Fern

Fern


Capítulo 1

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Abilene, Kansas, 1871

Fern Sproull dobló la esquina del Drovers Cottage apretando los puños y haciendo sonar las espuelas. De repente vio a George Randolph en la puerta del hotel absorto en sus pensamientos.

—¡Maldita sea! —murmuró ella con ira.

Luego movió la cabeza con un ademán desafiante y pasó de largo por su lado para entrar en el hotel.

—¿Cuánto hace que ha llegado ese canalla? —preguntó Fern al hombre que se encontraba detrás del mostrador de la recepción mientras señalaba a George con el dedo.

—Baja la voz —le suplicó Frank Turner.

Fern no se había dado cuenta de que las ventanas estaban abiertas, así que lo más probable era que George Randolph hubiera oído lo que ella acababa de decir. No le importaba. Ya era hora de que supiera lo que pensaba de él y de toda su familia. No soportaba que personas como los Randolph pensaran que el dinero les daba el derecho de hacer todo lo que quisieran.

Incluso matar.

—Me arruinaría si él y los demás tejanos decidieran alojarse en el Hotel Planters —le explicó Frank.

Fern se apoyó en el mostrador.

—¡Me gustaría que todos regresaran a Tejas para no volver nunca más!

—Eso es como decir que quisieras quitar a mis hijos la comida de la boca.

—¿Por qué no lo matará un rayo o lo arrollará una estampida de vacas? —se lamentó Fern, ignorando la objeción de su amigo.

—Pensé que odiabas a Hen Randolph. George no te ha hecho nada.

—No aguanto a ninguno de ellos —afirmó, dirigiéndose a George, pero él no pareció escucharla.

—En el juicio se sabrá si Hen mató a Troy —le anunció Frank.

—George intentará sobornar al juez.

—La gente de Abilene no se deja comprar —le aseguró Frank.

—La mitad de este pueblo ya se ha vendido al ganado de Tejas —afirmó Fern, apuntando de nuevo con el dedo, pero esta vez hacia Frank—. El gobernador aplazó el juicio de Hen hasta que llegue su elegante abogado y ahora, además, lo ha trasladado a Topeka.

—¿Cómo sabes que están esperando a un abogado?

—¿Qué otra cosa podría querer decir ese telegrama? Además, ¿por qué otra razón alguien querría venir desde Boston? Deberías saber que no hay un abogado lo bastante bueno para ellos en todo Kansas, ni tampoco en Missouri.

—Bert no debería haberte mostrado ese telegrama —afirmó Frank, frunciendo el ceño.

—Sólo quería ayudarme. Debemos mantenernos unidos para defendernos de los forasteros.

—Esa clase de lealtad os meterá en líos a los dos un de estos días.

—Nada me detendrá —sentenció Fern, alzando los hombros con plena confianza—. Tengo ganas de decirle a George lo que pienso de él y del asesino de su hermano.

—Yo, en tu lugar, me quedaría callada —le aconsejó Frank—. Ese tipo de conversaciones no está bien visto aquí. No soy el único que se gana la vida con los ganaderos.

—Entonces será mejor que empieces a buscar otra fuente de ingresos. No pasará mucho tiempo antes de que los granjeros y los hacendados respetables de Kansas expulsen a los tejanos de la región. Pero antes habremos mandado a la horca a Hen Randolph.

—Nadie vio quién mató a tu primo —señaló Frank con amabilidad—. No estoy diciendo que no fuera Hen Randolph, pero no tienes manera de probarlo. Y sabes que en este pueblo no ahorcarán a ningún tejano a menos que tengas pruebas contundentes. La gente tiene miedo de que dejen de hacer negocios con nosotros y se vayan a Ellsworth, o de que incendien el pueblo.

—No son más que una panda de cobardes —sentenció Fern con ira.

—A ningún hombre le gusta que lo traten de cobarde, Fern, y menos a aquellos que lo son. Hay muchos tejanos aquí en este momento, así que a menos que tengas la intención de irte lejos del pueblo…

—No me pienso mover de aquí hasta que logre ver a ese abogado.

