Fidelity

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CAPÍTULO DIECIOCHO

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CAPÍTULO DIECIOCHO

En un alma llena cabe todo

y en un alma vacía no cabe nada.

ANTONIO PORCHIA

Lu

Como continuaba lloviendo, una vez que terminamos de ver Vacaciones en Roma, Marcos me propuso seguir viendo películas acurrucados en el sofá de la casa de sus abuelos. Era un plan perfecto para una tarde de domingo. Aún estábamos casi desnudos, pero no nos importaba. Era maravilloso poder tocarnos, decirnos tantas cosas sin apenas hablar. Nuestras caricias hablaban de todo lo que deseábamos oír.

Me señaló una estantería donde había una gran colección de VHS. Dejó que eligiera la siguiente película, así que en cuanto vi que tenía también Memorias de África me decidí por ella.

—Menuda colección de películas.

—Sí, a mis abuelos les gustaba tanto el cine como la literatura.

Sonreí.

—A mi madre también le gustaba el cine y la literatura. ¿Puedes creer que con ocho años me obligó a ver La quimera del oro, de Charles Chaplin? ¿A quién se le ocurre poner una película en blanco y negro y además muda a una niña de esa edad, si lo único que veía en la tele eran las series del Disney Channel? —Solté un suspiro al recordarla—. Mi madre era así. Flipé mucho cuando Chaplin hizo un baile con unos panes, o cuando cocinó una bota y luego se comió hasta los cordones y chupó los clavos…

—¡A ti sí que te comería entera! —exclamó atrapando mi boca.

Me tumbó en el sofá.

—¿Aún no has tenido suficiente? —quise saber en cuanto nos quedamos sin aliento.

—Contigo nunca es suficiente. Solo quería que supieras que me gustas mucho. —Rozó con la punta de su nariz la mía—. No quiero que lo olvides nunca.

Nos abrazamos y permanecimos un rato mirándonos a los ojos. Acarició con la yema de un dedo el contorno de mi cara, de mis mejillas, de mi nariz, hasta acabar en los labios. No había nada sexual en sus caricias. Había tanta intimidad y ternura que me estremeció.

—Eres maravillosa —me dijo besándome con calma.

Contuve el aliento. Este era de esos momentos en los que me habría puesto a llorar de felicidad.

—No sé qué decir.

—Podrías decir que soy la hostia, aunque me conformaría si me dijeras que yo también te gusto.

—Sí, me gustas, y mucho.

—¿Ves? No era tan difícil.

Me abracé a él.

Tras esta pequeña pausa, Marcos fue un momento a la cocina para hacer un bol de palomitas en el microondas. También trajo dos latas de cerveza y unos folletos de comida a domicilio que dejó encima de la mesa de centro.

—Si te apetece otra cosa, mi abuela tiene también refrescos, vino y agua.

—No, una cerveza está bien.

Le insté a que pusiera Memorias de África en el vídeo. Me gustaba cerrar los ojos cuando sonaban los primeros acordes de la película y la voz de Meryl Streep decía aquello de: «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong…». Entonces me dejé llevar por esta historia que siempre lograba estremecerme. Y temblé en los brazos de Marcos cuando finalmente Karen (Meryl Streep) comentaba: «Denys me había dado una brújula “para seguir el rumbo”, dijo, pero más tarde comprendí que navegábamos con rumbos distintos. Quizá él sabía, aunque yo no, que la Tierra fue creada redonda para que no podamos ver el final del camino».

No quería, pero al final terminé llorando a moco tendido cuando acabó la película. Desde luego era una historia memorable.

—¡Hey! ¿Qué te pasa?

—No sé. Debes de pensar que soy una imbécil y algo ñoña porque me pongo a llorar por una película que debo de haber visto por lo menos cincuenta veces. —Tragué saliva—. No sé si te pasa a ti, pero cuando crees que todo está yendo genial, hay algo que lo jode todo.

Se quedó pensando unos segundos.

—Sí, claro que me pasa. —Me atrajo hacia su pecho. En sus brazos me sentía terriblemente bien—. Pero ahora no hay nada que nos pueda detener. Nosotros ya tenemos nuestra estrella. Solo hay que mirar al cielo para saber hacia dónde vamos. No necesitamos una brújula.

