Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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«Todo el mundo» ya no era una magnitud religiosa, sino biológica y social. El reconocimiento de la igualdad biológica, el cuerpo como materialidad, constituido por partes calculables y con ello manipulables, abierto a intervenciones instrumentales y con el tiempo químicas, no presentaba problema alguno, no amenazaba la vieja división religiosa entre cuerpo y alma, al contrario, la reforzaba; el yo era una magnitud en la carne, y si su vida podía prolongarse si alguien le hacía una incisión en el pecho y limpiaba de calcio las venas que rodeaban el corazón, era más que bueno. El reconocimiento de la igualdad social, el ser humano como masa, también ella constituida por unidades calculables y con ello manipulables, también ella abierta a intervenciones e iniciativas, ofrecía en cambio problemas, ya que su amenaza del yo no tenía que ver con moderación, sino con extinción, y extrañamente hacía oscilar conceptos en otros tiempos claros, como dignidad y bondad.

 

Todas estas corrientes a través de los siglos, y aquello a lo que condujeron, que en general puede definirse como la disolución de lo local, eran en sí buenas. Pero todo esto, en medio de tanta humanidad, también iba acompañado de una sombra, algo no-bueno. Las estructuras sociales se transforman, las ciudades crecen, el niño que nace y que todos los años celebra su cumpleaños coge sus cosas y se va a la ciudad en busca de fortuna, como suele decirse, y eso ocurre por todas partes. Deciden hacerlo uno a uno, pero en conjunto forman una masa, se convierten en un rostro en la corriente de rostros, yendo y viniendo de las fábricas, donde realizan un trabajo que todo el mundo es capaz de realizar, y entrando o saliendo de sus cuartos, que son todos iguales. El humo sale a chorros de las fábricas y se posa como nubes sobre las ciudades, las calles están llenas de personas, muchas son pobres, y en sus barrios, pobres como ellas, hay a veces hambruna y una gran miseria. La hambruna no es nada nuevo, ni tampoco la impotencia ante ella, pero en el pasado era algo que venía de fuera, en forma de inundaciones, sequía, frío, cuyas fuerzas se asociaban al destino o a los poderes, formando parte de las condiciones propias de los humanos. Estas nuevas condiciones, esta nueva miseria, vienen de los propios seres humanos, y de esa manera es como si el destino y los poderes fueran transferidos a lo humano, que en cierto modo ha asumido esta responsabilidad; una enfermedad no tiene por qué ser mortal, puede curarse mediante una intervención humana, las epidemias pueden evitarse, una hambruna no tiene por qué significar grandes pérdidas de población, se implantan métodos cada vez más eficaces de cultivar la tierra, lo que hace posible aumentar la producción alimenticia en tal grado que se produce un margen de seguridad, reforzado a su vez por una infraestructura muy mejorada que hace que la gente ya no dependa tanto de las condiciones locales. La pobreza no se debe a las fuerzas, sino a los seres humanos. Esta culpa no es identificable, no se puede decir que sea de una determinada persona o de un determinado grupo de personas, tampoco se puede localizar en un determinado lugar, porque la consecuencia no sólo se mueve de la acción de una persona a la del todos, también se mueve de lo local a lo global, como por ejemplo el invento de la máquina hiladora, en un principio un fenómeno local creado por unas cuantas personas en un determinado lugar de Inglaterra, completamente inocente, pero con consecuencias estremecedoras en todos los estratos de la sociedad, notable en todo el mundo occidental, donde ocurre lo mismo, la población crece, las ciudades se hacen más grandes, la vida laboral se mecaniza, el mercado se vuelve universal; todo esto son procesos que al parecer no pueden detenerse, dirigirse o prever, ocurren y ya está. La culpa de la pobreza, la miseria, la enfermedad no era de nadie, era del sistema, y para poder evitar o modificar sus consecuencias, lo que había que identificar y alterar era el sistema.

Eso fue lo que hicieron Marx y Engels, es decir, identificaron el sistema, lo anclaron a la historia y lo abrieron a un futuro utópico. Pero un sistema no es una persona, no tiene rostro, y «todo el mundo» no es una magnitud carente de problemas, ni siquiera cuando está dividida en clases. No cabe duda de que la pobreza y la miseria estaban condicionadas por las estructuras, en las que el trabajo de un extenso grupo de la sociedad favorecía a un pequeño grupo para «todos» superior, «todos» entendido aquí como una clase de personas que viven bajo las mismas condiciones, es decir, definida por lo que es común en ellos, su igualdad, el bien de «todos», sus condiciones de vida comunes que hay que mejorar y cambiar, medidas estadísticamente, como esperanza de vida media, mortalidad infantil media, ingresos medios, horario de trabajo medio, espacio habitable medio, consumo medio de alimentos, que son los parámetros que se emplean en El capital para mostrar y explicar las inhumanas condiciones en las que vivía la clase obrera. Aquí las condiciones de uno son de menor importancia, ya que lo que cuenta es el bien de la comunidad, los obreros entendidos como clase o suma, y todos los ultrajes que luego ocurrieron en nombre del comunismo, ya fuera bajo Lenin, Stalin o Marx, son una consecuencia de esa idea, aunque de una brutalidad imprevisible. La colectivización de la agricultura era un bien que favorecería a todos, el posible sufrimiento de un individuo en tal situación era de menor importancia. La recolocación de intelectuales durante la Revolución Cultural era otro ejemplo de lo mismo.

¿Cómo es posible que la idea de una sociedad en la que todos sean iguales y tengan los mismos derechos conduzca a un Gulag? ¿Era equivocada esa rabia que sentía Jack London al ver la miseria en los barrios bajos de Londres? ¿No hay que mostrarse solidario con los demás e intentar ayudarlos en su pobreza?

