Fidelity

Fidelity


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PRÓLOGO

Si alguien está en desacuerdo contigo, déjalo vivir.

No encontrarás a nadie parecido

en cien mil millones de galaxias.

CARL SAGAN

Verano

Marcos

Examiné a través de los cristales empañados de mis gafas la tienda abarrotada de quinceañeras que corrían en busca de la mejor ganga. Era el primer día de rebajas. Fruncí el ceño cuando una de ellas tropezó conmigo y se cubrió la boca para disimular una risita boba. Ni siquiera se disculpó por su torpeza. Se abalanzó sobre una camiseta por la que se peleaban tres niñas más y tiró de ella con tanta fuerza que la rompieron en dos mitades. Dirigí entonces la vista hacia el perchero donde se encontraba mi hermana pequeña, otra quinceañera igual de revolucionada que el resto.

Elena siempre se quejaba de que nada le quedaba bien. Podía pasarse horas y horas delante de un espejo para comprobar que un cinturón estaba en su sitio y que iba a juego con la falda. Ella parecía no entender que a casi todas las niñas de quince años les sienta bien cualquier cosa. Aunque eso jamás se lo reconocería ni muerto. Un hermano no está para decirle a su hermana que es guapa.

Bajé la vista al suelo. No me encontraba con ganas de nada. Había vuelto a discutir con Sandra por enésima vez y de nuevo me hizo sentir como una colilla. Eso me recordaba que había roto la promesa de no darles una nueva oportunidad a sus celos. Necesitaba creerme todas las mentiras que se iban acumulando en nuestra relación: que yo era lo más importante, que para Sandra, yo estaba por encima de todo y continuamente tenía que demostrarle mi amor hacia ella. Era algo que me decía todos los días, quizá para convencerme de que lo nuestro tenía futuro. Y cada día la montaña se hacía más grande y más difícil de escalar. Lo cierto es que estaba colado por ella y aún creía en el amor. Me daba miedo quedarme solo, que nadie me necesitara como yo sentía que la amaba. Aun así no soportaba sus celos enfermizos y cómo le gustaba controlar todos mis gestos cuando estábamos en compañía de más gente.

Necesitaba aire fresco y reflexionar hacia dónde iba nuestra relación. Estaba tan confundido que necesitaba descansar un poco de malos rollos.

Quizá la oferta de Elena para que la acompañara a comprarse dos trapitos en rebajas me había levantado ligeramente el ánimo. Era una ventaja sacar parte de mi encanto de hermano mayor. Sin embargo, después de estar casi dos horas visitando tiendas ya no lo encontraba tan buena idea.

Elena me hizo un gesto con la mano para que la siguiera a los probadores. Llevaba cinco prendas en una mano y me pasó otras tantas a mí para que se las sostuviera.

—¿Estás segura de que tienes suficiente con esto? —Me encontraba perdido detrás de la montaña de ropa que ella había dejado sobre mis brazos—. Creo que se te ha olvidado mirar en aquel montón de allí.

Mi hermana me pegó un empujón y me sacó la lengua.

—Venga, que no se diga que no eres el mejor hermano del mundo.

—Estoy pensando en la mejor manera de que me lo pagues. Exijo como mínimo una tarde de cine y palomitas.

—Hecho. —Me guiñó un ojo.

Consiguió que esperara en una cola haciéndome ojitos, donde los gritos de las chicas no me dejaban escuchar la música de ambiente. Casi prefería el rollo chill out de este tipo de tiendas a la conversación que mantenían dos niñatas que había detrás de mí.

—¡Aún no me puedo creer que mi madre me haya quitado la tarjeta de crédito! —decía una de ellas—. ¿Adónde vamos nosotras sin pasta? Mi padre me ha dado solo cincuenta euros.

—Of course! Te pasaste al comprar aquel bolso de Loewe y la pulsera de cristal de Swarovski.

—Tía, pero ¿qué dices? No me pasé, es que era muy mono y lo necesitaba. Pega con mis pantalones Dolce Gabbana y mi top de Gucci.

Dejé de escucharlas cuando empezaron a lamentarse sobre lo desgraciadas que eran por tener que comprar el primer día de rebajas con tantas adolescentes corriendo de un lado a otro. Me coloqué los cascos y puse la música a todo volumen. Un poco de metal alternativo me calmaría los nervios. Me apetecía escuchar a System of a down, en concreto Roulette.

