolación. El único fallo que Gant podía detectar era que el submarino operaba en la parte septentrional del mar de Barents en vez de hacerlo al este de Groenlandia.

Como comentó Seerbacker al reunirse con Gant en la escalerilla que conducía al puente del submarino:

- No podrán probar nada, Gant, siempre y cuando no se encuentre usted aquí cuando desembarquen.

Gant lanzó una pensativa ojeada al hielo y a continuación preguntó:

- ¿Qué pasará con la salida de gases? Seguro que mantendrán vigilancia de infrarrojos si sospechan algo.

- ¡Demonios, Gant! ¡Me importa un bledo su estela térmica! Usted ocúpese de sacar ese pájaro de aquí y yo me encargaré del resto. ¿De acuerdo?

Gant sonrió ante la fingida ferocidad de la respuesta dada por Seerbacker. El hombre se encontraba asustado y sabía que pisaba terreno poco seguro. Asintió:

- De acuerdo. Me largaré en cuanto pueda.

- Muy bien. -Seerbacker sacó el «walkie-talkie» del bolsillo, lo apoyó contra su mejilla y apretó el interruptor.

- Aquí el comandante. ¿Está usted ahí, Fleischer?

- Sí, señor. -A través de la radio, la voz de Fleischer alcanzaba una tonalidad irreal que hizo que Gant pudiese abarcar toda la situación: el diminuto témpano, la grisácea inmensidad del mar de Barents, la proximidad del submarino soviético.

- ¿Qué noticias tenemos de nuestro amigo?

Hubo un silencio, tras el que el segundo comandante contestó:

- En este momento la computadora nos da la predicción. Por supuesto, señor, está sujeta a un siete por ciento de error.

- Ya. Déme las malas noticias.

- El submarino llegará en diecisiete minutos.

- ¡Jesús!

- Tanto su rumbo como su velocidad son los mismos de antes, señor. Viene derecho hacia nosotros.

La tensión se reflejó durante unos instantes en el rostro de Seerbacker. A continuación sonrió a Gant.

- ¿Ha oído eso, Gant? -Gant hizo un movimiento afirmativo-. Está bien, Fleischer. A partir de ahora, dejo este aparato en escucha constante. Quiero que me llame cada minuto. ¿Entendido?

- Si, señor.

- Cuando el submarino entre en el radio de acción del sonar de corto alcance, déme su velocidad y distancia cada treinta segundos.

- Sí, señor.

Seerbacker sujetó el receptor al bolsillo de la pechera de su anorak y tiró de aquél para asegurarse de que no se iba a soltar. Hizo una señal con la cabeza en dirección de Gant y se echó a andar hacia donde las dos mangueras, como dos serpientes, se adentraban en la neblina. Siguiéndole, sin poder alcanzar todavía con la vista el alzamiento y sin casi oír el silbido producido por el vapor, Gant se sintió dominado una vez más por lo precario de la situación en que se encontraban. La encorvada y escurridiza silueta de Seerbacker daba la impresión de ser demasiado ligera e insustancial y ciertamente no parecía poder soportar el peso de su escapatoria. Ni la firmeza del hielo bajo sus suelas ni, al volverse a echarle una ojeada, la visión del Firefox envuelto en niebla lo confortaron. El submarino ruso se acercaba al témpano y al Pequod. Segundos más, segundos menos, les quedaban dieciséis minutos.

Dos hombres manejaban las mangueras, dirigiendo sus chorros de vapor caliente a la deforme masa del hielo en que se recortaba el hueco tallado en el alzamiento. Debía tener nueve metros de anchura. Gant lo midió mentalmente. Le pareció pequeño, demasiado pequeño. El vapor actuaba sobre la irregular superficie del hielo, sobre los deformes bordes del hueco, suavizando y alisándolos. En un par de minutos, los dos hombres habían proporcionado a los bordes un resplandeciente y uniforme acabado.