—Será mejor que tengas cuidado con lo que dices. De lo contrario, te aconsejo que te guardes las espaldas.

—¿Crees que George Randolph me mataría?

—No. A pesar de lo que dices de él, George es un caballero. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de los demás tejanos. Cuando hay problemas, se apoyan unos a otros como si llevaran el mismo apellido. Aunque él no necesita ayuda de nadie —dijo Frank, mirando a George—. He oído decir que tiene seis hermanos y que todos son igual de valientes.

—Me importa un bledo si tiene seiscientos hermanos —afirmó Fern—. Hen Randolph irá a la horca. Eso te lo aseguro.

* * *

La locomotora de la Kansas Pacific arrojaba nubes de humo negro en el inmaculado cielo azul de Kansas al tiempo que disminuía la velocidad al acercarse a Abilene. En el interior del vagón de pasajeros se encontraba James Madison Randolph.

—No se deje engañar por su aspecto tosco —aconsejó el único pasajero que acompañaba a Madison en el vagón, un hombre hablador cuya conversación había tratado de evitar durante el trayecto desde Kansas City—. Charley Thompson diseñó el trazado de nuestro pueblo hace unos doce años, pero ya es uno de los más importantes del estado. Algún día será la ciudad principal de Kansas.

El hombre se había presentado como Sam Belton, propietario de la agencia inmobiliaria más grande de Abilene. Madison intentó ignorarlo, al igual que el ruido y el hedor provenientes de los corrales que bordeaban la vía férrea en el sur del país, pero no logró ninguno de estos dos cometidos.

—Es verdad que hay mucha gente a la que sólo le importa amasar todo el dinero que pueda mientras dure el

boom del ganado —siguió diciendo Belton—, pero aún quedan muchos ciudadanos decentes que odian el comercio de vacas tanto como yo. Algún día se divisarán cultivos hasta donde alcance la vista.

Madison no tenía que hacer un estudio del terreno para saber que la agricultura sería una labor bastante arriesgada en aquella región. Una mirada le había bastado para darse cuenta de que era tan árida como Tejas.

Pero Madison no podía perder el tiempo pensando en Kansas ni en sus futuros granjeros. George debía de estar esperándolo en la estación, y con él todas las preguntas que habían quedado sin respuesta durante ocho años. Madison había temido aquel encuentro desde que se subió al tren en Boston.

Se levantó sin ganas cuando el tren se detuvo. Se miró la ropa y frunció el ceño. El viaje y el calor habían arruinado su aspecto. Kansas no se parecía en nada a Boston ni a Virginia; en cambio, su semejanza con Tejas resultaba deprimente. Los tres años que pasó en ese estado habían sido para él una pesadilla que prefería recordar lo menos posible, o mejor, olvidar.

«No pienses en nada. Sólo haz lo que tienes que hacer. Así pagarás tu deuda y podrás reanudar tu vida».

—Le aconsejo que se aloje en el Gulf House —comentó Belton a Madison—. No es el hotel más frecuentado, pero el Drovers Cottage está lleno de tejanos. No tenemos ningún problema en aceptar su dinero, pero nadie quiere dormir bajo el mismo techo que ellos.

Madison miró a Belton de tal manera que éste se bajó del tren sin hacer más comentarios.

Madison Randolph no se había forjado ninguna idea respecto a Abilene, pero pensaba que por lo menos tendría una estación de ferrocarril. Sin embargo, al bajar del tren todo lo que encontró fue una explanada de tierra árida tan grande como una plaza, que separaba la vía férrea de las casas del pueblo.

Se le cayó el equipaje de las manos.

El calor que absorbía su traje negro le hacía sentir como si la temperatura fuera veinte grados más alta. Recogió las maletas y se dirigió hacia el primer edificio que vio. Las palabras

Drovers Cottage estaban grabadas en grandes letras en la fachada del hotel de tres pisos. Madison esperaba, a pesar del comentario de Belton, que aquel lugar al menos ofreciera un techo, habitaciones y un mínimo de comodidad.