Después de que Marcos me dijera esto, lloré y reí a partes iguales. Empapé su pecho desnudo de lágrimas y mocos.

—Me alegro de hacerte sonreír.

—¿Aunque te llene de mocos?

—Siempre podemos volver a bañarnos. Hace un rato, en la bañera, recuerdo que también te reías. Aunque aún no entiendo muy bien por qué.

—Yo tampoco. Cosas que pasan. —Solté una carcajada.

—Y cuando quieras que te haga reír, ya sabes dónde me tienes. Y como dice la canción de Efecto pasillo: Súbete a mi nave y pongamos rumbo a un mundo que te haga sonreír.

Me dio un beso en los labios y después me acarició la punta de la nariz con la yema de un dedo.

—¿Te apetece cenar? —me preguntó—. Podemos pedir lo que quieras por teléfono. Dime, ¿qué te apetece?

—¿Qué opciones hay? —Me miró con deseo cuando le hice la pregunta.

—¿Aún no lo sabes?

—De momento tú no eres una opción. —Se abalanzó sobre mis labios y me dio un beso muy largo.

—¡Qué pena! No sabes lo que te pierdes.

—He dicho de momento. Siempre podemos dejarlo para después —le repliqué dejando escapar un suspiro.

—Esta idea me gusta mucho más —respondió cogiendo los folletos que había dejado en la mesa de centro.

Miramos las opciones que nos ofrecían los diferentes folletos. Me decidí por algo de comida vegetariana: unos falafel, unas empanadillas de verduras y unas berenjenas rellenas de seitán, tomates y espinacas con piñones. Marcos llamó por teléfono al restaurante. En una media hora tendríamos la cena en casa.

En cuanto colgó el teléfono me preguntó:

—¿Hay alguna cosa que te apetezca hacer ahora?

Reflexioné durante unos instantes.

—Debes de pensar que soy una chismosa, pero ¿sabes qué me gustaría ver?

—Soy todo oídos.

—Quiero ver la biblioteca de tu abuelo.

Marcos se echó a reír.

—Me alegro que lo encuentres gracioso —le dije.

—Esperaba que dijeras mi cuerpo, pero teniendo en cuenta lo que me has pedido, lo entiendo perfectamente. —Se encogió de hombros—. ¿Y qué puedo hacer yo contra La Ilíada, Guerra y Paz, Cien años de soledad, Orgullo y Prejuicio o Romeo y Julieta? —Se levantó del sofá y tiró de mí.

Me llevó a la cocina y allí abrió una puerta que debía de ser la que utilizaba antiguamente la gente del servicio.

—Aunque parezca increíble, mi abuelo se leyó casi todos los libros que vas a ver. Tenía un tipo de memoria fotográfica que le permitía leer un libro diario —dijo tras abrir la puerta.

Pensé que saldríamos al rellano, pero me equivoqué. Me quedé con la boca abierta. Marcos me enseñó una habitación grande y diáfana llena de estanterías que llegaban del suelo al techo. Tenía varios sillones orejeros, un sofá de estilo chesterfield y unas cuantas lámparas de pie. Desde luego, esa biblioteca era un sueño. Podría pasar horas y horas encerrada ahí y no me cansaría.

—¡Esto es increíble! —exclamé.

—Sí, pero es que mi abuelo era una persona muy especial.

—Tú también eres especial.

Paseé los dedos por todos aquellos libros. Vi primeras ediciones de Austral, clásicos encuadernados en cuero, libros descatalogados e incluso novelas en miniatura que solo podías leer si tenías una lupa a mano. Sacaba ejemplares, leía las primeras palabras, olía las páginas y los volvía a colocar en las estanterías.

Era maravilloso poder tocar todos aquellos libros.

—¿Te puedo hacer una pregunta? Aunque si no quieres responderme lo entendería.

—Claro, dime.

Miré al suelo. No sabía cómo comentarle una duda que tenía.

—¿Has traído a muchas chicas aquí, a esta biblioteca?

—No, tú eres la primera.

—¿Ni siquiera a Sandra?

—Ni siquiera a Sandra.

