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Libro Segundo: Bailando con muertos » Once

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ONCE

—¡Georgia! ¡Shaun! ¡Qué alegría veros! —Emily Ryman era toda sonrisas mientras se acercaba con los brazos abiertos. Miré de refilón a mi hermano y vi que daba un paso adelante para lanzarse a los brazos de la señora Ryman y de paso evitar que Emily pudiera abrazarme. No me gusta el contacto físico de los semiextraños, y Shaun lo sabe.

Si Emily se dio cuenta de nuestra maniobra, no dijo nada al respecto.

—Me cuesta creer que hayas sobrevivido a todos esos reportajes que haces. Estás como una cabra, muchacho.

—Yo también me alegro de verla, Emily —repuso Shaun, estrechándola entre sus brazos. Mi hermano se desenvuelve mejor que yo en este tipo de situaciones. Para mí que se debe a que es de ese tipo de personas que prefieren introducir la mano en un agujero oscuro y tétrico que no hacerlo por sensatez—. ¿Qué tal estas últimas semanas?

—He estado muy ocupada, como siempre. La época de cría de los caballos nos ha mantenido atareados, pero ya casi ha acabado, gracias a Dios. Este año he perdido dos buenas yeguas, pero menos mal que andábamos todos con cuatro ojos y no llegaron a la reanimación.

Se apartó de Shaun sin perder la sonrisa y se volvió a mí ofreciéndome la mano (no un abrazo, simplemente la mano); se la estreché y le hice un gesto de aprobación con la cabeza. Su sonrisa se ensanchó.

—Georgia, nunca podré agradecerte lo suficiente tu cobertura de la campaña de mi marido.

—No ha sido sólo cosa mía. —Recuperé la mano—. Hay muchos reporteros que no quitan ojo del senador. Corre el rumor de que esta noche recibirá la designación del partido como candidato. —El resto de los periodistas políticos empezaban a oler a «Casa Blanca» y estaban amontonándose como tiburones alrededor de Ryman, con la esperanza de sacar algo de provecho. Buffy se pasaba la mitad del tiempo deshabilitando cámaras y micrófonos colocados por blogs rivales, y la otra mitad, escribiendo tórridos relatos porno con los asesores del senador como protagonistas y liada con Chuck Wong, que últimamente estaba pasando una gran cantidad de tiempo en nuestra furgoneta, aunque eso era asunto suyo.

—Sí, pero tú eres la única que escribe sobre él, y no sobre los interesantes asuntos que su campaña saca de debajo de las piedras, ni relatos de ficción sobre los líos de sus asesores —respondió Emily irónicamente—. Sé que puedo creer lo que escribes. Eso ha significado mucho para mí y para las niñas durante el tiempo que Peter ha estado fuera, y va a significar mucho más a partir de ahora.

—Ha sido un honor.

—¿Qué quiere decir con «y va a significar mucho más»? —inquirió Shaun—. ¡Eh, George! ¿Por fin vas a aprender a escribir? Lo digo porque eso sería increíble. Ya sabes que no puedo cargar contigo eternamente.

—Desgraciadamente, Shaun, es algo que no tiene que ver con el talento de tu hermana para la escritura. —Señaló la señora Ryman, meneando la cabeza—. Se trata exclusivamente de la campaña.

—Entiendo —respondí, mirando de reojo a Shaun—. Cuando su marido acepte el nombramiento, suponiendo que lo nombren candidato, todo esto empezará de verdad. Hasta ahora ha sido como unas vacaciones de verano un poco raritas. —Tras los nombramientos empezaba la campaña en serio. Habría debates, reuniones y noches interminables, y sería un milagro que Emily viera a su marido antes de la investidura. Siempre y cuando todo el trabajo realizado y por realizar no fuera en vano; siempre y cuando ganara las elecciones.

—Exacto —dijo Emily. Su rostro adquirió una expresión de hartazgo—. Ese hombre tiene suerte de que lo ame.

—Al oír declaraciones como ésta, Emily, desearía que mi ética periodística no fuera tan firme —repuse en un tono afable, aunque la advertencia no era tan inocente—. ¿Está diciendo que no es feliz con su marido? Esto se va a convertir en un filón para ambos partidos.

La señora Ryman meditó unos instantes en silencio.

—¿Estás diciéndome que debo tener cuidado?

