Fin

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Antonio Ribera

 

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Existe en este universo una escala, una manifiesta escala de seres vivos que se remonta, no desordenadamente ni de una manera confusa, sino de acuerdo con un armonioso método y proporción.

 

Sir Thomas Browne

 

 

 

El nacimiento tanto de la especie como del individuo son partes de esa gran secuencia de acontecimientos que nuestro pensamiento se niega a aceptar como el resultado de un ciego azar.

 

Charles Darwin “The Descent of Man”

 

 

 

 

...Lo adecuado es tener en cuenta las mutaciones... Lo que cambia, son los propios caracteres a transmitir por los padres, de una manera súbita y permanente. Linneo afirmó: “Natura non fecit saltum”; pero hoy podemos afirmar que ocurre precisamente lo contrario: la Naturaleza da saltos.

H. E. L. Mellersh “The Story of Life”

 

 

 

Las modificaciones, en las especies vegetales o animales, no se producen por una evolución insensible, sino por una mutación brusca, cuando en una célula reproductora un accidente modifica el arreglo de los cromosomas.

 

José Ramón de Amézola

CAPITULO I

LA REUNION

Jorge Beltrán se volvió maquinalmente para ver si alguien le seguía y luego montó en la acera rodante. A las once de la noche, aquella callejuela de San Gervasio, barrio de la Gran Barcelona, estaba casi desierta. Las placas de neón ahuyentaban hasta la última sombra de los rincones y hacían brillar el acero inoxidable de las fachadas y el iridio de las puertas. Por la acera opuesta de la calle de casitas de un solo piso se acercaban dos figuras inmóviles, estrechamente abrazadas: dos enamorados, que habían preferido la acera rodante al helitaxi. Al pensar en el helitaxi, Jorge levantó la vista al cielo, pero lo vio desierto. “Es igual”, pensó. “No tengo que ir lejos”.

Su alta figura —pasaba de los dos metros— se cruzó con la pareja de novios, de estatura normal ambos. Estos ni siquiera le miraron, tan abstraídos se hallaban en su íntimo y silencioso coloquio. Por otra parte, pensó Jorge, tampoco le hubieran concedido demasiada atención, de haberlo visto. Los jóvenes y adolescentes de las características físicas de Jorge Beltrán no eran raros, en 2024. Todos ellos

poseían aquella figura alta y un poco desgarbada; los brazos largos y las manos muy finas; la frente enorme, abombada y marcada por dos protuberancias muy perceptibles; los ojos hundidos y ensimismados; el rostro alargado y como sombreado por la frente saliente; el cráneo voluminoso pero armónico, facciones bellas, pero finas y huidizas...

Todos ellos dejaban sorprendidos a sus padres y maestros por su extraordinaria memoria e inteligencia. A sus veintidós años —había nacido el 17 de marzo de 2.002— Jorge poseía ya tres carreras: la de Arquitectura, la de Arqueología marciana y la de Derecho, y a la sazón estaba cursando el cuarto año de Física cuántica. Los pedagogos hablaban del efecto de la supercivilización sobre la glándula pituitaria y los psicólogos atribuían el hecho a los nuevos métodos pedagógicos, como la hipnopedagogía o el estudio durante el sueño, mientras que algunos biólogos, entre los cuales destacaban Fritz von Uhde, habían lanzado la teoría sensacional de la aparición de una nueva especie humana. Von Uhde llegó incluso a darle nombre: “Homo technicus”.

La verdad era que aquellos jóvenes superdotados asimilaban y absorbían en pocos meses, conocimientos que antes requerían años enteros de estudio asiduo. Y, lo que aún era más asombroso (pero que la mayoría ignoraba), poseían extraordinarias facultades parapsíquicas, más desarrolladas en los representantes del sexo femenino.

Precisamente Jorge acudía ahora a una cita telepática. Percibió la llamada —imperiosa, inexorable— cuando se disponía a acostarse. Vistiéndose de nuevo, bajó sin hacer ruido a la planta baja —vivía con sus padres y su hermana Ana —normal— en una casita de dos pisos de San Gervasio— y, sin activar las células fotoeléctricas del vestíbulo, salió a la calle abriendo la puerta con la mano. La llamada provenía de número 17 de la calle de Padua. Sólo el número y la calle se habían grabado en el cerebro de Jorge. Nada más. Esto le tenía muy intrigado. ¿Quién le llamaría a aquella hora intempestiva? ¿Y para qué? Indudablemente, era uno de sus semejantes. Jorge, como todos los que eran como él, había visto desarrollarse poco a poco, ya desde niño, un sentimiento de afinidad y solidaridad con los que compartían con él aquellas dotes extraordinarias. En la escuela de primeras letras, ellos ya volvían cuando los demás alumnos sólo empezaban a ir. Esto fue luego tan común, que la espera cortés para que los “normales” comprendiesen lo que ellos ya habían comprendido hacía rato, se convirtió para los “technicus” en una segunda naturaleza. A los diez años Jorge Beltrán leyó “El Patito Feo”, de Andersen (junto con obras de Biología cuántica, Dostoyewski, todo Shakespeare y Eddington), y comprendió que él también era un cisne entre patos. Pero él lo sabía, en realidad, desde mucho antes. Este conocimiento no le producía ningún orgullo exagerado, ni le llevaba a despreciar a los “patos”. Sólo un tranquilo convencimiento de su propio valor. Así “era”. Los demás no tenían la culpa de no ser como él.