—Pues no entiendo por qué no te pidió ver la biblioteca de tu abuelo.

Observé que estaba incómodo hablando de ella.

—Nunca se la enseñé porque no le gusta leer. Solo compartíamos nuestra afición por el teatro. Por lo demás, no sé qué me enamoró de ella.

Me senté en el sofá.

—Pues ayer me comentó lo mucho que le gustaba leer. ¿Estás seguro de que no le gusta?

—Claro que estoy seguro. Lo único que ha leído en su vida serán los diez o doce textos que se haya tenido que aprender para actuar en las obras de teatro.

Me mordí la uña del dedo pulgar.

—Marcos, ella me dijo que le encantaba leer. Hasta me dio referencias de las lecturas que le gustaban. —Pensé un momento—. Tengo la impresión de que ha estado espiándome.

Él se sentó a mi lado, en el sofá.

—No le des vueltas. Tampoco es tan difícil. Solo ha tenido que escuchar algunos de tus programas para saber qué te gusta leer.

El sonido del telefonillo nos avisó de que ya había llegado la comida que habíamos pedido.

—Venga, no te preocupes por una tontería así. Sandra me quiere joder a mí, no a ti. —Se levantó del sofá y tiró de mí—. Vamos a cenar y luego veremos una de las comedias que tiene mi abuelo. Tengo que ponerme algo. La chica está subiendo y no es plan recibirla de esta guisa…

—Sí, mejor que te pongas algo. —Le pegué un cachete en el trasero.

Salió hacia la otra parte de la casa para vestirse. Marcos tenía razón en lo de que Sandra podía haber escuchado mis programas para saber cuáles eran mis gustos. Traté de no darle más vueltas. Fui a la cocina para beber un vaso de agua.

Oí que Marcos abría la puerta de la calle después de que el timbre de la casa sonara tres veces; luego llegó un golpe seco, un quejido ahogado y otros dos golpes más. Algo pesado cayó al suelo. La puerta de la calle se cerró con violencia.

—¿Marcos? —lo llamé desde donde estaba. El corazón empezó a latirme con fuerza y la boca se me quedó seca. Como no me contestaba, volví a insistir—: ¿Marcos? ¿Pasa algo?

El sonido de unas botas pesadas me indicaba que alguien se estaba acercando a la cocina, y mucho me temía que no era Marcos. ¿Qué estaba pasando y por qué no me contestaba? Busqué un teléfono para llamar a emergencias. Encima del microondas había uno inalámbrico. Corrí hacia la biblioteca y cerré la puerta. Marqué el 091 y esperé a que alguien me contestara.

—¿Hola… Policía? —murmuré—. Por favor, necesito ayuda… por favor, ayúdeme… Creo que hay alguien en casa de mi novio… Me llamo Lu…

—Cálmese, señora. Díganos qué le pasa.

De repente la comunicación se interrumpió.

—¿Hola…? —repetí varias veces, pero la línea estaba cortada.

Miré a mi alrededor y no encontré ninguna otra salida. Estaba casi desnuda en mitad de una biblioteca y no tenía posibilidades de esconderme. Me puse a temblar cuando el pomo de la puerta empezó a girar. Me quedé quieta, sin saber qué hacer, completamente bloqueada, esperando a que se abriera esa maldita puerta.

Lo primero que vi fue la máscara de tela que llevaba en la cabeza. Uno de los botones que hacía de ojo estaba descolgado y el otro simplemente no existía. Parecía una muñeca de trapo. Llevaba puesto mi vestido de Dorothy. Le venía grande y algo corto.

¿Cómo demonios había conseguido mi vestido? Ahora sí que estaba aterrorizada.

—¡Eres una zorra! —Abrí los ojos con espanto cuando advertí que era Sandra quien me hablaba. Llevaba una escopeta en la mano. Negué con la cabeza—. Me dijiste que ibas a ser mi amiga y en cuanto me descuido te estás tirando a mi novio.

Me apuntó con la escopeta directamente a la cabeza.

—Sandra, ¿qué haces? Por favor, cálmate.

No podía ver su cara, pero sí que observé sus jadeos y cómo la zona de tela que le cubría la boca se agitaba con nerviosismo.