Peck se volvió una vez, reconociendo la presencia del comandante y de Gant, y los ignoró. En cuanto el hueco estuvo a su gusto, conminó a sus hombres:

- ¡Bien, muchachos! ¡Ahora, dejen bien lisa esa pista!

- ¿Para qué, jefe?

- ¡Porque me da la gana! ¡Ya verás cómo te gusta, Clemens!

Las dos mangueras se sumergieron en la neblina, siguiendo desganadamente a los hombres que tiraban de ellas. Pasaron, serpenteantes, junto a las botas de Gant. Lentas, demasiado lentas. Miró su reloj en el preciso momento en que la voz de Fleischer vibró en la proximidad del hombro de Seerbacker:

- El submarino ha pasado a la pantalla de corto alcance, señor.

Seerbacker inclinó la cabeza como si se tratase de un pájaro arreglándose las plumas, y dijo: -Dígame lo peor.

- Identificación por medio de computadora: ruso, submarino de caza; distancia, seis-punto-nueve kilómetros; ETA, hora de llegada: nueve minutos…

- ¿Qué? -aulló Seerbacker.

- Lo siento, señor. El error del sonar debió ser mayor de lo que pensamos…

- ¡Y me lo dice ahora! -Seerbacker se quedó en silencio durante un momento. A continuación, siguió-: ¡Retírese de la comunicación! ¡Peck!

- Dígame, señor.

- ¿Ha oído eso, Peck?

- Sí, señor. No la podremos terminar. Ciertamente no. si tiene que tener treinta metros de anchura y recorrer toda la longitud del témpano.

- ¿Con cuánto se arregla? -preguntó el comandante, mirando a Gant.

- Creo… Cien metros de este lado -contestó éste, indicando más allá del hueco abierto en el alzamiento, hacia el Norte-. No necesito nada más que eso y una pista limpia a este lado del hueco. -Alzó la mano en dirección al Firefox.

Seerbacker repitió sus órdenes. Peck no pareció muy convencido de poder llevarlas a cabo, aunque afirmó que lo intentaría. Gant clavó la mirada en el interior de la neblina, donde veía cómo las atropelladas y achatadas figuras de los hombres se acercaban, arrastrando tras sus huellas las flácidas siluetas de las mangueras. Oyó cómo el vapor se dirigía sobre la pista, limpiándola de la nieve suelta. Tenía que hacerse así, si quería alcanzar la necesaria velocidad de despegue. Y tenía que esperar hasta que hubiesen terminado.

Seerbacker hablaba de nuevo:

- Dígame el estado en que se encuentra el proyecto «Inofensivo». Y ésta es la última vez en que alguien se refiere a algo que no sea el tiempo, ¿entendido? -Escuchó atentamente, casi de puntillas. Cuando la voz que sonaba en el otro extremo hubo concluido, hizo un movimiento de cabeza que indicaba satisfacción. A continuación, miró a Gant-. De acuerdo. Estamos a cubierto siempre y cuando esté usted en el aire.

- ETA, siete minutos. -La voz de Fleischer se encontraba infectada por algo que sonaba peligrosamente a pánico.

- Cuando se ponga en contacto con usted, déle la historia que figura en el guión. ¿De acuerdo, Dick?

- Sí, señor.

Gant apreció cómo el vapor resbalaba sobre la superficie de la nieve. El polvo de ésta se levantaba entre la niebla. Las mangueras reptaron en su dirección. Al ser llamados por Peck a través del «walkie-talkie», los hombres que las manejaban, a quienes se les había unido un tercero, pasaron anónimamente junto a Gant, envueltos en la tempestad de nieve que ellos mismos provocaban. Gant también se vio sumergido en ella.

- ETA, seis minutos… Todavía no tenemos contacto por radio, señor. -Gant percibió cómo la chillona voz de Fleischer surgía de la nube de nieve y, al dirigirse las mangueras de nuevo hacia el aparato, vio cómo otra vez la delgada silueta de Seerbacker se destacaba contra la neblina. Con el dorso de su guante, se limpió el rostro de nieve.

