Fern

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Capítulo 25

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Al despertar Fern se sorprendió al encontrarse desnuda y compartiendo la cama con Madison, que también estaba desnudo. Pero aquel desconcierto no fue nada comparado con la euforia que sintió al recordar que habían hecho el amor. Había logrado vencer su miedo a las relaciones íntimas, a dejar que un hombre tuviera todo el poder sobre su cuerpo.

Se relajó, dejando que su mente se concentrara en las extrañas sensaciones que le producía el hecho de estar desvestida. Siempre que fuera posible, no se quedaba desnuda. Incluso cuando se daba un baño se cubría tanto como pudiera. Desde que tenía memoria, su padre la había alentado a ser recatada. Salía de la casa mientras ella se bañaba, y ella hacía lo mismo por él. Sin darse cuenta, había llegado a creer que la desnudez estaba mal vista, que era incluso desagradable.

Ahora comprendía que no era así.

Se deleitó con el aire fresco de la mañana recorriendo su piel, con la libertad total que sentía al no tener ropa puesta, con la alegría de haber destruido otro miedo. No había nada de malo ni de nocivo ni de desagradable respecto a estar desnudo. Se sentía perfectamente natural. De hecho, se sentía mejor que nunca antes en toda su vida.

Lo más importante era que ya no había ninguna razón para no casarse con Madison. No tenía por qué tener miedo de él, ni de sí misma, ni de los misteriosos desconocidos que solía creer que merodeaban allí fuera dispuestos a lanzarse sobre ella si bajaba la guardia, si se permitía sentir algo. Ahora sentía, y era la experiencia más extraordinaria de su vida.

Miró a Madison acostado junto a ella y se estremeció de alegría. Ni en sus sueños más descabellados había imaginado nunca que algo como esto le ocurriría a ella. Amaba a aquel hombre maravilloso y guapo, y él la amaba a ella. Y podía amarlo sin temor, sin reservas.

Ya no pudo soportar durante más tiempo ser la única en estar despierta. No pudo soportar permanecer en silencio mientras él dormía ni tener que reprimir su emoción.

Sacudió a Madison para que se despertara.

—¡Qué…! —exclamó él, despertándose sobresaltado.

—Despiértate, dormilón —dijo ella, burlándose—. Ya es de día.

—No, no lo es —afirmó Madison, observando los primeros rayos de luz apareciendo en el horizonte—. No pueden ser más de las seis. —Se dio la vuelta y se cubrió la cabeza con una almohada.

—Despiértate, por favor —pidió Fern mientras le pellizcaba el costado—. Había olvidado que los del este esperan a que el sol esté a mitad de camino en el cielo para levantarse.

Madison gruñó.

—Escucha, Madison. ¿Oyes el canto del gallo? ¿Cómo puedes seguir durmiendo?

—Retuércele el pescuezo y enseguida verás cómo lo consigo —afirmó Madison mientras le agarraba las manos para impedirle que siguiera atacándolo.

—No querrás quedarte en la cama toda la mañana.

—Podría intentarlo —dijo Madison, abriendo un ojo para mirarla—. Por lo que recuerdo, no dormimos mucho anoche.

Fern se ruborizó.

—No es excusa. Es otro día y ya es hora de levantarse y ponerse a trabajar.

Madison se inclinó para darle un beso.

—Me gustaba más la antigua Fern, la de anoche. ¿No podemos recuperarla?

Fern se rió.

—Por supuesto que no, tonto. Si la gente siguiera tu consejo, aún estaríamos en algún lugar del pasado con esos espantosos griegos de los que me hablaste.

—Me gustan los griegos. Sabían cómo divertirse.

—Si hacían en la cama la mitad de las cosas que me dijiste, es un milagro que no hayamos tenido un segundo diluvio. Si llegas a hacer eso aquí en Abilene, te sacan del pueblo en una jaula.

—¿Lo intentamos? —le preguntó Madison, frotando su nariz contra ella.

Fern rió de nuevo.

—No podemos ni siquiera entretenernos en eso —afirmó cuando Madison le cubrió los pechos con las manos—. Pike y Reed no tardarán en llegar.

—¡Maldita sea! —exclamó Madison mientras se incorporaba—. Estamos en medio de una pradera extensa y despoblada y no tenemos ninguna privacidad. Me gustaría saber cómo hacen los búfalos.