Se detuvo ante el número 17 de la calle de

Padua. Una casa de una sola planta, con aplicaciones de acero inoxidable en la fachada, como casi toda la arquitectura de la época. Al empujar la puerta con la mano —las llaves y cerraduras, en un mundo de riqueza y bienestar universal, donde prácticamente no existían ladrones, eran algo anacrónico— observó a la altura de su pecho una placa de latón con un nombre en elegante letra inglesa: “Dr. ANTONIO de P. GALI, biólogo”. Se activó la célula fotoeléctrica, que iluminó un vestíbulo decorado por reproducciones de pintura clásica (dos Miró, un Tapies, un Tharrats), Jorge se preguntó por qué la llamada había surgido precisamente de casa del famoso biólogo, al que no conocía personalmente, pero cuya efigie había visto docenas de veces en revistas y tridinoticiarios. Miró a su alrededor. Se hallaba en una casa de lo más corriente. Una casa de la clase media de principios de siglo. Como la suya. Como la de todo el mundo, en una Tierra donde sólo existía una clase social, sin pobres ni millonarios; y donde todas las necesidades estaban resueltas de antemano.

El vestíbulo daba a un living, desde el cual le llegó un rumor de conversaciones. Avanzó hasta la puerta abierta, y en el umbral se detuvo. Seis personas volvieron simultáneamente la cabeza hacia él. Cuatro jóvenes y una muchacha. Todos ellos “technicus”. Estaban allí Pedro Gómez Pons, Arturo Lloveras, dos chicos desconocidos y Marga Canals, la pintora neoexpresionista. Los dos primeros cursaban quinto de Medicina. Marga Canals acababa de ganar la Medalla de Oro en la Bienal de aquel mismo año, como todo el mundo sabía. Estaban todos sentados en divanes, en semicírculo ante un sofá ocupado por la figura rechoncha, calva y sudorosa del eminente biólogo dueño de la casa, que parecía un nuevo Gulliver en el país de los gigantes, rodeado de sus jóvenes amigos. En realidad, el doctor Gali era más bien un hombre bajo, con su metro setenta escaso, y tenía que torcer la cabeza a un lado en gesto violento, en aquellos momentos, para contemplar la cara de Jorge.

—Buenas noches —dijo éste.

Todos contestaron a su saludo con una inclinación de cabeza.

—Pasa, Jorge —dijo Gómez Pons, con gesto invitador.

Jorge Beltrán entró, devolviendo la salutación a los reunidos con otro ademán.

El rechoncho doctor se levantó, y se adelantó a estrecharle la mano.

—¿Cómo estás, Jorge? —le dijo, tuteándole—. Te estábamos esperando. Sólo faltabas tú. Siéntate.

—Mira... —prosiguió Gómez Pons—. Estos son Felipe Hiniesta, que ahora estudia Derecho Interplanetario, y éste su amigo José Luis Domínguez, el único que no es estudiante de nosotros, pues dirige la fábrica de equipos electrónicos de su padre. Los dos acaban de llegar de Madrid, expresamente para asistir a esta reunión.

—Sí —intervino Hiniesta— salimos de Barajas hace diez minutos.

Y consultó furtivamente su cronógrafo.

—En cuanto a Marga Canals... —prosiguió Gómez Pons, que al parecer se sentía muy a sus anchas haciendo las presentaciones— supongo que ya la conocerás, si no personalmente, por referencias. Marga... te presento a Jorge Beltrán.

—Hola —repuso sonriendo Jorge, mientras estrechaba las manos de los reunidos—. Por referencias... y muy buenas por cierto. Pero... —dijo mientras se sentaba entre Gómez Pons y Marga Canals—, ¿a qué se debe el honor de haber sido convocados en casa del Dr. Gali?

—Esperaba que llegases para abordar la cuestión —dijo el menudo biólogo—. Había empezado a decir algo a éstos, pero voy a empezar otra vez desde el principio. —Arrellanándose en su sofá, extrajo una pitillera de oro del bolsillo interior de su túnica, y encendió un largo cigarrillo ruso emboquillado—. ¡Vete, tú! —exclamó, volviéndose a medias.

Un animalillo de seis patas, que acababa de asomar su morro por la puerta del living, dio media vuelta y se alejó moviendo cómicamente sus extremidades.

—¿Por qué no le deja entrar? —preguntó Marga con voz suave y musical—. Los “tarpoils” me encantan.

—Desde que se han puesto de moda esos ridículos bichos marcianos, mi mujer me llena la casa de ellos. Tenemos siete. ¡Ah! Os pido que disculpéis a mi mujer, siempre se acuesta a las diez, y no comprendo cómo éste se ha escapado del sótano. Bien, dejemos a los “tarpoils”. Os he llamado, amigos, porque necesito a cinco “technicus” para un experimento. —Al ver la expresión interrogadora que se pintaba en el rostro de sus oyentes, levantó una mano—. No temáis. No pienso hacer vivisección con vosotros. Se trata de un experimento a largo plazo, completamente inofensivo... pero que puede ser extraordinariamente útil, beneficioso e interesante. Expuse hace unos días la idea a nuestro amigo Gómez Pons —éste hizo un gesto de asentimiento— y él me propuso los nombres de todos vosotros. Sí, Jorge: ha sido él quien te ha llamado.

—¿De qué se trata? —preguntó Jorge, interesado.

—Verás. —Sin responder de momento, el biólogo paseó la mirada por los semblantes de los reunidos, con expresión grave—. Supongo que todos vosotros habéis visto el tridi de hoy al mediodía.

Todos hicieron un gesto de asentimiento, excepto Marga, la cual dijo simplemente:

—Yo, no. En el estudio no tengo fonotelevisor. Me molesta para trabajar.

—Se refiere usted a lo de Pretoria, ¿verdad, doctor? —preguntó José Luis Domínguez.

El biólogo asintió.