Cuando la pobreza sobrepasa cierto nivel se vuelve inmanejable para el individuo. Aunque London o Marx hubieran empleado todo su tiempo en mejorar las condiciones en los barrios bajos o donado sus últimas monedas a tal fin, no habría sido más que una gota de lluvia en un mar embravecido. La pobreza, la violencia y la miseria eran estructurales, y sólo podían agruparse y tratarse de un modo estructural. La premisa del marxismo era que los enormes problemas sociales, con los que grandes partes del pueblo vivían indignamente, tenían que ver con el reparto de los bienes, y era por lo tanto fundamentalmente materialista, también en sus propuestas de solución. El problema no eran las formas de producción en masa, sino quiénes disponían de los medios de producción, algo que no sólo decidían las distintas condiciones económicas y las diferencias de nivel de vida, sino también la alienación del individuo, fijada por el grado de dominio del trabajo propio. La idea era que un cambio radical de las condiciones referentes a la producción daría lugar a un cambio radical de las condiciones sociales, mediante el que se eliminarían todas las desigualdades, todos los privilegios se repartirían equitativamente y los seres humanos aparecerían así como de igual valía. Si, en cambio, el problema esencial del industrialismo no tenía que ver con el reparto de los bienes materiales, sino con una reducción de lo humano dentro de un espectacular proceso de atracción hacia lo material que casi se apoderó de la vida, en ese caso la solución del marxismo no era una utopía, sino una prolongación de la pesadilla con otros medios.

El marxismo era también una cuestión de identidad, en la que la relación del yo con el nosotros no estaba en lo local, no seguía las fronteras geográficas, sino que se encontraba en la nueva clase obrera, que a mediados del siglo XIX se había expandido en todos los países occidentales, y la meta era entonces la revolución, ese proceso que pretendía derribar el ellos para meterlo dentro del nosotros, y que se hiciera universal. El yo comunista se encontraba entre el nosotros internacional de los obreros y el ellos nacional de la burguesía, porque aunque el dinero de la clase dirigente y acomodada no conocía límites, sí lo tenían sus egos; no es casual que el yo desbordante, el genio y el único surjan a principios del siglo XIX, cuando se inicia la industrialización; hay más gente y más gente igual, lo único y lo local se debilitan, empiezan a aparecer conceptos de hombre masa, y contra esa amenaza al individuo se sitúa el gran yo. Los cuentos góticos de terror de esa época tratan en gran medida de lo mismo.

E. T. A. Hoffmann, quien supo percibir mejor que la mayoría las profundidades del miedo colectivo, escribió sobre dobles y sobre autómatas tan parecidos a los humanos que la gente se enamoraba de ellos; Bram Stoker escribió sobre un hombre incapaz de morir; Mary Shelley escribió sobre un científico que creó un ser humano. El temor a que lo igual cruce la frontera de lo único es el mismo a que lo inhumano cruce la frontera de lo humano, y a que la no-vida cruce la frontera de la vida. Las fronteras crean diferencias, las diferencias crean significado, razón por la que el miedo más profundo del ser humano es el miedo a lo que carece de diferencias, porque en ello se extingue. Es cierto que considerar la exagerada enfatización del Romanticismo del yo único, incluida su construcción del genio, una manera tanto de compensar la ausencia de Dios en el mundo como de detener la presión de la creciente idea de la ausencia de diferencias es una especulación, pero seguramente no injustificada; tanto los libros de Stoker como los de Shelley y Hoffmann, que también eran expresión de la época, tratan del límite de lo humano y lo no humano, y lo tratan como una magnitud amenazada.

 

Estos dos grandes movimientos de identidad del siglo XIX, contra lo uno y lo único por un lado, contra el todos y lo igual por el otro, eran recíprocamente excluyentes, una ecuación imposible. No el yo y el nosotros en sí mismo, sino las perspectivas sobre el ser humano que trajeron consigo. El ser humano entendido como masa o cantidad, donde se enfatiza lo igual, surge en lo exterior y se transmite en el lenguaje de lo exterior, que es el lenguaje de la matemática y las ciencias naturales, mientras que el ser humano como algo único y grande surge en el yo interior y su lenguaje. La importancia de lo nacional entra en el mismo grupo de identidades, en el que la nación y el pueblo no sólo limitan al nosotros a ser una unidad abarcable, sino que también lo hacen grande mediante la orientación hacia la historia, que siempre fue heroica. Es una especie de respuesta directa a las estructuras locales, porque de eso se trata, de que lo heroico, es decir, lo grande, ocurrió aquí y no allí, con un pueblo del que descendemos, una parte de nuestro nosotros, y precisamente no algo que ocurrió allí, entre ellos.

 