* * *

Fern sintió una punzada en el estómago. El hombre más guapo que hubiera visto jamás acababa de bajarse del tren. Se quedó mirándolo con la boca y los ojos abiertos mientras a duras penas conseguía apoyarse en el alféizar de la ventana. Nunca había visto a otro hombre como aquél. Ni siquiera se vestía como una persona corriente. Sus ropas lo harían destacar en cualquier reunión. Con toda seguridad en Abilene no pasaría inadvertido.

Estaba acostumbrada a ver hombres toscos, sucios por el trabajo que realizaban, burdos debido a la manera como vivían o fuertes porque tenían que serlo, pero sólo conseguían estar limpios en el momento en que acababan de salir del baño y entonces caminaban como si no se sintieran a gusto en aquel estado tan poco habitual en ellos.

Además, emanaba seguridad. Parecía fuerte y decidido, como un toro joven que reconoce un territorio nuevo con la intención de hacerlo suyo, y también refinado y elegante. A Fern no se le escapó el detalle de que el abrigo le marcaba aquellos hombros tan anchos.

Le comenzaron a flaquear las piernas cuando lo vio mirar alrededor con desdén. Se parecía tanto a George que podría ser su doble. ¿Por qué tenía que ser otro Randolph?

La rabia que empezó a crecerle dentro no le impidió echar un último y prolongado vistazo a aquel Adonis que había hecho que su corazón dejara de latir por unos instantes. Si fueran otros tiempos… Si fuera otro hombre…

Pero no lo era. Era uno de los Randolph.

Recordar el asesinato de Troy la obligó a ser fuerte. Aquel hombre era su enemigo. Había venido a burlarse de la justicia, pero ella no se lo permitiría.

* * *

Madison se detuvo cuando vio al hombre que podría ser su doble bajar las escaleras del hotel. Le desconcertaba que fueran tan parecidos. Siempre se habían parecido mucho, pero la última vez que se habían visto él aún era un adolescente, mientras que George ya era adulto. Ahora era como si se viera en un espejo. El pasado volvió de forma inesperada y lo envolvió en un mar de emociones fuertes y contradictorias. Se había prometido no sentir nada. No quería sentir nada. Pero, al encontrarse con el hermano mayor que no había visto en ocho años, sintió que tenía muchas cosas que poner en orden en el poco tiempo que le quedaba antes de que estuvieran frente a frente.

Madison vaciló por un instante, estuvo a punto de regresar al tren. Sin embargo, se obligó a seguir adelante.

Se encontraron en mitad de la explanada. Estaban solos.

—Les dije que estabas vivo —afirmó George, mirando a su hermano como si quisiera grabar en la memoria cada detalle de su apariencia. Sus palabras sonaron como un suspiro, como la liberación de la respiración contenida durante mucho tiempo.

Madison no esperaba que George saltara de alegría al verlo, pero tampoco que las primeras palabras que pronunciara le hicieran revivir el martirio de los años que había pasado preguntándose si él estaría vivo.

Sintió una culpa que era demasiado pesada e implacable como para ignorarla.

Sintió culpa porque siempre había sabido que George estaría preocupado, porque nunca escribió. Sintió culpa del miedo a que su familia pudiera destruir la nueva vida que se había construido.

—Sabía que regresarías.

No llevaban juntos más de un minuto y George ya estaba intentando atraerlo de nuevo al centro del embrollo familiar que estuvo a punto de engullir a Madison hacía ya tantos años. Sintió como si una mano en la espalda lo empujara a marcharse. Desapareció de su mente cualquier intento de autorrecriminación.

—No he regresado, George. He venido porque Hen tiene problemas.

—También tenía problemas cuando te marchaste y dejaste a mamá y a los demás en aquella región inhóspita sin un hombre que los protegiera. ¿Por qué vuelves ahora?

Madison sintió que su genio, siempre a punto de estallar, amenazaba de nuevo con salir.

—Mira, George, no he vuelto para discutir acerca de lo que pasó hace tantos años. Si no me quieres aquí, me marcho ahora mismo.