—Exactamente. A lo de Pretoria. —Volviéndose hacia Marga, explicó—: Esta mañana, Marga, en Pretoria ha sido linchado un joven “technicus” negro por una multitud enfurecida de normales blancos y negros.

—¿Por qué? —preguntó suavemente la pintora, mirando fijamente al biólogo con sus ojazos verdes, muy abiertos e imperturbables.

—El motivo no ha sido más que un pretexto... a decir verdad ni siquiera lo recuerdo —dijo el doctor Gali—. En realidad, ha sido un estallido de un complejo de inferioridad que de un tiempo a esta parte se hace cada vez más patente entre los “normales”.

—Por desgracia, así es —murmuró Hiniesta, pensativo.

—Os envidian, amigos —prosiguió el doctor—Os envidian... y os temen. Cualquier pretexto les parece bueno para atacaros. Y lo de Pretoria no será más que el primer chispazo de un incendio que pronto prenderá en todo el mundo.

—¿Usted cree, doctor? —preguntó Jorge, dubitativo.

—Llevamos ochenta años de paz —prosiguió el biólogo, sin responder directamente—. Tras largas luchas, conseguimos por fin dar a todo el planeta un Gobierno Mundial. Parecían terminadas las luchas por la supremacía política. Con el hundimiento del poderío comunista en 1973, a causa de una revolución interna, desapareció el principal obstáculo que, al parecer se oponía a la creación de un solo mundo. Las guerras de religión, de razas y la discriminación por el color de la piel son cosas del pasado. Sin embargo...

—Sin embargo, ahí está lo de Pretoria —completó Marga.

—Y no ha sido el primer brote de hostilidad, podéis estar seguros —siguió el biólogo—. ¿Sabéis que en las colonias de Marte y Venus se ponen grandes obstáculos a los “technicus”, y no se les permite ocupar cargos de responsabilidad, a pesar de que están mucho mejor preparados que los normales?

—Sí, algo sabíamos —repuso Hiniesta—. Les molesta que seamos tan jóvenes y que sepamos mucho más que ellos.

—Exactamente —prosiguió el doctor—. Es un verdadero odio de razas, amigos míos.

—¿Usted cree de veras que somos una raza diferente?—preguntó Domínguez.

—¡Qué duda cabe! —repuso con vehemencia el Dr. Gali.

—¿Habrá que creer pues a von Uhde? —preguntó Marga.

—Marga, yo soy el primer discípulo de von Uhde, como tú sabes. (Perdona mi falta de modestia, pero es la verdad). Estoy “absolutamente convencido” de que asistimos a una mutación genética de la Humanidad, iniciada aproximadamente a principios de siglo. El “Homo sapiens” está engendrando una nueva especie, que será tan distinta del “sapiens” como éste lo fue del “neanderthalensis”.

—Pero ambos coexistieron... —observó Domínguez.

—¡Precisamente! Como coexistís vosotros con los “sapiens”. Sólo que, con el tiempo, el “neanderthalensis” fue desapareciendo y cediendo su lugar al más apto, al más inteligente, como ahora sucederá. Llegará un día que los “normales” seréis vosotros, no ellos.

Los jóvenes se miraron, pensativos. Los dos estudiantes de Medicina asintieron.

—Sí, Jorge —dijo Gómez Pons—, El doctor Gali está en lo cierto.

—Habéis de saber, amigos —prosiguió el menudo y sudoroso biólogo, cuya calva brillaba bajo los reflejos del neón—. Habéis de saber que llevo estudiando el asunto hace mucho tiempo. El que fue uno de mis maestros, el Dr. Humbert, ginecólogo de la Casa de Maternidad de Barcelona, me facilitó las fichas de muchos “technicus” que nacieron allí a principios de siglo. En las fichas se había registrado todo el proceso de gestación de la madre, e iban acompañadas de radiografías. Siempre lo mismo: embarazos de doce meses, por término medio. A partir del noveno mes, el feto “sobrepasaba” las características humanas —éstas se convertían en una etapa de desarrollo, como antes habían aparecido las características simiescas— y proseguía su desarrollo por cauces insospechados, con un magnífico aumento de la capacidad cerebral y del número de circunvoluciones, entre otros detalles demasiado técnicos para citarlos ahora. El resultado... vosotros, hijos míos. Una nueva especie. “El Homo technicus” de von Uhde, el cual fue el primero en señalar su existencia en 2007, unos seis o siete años después de producirse los primeros nacimientos de nuevos seres humanos en todo el mundo. Porque el fenómeno es mundial, como sabéis, y se produce sin tener en cuenta lo que nosotros llamamos “razas” o subgrupos humanos, porque afecta a algo mucho más profundo: los genes de la propia especie, tomada en su conjunto.

—El biólogo hizo una pausa y se pasó un pañuelo por su sudorosa frente—. ¿No creéis que hace mucho calor? Vamos a beber algo.

Levantándose, se dirigió hacia un mueblecito-bar situado en un ángulo de la pieza. Mientras sacaba copas y vasos, preguntó:

—¿Martini? ¿Limonada? ¿Cerveza? ¿Shanti?

Los jóvenes le pidieron de acuerdo con sus preferencias. El doctor regresó junto al grupo llevando las bebidas en una bandeja de plata, que depositó sobre una mesilla baja, al alcance de todos.

—Vamos a ver, doctor —dijo Jorge, con una copa de ambarino y translúcido “shanti” en la mano—. En vista de todo lo que nos ha expuesto, ¿cuál es su proposición?