Me sentía solo, realmente solo en medio de niñas chillando a mi alrededor. Saqué mi libro de poemas de Mario Benedetti. Había leído cientos de veces «Corazón coraza», un poema que me recordaba siempre a Sandra:

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Ya no sabía si Sandra era esa chica dulce que me hacía anhelar estar continuamente a su lado, si ambos nos seguíamos teniendo, si seguíamos compartiendo los mismos sueños, o tal vez todo fueran paranoias mías porque ella estaba pasando una mala racha.

Elena llegó cuando estábamos a punto de entrar. Venía cargada con más perchas y, por el brillo de sus ojos, pude adivinar que le gustaba todo y que iba a depender de mí y de mi gusto para decidirse. Observé que también había resuelto que mi fondo de armario necesitaba un cambio. Me pasó dos camisetas y un pantalón para que me los probara.

Mi hermana y yo entramos en uno de los probadores y se fue poniendo ropa y descartando aquello que no la convencía. Yo me decidí por la camiseta negra que me había traído.

Tras varios pantalones, mi hermana se quedó con unos que le quedaban bastante bien. Salí de la cabina, corrí la cortina para que se cambiara y esperé de brazos cruzados.

—Seguro que ese pantalón te hace un buen culo —le comenté.

Giré la cabeza hacia la derecha. Una chica me analizaba con curiosidad. Se miraba el trasero desde el pasillo y me sonrió con timidez. Era tan blanca de piel que noté cómo se ruborizaba cuando volví la cabeza de nuevo hacia ella.

Elena gimoteaba dentro del probador porque no le hacía todo el caso que quería.

—A mí me gustas así —respondí con voz cansina.

Sin embargo, yo seguí observando a la chica. De todas las que había en la tienda quizá aquella era la única que me gustaba. Me quité las gafas de sol para contemplarla mejor. Era morena y llevaba media melena. Sus ojos eran tan oscuros como su cabello. Era distinta a las chicas que se paseaban por la tienda, y no solo porque tuviera unos kilos de más, sino porque su mirada parecía triste. Se la veía desamparada. Me preguntaba qué hacía una muñeca de porcelana dentro de una jaula de leonas. Parecía sensible por cómo me sonreía. Al igual que mi hermana, esta tenía un buen culo al que agarrarse y la medida exacta de pecho para que cupiera en mi mano. Ni muy grande ni muy pequeño.

La chica se metió en el probador con una sonrisa.

—Yo de ti lo compraría —dije girando la cabeza—. Podrías enamorarme hasta a mí… —Solté una risa.

Le pasé a Elena unas cuantas camisetas y tops y esperé a que saliera para que le diera el visto bueno. Tras varios minutos de indecisión, corrió la cortina para que le diera mi opinión. Desde dentro de la cabina me miraba sin terminar de decidirse por el vestido que se estaba probando. En ese momento, la muchacha que no dejaba de observarme apareció de nuevo en el pasillo con un top que le sentaba muy bien.

—No está mal —le dije a mi hermana, sin dejar de mirar con curiosidad a la desconocida—. Aunque deberías comprarte alguna camiseta un poco más chillona para que nadie se fije en esa cara de mono que tienes.

La piqué. Para eso están los hermanos, ¿no?

Observé de reojo que la morena se había metido corriendo en el probador. Mi hermana, que no había salido al pasillo, me tiró una camiseta a la cara a modo de respuesta.

Poco después, la chica salió vestida con una camiseta negra, con el bolso colgado del hombro, y me empujó al pasar por mi lado.

—Tía, ¿de qué vas? —exclamé, volviéndome hacia ella.

—¡Que te den! —me respondió, haciéndome una señal con su dedo corazón.

No entendía de qué rollo iba. Solo le había mirado un poco el culo, lo suficiente para que no se mosqueara. Estaba claro que me había pasado observándola. Pero entonces… ¡lo comprendí todo! Me di cuenta de que había creído que mis comentarios iban dirigidos a ella, así que corrí detrás de la chica. Una multitud de muchachas me impedía alcanzarla.

—¡Eh, espera! —Se volvió y alzó otra vez el dedo corazón al aire. Un guardia de seguridad me detuvo—. Esos comentarios no iban por ti…

Pero la chica ya había desaparecido.

—¡Eh, eh! ¿Adónde te crees que vas? —dijo el guardia de seguridad en cuanto la alarma sonó—. No puedes salir de la tienda con ropa que no has comprado.

—Por mí le pueden dar por saco a la ropa —le solté dejando todas las prendas encima de un montón.

—Ahora ya puedes ir a donde te apetezca —me ladró el guardia de seguridad.

Me quedé mirando la puerta y giré la cabeza hacia los probadores. Sentía que le debía una disculpa a la chica, pero Elena me estaba esperando.

