Fetish

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Llevaba zapatos con tacón de aguja; brillantes, negros y elegantes, con unas cintas finas para atarlos que se hundían en sus pálidos y delgados tobillos. Sus tacones resonaban sobre el pavimento invernal mientras subía sola por la calle. Él escuchaba concentrado el sonido que producían, la cautivadora música que lo atraía como la melodía del flautista de Hamelin. «Clic, clic, clic…»

La adelantó despacio y observó a la chica con los ojos hambrientos de un depredador. Era joven, con el pelo negro y brillante, y atractiva; llevaba una minifalda negra que dejaba al descubierto unas piernas esbeltas y desnudas, y una chaqueta de invierno que le llegaba hasta los muslos, pero no bastaba para mantener calientes sus delgadas piernas: se podía percibir la carne de gallina y el tono azulado de la piel desnuda y fría.

«Clic, clic…»

Al cabo de unos minutos volvió a pasar a su lado. La calle estaba casi vacía, pero ella no advirtió su presencia; continuó su inconveniente recorrido con un gesto de determinación en su hermoso rostro.

Caminando sola.

Perdida.

Las nubes que había en las alturas estaban cargadas y amenazaban lluvia. Él no vio que llevase paraguas. ¿Hasta dónde pretendía seguir caminando cuando el cielo comenzase a llorar? Seguramente no querría mojarse. Seguramente tendría los pies cansados. Era inevitable que acabase necesitándolo.

Con paciencia, observó cómo sacaba un mapa de su pesado bolso de bandolera. El sedoso pelo negro azabache le cayó sobre la cara cuando lo desplegó e intentó encontrar un sentido a la intrincada red de carreteras, calles y callejones. Permaneció concentrada, con los ojos entornados, y cuando por fin las nubes descargaron y la salpicaron con frías gotas lanzó una mirada irritada al cielo pesado y empezó a observar toda la calle en busca de refugio. No había taxis ni cabinas telefónicas; ningún café, ni una tienda. Nada en manzanas.

La lluvia arreciaba.

«Clic…»

La chica volvió a ponerse en marcha; ahora caminaba más deprisa, sin un destino concreto, con el pesado bolso negro colgado del hombro y el mapa arrugado por la frustración en una mano. Las gotas de lluvia dejaban líneas lisas y brillantes al bajar por sus piernas suaves y depiladas.

Él se colocó a su altura.

«Éste es el momento.»

Bajó la ventanilla.

- ¿Algún problema? -le preguntó-. Da la impresión de que se ha perdido.

- Estoy bien -contestó la chica mientras lanzaba una mirada nerviosa a la calle.

Tenía acento extranjero; americano o quizá canadiense.

- ¿Está segura? Esta zona no es muy recomendable para andar sola. -Miró ostensiblemente su reloj-. Mi mujer está esperándome en casa para cenar, pero podría retrasarme un poco y llevarla a donde necesite.

En el dedo anular de la mano izquierda relucía una alianza. La había limpiado a propósito para una ocasión como aquélla.

Ella se quedó unos segundos mirando el anillo.

- No, no; estoy bien, creo… -Su cara era bonita, joven y de una perfección impresionante, y su piel pálida estaba sonrosada por el esfuerzo; irradiaba una luz cálida como una lámpara de porcelana-. ¿Sabe dónde está la calle Cleveland? -preguntó.

- ¡Vaya! Está usted lejísimos de la calle Cleveland. Estamos en Philip. Venga, deje que se lo enseñe en el mapa.

Le hizo una seña para que se acercase y ella se dirigió despacio hacia el coche, hasta apoyarse en la puerta del acompañante. Él notó el olor dulce y joven de su sudor. La cara de la chica relucía, ahora a poco más de un palmo de la suya.

- Venga, entre un momento. Se está calando.

Empujó la puerta del acompañante y la abrió para ella.

Ella retrocedió un paso y miró hacia la puerta abierta de la furgoneta con la indecisión grabada en el rostro. Durante un momento se quedó inmóvil y él se preguntó si iba a aceptar su ayuda. Le dedicó una sonrisa inofensiva sin permitir que su impaciencia lo traicionara. Luego, con la lluvia deslizándose por la nuca, la chica se encogió de hombros y se sentó en el asiento seco del acompañante.