—Estoy diciéndole algo que ya sabe. —Sonreí y cambié el tema de la conversación por uno que esperaba que no le resultara tan incómodo—. ¿Van a venir sus hijas? Todavía tengo que conocerlas.

—A esta convención estúpida, no —respondió—. Rebecca está haciendo los preparativos para ir a la universidad, y no tuve el coraje de alejar a Jeanne ni a Amber de los potros para que un centenar de desconocidos estén todo el día haciéndoles fotos. Yo misma no estaría aquí si no fuera absolutamente necesario.

—Es comprensible —afirmé. La tarea de la esposa de un candidato en una convención del partido es bien sencilla: dejarse ver mostrándose elegante y atractiva, y decir algo ingenioso si le ponen un micrófono en la boca. Eso no deja mucho tiempo para la unión familiar ni para proteger a los niños de los periodistas, locos por encontrar algún escándalo sobre el que lanzarse como aves de rapiña. Todo lo que sucede durante la convención de un partido aparece en los medios, si los periodistas logran enterarse. Emily estaba haciendo lo correcto.

—¿Le importa si me acerco luego para hacerle una entrevista? Le prometo que no sacaré el tema de los caballos, siempre y cuando usted prometa no arrojarme objetos contundentes a la cabeza.

Los labios de Emily se estiraron en una sonrisa.

—Mi… Peter no bromeaba cuando decía que la convención había sacado tu lado caritativo.

—Está guardando toda su mala baba para la entrevista con el gobernador Tate —señaló Shaun.

—¿Ha accedido a concederte una entrevista? —inquirió Emily—. Peter me decía que había estado dándote largas durante todas las primarias.

—Quizá por eso al final ha dado su brazo a torcer —respondí sin molestarme en disimular la irritación de mi tono de voz—. Hasta ahora no tenía importancia. Es decir, después de todo, ¿qué iba a decir yo sobre él? ¿Que el gobernador Tate está tan ocupado intentando ganar unas elecciones que no tiene tiempo para sentarse a hablar con una mujer que declara públicamente su apoyo a su oponente dentro del partido? No sería precisamente una acusación demasiado mordaz. Ahora nos encontramos en la convención, y si se niega a hablar conmigo cuando está concediendo entrevistas a todo el mundo, parecerá un acto de censura.

Emily se quedó mirándome unos instantes. Luego, muy lentamente, una sonrisa se le dibujó en los labios.

—¿Por qué, Georgia Mason, me da la impresión de que ese hombre ha caído en tu trampa?

—Se equivoca, señora Ryman. Yo me he limitado a seguir los procedimientos periodísticos estándar. Él mismo se creó la trampa.

Seis semanas antes de la convención, el gobernador Tate podría haber ocultado o comprado una exclusiva para que no se publicara. No habría importado lo buena que hubiera sido; a menos que me las hubiera ingeniado para sacarle la confesión de un escándalo sexual o de un pasado de abuso de drogas, nunca habría conseguido mancillar la pureza cegadora de su título de «campeón de la derecha más conservadora y ultrarreligiosa». El senador Ryman es de ideología moderada tirando a liberal, pese a su estrecha filiación al Partido Republicano y el afecto que siente por él. El gobernador Tate, por el contrario, se encuentra en un extremo tan a la derecha que corre el peligro de llegar al borde del precipicio y despeñarse del mundo. Hoy en día apenas hay gente que defienda la pena de muerte ni la anulación de la sentencia de Roe contra Wade, pero el gobernador es uno de ellos, al mismo tiempo que aboga por una disminución de las restricciones de la Ley Mason sobre la presencia de pequeñas granjas operativas en un radio inferior a los ciento cincuenta kilómetros de las principales áreas metropolitanas, y defiende una interpretación más rigurosa del caso Raskin-Watts. De acuerdo con los cambios que propone en las leyes, dejaría de ser un delito poseer una vaca en Albany y sin embargo se consideraría un acto de terrorismo intentar salvar la vida de un individuo que sufre un ataque al corazón, antes de realizarle los pertinentes análisis de sangre. ¿De verdad quería yo compartir un rato a solas con él, en una entrevista grabada, y comprobar lo hondo que podía llegar a cavar su propia tumba cuando se enfrentara a las preguntas adecuadas?

¿De verdad lo quería?

—¿Cuándo es la entrevista?

—A las tres. —Eché un vistazo a mi reloj—. De hecho, si no le importa que Shaun la escolte solo, a mí me iría perfecto. Debería ir yendo para no hacer esperar al gobernador.