Seerbacker permaneció en silencio durante un buen rato, dando la espalda a Gant, mientras contemplaba el trabajo que los hombres de Peck realizaban para limpiar la pista. Le daba la impresión de que iban despacio, demasiado despacio. Incapaz de soportar la tensión ni el silencio por más tiempo, se volvió hacia Gant y le preguntó:

- ¿Cree usted que lo conseguirán?

- Nos queda un minuto -contestó éste, al tiempo que asentía con la cabeza.

- ¿Podrá usted despegar en ese tiempo?

- ¡Y encontrarme tan lejos como no se lo pueda imaginar! -contestó Gant, con una amarga sonrisa.

- Ojala tenga razón, caballero. ¡Ojala no se equivoque!

- ¡El contacto ha sido confirmado, Primer Secretario! -exclamó Vladimirov, dando un golpe con la mano sobre la mesa en que se encontraba el mapa y haciendo que sus luces titilaran durante unos instantes.

El hombre que tenía enfrente no dio la impresión de sentirse afectado, pareciendo, incluso, despreciar las prisas del militar. Vladimirov tomó conciencia de que ahora se lo jugaba todo, de que ya no había tiempo para fiorituras profesionales ni políticas. Había sabido que se trataba de un submarino norteamericano y cuáles eran sus propósitos. El silencio se lo había revelado. Estaba pálido, nervioso y el sudor cubría su frente. Se percató de que se encontraba solo en la sala y de que solamente el anciano Kutuzov estaba de su parte. Y hasta éste permanecía callado.

- Cálmese, Vladimirov -gruñó el Primer Secretario.

- ¿Calmarme? ¿Calmarme yo? -La voz de Vladimirov tenía un tono agudo.

Sabía que se acababa de comprometer. No podía permanecer sin hacer nada, aunque estuviese acostumbrado a hacerlo. Intentó detener el movimiento pendular que, entre interés personal y sentido del deber, lo había invadido durante toda la mañana. No había podido almorzar, tal vez era el nudo que sentía en el estómago, el nudo del miedo. Tal vez, pensó, era la conciencia de su propio miedo, de que era un cobarde, lo que lo había empujado a cumplir con su deber.

- Sí. ¡Cálmese!

- ¿Cómo puedo calmarme mientras su estupidez, sí, su estupidez, está poniendo ese avión en manos de los estadounidenses? Ya conoce el informe. Ya sabe quién es ese Gant. Puede hacer que el Mig aterrice sobre el témpano y despegar de nuevo. ¡Escúcheme! ¡Hágame caso antes de que sea demasiado tarde!

Como una liebre aterrorizada, Vladimirov contemplaba el torrente de emociones que, una tras otra, invadía el rostro del Primer Secretario. Éste controló en un instante el rojo furor producido por el insulto y lo transformó en el frío desprecio en él habitual. Vladimirov se sintió invadido por un sádico sentimiento de placer. Por fin, sin embargo, pudo ver la emoción que buscaba… la duda.

Vladimirov insistió, a sabiendas que, aunque se destrozaba a sí mismo, el Primer Secretario temía ignorarlo por más tiempo. El líder soviético no podía ya devolverle la mirada y volvió la cabeza en dirección de Andropov. El rostro del Presidente era inescrutable.

- Tiene que actuar, Primer Secretario. Es demasiado tarde para consideraciones públicas.

Dio la impresión de que su enorme cuerpo se disponía a lanzarse contra Vladimirov, pero hizo que una sonrisa iluminase su rostro y afirmó con voz despreocupada:

- Muy bien, Vladimirov. Muy bien. Si eso es lo que quiere… -Su voz se endureció-. Si su conducta está tan dispuesta a estropear las cosas, lo único que puedo hacer es complacerle. -Movió su mano con un gesto que implicaba generosidad-. ¿Qué necesita?

- Que el Mig retorne inmediatamente del punto en que tenía su contacto en el Cabo Norte.