—Claro que te quiero aquí. ¿Por qué crees que he venido a recibirte?

—Tienes una manera muy curiosa de demostrarlo.

—Quizá se deba a que no he podido decidir si quiero pegarte o abrazarte.

¡Maldita sea! George siempre lograba que se le hiciera un nudo en el estómago.

—Supongo que será mejor que me pegues. No creo que en este pueblo puedan entender otra cosa. Además, así te sentirás mejor.

—Que piensen lo que quieran —afirmó George mientras daba un paso adelante para abrazar a su hermano.

A Madison el gesto le hizo sentirse tenso, así que no le devolvió el abrazo. No quería que George pensara que estaba cediendo siquiera un centímetro de la independencia que tanto trabajo le había costado conquistar. Quería ser bien recibido, pero según sus condiciones.

—¿Por qué nunca nos escribiste? —preguntó George mientras soltaba a su hermano y daba un paso atrás—. Todos creían que estabas muerto.

—Menos tú. ¿Por qué?

—Somos muy parecidos. Lo habría intuido.

Madison quiso negarlo —parecía increíble que alguien pudiera pensar que él se parecía en algo a un hombre que se contentaba con vivir en un rancho ganadero en el sur de Tejas—, pero no pudo: mirar a George era casi como mirarse a sí mismo.

—¿Cómo te enteraste de lo que le pasó a Hen? Casi no podía creer lo que decía tu telegrama.

—Lo leí en un informe de la compañía.

—¿Qué clase de informe?

—Te lo contaré en otra ocasión. Ahora no es importante. Háblame de Hen.

—¿De qué serviría?

—Soy abogado. He venido a probar su inocencia.

Tan pronto como pronunció estas palabras Madison se dio cuenta de que Hen tenía 14 años cuando él se marchó de Tejas. Sabía mucho menos de su hermano menor de lo que sabía de George.

Ya no conocía a ninguno de sus hermanos. Al bajar del tren el espantoso paisaje de Kansas le recordó la realidad de Tejas y cayó en la cuenta de que la imagen que guardaba de ellos se remontaba a la época en que estaban en Virginia. Allí, en aquella mansión atendida por una docena de criados, hubiera sido imposible que un Randolph cometiera un asesinato. Aquí, en esta tierra agreste, todo era posible.

Incluso un asesinato.

—Entremos —sugirió George mientras comenzaron a caminar hacia el hotel—. Allá en el este no debéis de estar acostumbrados a este calor. Creí que los dandis se vestían de blanco cuando viajaban al trópico.

—Dandi tal vez —respondió Madison con algo de aspereza—, pero esto no es el trópico. Y prefiero que me vean como un caballero antes que como un dandi.

George esbozó una sonrisa.

—Digas lo que digas, aquí todo el mundo te va a llamar dandi. En el mejor de los casos pensarán que eres un colono recién llegado. Nadie podría creer que pasaste tres años de tu vida en un cobertizo.

Madison había intentado convencerse a sí mismo de que no había vivido aquella época. En más de una ocasión se había sentido como un animal que tenía que luchar y sacar las garras para sobrevivir.

—¿Qué estás haciendo en Kansas? —preguntó Madison—. Está bastante lejos del sur de Tejas.

—Vine a estudiar la posibilidad de hacer algunas inversiones aquí.

—¿Inversiones? ¿En qué?

George se giró para mirar a su hermano.

—El Círculo Siete es uno de los ranchos más grandes y prósperos de Tejas. Tuvimos que gastar casi todo el dinero en ganado con el fin de mejorar la calidad de nuestra vacada. También vendimos el antiguo hato para despejar la pradera. Las ganancias han sido tan buenas que hemos estado buscando maneras de invertir el dinero. Una vez que empecemos a vender nuestro nuevo ganado, sacaremos incluso mayor rendimiento.

—¿Círculo Siete? Creía que el rancho se llamaba Corredizo S. ¿Has comprado otro?

—No. Rose pensó que debíamos cambiar de nombre.

—¿Rose?

—Mi esposa.