—Pensaba que tu intención era precisamente hacer esperar al gobernador —dijo Shaun.

—Sí, pero tengo que hacerlo a propósito.

Hacerlo esperar porque quería era la prueba de que tenía una estrategia. Hacerlo esperar porque no había llegado a tiempo a su despacho me convertía en una «descuidada», y yo tengo reputación de muchas cosas (después del artículo en el que llamaba a Wagman «una prostituta en busca de publicidad que se había puesto a bailar en la barra americana de la constitución por un puñado de monedas», «cabrona» había permanecido en lo más alto de la lista), pero «descuidada» no se encuentra entre ellas.

—Claro —dijo Emily—. Gracias por venir a saludarme.

—Ha sido un placer, señora Ryman. Shaun, no te lleves a la potencial primera dama a apalear muertos antes de conducirla a un lugar seguro.

—¡Nunca me dejas divertirme! —refunfuñó en tono burlón mi hermano, y le ofreció el brazo a Emily—. Si me hace el honor de acompañarme, creo que puedo prometerle un viaje tranquilo, aburrido y sin incidentes entre los puntos A y B.

—Suena fantástico, Shaun —repuso Emily. Sus guardaespaldas, tres caballeros fornidos que tenían exactamente el mismo aspecto que todos los escoltas de las empresas privadas de seguridad que se encontraban en la convención, los siguieron mientras Shaun la conducía por el pasillo.

En el correo electrónico que Emily nos había enviado para pedir que nos viéramos, también nos había informado de que entraría en el centro de convenciones por una de las puertas de servicio y no por los accesos dispuestos para los personajes destacados. «Quiero evitar a la prensa» había sido su pretexto, quijotesco, aunque perfectamente comprensible. A pesar de las insinuaciones maliciosas de varios colegas míos, mi equipo y yo no somos unos perritos falderos de lo que esperamos que se convierta en la administración Ryman. Somos el doble de críticos que nadie cuando el candidato mete la pata, porque, francamente, esperamos más de él. Ya gane o pierda, él nos pertenece y, como cualquier padre orgulloso o accionista avaricioso, queremos ver cómo nuestra inversión alcanza su meta. Si Peter la fastidia, Shaun, Buffy y yo estaremos allí, señalando directamente el desaguisado y gritando a la gente que se apresure y traiga las cámaras… pero también seremos la parte victoriosa. No tenemos ningún interés en dejar en evidencia al senador hostigando a su familia ni arrastrándola de mala manera bajo los focos.

Un ejemplo: Rebecca Ryman se cayó del caballo en una exhibición de salto celebrada durante la Feria del Estado de Wisconsin de hace tres años. Entonces tenía quince. Yo no entiendo qué gracia tienen las exhibiciones de salto de caballos, no me interesa ningún aspecto de los grandes mamíferos y me gustan menos aún cuando se les coloca encima y se les enseña a saltar obstáculos, así que no puedo explicar qué ocurrió realmente, sólo que, de algún modo, el equino pisó mal, y Rebecca se cayó. A ella no le pasó nada, pero el caballo se rompió una pierna y hubo que sacrificarlo.

El sacrificio se llevó a cabo sin complicaciones; siguiendo el procedimiento estándar para los grandes mamíferos: se le disparó en la frente con una pistola de bala cautiva, y luego se le hundió un estilete en el espinazo. Nadie sufrió ningún daño salvo el animal, el orgullo de Rebecca y la reputación de la Feria del Estado de Wisconsin. El caballo nunca dio muestras de reanimarse; sin embargo, eso no ha evitado que seis de nuestros colegas rivales hayan publicado clips de vídeo del episodio durante semanas, como si el bochorno de una adolescente compensara el hecho de que ellos no superaran la selección para la cobertura de la campaña de Ryman. «¡Ja, ja, ja! ¡Vosotros estáis con el candidato, pero nosotros podemos mofarnos del error inocente de su hija adolescente!».

A veces me pregunto si mi equipo es el único grupo de periodistas profesionales que evitó con éxito las pastillas de gilipollez durante el proceso de entrenamiento. Pero entonces echo un vistazo a mis editoriales, sobre todo los que tienen como protagonista a Wagman y su lento suicidio político, y me doy cuenta de que también nosotros tomamos esas pastillas; simplemente echamos mano de un poco de ética periodística para tragarlas mejor.