De acuerdo con su costumbre de no contestar directamente, el doctor repuso:

—En los tiempos anteriores al hundimiento del poder comunista, estaba muy de moda este slogan político: “Proletarios de todos los países, unios”. Yo ahora os digo: “¡Technicus de todos los países, unios!” Aunque tal unión, desde luego, ya se realizaría por sí sola. La sangre pesa más que el agua, y la Naturaleza es fiel a sus designios y avanza por caminos misteriosamente suyos. Cuando el hombre creíase llegado a la cúspide, y veía al mundo y a la Naturaleza como algo estático, he aquí que surgís vosotros, en un soberano mentís a tal inmovilidad de las cosas. Desde luego, no había ninguna razón para que la evolución de la Vida, iniciada sobre este planeta hace doscientos millones de años, culminara en el orgulloso, necio y por tantos motivos imperfecto, “Homo sapiens”, que en el curso de su brevísima historia ha dado tantas muestras de locura y tan pocas de cordura y moderación. Pero por desgracia los “normales” poseen recursos que no tenía el tosco e imperfecto “Homo neanderthalensis” hace sesenta mil años. Los “technicus” aún sois una pequeña minoría, y todos muy jóvenes. Ninguno de vosotros tiene más de veinticinco años.

Os propongo lo siguiente: que os unáis, que hagáis labor de proselitismo entre vosotros, que os preparéis a ser los futuros dirigentes del mundo, que laboréis en silencio para prepararos, para ocupar cuando llegue el momento el lugar que dejará vacante el “Homo sapiens”... nosotros —y al decir esto, por su rostro cruzó una momentánea nube de tristeza— que creéis en vosotros una conciencia de raza y de destino, un espíritu de equipo para dar cima a la elevada misión para la que Dios os ha escogido... Pero también que, como dice el Evangelio, “seáis cándidos como las palomas y prudentes como las serpientes”. Eso es todo.

—Gracias, doctor —dijo Jorge, tendiéndole la mano—. No olvidaremos sus palabras. ¿Verdad, amigos? —dijo, volvivéndose hacia sus compañeros.

Estos asintieron. Los límpidos ojos verdes de Marga estaban ligeramente empañados por la emoción. Su cabellera rubia brillaba como el oro fundido bajo la luz de neón. Jorge, al contemplarla, sintió algo que jamás había experimentado. La joven notándose observada, le devolvió la mirada. En un instante brevísimo, las vidas de aquellos dos seres habían quedado unidas para siempre.

—Y esto es todo, amigos —dijo el doctor Gali—. La tarea que os espera es ardua, pero os creo más que capacitados para llevarla a buen fin. De momento regresaréis a vuestras casas y haréis vuestra vida normal. Cuando tenga que comunicaros algo, lo haré por medio de Marga. Ella será mi enlace con vosotros—. Y amagando un bostezo, prosiguió—:

Y ahora, vámonos a dormir, que ya es tarde.

—Un momento, doctor —dijo Marga, cuando ya todos se habían levantado—. Dice usted que nosotros somos el resultado de una mutación. Pero, ¿cuál es la causa de esas mutaciones bruscas?

—El azar —repuso el biólogo. Tomando un libro que estaba sobre la mesita contigua, lo hojeó en silencio unos momentos. Luego dijo—: En 1963 ya lo afirmó así el gran filósofo vasco José Ramón de Amezola, profesor que fue del Eastern Kentucky State College. En esta obra suya, titulada “El Secreto del Cosmos”, se esfuerza por hallar la fórmula-resumen del Universo, yendo más allá de Einstein con su “llaves del Cosmos” o Teoría del Campo Unificado. Pero esto ahora no viene a cuento. Lo interesante es lo que escribe en la página 47 de esta obra, en el capítulo consagrado a la Evolución. —Calándose unas gafas, leyó—: “El accidente, la mutación, el cambio brusco, la sorpresa, el salto, el “porque sí”, nada tienen que ver con una continuidad evolutiva. El azar es la sola causa de la introducción de un elemento nuevo en la generación. Es por azar —un rayo cósmico por ejemplo— por lo que una célula reproductora es accidentada. La modificación que resulta en el recién nacido, es presentada a la naturaleza. Casi siempre la naturaleza la repele. Algunas veces, la acepta. Puede resultar un trazo superfino, inexplicable para la utilidad. Puede resultar también, un perfeccionamiento, dando entrada a una mejor adaptación a la lucha por la vida. En otros términos: el azar es la sola causa.

"Pero, ¿cómo y quién hace la selección, puesto que de esta selección depende que la mutación accidental, sea o no transmitida a la herencia? ¡Es un misterio! Mas, lo que sí sabemos, es que este misterio preside todas las leyes de la genética, aunque Mendel haya obtenido sus ecuaciones de la realidad observada en las generaciones. Y en todo caso, lo que Mendel ha demostrado es que la vida, en su origen, es un misterio y que este misterio está en Dios, Autor de la Naturaleza, del Cosmos, del Azar, de los genes, de los cromosomas, del virus, de Todo.”

Todos guardaron silencio, pensativos. A la puerta del living gemía plañideramene un pequeño “tarpoil”, que quería reunirse con los seres humanos, grandes y perfectos... pero el Dr. Gali había cerrado la puerta.

 

CAPITULO II

 

LA ESPERA

 

Terminada la reunión, los seis jóvenes se despidieron a la puerta de la casa del doctor Gali.

Adiós, Jorge —dijo Gómez Pons—. Adiós, Marga. Arturo y yo acompañamos a estos dos —e indicó a los dos madrileños— que se alojan en mi casa.

Tras estrecharse todos la mano, los cuatro jóvenes se alejaron por una cinta móvil. Marga y Jorge quedaron solos.

—¿Me acompañas, Jorge? —le preguntó Marga.

—¿Dónde vives?

— ...En Esplugas.