—¡Te has casado!

A George le hizo gracia la cara de sorpresa de Madison.

—También tienes un sobrino.

—Otro varón Randolph —dijo Madison de manera irónica—. Papá estaría feliz.

—Es muy probable, pero fue una desilusión para Rose, pues está firmemente convencida de que una niña sería la salvación de todos nosotros.

—¿Cómo te las arreglaste para encontrar una mujer dispuesta a casarse con todo un clan?

—Respondió a un anuncio que puse para buscar ama de llaves. Limpió todo y puso orden en el rancho en menos que canta un gallo. Monty estuvo a punto de morir del disgusto.

Madison rió entre dientes al imaginarse la escena.

—Me gustaría conocer a la mujer que ha aceptado ocuparse de los seis hermanos Randolph.

—De los siete. Durante estos ocho años he estado esperando que volvieras en cualquier momento.

La risa de Madison se desvaneció. Empezaba a comprender que el pasado no estaba muerto. Para George nunca lo estaría.

—Tengo que hablar con Hen.

George se entristeció ante el cambio de conversación de Madison.

—No creo que Boston sea así de caluroso y polvoriento —comentó.

—El clima es exactamente como el de Cabo Cod en una tarde de julio —respondió Madison con sarcasmo. Le enfadaba el inexplicable cambio de humor de su hermano.

—¿Tienes una casa allí?

También le irritaba la manera en que George lo evadía. No era un niño. Si había algo que debía saber, quería escucharlo en aquel mismo instante.

—No, pero la familia de Freddy sí. Normalmente me quedo con ellos.

—¿Tu amigo de la escuela?

Madison asintió con la cabeza.

—¿Quién hace el trabajo mientras juegas?

—Allí nadie trabaja mucho en verano. Hace demasiado calor en la ciudad.

—Nosotros, sin embargo, tenemos que ocuparnos de las vacas todo el año —observó George—, haga calor o frío, llueva, nieve, granice o caigan piedras tan grandes como huevos.

—Por eso elegí ser abogado y no ranchero.

Habían llegado a la entrada del hotel y estaban a punto de subir las escaleras cuando un joven salió precipitadamente y se detuvo justo a mitad de camino.

—No teníamos suficiente con uno de ustedes —gritó, fulminando a George con la mirada—. Tenía que traer a otro —señaló a Madison con rabia—. Aunque no servirá de nada: Hen Randolph asesinó a Troy y lo mandarán a la horca por ello. Así que será mejor que vuelva a ese tren y se vaya de este pueblo —dijo mirando a Madison de nuevo.

Después se marchó a zancadas hacia los corrales.

—¿Quién era ese tipo? —preguntó Madison mientras subían las escaleras del Drovers Cottage—. Si habla así a todo el mundo, no me sorprendería saber que ha tenido más de un problema.

—Ningún vaquero de Tejas se atrevería a tocar a ese

tipo —le respondió George, esbozando una sonrisa.

—¿Por qué no? Hasta yo he estado tentado.

—Porque ese

chico es en realidad una

chica —contestó George, sonriendo de oreja a oreja—. Bajo todo ese polvo y esa gruesa piel de borrego hay una mujer: Fern Sproull, hija única de Baker Sproull.

—¿Es una mujer? —exclamó Madison, girando sobre los talones para volver a echarle un vistazo. Fue entonces cuando observó su arrogante manera de caminar—. ¡Dios santo! Me sorprende que no la hayan arrestado.

—Por aquí se rumorea que siempre ha sido así. Como las demás mujeres no parecen querer seguir su ejemplo, a nadie le ofende su aspecto.

Madison miró atónito a su hermano.

—¿Desde cuándo te interesan las habladurías de la gente?

—A menos que quieras hablar solo, aquí no hay mucho más de qué conversar. No estamos en Boston ni en Nueva York, así que ya te darás cuenta de que aquí no suceden muchas cosas de interés.

Estaban frente al mostrador de recepción.

—Te presento a Frank Turner, propietario del Cottage.

Frank, nervioso, saludó con la cabeza.