Emily sabe que con nosotros está segura porque, a diferencia de nuestros colegas, Shaun y yo no nos aprovechamos de personas inocentes para conseguir un puñado de declaraciones que atraigan audiencia. Ya tenemos a los políticos para cuando necesitamos algo así.

Miré la hora y recorrí el pasillo a grandes zancadas en dirección a la entrada principal. Un atajo a través de la zona de prensa me llevaría directa a las dependencias del gobernador, donde su jefe de candidatura estaría más que encantado de entretenerme todo el tiempo que le fuera posible. Mi entrevista no tenía asegurada una duración de sesenta minutos; necesitaría mucho más tirón si quería acercarme a algo así. Sólo me dedicaría a disparar todas las preguntas que pudiera hacerle y a recabar las respuestas que pudiera sacarle en el transcurso de una hora sin dar importancia a lo que fuera surgiendo a lo largo de ese periodo. No quería hacerle esperar más de diez minutos. Con eso cumpliría mi objetivo y aún me dejaría tiempo para conseguir las respuestas que quería y necesitaba obtener. Su jefe de candidatura no sólo querría hacerme esperar, le gustaría hacerme esperar al menos media hora y de ese modo acortar la entrevista y demostrar una vez más quién tiene el control de la situación.

A veces contemplo el mundo en el que vivo, con todos esos políticos despiadados y todos esos trapicheos partidistas, y me pregunto cómo es posible que haya alguien feliz dedicándose a cualquier otra cosa. Después de esto, la política local me parecerá un mercadillo benéfico. Lo cual significa que debo mantener mi posición, que a la vez significa que he de demostrar a todo el mundo lo buena que soy en mi trabajo.

La gente me saludaba mientras cortaba por la zona de prensa. Yo les contestaba con la mano, con la atención puesta en mi camino. En ciertos ámbitos de los medios de comunicación tengo reputación de persona distante. Supongo que merecida.

—¡Georgia! —gritó un hombre que reconocí vagamente como miembro del gabinete de prensa de Wagman. Se abrió paso entre la muchedumbre y se puso a caminar a mi lado mientras yo continuaba hacia la puerta del cuartel general del gobernador Tate—. ¿Tienes un segundo?

—La verdad es que no —respondí, deteniéndome frente al pomo de la puerta.

Me puso una mano en el hombro sin hacer caso de la contracción de mis músculos.

—La congresista acaba de arrojar la toalla.

Me quedé de piedra. Volví la cabeza hacia él y me bajé las gafas de sol lo imprescindible para verle la cara sin ningún obstáculo de por medio. Las luces del techo me abrasaron los ojos, pero me dio igual. Veía la expresión de su rostro con la nitidez suficiente para saber que no estaba mintiendo.

—¿Qué quieres? —le pregunté, ajustándome de nuevo las gafas.

Echó un vistazo por encima de su hombro en dirección al resto de periodistas congregados a su espalda. Nadie parecía percatarse de que estaba sucediendo algo gordo. Al menos de momento. No tardarían en hacerlo, y cuando sucediera, nos acorralarían.

—Te traigo todo lo que tengo… incluidos vídeos, un montón de cosas, todos los votos, detalles de a quién va a pasar el apoyo que le queda. A cambio me metes en tu equipo.

—¿Quieres seguir a Ryman?

—Sí.

Lo medité unos instantes con el gesto impertérrito. Al cabo asentí con la cabeza varias veces, cada vez más rápido.

—Ve a nuestra habitación dentro de una hora con copias de todo lo que hayas publicado recientemente y lo que tengas sobre Wagman. Entonces hablaremos.

—Genial —exclamó, retirando la mano para dejarme continuar mi camino.

Los agentes de seguridad del gobernador me dedicaron un leve saludo con la cabeza cuando entré en las dependencias de Tate con el pase de prensa levantado para mostrárselo. Dieron su visto bueno y no me detuvieron.

Las dependencias del gobernador Tate eran muy parecidas a las del senador Ryman, y estaba segura de que también eran idénticas a las de la congresista Wagman. Puesto que en estos días, a los aspirantes a presidente del país se les mete en centros de convenciones contiguos, los tipos que se encargan de organizar las convenciones se desviven para evitar que puedan acusarlos de estar dispensando un trato de favor a alguno de los candidatos. Uno de los aspirantes saldría coronado como príncipe del partido y los otros mendigando las sobras, pero hasta que se realizara el recuento de votos recibirían el mismo trato.