—Un poco lejos es para ir a pie —observó Jorge—. Vamos a Lesseps a tomar un helitaxi.

A los pocos minutos, Jorge hacía señas a un helitaxi en la parada de la plaza de Lesseps. Cómodamente arrellenados en las butacas traseras, vieron cómo las brillantes luces de neón de la plaza se hundían bajo ellos “El helitaxi casi rozó el campanario de la iglesia, y luego puso rumbo al Oeste, obedeciendo las indicaciones que le había dado Jorge.

Jorge miró distraídamente por la ventanilla. El espectáculo nocturno de la Gran Barcelona, no por visto dejaba siempre de fascinarle. Como un colosal tapiz incrustado de pedrería, la enorme ciudad de ocho millones de habitantes se extendía de rio a río y más allá aún, pues en su crecimiento había devorado en poco más de medio siglo los pueblos y caseríos vecinos, saltando incluso sobre su última muralla, la natural, representada por la cordillera de la costa y el monte Tibidabo que, perforado por dos túneles por los que circulaba un tráfico intensísimo, unían a los nuevos barrios urbanos de San Cugat, Sabadell y Tarrasa con el centro de la colosal metrópolis mediterránea,

—¿Qué opinas de lo que nos ha dicho el Dr. Gali, Jorge? —preguntó Marga, volviendo hacia él su mirada escrutadora.

—Estoy totalmente de acuerdo con sus puntos de vista —repuso el joven—. Es más: creo que no hay otra alternativa.

—¿Crees de verdad que somos “otra” especie?

—¡Qué duda cabe! Verás: yo no había estudiado Biología sino de forma elemental, pero siempre me ha parecido que es absurdo suponer que la evolución humana se detiene en el “sapiens”. Con el advenimiento de la Era Tecnológica, pareció como si el hombre se desligase de la Naturaleza y sus leyes inmutables, pero éstas seguían obrando en secreto... El resultado somos nosotros; tú y yo, Marga, y todos los que son como nosotros. Esta idea de haber alcanzado un “fin”, una cima, es antropocéntrica e idiota. Existirá un fin, desde luego, pero será el de una especie... el fin del “Homo sapiens”, constructor de ciudades, de imperios y de máquinas, belicoso y comido por la soberbia y la presunción. ¡Esto, por ejemplo! —Y Jorge señaló hacia abajo, donde un inmenso óvalo luminoso centelleaba con millones de luces—. Ahí lo tienes... El Camp Nou... el templo a la estulticia y la ignorancia humanas. ¿Qué se puede esperar de una civilización que invirtió millones en la construcción del coliseo romano, de las pirámides de Egipto y de este colosal campo de fútbol? ¿Cómo ha de terminar una cultura —llamémosla así— que sólo idolatra la fuerza bruta, los gladiadores y los futbolistas? Es curioso y significativo como nosotros vivimos al margen de ella. Los gustos de la masa no son los nuestros. Pero no se trata de una actitud desdeñoso de refinamiento aristocrático, sino de que “somos distintos”. No se puede pedir a un pitecántropo que le guste la Novena Sinfonía de Beethoven y, viceversa, no se puede pedir a un “sapiens” que se aficione a roer los huesos de las carroñas. Todo es cuestión de gustos, y cada especie tiene los suyos. Y nosotras, Marga, somos más que una raza distinta: somos otra especie.

Ambos jóvenes callaron, pensativos. El helitaxi, entretanto, devoraba los kilómetros. A los pocos segundos se cernía sobre la azotea de la casa-estudio de Marga. El vehículo aéreo se posó suavemente en el rectángulo de caucho endurecido que formaba la pequeña pista de aterrizaje y ambos jóvenes se apearon después de que Marga hubo pagado el vuelo. (La igualdad que existía entre los “technicus” de ambos sexos era absoluta y ninguna muchacha hubiera aceptado que su acompañante, con una galantería trasnochada, intentase pagar el viaje hasta su propia casa).

La entrada de la azotea daba paso a un pequeño vestíbulo tenuemente iluminado. Indicándole la pared del fondo, Marga dijo a Jorge:

—Ahí está mi estudio. Entremos.

Precediéndole, se acercó a lo que aparentemente era una pared pero que, cuando su cuerpo activó la célula fotoeléctrica que interrumpía el funcionamiento del campo de fuerza, se convirtió en una puerta claramente delimitada.

El estudio de Marga era una pieza muy espaciosa, que por su disposición y mobiliario hubiera sorprendido a un hombre del siglo XX, pues más recordaba un taller de electrónica que el estudio de un artista. Marga trabajaba frente a una gran pantalla que hacía las veces del antiguo caballete. Ante la pantalla, una serie de botones y teclas reemplazaban a los pinceles. En realidad, el arte llamado neoexpresionista del siglo XXI era más bien una fusión de la música y la pintura. Era un arte que respondía perfectamente a la concepción einsteniana del universo, pues se desarrollaba en cuatro dimensiones y no en dos, como la antigua pintura, ni mediante una sucesión temporal únicamente, como la música clásica. Al pulsar los botones y teclas del aparato —cada uno de los cuales correspondía a una longitud de onda determinada del espectro solar— se producían las más fantásticas combinaciones de colores en la pantalla, que era tridimensional, al mismo tiempo que dichas combinaciones se sucedían ininterrumpidamente. El resultado, cuando quien pulsaba las teclas era una persona de fina sensibilidad artística como Marga, era algo que sobrepasaba a todo lo imaginable. Aquel arte poseía la fugacidad de la música y la perennidad de la pintura y la escultura, pues las interpretaciones del artista podían conservarse para proyectarse después indefinidamente. En el curso de la ejecución, empero, el artista pintor-compositor podía borrar y alterar a su antojo, hasta que la obra quedaba perfecta.