—¡No me digas que me calme! —me gritó—. ¡Eres una zorra! Marcos es mío, ¿te enteras?

—Sí, Sandra.

—Te lo advertí y no me hiciste caso. Te dije que tuvieras cuidado. ¿Y tú qué hiciste? Pasar de mí. Eres una mala amiga. Créeme, te he hecho un favor.

—Deja que te explique…

Aquello me parecía una locura. ¿De dónde había sacado esa escopeta que llevaba en las manos? ¿Qué pensaba hacer con ella?

—Sal de la biblioteca. Tú y yo vamos a ser buenas amigas ahora.

—Sí, Sandra, seremos buenas amigas.

Se acercó hasta mí y con la culata de la escopeta me golpeó la sien derecha.

—No repitas lo que yo digo.

El culetazo me dejó atontada, pero Sandra me agarró del brazo y me sacó de la biblioteca a empujones. Un líquido caliente comenzó a resbalar por mi mejilla. Me llevé una mano a donde me había golpeado y comprobé que estaba sangrando. Después de aquello no me atreví a hablar sin que ella me preguntara.

—¿Dónde está tu ropa?

—En una habitación.

—Te acompaño. No me fío de ti.

Recogí mi ropa del suelo y me vestí corriendo. Me maldije mentalmente cuando advertí que me había dejado el móvil en la salita en la que Marcos y yo habíamos estado viendo películas. Sandra me hizo salir al recibidor de la casa, donde Marcos permanecía inconsciente en el suelo. Tenía una brecha en la cabeza de la que no dejaba de salir sangre.

—¡Marcos! —exclamé.

Me dejé caer al suelo. Los ojos me ardían y no pude contener unas lágrimas.

—¡No lo toques, zorra! —gimoteó—. Levántate. No quiero que llores.

Se quitó la máscara de la cabeza y con ella me limpió el rostro de lágrimas, ensañándose en la herida que tenía en la sien. Proferí un grito de dolor.

—Eres una quejica. Como grites o hagas algo raro te meto una bala en el estómago. Y me da igual lo que me pase.

Entonces abrió la puerta de la calle, salimos al rellano y después cerró de nuevo.

—¿Adónde vamos? —le pregunté con temor.

—¡A ti qué te importa!

El ascensor estaba en nuestra planta. Bajamos. Comprobó que no pasaba nadie en esos momentos por la calle. Después hizo que me metiera en la parte de atrás del coche, que estaba aparcado a varios metros del portal. Sacó dos bridas de la guantera y me ató las manos con ellas.

—Siéntate en el suelo.

Por último me colocó la máscara que había llevado ella en la cabeza. No sé durante cuánto tiempo estuvo conduciendo porque estaba confundida a causa del golpe. Sólo sabía que me estaba mareando y que notaba un regusto amargo en la garganta. Respiré profundamente para no vomitar y para tranquilizarme. Tenía que pensar en cómo iba a salir de este lío.

Sandra paró un momento el coche, salió y me pareció oír el chirrido de una puerta metálica. Volvió a meterse en el coche y enseguida aparcó.

—Bájate.

Me agarró del brazo y me sacó casi a rastras del coche. Yo iba a ciegas. A lo lejos se oyó el ladrido de un perro. Me dio la sensación de que estábamos en el campo porque también oí el canto de unos grillos. Me guio hasta una escalera y me obligó a subir. Caminamos unos metros hasta llegar a otra escalera. Seguimos subiendo. Oí cómo metía una llave en la cerradura y después se produjo un chasquido. Me empujó varias veces y me di de bruces contra algo duro. Perdí el equilibrio y caí al suelo. Volvió a meter una llave en otra cerradura e hizo que me levantara tirándome del brazo.

—Mira que eres torpe. Métete aquí.

—¿Dónde? —Moví la cabeza de derecha a izquierda, indecisa.

Tiró de mí nuevamente y me metió en lo que parecía un armario.

—Sandra, por favor.

Me arrancó la máscara y me sujetó la barbilla con fuerza para que la mirara a la cara.

—Puedes gritar todo lo que quieras. Aquí no te va a oír nadie.