El despacho estaba lleno de voluntarios y miembros del equipo, y las paredes empapeladas con los imprescindibles carteles con el lema «Tate presidente». Sin embargo, se respiraba un ambiente apagado, casi de funeral. La gente no parecía asustada, sólo concentrada en lo que hacía. Apreté el botón de mi solapa para activar el programa de la cámara que tomaba fotos cada quince segundos. El dispositivo tenía la suficiente memoria libre para tomar fotos con esa periodicidad durante dos horas sin tener que descargarlas en un disco duro. La mayoría de las imágenes serían una porquería, pero seguramente podría aprovechar un par.

Maté unos minutos sirviéndome un café que no me apetecía y añadiéndole ingredientes a mi supuesto gusto, antes de acercarme a los guardias que custodiaban la puerta del despacho del gobernador y mostrarles mi pase de prensa.

—Georgia Mason, Tras el Fin de los Tiempos. Vengo a ver al gobernador Tate.

Uno de los guardias me miró por encima de sus gafas de sol.

—Llega tarde.

—Me he entretenido —respondí, sonriendo. Yo llevaba las gafas de sol ajustadas a la nariz, lo que hacía difícil, si no imposible, discernir si la sonrisa de mis labios estaba también en mis ojos.

Los guardias se miraron. He llegado a la conclusión de que los hombres que llevan gafas de sol odian profundamente no poder ver los ojos de sus interlocutores. Es como si el aire de misticismo que intentaran crear no pudiera compartirse con nadie, y mucho menos con una periodista de pacotilla que resulta que padece una enfermedad en los ojos. Me mantuve inmóvil y sonriente.

Hubiera llegado tarde o no, no tenían una razón de peso para no permitirme pasar.

—Que no vuelva a ocurrir —me advirtió el más alto de los guardias antes de abrir la puerta que daba acceso al despacho privado del gobernador.

—Entendido —respondí, borrando la sonrisa de mis labios mientras pasaba entre ellos.

Cerraron la puerta a mi espalda con un clic seco. Yo no me molesté en volverme. Quería echar un primer vistazo al despacho privado del hombre que disponía de la mejor oportunidad para dejarme sin trabajo. Quería saborearlo.

El despacho del gobernador estaba decorado de una manera austera. Había optado por cubrir las dos ventanas de la habitación con unas librerías que prácticamente las ocultaban. La suave luz ambiental procedía de unos tubos fluorescentes del techo. Dos enormes banderas, la de los Estados Unidos de América y la del estado de Texas, ocupaban casi toda la pared del fondo. No se veían otros detalles personales. El despacho sólo era un lugar de paso, no el destino del viaje.

El gobernador estaba detrás de su escritorio, cuidadosamente colocado para quedar enmarcado por las banderas. Podía imaginarme a sus asesores discutiendo sobre el mejor modo de crearle la imagen de hombre fuerte para el país y para el mundo. Lo habían logrado; tenía exactamente el aspecto de un hombre preparado para ser presidente. Si Peter Ryman era el aspecto juvenil y el encanto típicamente estadounidense, el gobernador David Tate era la viva imagen del militar norteamericano, desde su porte solemne hasta la respetabilidad que rezumaba su cabello cano cortado a cepillo. Me resultaba innecesario repasar su hoja de servicio; el hecho de que tuviera una, a diferencia del senador Ryman, había sido fuente de multitud de anuncios pagados por «ciudadanos preocupados» desde el inicio de la campaña electoral. Un general de tres estrellas que había participado en los combates en la frontera canadiense en el 17, cuando recuperamos las cataratas del Niágara de los infectados, y también en Nueva Guinea en el 19, cuando un acto terrorista, que pulverizó el Kellis-Amberlee en estado activo, estuvo a punto de acabar con el país. Había sido herido en combate, había luchado por su nación y por los derechos de los no infectados, y había comprendido que un día tras otro estábamos librando una guerra contra las criaturas que habían sido nuestros seres más queridos.

Hay un montón de buenas razones por las que ese hombre me da miedo. Y éstas sólo son el principio.

—Señorita Mason —dijo, cortando el aire con la mano para señalarme la silla frente a su escritorio mientras se ponía en pie—. Confío en que no se haya perdido. Empezaba a pensar que había cambiado de opinión.