El gran yo del Romanticismo es un refuerzo del nombre. El hombre masa del industrialismo es un refuerzo del número. Este antagonismo ha existido siempre; el movimiento desde la vida reptante y palpitante hasta dentro de los dos seres humanos con nombre tiene que ver con eso: diferenciación, creación de diferencias, aportación de sentido. La función del sacrificio es de otro carácter, no fragmenta lo colectivo, no se dirige a lo individual, que es lo que hace el nombre, al contrario, crea diferencias y da sentido al colectivo como unidad. Pero la función del sacrificio también va cambiando. Lo primitivo en el sacrificio de Abel y el fratricidio de Caín, que en una sencilla imagen expresa la violencia que sale de lo igual, será cultivado y complicado en la historia sobre el sacrificio de Abraham de su hijo, no hay ya nada absoluto ni en el sacrificio ni en el Dios a quien se ofrece el sacrificio, porque Dios retorna el sacrificio, ¿y qué es un sacrificio retornado? Hay muchos indicios de que en las culturas primitivas al principio se sacrificaban personas que luego fueron sustituidas por animales, pero no cualquier animal, siempre alguno de los que se encontraban más cerca de los seres humanos. En el relato sobre Abraham es como si esa misma transición hubiera sido formulada. Pero ocurre más que eso. Ningún colectivo está implicado, sólo están Abraham, su hijo y su Dios. Dios es el ser supremo, el fundador del universo y su expresión, quien al exigir un sacrificio humano ha exigido el deber inhumano, y Abraham, que está dispuesto a sacrificar a su hijo, establece así algo más alto que la muerte, el nombre y el honor de Dios, superándola de esa manera, al no dejar que sea lo definitivo. Algo en la vida es más grande que la muerte, y por eso se pueden sacrificar vidas. Si hubiera sacrificado a su hijo, lo habría hecho por amor. A Dios, pero también a su hijo. Cuando Dios retorna el sacrificio filial y Abraham no lo consuma, cuando no sacrifica lo más amado por lo más supremo, y el hijo no muere, sino que sigue vivo, hay otro amor que espera, el que hay entre padre e hijo, que no se centra en una columna de fuego, en ese foco de la vida y de la muerte, sino que se diluye en una infinidad de días, tanto tiempo que siempre está a punto de ser borrado, y al mismo tiempo tan cerca que también por esa razón resulta difícil de ver, porque en un hijo un padre se reconoce a sí mismo, y en un padre un hijo se reconoce a sí mismo, no resulta tan fácil determinar lo que pertenece a quién, y el que estaba abajo llega un día a estar arriba, y el que estaba arriba llega un día a estar abajo.

La historia del sacrificio del hijo es una de las historias más extrañas de la Biblia, no sólo por inescrutable, porque inescrutables son todas las historias mitológicas, sino porque se desvía de lo absoluto, que siempre es una condición básica de los relatos míticos y religiosos, un desvío que no sólo ocurre en la periferia del relato, sino que se revela en su centro. Dios es una magnitud absoluta y el sacrificio es un acto absoluto. Pero aquí el sacrificio no es un acto absoluto, ya que es rechazado. Dios lo hace para poner a prueba a Abraham, desplazando así la esencia del sacrificio a la voluntad de sacrificar, es decir, de la relación entre lo humano y lo divino a lo humano. El sacrificio nunca es sólo una pérdida, siempre se gana algo. Entonces, ¿qué fue lo que perdió Abraham cuando su sacrificio fue rechazado? Perdió lo absoluto, perdió la victoria sobre la muerte. En otras palabras: perdió el sentido extremo de la vida. Pero ¿qué ganó? Ganó el sentido más íntimo de la vida, la vida de su hijo, en realidad imperdible, pero en un mundo en el que «en realidad» se oculta en lo abierto, y no es algo que se regala, como el sacrificio, sino algo que hay que tomar. Es también una conquista de la dignidad humana, de la que también es un relato el Antiguo Testamento. El que la relación entre lo divino y lo humano sea tan ambivalente, y ese peso propio de la tierra y de lo terrenal, que de alguna manera baja lo divino hacia él, en ese remolino de arena y polvo de lo antiabsoluto, que también puede considerarse lo contrario, el afán de lo trivial por elevarse, siempre detenido en medio del vuelo, revocado, medio cotidiano, medio solemne, medio humano, medio divino, en un momento mezquino y al siguiente todopoderoso, es lo que hace del judaísmo una religión de la duda, de las vacilaciones, del aplazamiento y de la ambivalencia, porque las fuerzas contrarias también están siempre presentes en esta imagen más clara de la simetría de la venganza: ojo, ojo, diente, diente.

Si, como hace Girard, el relato sobre la vida y enseñanza de Jesucristo se considera la culminación de esa larga historia que constituye el Antiguo Testamento, es sobre todo en ese suceso en el que termina la acción, porque si hay algo que caracteriza al Nuevo Testamento es el cese de la idea de la venganza, y el fin de la violencia incontrolable. Poner la otra mejilla, dice Jesús, ésa es una buena simetría, y el uno ya no se encuentra ante el otro, sino ante el prójimo, es decir, el otro no entendido ya como una amenaza o peligro, sino como el verdadero propio.

 

La escena del Nuevo Testamento que puede competir con la escena de Caín y Abel o la de Abraham e Isaac es aquella en la que Jesús, como el uno, se encuentra ante la multitud, ellos todos, el colectivo, a punto de lapidar a una mujer que ha infringido la ley. Para Girard esta escena constituye el dominio definitivo de las fuerzas de la violencia mimética. Jesús se encuentra en la posición del chivo expiatorio, el uno rodeado por todos, pero en lugar de ser aniquilado por ellos, se dirige a ellos, disolviéndolos como multitud, mediante una sola declaración. El lapidado es la expresión de revancha, basada en la repetición, tanto ritual, porque la lapidación se emplea en todos los excesos de un determinado tipo, como individual, porque todos tiran las piedras. La declaración de Jesús es sencilla, dice: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.» Con ello devuelve la responsabilidad de la violencia a cada uno de ellos, y el colectivo queda disuelto. No existe ningún todos, sólo cada uno, responsable de sus propios actos.