Vladimirov sintió cómo su voz se le comprimía en la garganta. Sus energías lo abandonaron. Ya no le quedaba más que el miedo y la sensación de los honores perdidos y de haber arrojado al aire el poder. El momento temporal de su victoria era amargo y helador. El Primer Secretario asintió una vez con la cabeza. La poderosa fuerza que había sido enviada hacia el Cabo no tenía importancia. No en ese momento. Tal y como se encontraban las cosas, los únicos que podían cambiar el resultado eran el segundo Mig y Tretsov. Y, como si fuera una recompensa a su esforzada persecución, quería que Gant muriese en aquel mismo momento. Quería que Tretsov acabase con él.

Al acercarse a la consola para cursar las órdenes a Tretsov, observó fugazmente hacia Kutuzov. Por un momento, pensó que había percibido en sus húmedos ojos una amable sabiduría y una profunda compasión. Pudo entrever que el anciano estaba distraído y no se daba cuenta de lo que pasaba. Se sintió muy solo e incapaz de decidir cuál de las dos sensaciones era la verdadera.

Escupió las órdenes -tal vez las últimas que daba en su calidad de comandante de «Manada de lobos», pensó- con voz tranquila y uniforme, sabiendo que todos los ojos que se encontraban a su espalda lo estaban contemplando. La sala todavía estaba dominada por la tensión.

Al dar por recibidas las órdenes y alterar Tretsov el rumbo del segundo Mig para dirigirlo hacia el témpano de hielo a su máxima velocidad de más de seis mil kilómetros por hora, Vladimirov se asía a su última oportunidad de que Tretsov destruyese a Gant.

- Llaman, señor. Quieren nuestra inmediata identificación, señor. -La voz de Fleischer brotaba del emisor que colgaba del bolsillo de Seerbacker.

- Pues que la pidan. Ya sabe lo que tiene que decirles. Está escrito. Dígaselo.

- El ruso quiere hablar con usted, señor.

- Dígale que ahora mismo voy. Dígale que estoy llevando a cabo un condenado experimento en la otra punta del témpano. ¡Dígale que ya voy!

- Señor. El ETA (hora aproximada de llegada), es de tres minutos y catorce segundos.

La conversación discurría en algún lugar fuera de Gant. Muy lejos. Tanto él como Seerbacker, contemplando junto al aparato el lento acercarse de las mangueras, se encontraban, en realidad, a kilómetros de distancia. Gant sabía casi hasta al segundo el tiempo que les quedaba y el que necesitarían. Y no era más que un minuto.

Seerbacker se encontraba nervioso a ojos vista. La voz de Fleischer actuaba sobre sus nervios como el imperceptible tirón del titiritero sobre las cuerdas de sus muñecos y lo ponía en tensión. No podía creer, a medida que se acercaban los rusos, que la rústica cabaña, las falsas cartas, los termómetros ni los mástiles, pudiesen salvarle. Sin embargo, Gant se encontraba como un pasajero cuyo tren acababa de llegar. Recogía calmosamente su equipaje de pensamientos antes de la salida. Ya no era lo que Seerbacker, en su fuero interno, había pensado de él: un hombre sin pasado que se dirigía a un futuro desconocido. Era un hombre en tránsito y las figuras que se encontraban en aquel paisaje de niebla y hielo poco o nada tenían que ver con él.

- ¡Demonios! ¡No van a terminar nunca! -exclamó Seerbacker, incapaz de soportar la tensión.

- Lo harán -contestó Gant con voz tranquila y tan uniforme, sonó casi como un susurro, que Seerbacker lo miró con curiosidad.

- ¡Hombre, usted es imperturbable…!

- Alguien me dijo una vez que estaba muerto -sentenció Gant, sonriendo-. En Vietnam me llamaban el cadáver volante.

- ¿Y le importaba?

- No -contestó Gant, sacudiendo ligeramente la cabeza-. La mayoría de los tipos que me llamaban así murieron antes de que nos pudieran sacar de allí… Misiles, armas antiaéreas, aparatos enemigos.