—Gobernador. —Me acerqué a la silla y me senté. Saqué la grabadora de mp3 del bolsillo y la dejé sobre la mesa. El movimiento activó al menos dos videocámaras camufladas en mi ropa. Eso era parte de las que yo sabía que llevaba, pero estaba segura de que Buffy me había escondido media docena más, por si acaso alguien las deshabilitaba con algún pulso electromagnético—. Una retención inevitable.

—Ah, sí —repuso, hundiéndose en su sillón—. Esos controles de seguridad son mortales, ¿eh?

—Sin duda pueden llegar a serlo. —Me incliné hacia delante para encender la grabadora con un afectado movimiento del dedo índice. Humo y espejos: si le convenzo de que es el único aparato que llevo para grabar la entrevista no se preocupará tanto de lo que pueda quedar grabado—. Le agradezco que dedique parte de su tiempo a sentarse hoy aquí conmigo y, por supuesto, con nuestros lectores de Tras el Final de los Tiempos, que han seguido esta campaña con un enorme interés y están ansiosos por entender un poco mejor su programa y sus ideas.

—Unos tipos listos, sus lectores —señaló el gobernador, arrastrando las palabras y apretando la espalda contra el respaldo de su sillón. Levanté la mirada sin mover la cabeza; la posibilidad de observar a los entrevistados sin que ellos se den cuenta es una de las grandes ventajas de ver la vida detrás de unos vidrios tintados.

Me resultó más fácil mirar furtivamente al gobernador que reprimir el estremecimiento que me producía lo que veía. Tate me observaba con una total falta de expresión, como un muchacho observaría un insecto que pretendiera aplastar. Estoy acostumbrada a la gente que aborrece a los periodistas, pero lo del gobernador era un poco excesivo. Me enderecé en la silla y me ceñí las gafas a la nariz.

—Mis lectores se cuentan entre los más exigentes de la comunidad bloguera.

—¿Ah, sí? Bueno, supongo que eso explica su interés sostenido en las elecciones de este año. Sus índices de audiencia están siendo espectaculares, ¿no es así?

—Así es, gobernador. Pero, dígame, su candidatura a la presidencia supuso una ligera sorpresa… En los círculos políticos se consideraba que no volvería a presentarse para una nueva legislatura. ¿Qué lo animó a participar de nuevo en la carrera hacia la Casa Blanca?

El gobernador sonrió, borrando la frialdad de sus ojos. Pero era demasiado tarde; ya me había percatado de ella. En cierta manera, la repentina vida en su semblante resultaba aún más aterradora. También él estaba siguiendo un guión y pensaba que sabía cómo manipularme.

—Bueno, señorita Mason, le responderé que como mero observador externo empecé a preocuparme un poco de cómo estaban yendo las cosas por aquí. Eché un vistazo al patio y me di cuenta de que a menos de que yo me metiera, no había nadie a quien pudiera confiar el bienestar de mi mujer y mis dos hijos cuando los muertos decidieran que había llegado el momento de otro levantamiento en masa. Los Estados Unidos de América necesitan un líder sólido en estos tiempos turbulentos; alguien que entienda lo que significa que un hombre luche para conservar lo que es suyo. Sin ánimo de ofender a mi estimado contrincante, pero el bueno del senador nunca ha luchado por lo que ama. No lo entiende de la misma manera que lo haría si alguna vez hubiera tenido que derramar sangre para no perderlo. —Hablaba en un tono jovial y casi jocoso, como una figura paterna transmitiendo su sabiduría a un alumno privilegiado.

Yo no me lo tragaba y no varié un ápice mi gesto más profesional.

—Entonces, ¿lo ve como una carrera entre dos, es decir, entre usted y el senador Ryman?

—Seamos sinceros: es una carrera entre dos. Kirsten Wagman es una buena mujer, con sólidos valores republicanos y unos profundos conocimientos de los principios morales de esta nación, pero no se va a convertir en nuestra próxima presidenta. No está preparada para tomar las decisiones que nuestro pueblo y la economía de este maravilloso país necesitan.

Reprimí el impuso de señalar que Kirsten Wagman prefería impulsar su candidatura con sus tetas que con un debate de ideas.

—Gobernador, ¿cuáles cree que son las necesidades del pueblo estadounidense?