Después me colocó de nuevo la máscara, la anudó por detrás para que no pudiera quitármela y cerró con llave la puerta del armario.

—No tienes ni idea de lo que me has hecho.

—No, no, Sandra, por favor, no me dejes aquí.

No sé si se quedó o se marchó. Lo único que oí después fueron sus pasos y cómo cerraba la puerta de donde fuera que estuviésemos. Por mucho que grité, nadie parecía oírme. Las horas se hicieron eternas en aquella terrible oscuridad.

Marcos

Abrí los ojos aturdido y muy desorientado. Volví a cerrarlos porque una sensación de angustia inundó mi boca. Terminé vomitando sobre la alfombra en la que estaba tendido. No sabía dónde me encontraba y no entendía muy bien qué había pasado. Lo único que recordaba era que una muñeca de trapo se había abalanzado sobre mí y me había golpeado en la cabeza con algo duro. Me pilló totalmente desprevenido. Cuando abrí la puerta estaba sacando la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Entonces llegó un fogonazo y la oscuridad se cernió sobre mí.

Por más que lo pensaba no le encontraba ningún sentido a que mi último recuerdo fuera el de una muñeca de trapo.

Quise levantar la cabeza, pero todo me daba vueltas. Llamé a Lu varias veces, aunque sin ningún éxito. El pánico se apoderó de mí. No temía tanto por mí como por ella. Dentro de lo que cabía, yo estaba vivo, pero no sabía qué había sido de ella. Volví a llamarla. Nadie me contestó.

¿Qué demonios estaba pasando?

Un espantoso dolor de cabeza me trajo a la realidad. Punzadas de miedo me recorrían el estómago; después reparé en que tenía una herida que había dejado de sangrar y que parte de mi rostro tenía sangre reseca. Me arrastré por el suelo hasta llegar a la cocina y me fui ayudando de una silla para ponerme de pie. Tuve que apoyarme en la mesa para no volver a caer al suelo. Logré llegar a la encimera y llené un vaso de agua para enjuagarme la boca. Escupí en el fregadero y después metí la cabeza bajo el grifo. Dejé que el agua me corriera por la cabeza. Vi cómo se escurría, roja, por el desagüe. Volví a vomitar y tuve que sujetarme con fuerza a la encimera porque todo me daba vueltas. Llené de nuevo el vaso y fui bebiendo a pequeños sorbos.

Estaba muy mareado y sentí que se me escurría el vaso de vidrio de entre las manos. El ruido que hizo al estrellarse contra el suelo, fragmentándose en cientos de pedazos, me sacó de mi aturdimiento. Tenía que encontrar un teléfono para pedir ayuda. Giré poco a poco el cuerpo hacia el microondas para coger el teléfono inalámbrico. No estaba donde se suponía que tenía que estar. Además, alguien había cortado el cable de la línea. Tendría que buscar otro teléfono para pedir ayuda.

El reloj de la cocina me indicó que era la una y media de la madrugada; por lo tanto, había estado inconsciente durante unas tres horas.

Respiré con calma, inspirando y espirando como me habían enseñado en las clases de técnica vocal. Cuando la cabeza dejó de darme vueltas abrí la puerta de un armario y saqué la escoba para tener un punto de apoyo. Me ayudé de ella para ir a la biblioteca. Observé unas gotas de sangre en el suelo. El miedo volvió a adueñarse de mí. Sin embargo, no podía dejar que el pánico me paralizara. Tenía que encontrar todas las piezas del puzle para saber qué había pasado exactamente. Abrí todas las puertas de las habitaciones para buscar a Lu. No encontré ningún rastro de ella. Finalmente fui a la salita para coger mi móvil. Advertí que el suyo estaba también en la mesita de centro, lo que me llevó a pensar que la persona que me había golpeado en la cabeza se había llevado a Lu por la fuerza.

Reflexioné con toda la calma que fui capaz de reunir, dadas las circunstancias, qué hacer y a quién llamar en primer lugar, si a mis padres o a la policía. Después de sopesarlo durante unos segundos marqué el número de mis padres para que vinieran a casa de mis abuelos. Me contestó mi madre. Su voz me indicaba que la había pillado durmiendo.

—Marcos, ¿pasa algo?