—Quisiera una habitación —pidió Madison—. La mejor que tenga. Y espero que sea lo suficientemente buena —añadió con desconfianza tras repasar el vestíbulo.

—Ya te he reservado una habitación —anunció George.

—¿No me despertará el llanto de un sobrino en medio de la noche?

—Sólo las juergas de los peones o los mugidos de los

long-horns te despertarán —aseguró George mientras lo conducía por un estrecho pasillo que recorría el hotel de un extremo al otro—. Rose y yo nos alojamos en una casa del pueblo. Ella no está en condiciones de andar tras un niño de tres años por todo el hotel. Te está esperando en tu habitación. Quiere conocerte —reconoció con una sonrisa de satisfacción—. Le gusta protegerme, pues piensa que cualquiera, especialmente uno de mis hermanos, podría querer aprovecharse de mi bondad.

—No conoce a los Randolph muy bien, ¿verdad? —dijo Madison, sonriendo con amargura—. No somos muy buenas personas.

—En realidad, nos conoce mucho mejor de lo que piensas.

George llamó a la puerta antes de abrir.

Al entrar, Madison vio a una mujer pequeña sentada junto a la ventana. Ella, a su vez, lo miró con los ojos muy abiertos mientras se levantaba para saludarlo. La esposa de George estaba embarazada.

—¿Cómo eres tan insensato? Arrastras a tu mujer por este desierto cuando va…, va a…

—Tener un niño. —Rose terminó la frase mientras miraba a ambos hermanos—. George me dijo que te reconocería de inmediato, pero no se me ocurrió pensar que pareceríais gemelos.

Madison se apresuró a disculparse.

—Perdona que sea tan directo, pero, si has estado casada con George el tiempo suficiente para quedar en ese estado, ya deberías saber que ninguno de nosotros tiene buenos modales.

—Llevo casada con George el tiempo suficiente como para quedar dos veces en este estado —le respondió Rose enseguida—, así que la infinita capacidad de los hermanos Randolph de adaptarse y cambiar no deja de sorprenderme.

—Una persona muy diplomática —observó Madison—. Supongo que tendría que serlo para poder sobrevivir.

George miró a su esposa de tal manera que la hizo estallar de risa.

—¿He dicho algo que no debía? —preguntó Madison. No le gustaba que la gente se riera de él. Se sentía estúpido. Su padre solía hacerlo cuando quería castigarlo.

—Cuando veas a Monty, pídele que te hable de los dos primeros días que Rose pasó en el rancho —respondió George.

Madison no sabía mucho sobre mujeres embarazadas, pero suponía que no era aconsejable permanecer de pie. En Boston se quedaban en cama tan pronto como sabían que estaban embarazadas y no se levantaban hasta que se habían recuperado por completo. Rose parecía estar a punto de explotar y, sin embargo, había seguido a George por aquel desierto.

—¿No quieres sentarte? —le preguntó Madison y se dejó caer en una silla con la esperanza de que Rose hiciera lo mismo.

Así fue.

—¿Cómo convenciste a George de que te dejara hacer un viaje tan largo? —le preguntó.

No era la clase de pregunta que debería hacer a una mujer a la que acababa de conocer, aunque fuera su cuñada, pero tenía curiosidad.

—No dije ni hice nada —le contestó Rose—. Simplemente vine y aún no me ha perdonado. Casi tuve que amarrarlo para impedirle que diera media vuelta y me llevara de regreso a casa.

La imagen de aquella diminuta mujer amarrando a su corpulento marido le hizo gracia; quizá porque él quiso hacer lo mismo con su hermano cuando eran niños, pero George disfrutaba de la ventaja de su fuerza y de su tamaño cuando peleaban.

—No la llevé de regreso a casa porque me prometió descansar tanto como fuera posible —explicó George—. Por esa razón se ha quedado esperando aquí en lugar de ir a recibirte al tren, como quería. —Ayudó a su esposa a levantarse—. Ahora nos marchamos para que puedas ponerte cómodo. Cenaremos después de ver a Hen.

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