Pero los buenos actos, la preocupación por el prójimo y la disolución de la venganza mediante el perdón no es la expresión de la civilización, sino de algo radicalmente distinto. El bien no soluciona el problema de la violencia, no es una magnitud instrumental, como lo son las regulaciones legales y las instituciones de la civilización, sino su opuesto, una fuerza que disuelve lo social. Lo opuesto a la violencia no es lo bueno, sino lo social. Esa ecuación no tiene solución, porque en lo social hay violencia inherente, intercalada entre las diferencias en las que está basado, pero es lo mejor que tenemos, y en esa violencia que, según Girard, se entienden los tabúes y los ritos, esa violencia propia que destruye la sociedad desde dentro, la dominamos, nuestro sistema se ocupa de ella, ya no constituye un peligro real. El control de la violencia propia se hizo posible mediante la transferencia de la responsabilidad al individuo, lo que dio como resultado la desaparición del conocimiento sobre lo colectivo, ya no hacía falta, pero al crecer como la marea la población hacia finales del siglo XIX, expandiéndose por las nuevas estructuras abiertas por el industrialismo, su violencia, inauditamente grande en ese sistema —en ningún punto de la historia mundial la represión de tantos ha sido tan sistemática como a finales del siglo XIX—, se descontroló por completo, expandiéndose desde un punto en sí insignificante y falto de peligro, un fanático que pegó un tiro a un príncipe heredero, abriendo una crisis, primero regional, de Austria-Hungría, luego nacional y al final internacional, al cabo de unas semanas toda Europa se vio envuelta en una guerra que nadie quería, nadie necesitaba y que fue profundamente destructiva para todos, sin que nadie pudiera evitarla, estaba fuera del alcance del individuo, y la violencia que trajo consigo también fue en aumento, fuera de todo control. Personas que solían colaborar, que tenían intereses y metas comunes, se exterminaron los unos a los otros con tanta minuciosidad y tanta violencia, y en tal cantidad, que se superó a todas las guerras anteriores, y al final, cuando acabó, se había llevado a ocho millones de personas. Fue un huracán de destrucción, imposible de dominar, como si se encontrara fuera de lo humano, pero no era así, lo que aparecían eran las fuerzas esenciales de lo humano, algo que las culturas antiguas habían temido más que ninguna otra cosa, porque ellas, si tomaban forma, se copiarían a sí mismas y se expandirían y amenazarían con erradicarlas por completo. Era la violencia propia, pero a una escala completamente desconocida y con nuevas armas industriales que convirtieron la muerte en una muerte industrial en serie.

 

El Hitler que conocemos fue creado por la Primera Guerra Mundial. Nada de lo que luego haría ni en lo que se convertiría se puede explicar sin la guerra de fondo. La guerra se convirtió en un hogar para él; no pidió permiso hasta después de dos años en las trincheras, no porque no pudiera, sino porque no quería.

Cuando Alemania capituló en el mes de octubre de 1918, él se encontraba en un hospital militar de Pomerania. Reaccionó con gran rabia ante la noticia. Él quería luchar hasta con el último hombre, cualquier otra cosa sería renegar de todo aquello en lo que creía. Cuando llegó la paz sin que el enemigo hubiese sido físicamente abatido, para él no fue sino una traición. Así lo describe en Mi lucha:

Los días siguientes fueron pasando y, con ellos, la más terrible certeza de mi vida: los motines aumentaban considerablemente. Lo que yo había tomado por una cuestión local era en realidad una Revolución general. Además de eso, llegaban a cada instante las noticias más vergonzosas del frente. Se quería capitular.

Pero, Dios, ¿sería posible una cosa así?

El 10 de noviembre vino el pastor del hospital para dirigirnos algunas palabras.

Fue entonces cuando lo supimos todo.

Estuve presente y quedé profundamente emocionado. El venerable anciano parecía temblar intensamente al comunicarnos que la Casa de los Hohenzollern había dejado de llevar la Corona Imperial Alemana, que el Reich se había erigido en «República», y que sólo quedaba pedir al Todopoderoso que diese su bendición a esa transformación y no abandonase a nuestro pueblo en el futuro. Él no podía dejar de, en pocas palabras, recordar a la Casa Imperial; quería rendir homenaje a los servicios de esa Casa en Prusia, en Pomerania, en fin, en toda la Patria alemana, y en ese momento el buen anciano comenzó a llorar. En la pequeña sala había un profundo desánimo en todos los corazones y creo que no había quien pudiese contener sus lágrimas. Pero cuando el pastor siguió informándonos de que nos habíamos visto obligados a dar término a la larga contienda, de que nuestra Patria, por haber perdido la guerra y estar ahora a merced del vencedor, quedaba expuesta en el futuro a graves humillaciones; de que el armisticio debía ser aceptado confiando en la generosidad de nuestros enemigos de antes, entonces no pude más. Mis ojos se nublaron y a tientas regresé a la sala de enfermos, donde me dejé caer sobre mi lecho, ocultando mi confundida cabeza entre las almohadas.

Desde el día en que me vi ante la tumba de mi madre, no había llorado jamás.

La rabia y la humillación ante lo que vivió como una traición creó el motor de ese odio que luego impulsó sus ideas y actos políticos; sin ellas son impensables. La escena en la que oculta la cabeza entre las almohadas llorando va cambiando poco a poco a una imagen aterradora y cargada de las consecuencias de la traición:

Todo había sido, pues, inútil; en vano todos los sacrificios y todas las privaciones; inútiles los tormentos del hambre y de la sed durante meses interminables; inútiles también todas aquellas horas en que, entre las garras de la muerte, cumplíamos, a pesar de todo, nuestro deber; infructuoso, en fin, el sacrificio de dos millones de vidas. ¿Sería que no se iban a abrir las tumbas de los cientos de miles que antaño habían partido con fe en la Patria para no regresar? ¿No se abrirían esas tumbas, para enviar a la Nación a los héroes mudos llenos de barro y ensangrentados, como espíritus vengativos, por la traición del mayor sacrificio que un hombre puede ofrecer en este mundo?

Ese tropel de espíritus, esos dos millones de soldados llenos de barro y ensangrentados infestaron verdaderamente Alemania. Con el fin de restablecer el honor del país y devolverles el sentido a las víctimas, Hitler rearmó Alemania en los años treinta; la derrota sería vengada, los enemigos de entonces, así como los traidores de la paz, serían aplastados, pero también porque la guerra en sí había tenido sentido para él y para tantos de su generación. El nazismo era además un culto a la muerte y un culto a la guerra, esa terrible imagen de la venganza, las tumbas que se abren y los soldados muertos que de ellas emergen, llenos de barro y ensangrentados, como espíritus vengativos, encontraron luego otra expresión en los símbolos de calaveras de los últimos soldados de las SS.