—Estás loco —dijo Fern riendo.

—Todo es culpa tuya —aseguró Madison, lanzándose sobre Fern y haciéndole cosquillas hasta que no pudo más de la risa—. Yo era un adulto perfectamente cuerdo y equilibrado antes de conocerte. Ahora me relaciono con mujeres que llevan pantalones y no temen meterse en el ojo de un tornado. Tendremos que hacer cambios. La gente decente de Boston nunca lo entendería.

—¿Boston?

—Sí, Boston. Allí está mi hogar, allí es donde trabajo y allí es donde vamos a vivir tan pronto como podamos casarnos.

—¿Casarnos?

—Sí, casarnos —afirmó Madison mientras volvía a frotar su nariz contra ella—. Voy a casarme contigo digas lo que digas. ¿Qué te parece esta misma mañana?

—No seas tonto. No podríamos casarnos hoy por la mañana. Ni siquiera he dado de comer a los animales.

—Sácalos de los corrales para que busquen su propia comida. Los antílopes y los urogallos de las praderas lo han hecho durante millones de años. Seguro que tus cerdos podrán arreglárselas solos por una mañana.

—Sabes que no puedo hacerlo.

—Está bien, pero en Boston sólo te dejaré tener un gato. Y a mí, por supuesto, y niños, si así lo decides.

—¿Cuándo piensas volver a Boston? —le preguntó. Llegó a desear no haberlo despertado. Todo parecía mucho más fácil hacía un minuto.

—En cuanto regrese del juicio de Hen. ¿Crees que para entonces ya estarás lista?

—¿Lista para qué?

—Para casarte. Para venirte a Boston.

—¿Tienes que volver allí?

—Claro que sí. Allí está mi trabajo.

—¿Y esperas que yo vaya contigo?

Madison se incorporó, poniéndose serio de repente.

—Un hombre normalmente espera que su esposa viva con él.

—Lo sé, pero…

—Pero ¿qué?

—No estoy segura. Todo parece estar pasando tan rápido. No había pensado… No creo que…

—Ya no me tienes miedo, ¿no?

—No es eso.

—¿Aún me amas?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿qué pasa?

Fern se preguntó cómo pudo haber sido tan ingenua al pensar que enamorarse de un hombre como Madison sería fácil. Suponía que durante tanto tiempo había creído que entre ellos no pasaría nada que no se había puesto a pensar en lo que significaría convertirse en su esposa. Pero ahora lo entendía, y lo que veía la aterrorizaba.

—Supongo que no he tomado una decisión respecto a ciertas cosas.

—¿Como cuáles?

—Bueno, pues está la granja y…

—Véndela.

—No puedo venderla así como así.

—¿Porqué no?

¿Por qué no podría hacerlo? Podía parcelarla para construir varías casas. Era una de las mejores tierras de Kansas.

—No quiero venderla —le respondió ella—. Es mi hogar.

—Entonces no la vendas. Podemos contratar a Reed y a Pike para que se ocupen de ella.

—Pero…

—Pero ¿qué?

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—De todo. No quiero ir a Boston. No me llevaré bien con esa gente. Ya sé que me dijiste que Samantha me ayudaría, pero no creo que realmente quiera hacerlo. Ella también te ama. Y no vuelvas a decirme que la consideras una hermana. Sólo un abogado podría ver a Samantha y tener algún sentimiento fraternal por ella.

—¿Eso es todo?

—No. Tengo miedo de tener que ponerme vestidos todo el tiempo. No me importaría hacerlo de vez en cuando, como para ir a una fiesta, pero no me gustan los vestidos. Me hacen sentir estúpida. Tampoco me gustan mucho las mujeres. Y, por lo que me dices, en Boston hay muchas.

—Fern…

—¿No te das cuenta de que tengo miedo de lo que me pueda pasar allí? Me sentiré perdida en tu mundo. No quedará nada de Fern Sproull. Sólo habrá una señora Randolph perdida y asustada a la que todo el mundo le tendrá lástima porque no sabrá qué hacer. —Ahora que las barreras habían caído las palabras salían deprisa. Fern quería decírselo todo antes de que le diera demasiado miedo hablarle—. Esa señora Randolph no tendrá ninguna gracia, dirá palabrotas, será torpe y tímida, y no sabrá cómo montar a caballo como una mujer. No le gustarán las fiestas, se notará que es inculta y no sabrá vestirse adecuadamente ni comportarse como es debido.