El neoexpresionismo era el arte por excelencia del siglo XXI y sus principales adeptos se reclutaban precisamente entre los “technicus”. Alguien lo comparó con el intento miguelangelesco de dar a la escultura la gracia efímera de la música, modelando estatuas de nieve en el jardín de los Médicis, cuando sobre Florencia se abatió una nevada inusitada. Pero las obras de arle de Miguel Angel se perdieron para siempre. En cambio, el arte incomparable de Spiridakis, Negulesco, Kumenius y, recientemente, Marga Canals, no desaparecería como las estatuas del genio florentino, al fundirse la nieve. Aquellos eran los grandes representantes del neoexpresionismo: todos ellos jóvenes y todos ellos “technicus”. Los hombres corrientes, por lo general, no comprendían aquel arte y sentían indiferencia por él. Era el arte de la nueva generación; tan avanzado respecto a la música, la pintura y la escultura como lo eran los “technicus” respecto a los hombres normales.

—Quiero pedirte una cosa, Marga —dijo Jorge cuando ambos se encontraron delante de la pantalla.

—¿Qué es?

—Crea algo para mí... ahora, aquí mismo.

Marga sonrió y lo miró fijamente, pensativa.

—Sí —musitó—. Ahora mismo... Es el mejor momento.

Y, sentándose ante el teclado, oprimió un botón. Inmediatamente el estudio se oscureció, quedando tenuemente iluminado tan sólo por la lechosa claridad blanquecina que se irradiaba de la pantalla.

Marga pareció concentrarse unos instantes y luego, como temerosa, pulsó una tecla con suavidad.

Una larga línea anaranjada hendió la pantalla de arriba abajo, dividiéndola en dos partes asimétricas. Marga levantó la otra mano —había pulsado la tecla con la diestra— y la posó con timidez, casi con vacilación, sobre el teclado, como si buscara un color. Junto a la línea anaranjada surgió una pálida franja verde que, al aumentar Marga la presión de su índice izquierdo, se fue ensanchando hasta extenderse por toda la pantalla, mientras la línea anaranjada permanecía inalterable. Más segura ya, Marga empezó a mover los dedos sobre el teclado. Del fondo de la pantalla parecieron brotar lanzas turquesas que se precipitaron vertiginosamente hacia adelante, deshaciéndose en una cascada de chispas. Trémulas lenguas de fuego parecieron alzarse entonces, en un incendio devastador, sustituido de pronto por una calma azul. Entonces Marga suscitó unas lejanías de oro y púrpura que tenían la grandiosidad de una puesta de sol en medio de nubes barridas por el viento.

Jorge contemplaba en silencio el espectáculo. Sabía que Marga componía para él, pero no porque él se lo hubiese pedido, sino porque era la manera de decirle, por medio de su arte incomparable, lo que no se podía expresar con palabras, de tan puro y secreto. Aquello era más que una sinfonía de colores; más que un simple caleidoscopio; cada color poseía su significado y cada longitud de onda hacía vibrar una sutilísima cuerda en el alma del joven. Sólo un “technicus” podía entender aquel arte, aparentemente ininteligible para el hombre normal. Era un arte que se dirigía a los sentidos, al alma y a la inteligencia; un nuevo lenguaje sin palabras, inventado por unos seres que habían superado la comunicación oral. Más allá de la música, más allá de la poesía, en una nueva e ignota región de fuerzas puras y misteriosas, de energía cósmica y de radiaciones que reinaban libres y soberanas... Alguien propuso bautizar al neo- expresionismo con el nombre de “heliomúsica”, música solar, pues su base era el espectro del sol...

La interpretación de Marga duró diez minutos, que para Jorge fueron una eternidad, pues durante ellos vivió fuera del tiempo. Por último Marga separó ambas manos del teclado y las posó sobre su regazo, para quedarse contemplando ensimismada la pantalla vacía. Jorge se le acercó silenciosamente y le puso ambas manos sobre los hombros. —Gracias, Marga —susurró.

Marga levantó la cara hacia él, volviéndose a medias, le miró con sus grandes ojos verdes y le sonrió.

—Gracias a ti, Jorge —repuso—. Sí, porque gracias a ti he creado esto... Se llamará “El Encuentro”.

Y entonces Jorge dejó de oír su voz para percibir su llamada telepática:

“Tengo que decírtelo así, Jorge. La voz es demasiado grosera para expresarlo. Supe que éramos el uno para el otro desde que penetré en tu mente para convocarte a la reunión. Tú no lo sabías entonces pero luego, cuando me viste, lo supiste también, ¿no es cierto?”

—Sí —susurró Jorge—. Yo tengo que decírtelo con palabras, pero no por ello es menos cierto y auténtico, Marga. Pero con mi voz humana voy a decírtelo: te quiero.

“Te quiero, Jorge”, resonó la voz mental de Marga en su cerebro.

Levantándose, la joven se volvió hacia él y, tomándole la cara entre ambas manos, lo miró a los ojos. Así permanecieron largo rato, sin hablar, hasta que por último se fundieron en un beso.