A resguardo de la lluvia se la veía aliviada. Le entregó el mapa con una sonrisa amplia y amistosa que dejaba ver una dentadura blanca y perfecta. Dejó abierta la puerta de su lado, y una de sus delgadas piernas extendida para mantener el contacto con el pavimento mojado.

Él hizo un esfuerzo para no mirarla.

- Estamos aquí. -Señaló un lugar del mapa-. Para ir a la calle Cleveland, que está aquí, tendrá que subir por esta calle, luego…

El olor de la chica lo embargaba; fragancias húmedas entre sus piernas, dulces, como de miel y musgo. Notó que el corazón de ella se calmaba. Se estaba relajando para él, iba confiando en él. Siguió hablando en tono paternal y tranquilizador. Sobre el mapa la distancia parecía enorme; según él lo explicaba, sin duda estaba increíblemente lejos.

En realidad sólo habría sido un corto paseo.

La noche cubrió la ciudad con un manto impenetrable, negro como la tinta. Las nubes habían descargado su lluvia y se habían marchado, y las adormiladas calles brillaban húmedas al paso silencioso de la furgoneta. Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, condujo hasta un aparcamiento grande y aislado, apagó los faros y se dirigió al lugar que había escogido, bajo un grupo de altas higueras.

Su preciosa chica dejó escapar un leve quejido detrás de él, como ya había sucedido varias veces durante el recorrido que habían hecho juntos. Cogió un par de guantes y se los puso. Después de asegurarse de que las puertas del conductor y el acompañante estaban cerradas, fue hasta donde se encontraba ella tras cerrar bien las cortinas que separaban los asientos de la caja de la furgoneta. Encendió una linterna y parpadeó varias veces hasta acostumbrarse a la luz. La gruesa manta negra había resbalado hasta el estómago de la chica durante el trayecto. Sus brazos seguían sujetos por encima de su cabeza con las muñecas atadas a la pared con esposas; su cuerpo estaba tendido sobre el suelo de la furgoneta. Su jersey fino de punto azul claro estaba decorado irregularmente con salpicaduras de sangre; la misma sangre espesa que brillaba alrededor del nacimiento de su pelo. Un lunar oscuro del tamaño de una mariquita destacaba sobre su pálido cuello. Con los ojos entreabiertos y llenos de lágrimas saladas que arrastraban el rímel chorreando por sus pómulos, volvió a quejarse mientras se movía con debilidad.

Insensible a su llanto y sus lastimeros esfuerzos, él cogió sus instrumentos. Ahora iba a tener que amordazarla. Había estado tranquila desde que la golpeó, pero podría ponerse ruidosa e incluso en aquel lugar apartado ése era un riesgo que no podía permitirse. Ella siguió sus movimientos con la mirada mientras él acercaba la mordaza a su cara, y sus ojos se agrandaron a la vista de la bola de goma roja con dos largas correas de cuero. Estaba recobrando la conciencia. Todo iba según lo planeado. Hacía mucho tiempo que no le interesaban las víctimas inconscientes.

- Todo va bien. No voy a hacerte daño -mintió.

No tenía sentido ponerla nerviosa antes de tenerla completamente sujeta.

Le abrió la boca con las dos manos y le introdujo la bola de goma. Los llorosos ojos de la chica se convirtieron en dos grandes platos de horror azul, y emitió una queja ahogada. Él le cerró las correas por detrás de la cabeza pasando los dedos por la pringosa sangre que manaba de su coronilla.

Algún día tendría su propia habitación insonorizada. ¡Cómo lo excitaban la resistencia y los gritos! Pero de momento tendría que prescindir de ese lujo.