Al contrario que la mayoría, Hitler no tenía nada a lo que regresar al acabar la guerra, se quedó por tanto en el mundo militar, porque aparte de sentido y dirección, también los militares le habían proporcionado comida, alojamiento y un trabajo diseñado por otros durante los últimos cuatro años. Volvió a Múnich y se presentó para servir en el batallón de reserva del regimiento en el que había prestado sus servicios durante la guerra.

 

Tras la llegada a Múnich, Hitler prestó primero servicios como guarda en un campo de prisioneros durante dos meses y luego en la Estación Central, también entonces como representante de su compañía. En la primavera de 1919, en los días posteriores a la situación parecida a una guerra civil en la ciudad, fue recogido por un oficial que dirigía el departamento de información del ejército, Karl Mayr, que también tenía la responsabilidad de vigilar a los elementos políticos sospechosos, es decir, de la izquierda radical, y combatir las mismas posturas en el ejército. Hitler hizo, entre otros, un «curso de instrucción» antibolchevique, como escribe Kershaw, y fue allí donde su talento oratorio se dio a conocer por primera vez. El profesor del cursillo, un tal Von Müller, habló de Hitler a Mayr, que ya se había fijado en él. Dijo Mayr: «Cuando me encontré con él por primera vez recordaba a un miserable perro callejero buscando amo», que «estaba dispuesto a entregarse a cualquier persona que le mostrara amabilidad», escribe Toland. Lo más notable de la descripción de Hitler de esos días es no obstante que «no mostraba ningún interés por el pueblo alemán ni su destino». No sería así; lo que Mayr vio es que Hitler no hablaba de ello. Esquivo, callado, atormentado, pálido, sin cohesión; un perro callejero hambriento de amabilidad. Mayr se la dio, o al menos un contexto: a finales de aquel verano, el propio Hitler impartió un «cursillo» antibolchevique y pronacionalista en un campamento militar a las afueras de Habsburgo. Palabras de Hitler:

Cierto día tomé parte en la discusión refutando a uno de los concurrentes que se creyó obligado a argumentar largamente en favor de los judíos. La gran mayoría de los miembros presentes del curso aprobó mi punto de vista. El resultado fue que días después se me destinó a un regimiento de la guarnición de Múnich con el carácter de «oficial instructor».

[…]

Comencé mi labor con ahínco y amor. Tenía de repente la oportunidad de hablar delante de un auditorio mayor, y aquello que ya antiguamente, sin saber, aceptaba por puro sentimiento, se realizó: yo sabía «hablar». También la voz había mejorado bastante, hasta el punto de hacerme oír suficientemente en todos los rincones del pequeño compartimiento de los soldados.

No había misión que me hiciera más feliz que ésa, pues ahora, antes de mi salida, podría prestar servicios útiles a la institución que tan de cerca me tocaba el corazón: el Ejército.

Puedo decir que mi actuación fue coronada por el éxito. En el curso de mis conferencias pude volver a impulsar por el verdadero camino de su pueblo y de su patria a muchos cientos, quizá miles de camaradas. «Nacionalicé» la tropa y así me fue dado consolidar en general el espíritu de disciplina.

También aquí conocí un grupo de camaradas, que más tarde debieron ayudarme a cimentar las bases del nuevo Movimiento.

Hitler no fue nunca oficial instructor, y también ha exagerado notablemente el número de soldados a los que impartió cursos de formación, jamás fueron miles, pero sí es verdad que su actividad fue un éxito, y que realmente conseguía convencer a la gente sólo con hablarles. El profesor Von Müller describió el momento en que vio así a Hitler por primera vez:

Los hombres parecían estar hechizados por uno de los suyos que les estaba hablando con creciente arrebato y con una extraña voz gutural. Tuve un sentimiento raro de que la excitación de ellos se debía al trabajo de él. Vi una pequeña cara estrecha bajo un tremolante mechón de pelo poco común en un soldado, un bigote muy corto y unos ojos azules claro espectacularmente grandes, y con una luz fanática.

Su cometido era por tanto impartir cursillos a sus compañeros soldados y vigilar la multitud de partidos políticos que proliferaban en Múnich en esa época. Fue en relación con esta última tarea cuando en el otoño de 1919 asistió a la reunión de un pequeño partido llamado Partido Obrero Alemán, cuyo programa político consistía en una mezcla de nacionalismo, socialismo y antisemitismo. La lucha contra el internacionalismo y el judaísmo eran los dos asuntos más importantes. Algo más tarde, Hitler se hizo miembro del partido, que pasó a llamarse Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, y de contar con unos diez miembros cuando él llegó, se convirtió en el partido más grande de Alemania en poco más de una década.

A los cuatro días de inscribirse en el partido, Mayr le encargó que contestara a una petición de información sobre «la cuestión judía» que la sección había recibido de un participante en el cursillo. Hitler dio una respuesta larga y detallada. Escribió que la judía era una raza, no una religión, y que el antisemitismo no debía basarse en sentimientos, sino en hechos. Una reacción sentimental conduciría a pogromos, mientras que una reacción basada en la razón tendría que conducir a una supresión sistemática de los derechos de los judíos. «Pero el objetivo definitivo tiene que ser sin duda alguna la eliminación irrevocable de los propios judíos.»