Aquella noche memorable pasada en el estudio de Marga Canals dio un sentido a la vida de Jorge Beltrán. A partir de entonces tuvo un objetivo concreto: casarse con Marga, fundar una familia y alcanzar la independencia económica que le permitiese realizar estos planes. A la mañana siguiente ya empezó a realizar gestiones encaminadas a este fin. De las tres carreras que poseía, sólo una, la de Arqueología marciana, tenía posibilidades inmediatas, pues en cuanto a las otras dos, Arquitectura y Derecho, no ofrecían de momento grandes posibilidades en un mundo superedificado y en regresión más bien, por lo que se refería a los índices de población y, en cuanto a la de Derecho, la perfecta regulación de las relaciones humanas, en una sociedad cuyos engranajes funcionaban perfectamente, la hacía poco menos que innecesaria. Jorge las estudió no para ejercerlas, en realidad, sino para dar algo en que ocuparse a su privilegiada mente, siempre ávida de conocimientos. Pero entonces recordó que un compañero de universidad le había hablado de una plaza vacante de arqueólogo en Marte. Por ello aquella mañana subió al primer piso de la Universidad para dirigirse al Seminario de Arqueología marciana, donde sabía que a aquella hora —las once y media debía de encontrarse el profesor Demetrio Santamaría, el gran especialista en Arqueología de Marte, cuyas obras sobre las culturas de la Gran Sirte y los constructores de Fobos y Deimos, los dos antiquísimos satélites artificiales de Marte, se habían convertido en obras clásicas y en libros de texto obligatorios para aquella disciplina en todas las Universidades del mundo.

El ilustre arqueólogo, hombre bajito, enteco, de enmarañada cabellera grisácea y antiparras de gruesos cristales que cabalgaban sobre una nariz descomunal curvada como el pico de un buitre, se hallaba en aquellos momentos atrincherado tras una hilera de viejos volúmenes infolio, que había colocado o hecho colocar sobre la larga mesa del Seminario, en medio de otros libros esparcidos, montones de apuntes, piezas de cerámica sirtiana y algunos de los extrañísimos artefactos helicoidales, construidos en una materia durísima parecida a la ebonita, hallados en dos ciudades marcianas y cuyo uso ni siquiera el profesor Santamaría había conseguido adivinar.

El sabio levantó la cabeza, al oír abrirse la puerta de la sala, y atisbo al recién llegado por encima de la hilera de infolios.

—¿Quién es? —preguntó con voz que parecía el chirrido de una sierra circular.

—Soy yo, profesor... Jorge Beltrán.

—¡Ah, mi número uno de estratigrafía sirtiana! —exclamó el profesor, levantándose.

Jorge observó entonces que el profesor había puesto otro de los infolios sobre la silla, para sentarse sobre él y colocar su desmedrada figura a una altura prudente con relación a la mesa.

—¿Qué le trae aquí, muchacho? —prosiguió el profesor—. Vienes en un mal momento. Estoy preparando una comunicación para el congreso de Milán, que caerá como una bomba entre esos grupos de retrógrados que aún se niegan a ver en la antigua cultura marciana la obra de unos seres en todo iguales a nosotros. Y estoy atareadísimo, como puedes ver, dándole los últimos toques. —E indicando la hilera de infolios, prosiguió—: Pero la comunicación irá muy bien respaldada por toda clase de citas, y todas de una autoridad indiscutible. Lástima que sea la única que existe sobre la materia.

Jorge no necesitaba mirar a los libros para saber cuáles eran: se trataba de una colección completa de las obras del profesor Demetrio Santamaría, encuadernadas en pergamino, a la antigua usanza.

El profesor agregó:

—Necesitamos nuevas autoridades en la arqueología marciana. No puede ser que todo lo diga ese viejo chiflado de Santamaría.

—¡Profesor! —exclamó Jorge—. Su autoridad es indiscutida y por todos respetada... Además, es usted el único arqueólogo que ha obtenido tres veces el Premio Nobel... ¡Qué digo, el único arqueólogo! El único hombre, que yo sepa.

—De todos modos, lo que digo es verdad.

Y a vosotros, los jóvenes, corresponde continuar mi tarea. Y de los seis que terminaron la carrera contigo, es en ti en quien más confío, Beltrán.

—¿Qué hay de esa vacante en Marte, profesor? —preguntó Jorge.

—¿La vacante de la Misión Rockefeller? Creo que aún sigue por cubrir. ¿Te interesa acaso?

—Es que... verá usted, Dr. Santamaría... quiero casarme y necesito contar con algo seguro.

El profesor Santamaría lanzó un bufido y replicó con su voz chillona:

—¿Y querrá ir a Marte tu mujer? Allí no se vive precisamente como en Barcelona, ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé, pero anoche hablamos de ello y le pareció bien.

—¿Con quién hablaste, con tu mujer?

—No —repuso Jorge, ruborizándose ligeramente— no es aún mi mujer, pero lo será pronto... es Marga Canals, la pintora neoexpresionista.

El profesor lo miró por encima de las antiparras, rascándose pensativo la mejilla.

—Debe de quererte mucho... si está dispuesta a renunciar a todo por ti e irse a Marte.

—Oh, allí seguirá pintando y componiendo. Ya hemos pensado en ello.

—¿Y tú qué quieres, pues? ¿Qué te recomiende esa plaza?

Jorge asintió.

—Eso mismo, profesor. El título ya lo poseo y, creo que con su aval, se me abrirán todas las puertas.

El profesor Santamaría guardó silencio un momento. Luego dijo:

—Bien, lo haré. Pero únicamente te pido una cosa a cambio.

—¿Qué es, profesor?

—Que continúes mi obra sobre la cultura de la Gran Sirte. Mi edad y mi estado de salud ya no me permiten ir a Marte, pero sé que si vas tú en mi lugar, existirá cierta garantía de que mi labor no se interrumpirá.

—Puede confiar en ello, profesor —afirmó Jorge con seriedad—. No faltaré a su confianza.

—No esperaba menos de ti, Beltrán. Y ahora vete, que tengo que terminar la comunicación para hoy.