—Este país se ha construido sobre la base de tres principios, señorita Mason: Libertad, Fe y Familia. —Puso tanto énfasis en esas tres palabras que se me aparecieron en la cabeza escritas con mayúscula—. Hemos avanzado mucho para salvaguardar la primera de ellas, pero hemos permitido que las otras dos se nos escaparan de las manos mientras nosotros nos concentrábamos en el aquí y el ahora. Estamos alejándonos de Dios. —La expresión de frialdad reapareció en sus ojos—. Estamos siendo juzgados; nos han puesto a prueba y me temo que estamos abocados a un funesto fracaso, y no se trata de una prueba para la que tengamos una segunda oportunidad.

—¿Puede darme un ejemplo de ese fracaso del que habla?

—Por ejemplo, la pérdida de Alaska, señorita Mason. Una vasta extensión del territorio nacional entregado a los muertos porque no tuvimos las agallas para aguantar y luchar por lo que es legítimamente nuestro. Nuestros chicos no aceptaron depositar su fe en Dios y aguantar firmes, y ahora hemos perdido una valiosa parte de nuestro país, quién sabe si para siempre. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que ocurra algo así en Hawai, Puerto Rico o, Dios no lo quiera, el corazón de los Estados Unidos de América? Nos hemos ablandado, cobijados entre las cuatro paredes de nuestras casas. Ha llegado la hora de confiar en Dios.

—Gobernador, usted participó en los combates de limpieza en la frontera con Canadá. Esperaba que entendiera los motivos que obligaron a abandonar Alaska.

—Y yo esperaba que usted entendiera por qué un verdadero estadounidense nunca permite que le quiten lo que le pertenece. Deberíamos haber luchado. Si me convierto en el líder de este país le aseguro que lucharemos y, si Dios quiere, venceremos.

Contuve la repentina necesidad, poco profesional, de estremecerme. Su voz revelaba todos los rasgos distintivos de un fanático.

—Defiende una disminución de las restricciones de la Ley Mason, gobernador. ¿Hay algún motivo en particular para su posición al respecto?

—En la constitución no hay nada que prohíba a un hombre alimentar a su familia como lo considere oportuno, aun cuando no se trate de una manera exactamente popular. Las leyes que coartan nuestras libertades son innecesarias la mitad de las veces. Por ejemplo, mire lo que ocurrió cuando los demócratas dejaron de batallar para mantener sus leyes anticonstitucionales sobre el control de armas. ¿Se incrementaron las muertes por arma de fuego? No. Bajaron un cuarenta por ciento durante el primer año y desde entonces siguen descendiendo paulatinamente. Es razonable pensar que la rebaja en la severidad de otras leyes que limitan la libertad de los ciudadanos sería…

—¿Cuántos infectados mueren por arma de fuego cada año?

Permaneció en silencio unos instantes, con los ojos entornados.

—No entiendo qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando.

—Según los últimos datos del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, el CDC, el noventa y nueve por ciento de las víctimas del Kellis-Amberlee eliminadas en enfrentamientos con los no infectados mueren por arma de fuego.

—Armas disparadas por ciudadanos con licencia y respetuosos con la ley.

—Sí, gobernador. Los CDC también afirman que es virtualmente imposible distinguir a una víctima asesinada de un disparo en la cabeza o en la columna vertebral de un individuo infectado eliminado del mismo modo. ¿Qué respondería a quienes critican la suavización de las leyes sobre el control de armas porque dicen que el incremento en los delitos con armas se enmascaran con la amplificación post mortem del virus Kellis-Amberlee?

—Bueno, señorita Mason, supongo que debería pedirles pruebas de sus afirmaciones. —Se incorporó en el sillón—. ¿Usted va armada?

—Poseo una licencia de periodista.

—¿Eso significa que sí?

—Eso significa que estoy obligada por ley.

—¿Se sentiría igual de segura si se internara desarmada en una zona de peligro biológico? ¿Dejaría a sus hijos que se internaran en una zona de peligro biológico? Este ya no es el mundo civilizado de antaño, señorita Mason. La inquietud se ha apoderado de los habitantes de la Tierra. En cuanto alguien se pone enfermo, empieza a odiar a sus hermanos. El país necesita a un hombre que no tenga miedo de decir que los derechos acaban en la tumba. Nada de misericordia, nada de clemencia y nada de poner límites al hombre en su lucha por conservar lo que le pertenece.

—Señor gobernador, no hay indicios de que los individuos infectados sean capaces de experimentar emociones tan complejas como el odio. Es más, no están muertos. De modo que si los derechos «acaban en la tumba», ¿no deberían estar amparados por leyes como cualquier otro ciudadano?