 

Tres años después, en el otoño de 1922, el embajador estadounidense en Alemania envió a un hombre a Múnich para que elaborara un informe sobre el nuevo y exitoso Partido Nacionalsocialista y su líder, Adolf Hitler. El encargado fue el capitán Truman Smith, y la instrucción que recibió fue la de entrevistarse con Hitler y presentar luego una evaluación de su carácter, personalidad, habilidades y debilidades, además de investigar la fuerza y el potencial de su partido, el NSDAP. Por el cónsul en Múnich, Robert Murphy, supo que Hitler era un «aventurero puro y sencillo», un «verdadero carácter que aprovechaba cualquier descontento latente», pero que probablemente no era lo «bastante influyente para dirigir un movimiento nacional alemán», escribe Toland. Gracias a una invitación de Von Scheubner-Richter, que pertenecía al círculo de Hitler y que le aseguró que el antisemitismo del partido no era más que propaganda, presenció una tarde la inspección de Hitler de las tropas de asalto, delante del nuevo cuartel general del partido:

Un espectáculo verdaderamente notable. Mil doscientos tipos de lo más duro que he visto en mi vida desfilaron por delante de Hitler a paso de ganso debajo de la vieja bandera del Reich, con brazaletes con la cruz gamada. Hitler, que siguió el desfile, pronunció un discurso… y luego gritó: «Muerte a los judíos», etc., etc. Fue recibido por un júbilo enloquecido. No he visto nada parecido en toda mi vida.

Tres días después, en la mañana del 22 de noviembre, Truman Smith se entrevistó con el propio Hitler, quien le expuso la política del partido. Hitler dijo que «sólo una dictadura sería capaz de levantar a Alemania de nuevo», y que sería

mucho mejor para Estados Unidos e Inglaterra que la batalla decisiva entre nuestra civilización y el marxismo se librara en tierra alemana y no norteamericana o inglesa. Si Estados Unidos no apoya al nacionalismo alemán, los bolcheviques conquistarán Alemania. Entonces no habrá más compensación, y Rusia y el bolchevismo alemán estarán obligados a atacar las naciones occidentales en defensa propia.

De los judíos Hitler no dijo nada, escribe Toland, antes de que Truman Smith le hiciera una pregunta directa, a la que Hitler contestó con evasivas, diciendo que él sólo estaría a favor de que perdieran la nacionalidad alemana y fueran excluidos de las actividades públicas. Después de este encuentro, Truman Smith estaba convencido de que Hitler sería un futuro factor de poder en la política alemana. Rosenberg, que entonces era el secretario de Prensa del partido, le dio una entrada para un mitin que Hitler iba a dar esa noche. Sin embargo, no pudo asistir, ya que fue llamado por su embajada para que regresara a la capital en tren esa misma tarde, razón por la cual entregó su entrada a Ernst Hanfstaengl, un contacto que Warren Robbins, de la embajada, tenía en Múnich; habían estudiado juntos en Harvard. Hanfstaengl era de padre alemán y madre norteamericana, los dos pertenecían a la clase alta de sus respectivos países. La madre provenía de una conocida y antigua familia de Nueva Inglaterra, su abuela materna era prima del general Sedgwick, muerto en la Guerra Civil, y su abuelo materno era el general William Heine, originario de Dresde, que también participó en la Guerra Civil y fue uno de los generales que portaron el ataúd de Abraham Lincoln. La madre recordaba el entierro y también que Wagner y Liszt habían visitado al padre en Dresde. La familia paterna de Hanfstaengl había sido asesora de los duques de Sajonia-Coburgo-Gotha durante tres generaciones, además de conocida mecenas de arte; su abuelo creó una empresa de reproducción artística y fotografió entre otros a tres emperadores alemanes, a Moltke, Liszt y Wagner, y a Ibsen, y en su casa de Múnich se recibían visitas de prominentes personalidades, como Richard Strauss, Fridtjof Nansen y Mark Twain. Hanfstaengl era, en otras palabras, una persona para la que las puertas del mundo estaban abiertas, pertenecía tanto a la clase cultural de Múnich como a la del noreste de Estados Unidos, y en su época de Harvard también conoció a dos presidentes norteamericanos, el entonces gobernante Theodore Roosevelt y su sucesor Franklin D. Roosevelt, además de al poeta T. S. Eliot, algo que no hace nada por ocultar en la jactanciosa introducción a sus memorias, Hitler: los años desconocidos, que se publicaron en Estados Unidos, en 1957.

Fue él quien esa noche de noviembre de 1922 acompañó a Truman Smith a la estación de Múnich, donde se encontró con Rosenberg, que primero le dio una entrada para el evento de la noche y luego lo acompañó al mismo. Hanfstaengl describe a Rosenberg como un «tipo demacrado y desaliñado, con un aspecto medio judío desagradable». Cogen el tranvía hasta la enorme cervecería, Kindl Keller, que está atestada de gente. Hanfstaengl se sienta en la mesa de la prensa, y pregunta a uno de los periodistas dónde está Hitler. El hombre señala; Hitler está sentado al lado de Max Amann, el sargento de su viejo regimiento, y Anton Drexler, el fundador de ese partido en el que Hitler se había inscrito hacía tres años. Hanfstaengl tuvo la siguiente primera impresión:

Con sus pesadas botas, traje oscuro, chaleco de cuero, cuello blanco semiduro y un pequeño y extraño bigote, la verdad es que no tenía un aspecto impresionante, recordaba más bien a un camarero de restaurante de una estación de ferrocarril.

Cuando Drexler presenta a Hitler, el júbilo va en aumento. Hitler se endereza y pasa por delante de la mesa de la prensa para subir al estrado con «los pasos rápidos y decididos del inconfundible soldado de civil». El ambiente está enardecido, escribe Hanfstaengl, y el discurso que pronuncia es fantástico.