El linchamiento de Pretoria señaló el comienzo de una racha de acciones de violencia contra los jóvenes “technicus” en todo el mundo. Los salvajes instintos de la Humanidad, que décadas de progreso y civilización parecían haber arrinconado a lo más hondo del subconsciente colectivo, si no extirpado definitivamente, volvían por sus fueros. Las multitudes poseían también, a semejanza de los “technicus”, su lenguaje informulado y sus sistemas de comunicación misterioso, casi telepático. Los estados de ánimo colectivos se propagaban con la rapidez del pensamiento. El incidente de Pretoria fue la chispa que desencadenó el incendio, el agente catalizador que precipitó la reacción, que sólo esperaba aquello para producirse, pues todos sus elementos componentes existían ya, prefigurados: el odio latente hacía la superioridad de los “technicus”, la envidia por sus múltiples talentos y su facilidad de asimilación, el rencor que alimentaban hacia ellos los vulgares y los inferiores, y la incomprensión con que los consideraban los que se creían superiores. La vieja estirpe del hombre reaccionaba violentamente ante los intrusos, y pretendía arrojarlos de su seno.

Los actos de violencia siguieron a los actos de violencia. Algo que se creía ya muerto: el odio de razas, se implantó de nuevo entre los hombres y amenazó con suscitar persecuciones tan enconadas contra los “technicus” como las que sufrieron los cristianos bajo los reinados de Nerón y Diocleciano.

En muchas ciudades del mundo se reunieron las multitudes enfurecidas para perseguir y maltratar a los “technicus”. De golpe quedaban borrados veintiún siglos de progreso y la superstición popular se enseñoreaba de nuevo de los espíritus, achacando a los “technicus” toda clase de poderes malignos y propósitos arteros. Muchos perecieron lapidados, ahorcados o torturados. Llegó un tiempo en que pertenecer a la raza maldita era un estigma que, muchas veces, se pagaba con la vida.

En España, como en el resto del mundo, la situación se hizo muy grave para los “technicus”. Sin embargo, el atávico espíritu de tolerancia y respeto hacia otras razas que imperaban en la península ibérica desde los tiempos en que en ella convivieron íberos, fenicios, romanos, sarracenos y cristianos, hizo que el mal se manifestara quizás con menos virulencia que en otras partes. Sin embargo, la situación era tensa y grupos de exaltados habían agredido a los “technicus” en algunas ciudades importantes como Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, Santander, y, en Portugal, Lisboa, Coímbra y Entroncamento. En esta última población, tres “technicus” —dos muchachos y una joven—, perecieron a manos de una airada muchedumbre de campesinos.

Jorge Beltrán salía de la Jefatura Superior de Policía, a donde había ido a retirar su pasaporte, cuando recibió la apremiante llamada telepática de Marga:

“Ven en seguida. Estamos lodos reunidos en casa del Dr. Gali.”

Jorge consultó su reloj. Eran las diez de la mañana, una hora muy insólita para celebrar una reunión. Algo grave debía de ocurrir. Con el ajetreo de los últimos días —obtención de visado, preparativos para su boda próxima con Marga y el viaje subsiguiente a Marte, etcétera— casi se le había olvidado el plan del Dr. Gali. Pero, naturalmente, los graves acontecimientos presentes debían de haber hecho más apremiante su ejecución inmediata, pensó. Era natural.

Se encontraba entonces en la plaza de España, donde desde hacía más de medio siglo se hallaba situada la Sección de Pasaportes de la Jefatura de Policía. Jorge se dirigió dando largas zancadas a la parada de helitaxis más próxima y, subiendo al vehículo, ordenó al conductor:

—A la calle Padua, diecisiete.

Con un leve zumbido de sus turborreactores y sus rotores de estabilidad, el helitaxi se elevó verticalmente, situándose a la altura prescrita por las ordenanzas municipales para la circulación de vehículos públicos: doscientos metros. A cincuenta metros sobre su cabeza. Jorge observaba el intenso tránsito aéreo de vehículos particulares, que circulaban por su zona prescrita mientras, más arriba aún, pasaban los grandes bultos de los vehículos de transporte de mercancías: Así, distribuida en tres niveles, la circulación aérea ofrecía las máximas garantías de seguridad. Los aparatos, además, estaban provistos de radares conectados con un mecanismo que desviaba automáticamente el rumbo del vehículo cuando había peligro de colisión, con el resultado de que los choques aéreos eran prácticamente nulos.

El helitaxi se posó suavemente sobre la azotea del número 17 de la calle de Padua. El conductor, un “sapiens” con facciones simiescas, miró torvamente a Jorge Beltrán por encima del hombro y le dijo:

—Son dos cincuenta... señor.

Jorge le entregó tres créditos, diciéndole:

—Tome. Quédese con la vuelta.

El conductor pareció no haberle oído, porque le devolvió cincuenta céntimos.

—Quédese con la vuelta, le digo —repitió Jorge.

—No —repuso el hombre—. No la quiero. Yo no acepto propina de los de su ralea. Aún puede agradecerme que le haya llevado.

Jorge contempló las brutales facciones del conductor, contraídas por su odio irracional, y no replicó.

Muy despacio, se guardó los cincuenta céntimos, abrió la portezuela y se apeó. Sin darle apenas tiempo a poner los pies en el suelo, el helitaxi saltó hacia arriba, para salir disparado como una flecha. Jorge trastabilló al apartarse con rapidez para evitar que uno de los rotores traseros lo alcanzase.

—¡Qué bruto! —murmuró, contemplando al helitaxi, que ascendía vertiginosamente para reintegrarse a su nivel.

Luego dio media vuelta y penetró por la puerta de la azotea, siempre abierta, como era costumbre en todas las casas.

Al descender por la escalera le llegó rumor de conversaciones desde el salón.

Como la vez anterior, estaban allí todos...

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