- Sí -asintió en voz baja Seerbacker-, Condenada guerra…

Sudoroso, pálido, furioso y cansado, Peck se les acercó. Solamente quedaban unos cien metros de pista para terminar. Dominando con su altura a Gant, anunció:

- Oiga. No lo vamos a terminar a tiempo, ¡Si no se larga con su pájaro, nos veremos todos en la Lubyanka!

- Le queda un minuto, jefe -dijo Gant, agitando la cabeza.

Peck se le quedó mirando, abriendo y cerrando la boca, mientras sus ojos reflejaban una atónita incomprensión que, paulatinamente, se fue cambiando en convencimiento.

- Si usted lo dice… -murmuró, dándose vuelta y dirigiéndose hacia las mangueras mientras lanzaba órdenes entremezcladas con blasfemias a sus hombres.

- ¡Caray! ¡Cómo ha impresionado al jefe! -exclamó Seerbacker con una sonrisa-. Sólo espero que no tenga que hacer lo mismo con los rusos.

- ETA, dos minutos, treinta segundos -avisó la voz de Fleischer-. Sigue pidiendo hablar con usted, señor. Quiere pruebas convincentes. No creo haber hecho un buen trabajo.

- ¡Váyase al cuerno, Dick! Siga manteniéndolo ocupado. ¿Da la impresión de que va a salir a la superficie? ¿Hace preguntas suspicaces?

- No, señor. Las preguntas son normalmente suspicaces. No parece buscar nada especial.

Un chorro de nieve en polvo azotó el rostro de Gant. Por un momento, distraído por las voces, lanzó una ojeada hacia el cielo, medio oculto por la calima. Se dio cuenta de que no se trataba sino de la vanguardia de la tormenta organizada por Peck. Los hombres que se ocupaban de la manguera se encontraban todavía dentro del horario previsto. Se sonrió a sí mismo y se quitó el anorak. Los hombres de Peck se encontraban a unos cuarenta metros del Firefox. La cuadrilla que se ocupaba del equipo anticongelante pasó a trompicones ante él, deteniéndose para mirar con ojos inquisitivos en su dirección. Les hizo un signo afirmativo con la cabeza, con lo que parecieron sentirse ampliamente reconfortados, empujando a toda prisa la rodadora hacia el Pequod a fin de que fuese izada rápidamente a bordo y estibada antes de la llegada de los rusos.

Gant, como una visita con ganas de marcharse, esperó hasta que Seerbacker hubo terminado su conversación con su segundo comandante.

Seerbacker pareció sorprenderse al verlo de nuevo con su traje antigravitatorio de vuelo. Sonrió torpemente. -Mmm… sí… naturalmente… -dijo. -Hasta pronto, Seerbacker… y gracias.

- ¡Lárguese de aquí, condenado! -contestó el comandante con fingida severidad.

Gant asintió y colocó su pie en el escalón inferior de la escalerilla del fuselaje. Se izó hacia la carlinga y se introdujo en ella con los pies por delante. Una vez en su interior, se colocó el casco de vuelo, conectó el oxigeno, la toma electrónica del control de armamento y el equipo de comunicaciones. Lo primero que tenía que hacer era dirigirse lentamente hacia el extremo sur del témpano, donde todavía no se había quitado la nieve y reduciría la velocidad, lo sabía perfectamente, pero necesitaba encontrarse a la mayor distancia posible del alzamiento. Realizó rápidamente todos las comprobaciones anteriores al despegue. Conectó de manera automática la combinación antigravitatoria mientras leía con atención los indicadores que le informaban de las condiciones de frenos, flaps y carburante. Los depósitos de gasolina, pudo ver mientras sonreía, se hallaban satisfactoriamente llenos. Parecía haber transcurrido siglos desde que existió tanto combustible en el universo. Apretó el botón que accionaba el techo de la carlinga y éste lo cubrió, cerrándose automáticamente. Lo aseguró con los dispositivos manuales. El receptor que le había entregado Seerbacker se encontraba en el bolsillo de su traje de vuelo. Oyó cómo la voz de Fleischer, muy lejana, decía:

- ETA, un minuto y treinta segundos.