—Mamá… —Un nudo en la garganta me impedía hablar con calma. Solté un gemido.

—Marcos, ¿qué te pasa?

Oí también la voz de mi padre, aunque no entendí muy bien qué decía.

—Mamá, no sé lo que ha ocurrido. Creo que alguien se ha llevado a Lu…

—¿Quién se ha llevado a Lu?

—No lo sé. No lo recuerdo. Creo que estoy en un lío.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó mi madre—. ¿Dónde estás? ¿Cómo ha pasado?

—¿Qué ocurre? —preguntó al fin mi padre.

—No lo sé —le respondió ella—. Espera que Marcos termine de contármelo todo.

—Estoy en casa de los abuelos. —Cerré los ojos e intenté hacer memoria de lo que había sucedido. Había pasado un día genial junto a Lu y en un segundo todo cambió—. Solo recuerdo estar aquí viendo películas con Lu y después pedimos comida a domicilio. Me acuerdo también de que una muñeca de trapo me golpeó en la cabeza. Y no sé qué más pasó a continuación. Por favor, venid cuanto antes.

—¿Has llamado a la policía?

—No.

Mi madre se quedó unos segundos callada.

—¿Lu es menor de edad? —Esta vez fue mi padre quien habló.

—Sí. —Tragué saliva. Un gemido surgió de lo más profundo de mi estómago—. Pero te juro que yo no he hecho nada.

Oí cómo se lamentaba mi madre.

—¡Dios santo! ¡Quédate ahí y no te muevas! —me ordenó mi padre—. No toques nada, ¿entiendes, Marcos? No toques nada.

—Sí, papá. Por favor… tenéis que creerme. No sé qué ha pasado.

—Sí, claro que te creemos. Tranquilízate, cariño —dijo mi madre—. Ahora vamos tu padre y yo. Nosotros llamaremos a la policía. Tenemos que poner una denuncia.

—¿Mamá? —dije antes de colgar.

—Sí, ¿qué pasa?

—También necesito un médico. Voy a necesitar unos puntos. Tengo una brecha en la cabeza… pero no te asustes, por favor.

—Está bien. Solo te pido que conserves la calma. Tu padre y yo vamos para allá.

—Está bien.

Colgué el teléfono y me recosté en el sofá. Tenía mucho frío, aunque iba vestido. Al lado del sofá, mi abuela siempre tenía una manta de ganchillo que había hecho la tía Andrea. Me tapé con ella y cerré los ojos. El sueño me derrotó de nuevo. Lo siguiente que recuerdo es que mi madre me acariciaba la cara.

—¡Dios mío, Marcos! ¿Qué ha pasado? —preguntó mi madre ahogando un lamento.

Entreabrí los párpados y traté de esbozar una sonrisa para no preocuparla mucho más.

—¿Tengo muy mal aspecto?

—Y también estás helado.

—¿Y papá?

—Está esperando a la policía en el portal. Están a punto de llegar. También viene un médico de camino.

Cerré los ojos de nuevo. Me costaba respirar.

—Gracias, mamá.

—No te preocupes, todo se va a arreglar.

—Mamá, tú no lo entiendes —decía entrecortadamente—. Yo estoy bien. La que está jodida es Lu. No sé dónde está ni qué le ha pasado.

—La vamos a encontrar.

—Sí, mamá, hay que encontrarla. —Aunque no dejaba de tener la sensación de que corría más peligro del que nadie pudiera imaginarse—. Alguien se la ha tenido que llevar a la fuerza.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque se ha dejado el móvil encima de la mesa.

Señalé la mesa de centro.

—Cuando venga la policía tendrás que contárselo todo.

El timbre de casa sonó. Mi madre se levantó y enseguida me pareció oír que hablaba con alguien en el pasillo.

—Pase, está en esta habitación.

Quise incorporarme, pero una de las chicas que llegó junto a mi madre me pidió que siguiera recostado.

—Vamos a ver esa herida. ¿Sobre qué hora ocurrió?

—Creo que sobre las diez y media.

—Han pasado tres horas y media. Por precaución volveremos a ponerte la vacuna del tétanos, aunque la tengas al día.

—Bien —asentí.

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