—¡Hoy no es mi día! —mascullé.

«Total —pensé—, con toda probabilidad no me la volveré a encontrar en mi vida.»

Así pues, regresé al lado de mi hermana deseando que terminara pronto de probarse todos sus modelitos y regresar cuanto antes a casa.

Lu

Tras oír la última frase del imbécil que me observaba, salí corriendo hacia una de las terrazas de la plaza central, donde André me esperaba. Leía un libro y tomaba un café con hielo.

No entendía muy bien por qué ese chulopiscina, que en un principio parecía coquetear conmigo, me soltó lo de la camiseta. Tras esas cadenas, ese pelo encrespado y esos pantalones vaqueros de pitillo parecía que había la mirada de un chico dulce y atento. Estaba claro que en este caso las apariencias engañaban. Me había hecho gracia que en un principio se fijara en mí, aunque luego no comprendí a qué venía ese comentario fuera de tono. Era una lástima que no lo hubiera empujado algo más fuerte y que se hubiera estampado contra la pared.

Había sido un error dejarme convencer por André para que pasara la tarde en un centro comercial para renovar mi vestuario. ¿Qué tenía de malo vestir de negro? Si mi abuela había terminado por acostumbrarse también podría hacerlo mi padre. Él pensaba que era debido a mi estado de ánimo y que necesitaba expresar algo más mis emociones. Según André, el negro era un color negativo y lo que yo necesitaba era ver la vida con otros matices. Lo que él no entendía es que las personas no nos regimos por colores, nos regimos por circunstancias.

—¿No te has comprado nada? —preguntó André extrañado.

—No. No hay nada que me siente bien. Quiero irme. Todas las tallas son de la cuarenta hacia abajo.

—¿Quieres que vayamos a otro sitio?

—No. —Aparté la vista cuando sus ojos me preguntaron qué me pasaba.

Solo deseaba llegar a casa, recoger mis cosas y regresar otra vez a Alcoy, el pueblo de mi abuela, con la que me había ido a vivir con mamá dos años antes, cuando mis padres se separaron. Allí me encontraba a gusto, me sentía bien rodeada de mis libros y de mis series, y mucho más desde que mamá murió en aquel accidente de coche. Por desgracia, un conductor se quedó dormido al volante e invadió el carril por el que circulaba ella. De aquello hacía ya tres meses.

Desde entonces ya no me encontraba a gusto en ningún sitio, salvo en mi habitación.

André decidió no seguir indagando en el tema. Desde la separación nuestra relación se había enfriado. El amor entre mis padres se había acabado y papá se encerró en su propia concha, y yo también. Ambos estábamos más lejos el uno del otro que nunca.

Se levantó, pagó y nos dirigimos al parking sin cruzar ni una palabra.

Me puse los cascos para escuchar una canción. No se me ocurría mejor manera de descargar la ira que llevaba dentro. La letra de Riverside, de Agnes Obel, era perfecta para mi estado de ánimo.

Durante el viaje en coche, él miraba hacia la carretera y yo lo hacía por la ventana. Observaba unas gaviotas que revoloteaban alrededor de un barco, y cómo el camino estrecho que nos llevaba hasta el pueblo de pescadores donde vivía André nos iba descubriendo el azul intenso del mar en un día de verano. Siempre había encontrado fascinante que un lugar así de maravilloso estuviera tan solo a siete kilómetros de Valencia. Era un paraíso al alcance de unos pocos.

Hacía unos veinte años, papá había comprado un faro en desuso y bastante deteriorado que tenía una casita con un jardín que parecía una selva. En la parte de arriba de la torre había instalado un estudio de radio y ahora vivía de los programas propios que tenía en antena. Durante todos los años que vivimos allí, André había trabajado duro para hacer de la casita un hogar habitable. Era todo un manitas.

Llegamos al faro sin saber qué decirnos.

—Quiero marcharme con la abuela.

—Solo has estado aquí dos días.

—Para mí ha sido suficiente.

—Para mí no.

Obviamos sacar el tema. Ni a él ni a mí nos apetecía llegar hasta el fondo de la cuestión y hurgar en la herida. Aún estaba muy reciente la muerte de mamá.

¿Qué iba a ser de mí ahora que ella no estaba? Era una pregunta que todos los días me hacía. Con mamá siempre me había sentido segura. Sin embargo, de un tiempo a esta parte me encontraba más perdida que nunca. En los tres últimos meses mi vida había cambiado.

André se agachó para acariciar a la gata que le hacía compañía. Parecía que ella le proporcionaba todas las sonrisas que yo no podía darle. Quizá, de no estar Nefer, su vida sería aún más gris.