- ¿Ha escuchado eso, Gant? -interfirió la voz de Seerbacker, continuando sin esperar respuesta-. Buena suerte, muchacho. Tengo que ver si han estibado ya las sospechosas mangueras de Peck, de modo que… ¡lárguese!

Gant efectuó el encendido y puso en marcha los motores auxiliares de arranque, abrió la llave de alta presión y apretó el botón. Percibió, aliviado, el sonido de una doble explosión al funcionar satisfactoriamente el cartucho de arranque. Al adquirir velocidad las inmensas turbinas, oyó también el mismo zumbido, rápido y cada vez mayor, que había oído en el hangar de Bilyarsk. Conectó el elevador de combustible y abrió las palancas de gas hasta que el indicador de revoluciones se fijó en veintisiete por ciento. Se detuvo durante un sólo instante, abrió totalmente la palanca de gas hasta que el indicador de revoluciones alcanzó un cincuenta y cinco por ciento y, a continuación, soltó los frenos.

El Firefox no se movió.

Volvió a cerrar el gas y aplicó los frenos. Aunque se dio instantáneamente cuenta de lo que se trataba y de cómo solucionarlo, su fallo en prevenirlo lo hizo sentirse débil y lo cubrió de frío sudor.

Abrió el techo de la carlinga, se quitó la máscara y gritó en el aparato que llevaba en el bolsillo:

- ¡Seerbacker! ¡Traigan esas mangueras aquí inmediatamente!

- ¿Qué demonios ocurre, Gant? ¿No puede largarse de una vez?

- ¡Vengan aquí! ¡Se han helado las ruedas!

- ¿Que no puede arrancar con esos motores…?

Aunque aparentemente Seerbacker seguía discutiendo con él, pudo ver cómo se le acercaban Peck y los suyos tirando de las mangueras.

- Si lo intento y consigo elevarme, terminaré con la barriga en el hielo.

Por un lado de la carlinga vio cómo el rostro de Seerbacker lo contemplaba con una amplia sonrisa. Al aplicar el chorro de vapor a las contumaces ruedas, se levantó una nube que lo envolvió al tiempo que una lluvia de nieve caía sobre la carlinga. No tuvo ni que advertir a Peck de que, si aplicaba el hirviente vapor con demasiada presión sobre los neumáticos, los derretiría literalmente.

Peck había comprendido. Salió de debajo del fuselaje, miró a Gant y dijo en su «walkie-talkie»:

- Ya está, mayor Gant. Ahora, por lo que más quiera, ¡salga de aquí!

Gant levantó los pulgares en su dirección, cerró el techo de la carlinga una vez más y comprobó los indicadores hasta que el de revoluciones volvió a fijarse en el cincuenta y cinco por ciento. Aflojó los frenos y el aparato dio un salto hacia adelante al liberarse de los hoyos que bajo sus ruedas había causado el vapor. Rodó. Peck, Seerbacker y todos los demás se alejaban rápidamente, arrastrando tras ellos las gruesas y serpenteantes mangueras. Ya salían del Pequod los científicos y especialistas camuflados que, vestidos con anoraks civiles, iban a invadir el témpanoo en virtud del panel escrito para ellos por Seerbacker. Gant hizo girar el aparato y dirigió su morro en dirección a la pista. Mantuvo el Firefox en esta dirección, sin desviarse. En el recorrido de vuelta, tendría necesidad de sus propias huellas.

Ante él se encontraba el plomizo mar. Buscó algún indicio de la presencia del submarino. Nada. Probablemente, su comandante había decidido no salir a la superficie hasta llegar y detener las máquinas junto al Pequod. Algo en conexión con el efecto psicológico. Fuese lo que fuese, Gant se sentía agradecido hacia Seerbacker y su tripulación. Nadie vería al Firefox.

Ir a la siguiente página

Report Page