—No tienes que preocuparte por nada de eso. Te dije que Samantha…

—¡No! No quiero tener que depender de Samantha Bruce para saber qué hacer. Ni siquiera quiero que tú tengas que decírmelo. Quiero

saberlo. ¿Cómo te sentirías tú si no pudieras dar un paso, hacer o decir nada hasta que alguien te diera su aprobación?

Madison le dedicó una mirada comprensiva antes de estrecharla entre los brazos.

—¿Qué quieres que haga?

—No lo sé.

—Piensa en algo. Tenemos que empezar de alguna manera.

—No decidamos nada aún.

—Tenemos que decidir algo. No podemos quedarnos aquí acostados y desnudos esperando a que Pike y Reed nos encuentren.

—Entonces déjame hablar con Rose.

—¿Qué esperas que te diga ella?

—No lo sé, pero ella se marchó de su ciudad para casarse con tu hermano. Debe de saber más que yo.

—¿Cuándo vamos a celebrar nuestra boda?

—No lo sé.

Madison se sumió en un silencio sepulcral que no auguraba nada bueno. La separó y la obligó a alzar la cabeza y mirarlo a los ojos.

—Fern, dime la verdad: ¿quieres casarte conmigo?

—Más que nada en el mundo.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—Ya te lo he dicho. Estoy asustada. Antes pensaba que sólo tenía miedo de estar con un hombre o de morir al dar a luz. Creía que, si lograba perder el miedo a estas cosas, todo sería perfecto. Ahora sé que no es así. No soy como Samantha y nunca lo seré. No sé hablar francés ni conversar sobre ropa, sobre todos los lugares en los que he estado o sobre la gente con la que estoy emparentada. No pienso ni actúo como ella, y nunca lo haré. Quisiera hacerlo por ti. Pero, por más que lo intentara, nunca lo lograría. Y lo peor que podría pasarme en la vida es ver cómo el amor que sientes por mí muere un poco cada día.

—Yo nunca…

—Déjame terminar —pidió Fern—. Tú no querrías dejar de amarme, pero eso sucedería en todo caso. No podrías evitarlo. Incluso mis propios hijos sentirían vergüenza de su madre. No estoy diciendo que no vaya a casarme contigo. Creo que preferiría morir antes que permitir que eso ocurriera, pero tengo que saber que puedo ser lo que tú quieres. No sólo la esposa de la que no te avergüenzas, sino de la que te sientes orgulloso.

—Estoy orgulloso de ti.

—Estás orgulloso de mí aquí, en Kansas, rodeado de gallinas, cerdos y toros. No es lo mismo que poder sentirte orgulloso de mí en Boston.

—Estaré orgulloso de ti en cualquier parte en la que estemos. Y si no puedes vivir en Boston, entonces viviremos aquí. Si George pudo aprender a administrar un rancho, yo puedo aprender a ocuparme de una granja. Si no tengo que perseguir vacas, a lo mejor no me molesta tanto vivir en Kansas.

Fern quiso derretirse en sus brazos, pero el hecho de que él perdiera la razón no significaba que ella también tuviera que perder la suya. Uno de ellos tenía que ser sensato.

—Pero ¿no me dijiste que te marchaste de Tejas porque pensaste que te volverías loco?

—Sí…

—Kansas debe de ser igual que Tejas o quizá peor. Recuerdo cómo actuaste cuando llegaste aquí.

—Pero entonces yo odiaba todo.

—Ahora no te gusta mucho más —insistió Fern—. Reconócelo. Los dos tenemos mucho en que pensar. Te amo más que a nada o a nadie en el mundo, pero no podemos simplemente casarnos y esperar que todo salga lo mejor posible.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero casarme contigo ahora mismo y olvidarme de todo lo demás —aseguró Fern—, pero creo que será mejor que esperemos.

—¿Cuánto tiempo? Tengo que ir a Topeka para el juicio de Hen. Quisiera que me dieras una respuesta definitiva cuando regrese.

—Lo intentaré.

—Ahora, antes de que empiece toda esa actividad frenética en tu corral y Reed y Pike aparezcan por aquí, tenemos un asunto pendiente.

—Pensaba que lo habíamos concluido anoche.

—Sólo lo empezamos. Nunca lo terminaremos.