Amordazada y atada, la chica comenzó a luchar con sorprendente fuerza; él se sentó a horcajadas sobre ella y lanzó su puño enguantado directamente contra la mandíbula de la joven. Ella cerró de golpe los ojos, dejó escapar un gemido ahogado y sus lágrimas empezaron a manar en abundancia. Su cuerpo se agitaba con los sollozos y él sintió que su excitación iba en aumento. Apartó de un tirón la manta que la cubría; sus diminutos pechos se agitaban bajo el fino jersey; la minifalda estaba remangada hasta la altura de sus caderas, pero los zapatos negros de tacón estaban en su lugar sobre los delicados pies de la chica.

Se desplazó hacia abajo sobre su cuerpo y le quitó el zapato derecho. «Adorable. Perfecto.» Sus dedos eran suaves y tenían una forma exquisita; estaba muy complacido. Devolvió el zapato a su lugar y lo miró, disfrutando aún más ahora que había visto los perfectos dedos que encerraba. Cogió la cuchilla y volvió a su posición anterior. Ella sangraba pero estaba consciente, con sus ojos azules otra vez abiertos y moviéndose enloquecidos por el terror. Con un movimiento largo y elegante cortó el fino jersey y lo abrió desde la cintura hasta el cuello. Llevaba un sujetador sencillo de color crema. Cortó la unión central y éste se abrió de golpe dejando a la vista su pálido pecho. Cortó también la falda y las bragas de algodón y las colocó en un ordenado montón junto con el resto de su ropa.

Estaba desnuda para él. Inmune a sus súplicas ahogadas y a su ahora desesperado llanto, continuó.

A punto de amanecer, el hombre decidió que era hora de marcharse del aparcamiento. Aunque no había dormido en absoluto no estaba cansado. Sentado junto al silencioso cuerpo de la chica se sentía tranquilo y poderoso. Inspeccionó con curiosidad las cosas de la chica antes de deshacerse de ellas. Abrió la gran bolsa negra de bandolera y encontró un gran libro de veinticinco por treinta centímetros: un book de modelo. Lo hojeó. Las fotos mostraban a la chica en diversas posturas inocentes: sonriendo, caminando o inmóvil. Aburrido. También encontró una cartera con un pasaporte canadiense, una libreta de direcciones y una carta arrugada dirigida a Catherine Gerber. Desdobló la carta y la leyó:

Querida Cat:

Estoy deseando verte. ¡Seis meses es demasiado tiempo! Gracias por venir al funeral de mi madre. Ella habría querido que estuvieses. Siempre decía que eras su tercera hija. No creo que yo hubiera podido sobrevivir a todo esto sin ti, y a papá también le gustó que estuvieses aquí.

¡Basta de cosas deprimentes! Como te dije por teléfono, llegaré el jueves a las 7.45 de la mañana desde Tokio en el vuelo JL771 de Japan Airlines. Si no estás ahí cuando llegue no te olvides de dejarme una llave en algún lugar. La agencia ya me ha programado una sesión para el viernes en La Perouse. ¡Vamos, que no tengo tiempo para el jet lag! Gracias por dejar que me quede en tu casa. Tenemos muchas cosas que contarnos. Nos vemos pronto.

Tu mejor amiga, siempre,

Mak

Un amago de sonrisa infectó sus labios. Sería un buen recuerdo. Buscó en la cartera, que tenía poco interés para él, hasta que encontró un bolsillo con fotos. Chica con familia. Chica con hombre. Chica con rubia.

Se quedó paralizado mirando la foto.

Chica con rubia.

Era fascinante. Alta, con un precioso pelo rubio platino que le caía en cascada sobre los hombros. ¿Quién era? La foto parecía tomada en alguna ciudad extranjera. La volvió y leyó la emborronada anotación: «¡Yo y Mak triunfando en Múnich!».Se quedó mirándola cautivado durante un rato y después guardó con mucho cuidado la foto en su propia cartera, junto a una de su madre.

Volvió a leer la carta.

«La Perouse.»

Eso no estaba lejos.

Cogió la carta y la libreta de direcciones y las introdujo en su maletín. Reunió la ropa de la chica, la metió en una gran bolsa de basura y cuando estuvo listo se sentó en el asiento del conductor y se alejó sin que nadie le viera, pisando el rocío de la fría mañana.

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