—Señorita, ésa es la manera de pensar que puede permitirse alguien que se encuentra a salvo de la amenaza, protegido por hombres que saben qué significa mantenerse firme en el campo de batalla. Cuando los muertos, perdón, los infectados, se planten en la puerta de su casa, bueno, usted deseará que aparezca un hombre como yo.

—¿Considera que el senador Ryman es blando con los infectados?

—Creo que nunca se ha visto en la situación de averiguarlo.

Buena respuesta: sembrar dudas sobre la capacidad del senador Ryman para luchar contra los zombies y sugerir implícitamente que podría simpatizar de una manera excesiva con la idea del «vive y deja vivir», un concepto que sale a flote habitualmente entre los miembros del ala más a la izquierda del partido y que con frecuencia apenas resiste un cuarto de hora, hasta que es engullido por otro grupo de presión.

—Señor gobernador, ha hablado de su voluntad de acabar con las, por así llamarlas, «leyes del buen samaritano», que actualmente permiten la asistencia a ciudadanos con problemas o en peligro. ¿Podría explicarnos sus motivos?

—Los motivos son bien simples. Alguien que se encuentra en peligro seguramente ha llegado a esa situación por una razón. No estoy diciendo que no lamente que una persona se halle en esas circunstancias, pero si me muerden y usted acude corriendo en mi ayuda, violando los límites de la cuarentena, bueno, pues puede apostar a que, además de que no conseguirá salvarme, acaba de poner fin a su propia vida. —El gobernador sonrió, y habría parecido una sonrisa afable si hubiera llegado hasta sus ojos—. Los que mueren de esa manera siempre son los jóvenes y los idealistas. El tipo de personas que más falta hacen a la nación. Tenemos que proteger nuestro futuro.

—¿Sacrificando nuestro presente?

—Si ése es el precio que hay que pagar, señorita Mason… —respondió, ensanchando la sonrisa y adoptando un aire beatífico—. Si eso es lo que nuestro país reclama…

Después de mi encuentro, largo tiempo pospuesto, con el gobernador Tate, todo el mundo se hace la misma pregunta: ¿qué pensé del gobernador David Dove Tate de Texas, tres veces electo por mayoría aplastante con votos de simpatizantes de ambos partidos, poseedor de un extraordinario historial como administrador de justicia y apaciguador de disputas en un estado célebre por su beligerancia, su hostilidad y su inestabilidad política?

Pues creo que es la más aterradora de todas las cosas escalofriantes con las que me he topado desde el inicio de esta campaña electoral. Incluidos los zombies.

El gobernador Tate es un hombre tan profundamente preocupado por la libertad que está dispuesto a entregártela a punta de pistola. Es un hombre tan profundamente preocupado por nuestras escuelas que apoya la desaparición de la educación pública en favor de pases distribuidos únicamente a escuelas con certificados de seguridad expedidos por las autoridades. Un hombre tan profundamente preocupado por nuestros granjeros que aboga por una rebaja en la severidad de la Ley Mason para permitir no sólo la cría de los grandes perros pastores sino también el regreso a los barrios habitados de ganado con un peso superior a los setenta kilos. El gobernador Tate quiere que todos experimentemos los placeres que vivió él en su adolescencia despreocupada, incluidas, al parecer, las carreras perseguidos por collies y cabras zombies.

Y para empeorar aún más las cosas, está dotado del don de la palabra, de un aspecto de hombre del pueblo que atrae a un alto porcentaje de la población y de un historial militar plagado de condecoraciones. En resumen, damas y caballeros, estamos frente a un digno contrincante en la lucha por el puesto más importante de nuestro país, así como el hombre que más posibilidades tiene de llevar el eterno conflicto entre los infectados y nosotros hasta un estado de guerra total.

No puedo pediros que elijáis al senador Ryman como candidato del Partido Republicano con el único argumento de que no me gusta el gobernador Tate, pero sí puedo deciros lo siguiente: las inclinaciones ideológicas del gobernador, al igual que las mías, son de dominio público, así que investigad; haced vuestros deberes; averiguad lo que este hombre haría con nuestro país en nombre de la preservación de un tipo de libertad que es tan destructivo como imposible de mantener. Conoced al enemigo.

En eso consiste realmente la libertad.

—Extraído de Las imágenes pueden herir tu sensibilidad,

blog de Georgia Mason, 14 de marzo de 2040

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