Fern decidió que no tenía nada que oponer al respecto y se dejó llevar por el entusiasmo y por el deseo de nuevo.

* * *

Fern se quedó mirando a Jeff fascinada. No tenía nada que ver con el hecho de que no tuviera un brazo, sino con que, cuando Madison le dijo que Jeff llegaría de Denver de camino a Chicago, esperó encontrar a una persona agresiva, segura de sí misma, muchas veces brusca, pero fundamentalmente alegre, como Madison, George y Hen.

Jeff no era así en absoluto.

Era más bajo de estatura, más delgado y más silencioso que sus hermanos, pero la intensidad de su carácter compensaba todo lo anterior. Además, los ojos parecían arder con una rabia interior que hacía que Fern se sintiera incómoda. Y lo que era aún peor: la miraba con odio, como si esperase que el fuego de su mirada la hiciera estallar en llamas. Sabía que a él no le parecía bien que se pusiera pantalones, pero ella se negaba tercamente a cambiarse de ropa para complacerlo. Madison, George, Rose y Hen habían llegado a aceptar que llevara pantalones. Jeff tendría que hacer lo mismo.

—De verdad que no tienes que ir a Topeka con nosotros —estaba diciendo George mientras se preparaban para salir de la casa—. Madison y yo podemos ocuparnos de todo solos.

—Estoy seguro de que así es —respondió Jeff—, pero de todos modos voy a ir.

A Fern no le gustaba la manera en que Jeff miraba a Madison. No decía nada, pero miraba a su hermano como si quisiera pegarle, así que ese gesto la llevó a preguntarse si los hermanos Randolph aprenderían alguna vez a quererse unos a otros. Madison finalmente había logrado resolver las cosas con George y con Hen. Ahora había aparecido Jeff y la tensión que siempre estaba a punto de explotar bajo la superficie se había vuelto incluso peor. ¿Empeoraría aún más cuando él se encontrara con los otros tres hermanos? Quizá no era tan mala idea ir a Boston.

Por más que Fern odiara separarse de Madison, estaba ansiosa porque él hiciera aquel viaje pronto. Samantha y Freddy viajarían con él hasta Topeka. Fern tenía que reconocer que se sentiría mejor cuando Samantha hubiera regresado a Boston. Se dijo a sí misma que estaba siendo mezquina, cruel y completamente injusta. Pero, por más que lo intentaba, no le gustaba la amistad de Madison con Samantha.

* * *

—¿Qué te ha parecido Jeff? —le preguntó Rose tan pronto como los hombres se hubieron marchado.

—Esperaba que se pareciera a George —respondió Fern en un vano intento de evitar decirle la verdad.

—Tú tampoco eres lo que él esperaba —dijo Rose con una sonrisa comprensiva—. Supongo que Madison ya le habrá contado que te pidió en matrimonio.

—Sí.

—Y aun así decidiste seguir llevando pantalones.

—La gente va a tener que aceptarme como soy —aseguró Fern con un gesto de mantener todas las defensas en alto. Rose le caía muy bien, pero no entendía por qué seguía disgustándole que se pusiera pantalones.

—No hay duda de que lo intentarán —dijo Rose, invitando a Fern a sentarse de nuevo a la mesa en la que acababan de tomar el desayuno—, pero no todos podrán. Habrá muchos que ni siquiera harán el esfuerzo.

—¿Crees que Jeff lo hará?

—Creo que la pregunta relevante sería: ¿lo intentarán las damas de Boston?

Fern arqueó los hombros como respuesta.

—Lo sé. Ya he hablado con Madison sobre este asunto, pero él cree que todo saldrá bien. Y lo que es más, cuenta con que Samantha me ayude a sortear la situación.

—¿Y tú qué opinas de esa decisión?

—¿Cómo te sentirías tú si una mujer que ha estado enamorada de tu esposo se hiciera cargo de ti, te enseñara a comportarle y se ocupara de que todas las personas importantes te aceptaran?

—Me sentiría igual que tú —respondió Rose, poniendo mala cara—. Horrorizada.

—Entonces, ¿por qué Madison no lo entiende?

—Los hombres nunca entienden nada. A ellos no parece importarles caer bien o no a los demás. A veces pienso que incluso no quieren caerles bien. Y, por supuesto, no pueden entender por qué una mujer no ve el hecho de mudarse a otra ciudad como algo similar a una campaña vikinga.