—¿Ya lo tienes decidido? ¿No hay nada que pueda hacer?

—Quiero volver.

—¿De verdad quieres regresar al pueblo con tu abuela?

—Sí.

—Te morirás de asco.

—¡Tú qué sabrás! —murmuré.

Evité su mirada y fui directa a mi habitación. La maleta estaba en el suelo y la ropa tirada por encima de la cama porque todavía no la había colocado en el armario.

André entró en mi cuarto sin esperar a que le diera permiso. Apartó dos camisetas para poder sentarse al borde del colchón.

—Yo también lo siento, ¿sabes? —me dijo André—. La echo de menos.

Me encogí de hombros y fui tirando la ropa a la maleta sin preocuparme de si estaba bien doblada.

—¿No piensas hablarme? —insistió.

—¿Y qué quieres que te diga?

—Podríamos darnos otra oportunidad.

Tragué saliva.

—¿Me dejas que lo piense?

—No quiero que te marches —suspiró tras unos segundos sin saber qué más decirme.

Volví a encogerme de hombros. Cerré los párpados y apreté los puños. ¿Por qué todo era tan diferente? ¿Por qué todo tenía que haber cambiado de un día para otro? Sentía ganas de llorar y soltar las lágrimas que había estado reprimiendo durante todo este tiempo. Mi vida estaba hecha pedazos y no había un pegamento especial que la recompusiera. Sentía que de un momento a otro iba a caer en un pozo hondo y no habría nadie allá abajo.

—Pensaba hacer esos macarrones que tanto te gustan.

—¿Es así como vas a sobornarme? —El comentario me hizo gracia—. Sabes que no me gustan esos macarrones que preparas.

Me volví sobre los talones. André esbozaba una sonrisa y abrazaba mi cojín con forma de corazón. Desde que mamá y yo nos marchamos, se lo veía cansado de estar solo y había envejecido.

—¿Qué más te puedo decir?

—Dame un día para que me lo piense.

André chasqueó los labios. Para él era tan difícil como para mí.

—Soy un inútil en la cocina. —Se quedó callado unos instantes. Estaba claro que también se estaba refiriendo a que no se le daba muy bien tratar con una adolescente—. Pero soy muy bueno fregando platos y preparando helados para el postre.

Nos quedamos callados sin dejar de mirarnos a los ojos.

—¿Aún guardas las recetas de mamá?

—Sí, están en el armario de la cocina.

Desvié la mirada hacia la maleta que estaba tirada en el suelo.

—Entonces vamos a ver qué podemos hacer.

—¿Eso es un sí?

—Eso es un ya veremos. —Agarré la mano que André me tendía y se levantó de la cama.

Nefer saltó a mis brazos cuando salimos de la habitación. Nos miramos a los ojos. Parecía que se encontraba a gusto cuando la tenía en mi regazo. ¿Cómo negarme a la súplica que me lanzaba? No sé por qué sentí que me aportaba calma. Era como si la gata me estuviera diciendo que no pensara tanto en el futuro. Todo podía cambiar en una décima de segundo.

—No quieres que me vaya, ¿verdad?

Nefer maulló y después saltó al suelo para acompañarnos a la cocina. Se enroscaba en mi pierna a cada paso que daba.

—Estoy segura de que André te ha convencido para que me quede.

Mi padre soltó una carcajada. Nefer volvió a maullar e hizo un gesto para que la siguiera hasta un armario. Con una pata delantera hurgó en la puerta, que logró abrir, y se abalanzó sobre un montón de latas bien dispuestas hasta que cayó una al suelo.

—Durante una semana le he estado prometiendo que tendría una de esas que tanto le gustan. —Nefer se frotó contra mi pierna. Podía llegar a ser muy insistente—. Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Primero vamos a comer —respondí.

—Me refiero a si te vas a quedar conmigo.

—André, por favor, no sé muy bien qué hacer y tú no me ayudas en nada.

—Está bien. No hay prisa. Pero ya sabes que con mis contactos tendrás entradas para el teatro, el cine… y con el tiempo podrás tener tu propio programa de radio. No es una mala oferta la que te estoy haciendo.

—Yo…

Entonces, por primera vez desde que había llegado a Los Cabos hacía dos días, André me abrazó. Ambos lo necesitábamos y agradecí que fuera él quien se decidiera a dar ese paso que yo no me atrevía a dar. Cómo había echado de menos sus abrazos, su olor, y sentirme un poco más segura cuando mi mundo se estaba derrumbando. Al final había encontrado en lo más profundo del pozo una red que me había salvado de seguir cayendo.

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