Nadie que juzgue su capacidad basada en sus actuaciones de los últimos años podrá llegar a entender su talento. Con el tiempo llegó a embriagarse con su propia oratoria y su voz fue perdiendo calidad por el uso de micrófonos y altavoces. En los primeros años controlaba de un modo único su voz, sus frases y sus efectos, y esa noche mostró lo mejor de él.

 

En un tono moderado y controlado presentó una imagen de lo que había sucedido en Alemania desde el mes de noviembre de 1918; la caída de la monarquía y la capitulación en Versalles, la instauración de la república ante la ignominia de la responsabilidad de la guerra, los errores del marxismo y el pacifismo internacional, el eterno leitmotiv de la guerra de clases totalmente estéril entre obreros y patronos, entre nacionalistas y socialistas.

 

Cuando vio que el interés del público por lo que decía iba en aumento, echó cuidadosamente el pie izquierdo hacia un lado, como un soldado en posición de descanso, y empezó a gesticular con brazos y manos, para lo que tenía un repertorio expresivo y amplio. No había nada de esos bramidos y ese griterío que emplearía después, y daba muestras de un humor ingenioso y burlón, elocuente sin ser ofensivo.

Hitler critica al emperador por su debilidad, critica a los republicanos de Weimar por aceptar las exigencias de los vencedores y robar así a Alemania todo, excepto las tumbas de los muertos en la guerra. Compara el movimiento separatista y la exclusividad religiosa de la Iglesia católica de Baviera con el compañerismo de los soldados en las trincheras, que jamás preguntaban a un camarada herido por la religión que profesaba antes de ayudarlo. Habla largo y tendido sobre el patriotismo y el orgullo nacional, y saca a relucir a Kemal Atatürk en Turquía y a Benito Mussolini en Italia como ejemplos a seguir. Ataca a los que se benefician económicamente de las guerras, y recibe aplausos cuando los critica por usar una valiosa divisa en la importación de naranjas de Italia mientras, debido a la inflación, la mitad de la población pasa hambre. Ataca a los judíos por sacar provecho de la penosa situación, y a los comunistas y socialistas por desear una disolución de las tradiciones alemanas.

Miré al público que me rodeaba. ¿Dónde estaba esa multitud disconforme que yo había visto sólo una hora antes? ¿Qué era lo que de repente había prendido a esas personas, que en la situación imposible en la que los había colocado la caída del marco luchaban a diario por mantener su dignidad? El ruidoso barullo y el murmullo habían desaparecido por completo, devoraban cada palabra. A sólo unos metros se encontraba una mujer con los ojos fijos en el orador. Transformada en una especie de éxtasis devoto había dejado de ser ella misma, y estaba completamente hechizada por la fe despótica de Hitler en la futura grandeza de Alemania.

Después del discurso, Hanfstaengl se acercó a Hitler, que seguía en el estrado.

Ingenuo, y sin embargo vigoroso, complaciente, y sin embargo sin conceder compromisos, allí estaba, con la cara y el pelo empapados de sudor, el cuello de la camisa, fijado con un imperdible cuadrado de oro falso, reducido a nada. Mientras hablaba, se secaba el rostro con una toalla y miraba preocupado hacia las muchas puertas abiertas por las que entraba el frío aire de noviembre.

—Señor Hitler, mi nombre es Hanfstaengl —dije—. El capitán Truman Smith le envía saludos.

—Ah, sí, el gran americano —contestó él.

—Me pidió que viniera aquí a escucharlo a usted —proseguí—. Y no puedo sino decir que me ha impresionado. Estoy de acuerdo en un noventa y cinco por ciento de lo que ha dicho, y me encantaría hablar con usted un día sobre el restante cinco por ciento.

—Claro que sí —asintió Hitler—. Estoy seguro de que no tendremos que pelearnos por el último cinco por ciento.

Daba una impresión muy agradable, modesta y amable. Volvimos a darnos la mano, y me marché.

Existen muchas descripciones de los discursos de Hitler de aquella época. La de Hanfstaengl es especial, porque él pertenece a las capas altas de la sociedad, no a ese público de cervecerías al que Hitler suele tener de audiencia, y el que vea un talento inusual en el carácter de Hitler parece indicar que esos rasgos vulgares y de mal gusto, brutales y viles que caracterizan Mi lucha, no se aprecian tanto cuando habla. Hanfstaengl ve que Hitler es un pequeñoburgués, pero también que eso no lo limita como orador, que por su fuerza de atracción y oratoria ese carisma casi hipnótico que al parecer posee se eleva por encima de todo, capaz de cautivar a cualquiera, sea cual sea la clase social a la que pertenezca. Al mismo tiempo, resulta que precisamente su carácter de pequeñoburgués es un factor decisivo, piensa Hanfstaengl cuando esa noche después de haber oído y visto a Hitler por primera vez está insomne en la cama:

Donde todos nuestros políticos y oradores conservadores habían fallado estrepitosamente en cuanto a establecer contacto con la gente normal y corriente, parece que ese hombre autodidacta, Hitler, consigue presentar un programa no comunista justo a esa gente cuyo apoyo necesitábamos.

Cuando Hitler recibe la confianza de la gente y se le pide que hable, y él descubre que sabe hablar, que a la gente le interesa lo que dice, se encuentra por primera vez libre en relación con sus dotes. Puede utilizar lo que guarda en su interior sin tener que pasar por la cabeza, sólo estar, y esa sensación de dominio, de superación y conocimiento, lo llena completamente. Tiene treinta años y aún no ha prosperado en nada de lo que ha intentado hacer. Al contrario, ha fracasado en todo hasta entonces, que sube al estrado y ve a la multitud que tiene delante. Esa sensibilidad tan grande que posee, y que siempre elimina por completo en su relación con otras personas, mostrándose retraído, esquivando las miradas de los demás, no mezclándose con nadie o hablando sin parar con el fin de mantener a la gente alejada de él, esa sensibilidad tan difícil de manejar en relación con el «tú», aparece aquí en positivo, tal vez por primera vez en su vida, porque aunque tema al «tú» tanto que lo excluya por completo con una fuerza autista, su cautela ante el «nosotros» es igual de grande, y hacia ello sí puede abrirse, porque no lo amenaza. Se abre ante ello, está atento a ello, intuye cada matiz del ambiente y sabe jugar con ello, porque él no forma parte de ese «nosotros», está fuera de él y lo despierta, lo levanta, se lo lleva de un lado a otro, y puede hacer eso porque siempre ha estado fuera. Para ver algo, hay que estar fuera de ello.