—Ése es otro problema. No sé lo que es un vikingo. Estoy segura de que en Boston lo saben todo respecto a los vikingos, los romanos y los turcos de los que me habló Madison.

—George tiene mucha mejor educación que yo —dijo Rose—, pero debo confesar que vivir en un rancho no es lo mismo que tratar de formar parte de la sociedad de Boston.

—Así es. Si hiciera caso a Madison, vendería la granja, me casaría con él esta misma mañana y nos marcharíamos a Boston por la tarde.

—Ten en cuenta que no muchas mujeres van a encontrar a un hombre que las ame tanto.

—Lo sé —dijo Fern—. Estoy tan preocupada de que algo salga mal que he empezado a tener pesadillas de nuevo.

—¿Con qué?

—Con el intento de violación.

—¿Has podido recordar algo de ese hombre?

—No.

—Entonces supongo que son sólo los nervios. Desaparecerán tan pronto como decidas qué quieres hacer.

—¿Tienes algún consejo que darme?

—Nada que pueda responder a tus preguntas. Pero no dejes que el miedo te engañe y te robe ni un solo minuto de felicidad. Cásate con Madison en cuanto puedas conseguir que entre en una iglesia. Las cosas no van a ser fáciles, pero ya solucionaréis todo entre los dos.

—Haces que todo suene tan sencillo.

—Lo es. Cuando se ama a alguien tanto como tú amas a Madison, todo lo demás se convierte en secundario.

* * *

—Puedo hacer correr el rumor mientras está usted en Topeka —sugirió Pinkerton a Madison.

—No, espere hasta que regrese —le respondió Madison—. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que el asesinato de Troy tuvo algo que ver con la agresión a Fern.

—No veo cómo. Sam Belton llegó a Abilene cuando heredó esas tierras hace dos años. Si Troy estaba chantajeándolo, debió de haber sido con otra cosa.

—Lo sé, pero todo encaja tan bien de la otra manera.

—No puede forzar los hechos, señor. Y simplemente las cosas no parecen haber sucedido así.

—Lo sé —confirmó Madison.

Después de semanas de investigaciones no tenían ninguna prueba que relacionara a Sam Belton con Fern. Madison no podía encontrar nada que demostrara que Belton había asesinado a Troy o que este último había estado chantajeando al primero. El hecho de que Fern no reconociera a Belton en la fiesta debilitó aún más su hipótesis.

Pero, pese a acumular tantas pruebas en contra de su teoría, Madison no podía dejar de pensar que Sam Belton había agredido a Fern y después había asesinado a Troy.

* * *

Fern se incorporó en la cama gritando. Respiraba con tanta fuerza y su corazón latía tan rápido que se sintió mareada. Había vuelto a tener aquella pesadilla y había sido peor que nunca. Fue tan real que sintió que todo estaba sucediendo de nuevo.

Oyó pasos en el pasillo momentos antes de que Rose entrara en la habitación. El camisón estaba revuelto.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Rose—. Te he oído gritar.

—Estoy bien. He tenido esa pesadilla de nuevo. Me ha parecido tan real.

—¿Estás segura de que eso es todo?

—Sí. Sucede con tanta frecuencia que ya me estoy acostumbrando. —Fern apartó la sábana que la cubría para levantarse—. Vuelve a la cama si no quieres correr el riesgo de tener el bebé aquí mismo. George nunca me perdonaría que te hiciera dar a luz antes de tiempo.

—Aún faltan tres semanas para que nazca —confirmó Rose, aunque dejó que Fern la llevara a su habitación—. Pero me gustaría poder tenerlo mañana mismo. Nunca me había sentido tan gorda.

—Bueno, pues piensa solamente en lo delgada que te vas a quedar después. Le dije a Madison que no podemos casarnos hasta que no tengas el bebé. Quiero que seas mi dama de honor, pero no me apetece que des a luz en medio de la ceremonia.

—Eso sería espantoso —dijo Rose riendo—. Sin duda quedarías completamente eclipsada.

Hablaron de cosas triviales hasta que Fern acomodó a Rose en la cama. Pero Fern no volvió a dormirse. La pesadilla de aquella noche había sido diferente de todas las demás. Aún no había podido distinguir la cara del hombre, pero sí que había recordado la voz. Sabía quién había intentado violarla, y ese tipo estaba en Abilene.

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