Sólo el que está fuera de lo social sabe qué es lo social, para los que están dentro es como el agua para el pez. Hitler rechaza el «tú» y está fuera del «nosotros», pero lo añora, y esa añoranza se aprecia cuando pronuncia sus discursos, porque la añoranza del «nosotros» es la base de lo humano, crece en épocas de crisis, crece en el caos, lo que ocurrió en Alemania en la década de 1920, y en Hitler arde con una fuerza inaudita. No vamos a escuchar lo que dice, porque ellos no lo hacían, sino la manera en que lo dice, los sentimientos de los que está lleno, porque es ante ellos ante lo que el público reacciona, son los sentimientos lo que les llega, lo que beben como agua. Ah, es la añoranza de la comunidad, la añoranza de lo que tiene el mismo valor, la añoranza de pertenencia. Lo más sencillo es lo más verdadero, y ésa es la verdad sobre Hitler, su añoranza del «nosotros» se encontró con algo muy dentro del propio «nosotros»; todas las descripciones de sus discursos de esa época tratan de eso, de cómo esa confusa muchedumbre que grita, chilla, vocifera, pelea y ríe durante sus discursos se tranquiliza con ellos y se convierte en uno. Lo más sencillo es lo más verdadero, y el odio hacia los judíos representa lo más sencillo de todo, la necesidad del «nosotros» de un «ellos», la estructura básica mimética, el uno frente al otro, que repite el ritual, un «nosotros» contra un «ellos», que es sacrificado para que el «nosotros» pueda quedarse solo y entero. Esa necesidad también crece en las crisis, también crece en el caos, porque constituye una de las formas básicas de la cultura, una de sus condiciones, a las que siempre volvemos. Para Hitler la añoranza del «nosotros» es también la añoranza de la guerra, su papel en lo que sucedió no puede ser subestimado.

Ernst Hanfstaengl es uno de los que más claramente han visto este aspecto. Escribe:

Todos sentimos, pero las ignoramos, las implicaciones más profundas del hecho de que el primer florecimiento de su personalidad hubiese ocurrido en su época de soldado.

 

Cuando hablaba sobre el nacionalsocialismo, lo que realmente quería decir era el socialismo militar, un socialismo dentro de un marco de disciplina militar o, en términos civiles, socialismo policial, no sé en qué punto a lo largo del camino lo formó su mente, pero el germen siempre estuvo allí.

Cuando Hitler se hizo miembro del Partido Obrero Alemán, éste apenas era un partido. En sus primeras reuniones, celebradas en 1919, en las que habló su presidente, Drexler, participaron diez, treinta y ocho y cuarenta y un afiliados respectivamente. Con Hitler de orador principal esta situación cambió de modo radical. Habló en más de treinta reuniones oficiales en 1920, congregando cada vez entre ochocientas y dos mil quinientas personas, escribe Kershaw, y el número de afiliados al partido aumentó en proporción, de ciento noventa en enero a entre mil novecientos veinte y dos mil un año más tarde, a tres mil trescientos medio año después. Hitler fue descubierto primero por los demás afiliados del partido y luego por los habitantes de Múnich. A los que lo escucharon en las primeras reuniones les resultaba útil, y se ocupaban de él, lo que le dio más alas, en el sentido de ampliar su radio, de conocer cada vez a más gente y de introducirse en nuevos contextos. En ese sentido fue especialmente importante uno de los primeros afiliados al partido, Dietrich Eckart, traductor de Ibsen, poeta, morfinómano y antisemita, que empezó muy pronto a interesarse por Hitler, convirtiéndose en su mentor. Tenía veinte años más que él, era culto y educado, pero también tosco y directo, lo acompañó en su primer vuelo a Berlín, lo llevó al teatro, le compró un abrigo, le enseñó a escribir, publicó sus primeros textos, lo introdujo en círculos a los que hasta entonces no había tenido acceso, abriéndole así todo el ambiente de la derecha radical de Múnich, además de nutrir y darle más argumentos para su antisemitismo y su anticomunismo. «Este hombre es el futuro de Alemania», solía decir de Hitler, según Timothy W. Ryback. «Un día hablarán de él en todo el mundo.» Eckart fue una figura paterna para Hitler, quien se sentía halagado por su atención y absorbía con avidez todo lo que le enseñaba. Tres años antes de ser presentado a Hitler, dijo en una ocasión:

Para guiarnos, necesitamos a alguien habituado al sonido de las ametralladoras, alguien que pueda hacer a la gente cagarse de miedo. Yo no necesito un oficial. La gente normal y corriente les ha perdido ya el respeto a los oficiales. Lo mejor sería un obrero que supiera hablar. No necesita saber mucho. La política es la profesión más estúpida del planeta. Cualquier granjera sabe tanto como un dirigente político. Dame un mono vacío que sepa dar a los rojos lo que se merecen y que no salga corriendo en cuanto alguien le agite la pata de una mesa ante él. Yo lo preferiré siempre a una docena de profesores educados que se mean de miedo, con sus hechos y conocimientos. Tiene que ser soltero, así llegaremos a las mujeres.

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