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Libro Segundo: Bailando con muertos » Siete

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Los tres seguimos charlando un rato más; luego nos despedimos amablemente, nos separamos y cada uno se fue por su lado. Yo seguí saltando de grupo en grupo, observando divertida que Carl (no me había dicho su apellido y yo no se lo había preguntado) me rehuía continuamente, como si temiera que le echara por tierra sus diatribas con mi desafortunado conocimiento de los hechos. Ya me he topado otras veces con este tipo de personas, normalmente en actos de protesta. Son de esos que preferirían que limpiáramos el mundo y abatiéramos de un tiro a los enfermos en vez de jugarse la vida en situaciones impredecibles y de riesgo potencial. En otras épocas habían sido los antisemitas, los racistas, los contrarios a la liberación de la mujer, los homófobos, o todas esas cosas a la vez. Hoy en día son antizombies en el grado más extremo, y se valen de su radicalismo para declarar que los demás apoyamos el «plan de los reanimados». Me he encontrado con un montón de zombies (no tantos como Shaun o mamá, pero tampoco tengo su impulso suicida), y según mi experiencia, el único «plan de los reanimados» consiste en comerte, no en lograr la aceptación y el apoyo popular. Siempre habrá gente para la que odiar les resulta más fácil si no se basa en nada más que en el miedo. Y yo siempre haré todo lo que esté en mi mano para hostigarlos y provocar que les salga el tiro por la culata.

Las luces de la sala se atenuaron un instante antes de volver a su intensidad normal, señal de que la dirección del centro solicitaba a los presentes que fueran abandonando el local. Eché un vistazo a mi reloj; eran las diez menos cuarto. La mayoría de los ataques zombies se producen entre las diez de la noche y las dos de la madrugada, de modo que si se permite la reunión de personas en una instalación durante el periodo de «alto riesgo», el importe de la póliza del seguro puede llegar a triplicarse, sobre todo si se trata de una zona donde recientemente se haya documentado actividad zombie. Buena parte del Medio Oeste del país se encuentra en esa situación, ya que los coyotes, los perros salvajes y los animales de granja suponen una amenaza permanente, aunque menor.

No hay que insistir mucho para que la gente se ponga en marcha cuando se da cuenta de que, por algún motivo, se halla fuera de casa después de la hora de ese tácito toque de queda. Los corrillos se deshicieron, y los asistentes al acto cogieron sus abrigos y sus bolsos, se reunieron con sus compañeros de viaje y fueron hacia la puerta. Todos tenían alguien con quien hacer el camino de regreso a casa, incluso Carl. Tenemos tanto miedo de reunirnos como de quedarnos solos. ¿Tan sorprendente es que el norteamericano medio ya esté en terapia a los dieciséis años?

El móvil disimulado en la anilla que llevaba en la oreja pitó, anunciando una llamada. Le di un toque.

—Georgia al habla.

—¿Vas a unirte a la fiesta de una vez o tengo que beberme yo toda la cerveza? —De fondo oía risas. El séquito del senador estaba celebrando que una vez más se había atravesado un campo de minas político con gracia y encanto. La celebración estaba justificada. Si nos basábamos en los datos de audiencia que estábamos logrando, el senador Ryman tenía asegurada la nominación como candidato presidencial del Partido Republicano tras la convención del partido.

—Ya he terminado aquí, Shaun —respondí. Las luces de la sala empezaron a ganar intensidad y a abandonar su tenue penumbra «para actos». Muy pronto los fluorescentes bañarían con su luz cegadora hasta el último rincón, para facilitar las tareas del personal de limpieza. Entrecerré los ojos y di media vuelta para dirigirme hacia la salida del escenario—. Avísales de que voy a entrar.

—Hecho —respondió mi hermano. La anilla pitó de nuevo al finalizar la comunicación. No soy mucho de joyas, pero los teléfonos móviles camuflados son otro asunto. Son más prácticos que los

walkie-talkies y las pilas duran más; de media tienen autonomía para cincuenta horas de conversación. Cuando la pila se agota sale más barato comprar uno nuevo que llevarlo para que te lo abran y te instalen una pila nueva. Aun así, todos tenemos que pagar el precio del progreso; yo siempre llevo encima al menos tres teléfonos, y sólo Shaun tiene el número de todos ellos.

Dos guardias de seguridad del senador estaban esperando en la puerta, vestidos ambos con idénticos trajes negros y unas gafas de sol que les ocultaban los ojos y buena parte de la expresión del rostro. Les saludé con un gesto de la cabeza que ellos me devolvieron.

—Steve. Tyrone.

—Georgia —dijo Tyrone, y sacó del bolsillo una unidad de análisis de sangre portátil—. ¿Me permites? Suspiré.

—Ya sabes que van a someterme a otro análisis antes de permitirme incorporarme a la expedición, ¿verdad?

—Sí.

—Y sabes que un resultado negativo ahora también será un resultado negativo tras el paseo de cinco minutos hasta los autobuses, ¿no?

—Sí.

—Y aun así vas a pincharme en el maldito dedo, ¿verdad?

—Sí.

—Odio el protocolo. —Así concluyó mi ritual de protestas. Extendí la mano, y apreté el dedo índice contra la almohadilla de contacto. Las luces verde y roja en la parte superior de la caja parpadearon con la alternancia habitual hasta que sólo quedó encendida la verde, que confirmaba que no estaba infectada—. ¿Feliz?

—Como loco —respondió Tyrone, con un atisbo de sonrisa en los labios mientras sacaba de otro bolsillo la bolsa para residuos biológicos y dejaba caer la unidad de análisis en su interior—. Es por ahí.

—Qué gracioso —repuse. Steve reprimió una sonrisa más amplia que la de Tyrone. Devolví la sonrisa a Steve y crucé el aparcamiento en dirección a las luces lejanas de los vehículos de nuestra expedición. Los guardias salieron detrás de mí y enseguida me flanquearon. Al principio me había molestado que me escoltaran siempre que me encontraba al aire libre, pero empezaba a acostumbrarme.

La comitiva del senador, incluidos Shaun, Buffy y yo, se desplazaba en un convoy formado por cinco autocaravanas de lujo, dos autobuses, nuestra furgoneta y tres Jeeps militares descapotados, que, sin duda, se habían adquirido con la idea de que sirvieran de avanzadilla por los espacios abiertos, pero que se utilizaban sobre todo para realizar

rallys por cualquier campo que se presentara. Además había algunos vehículos más pequeños, desde mi moto hasta las motocicletas blindadas que preferían los guardaespaldas. Equipados con todo lo necesario para cumplir los requisitos legales de seguridad, no tenía sentido registrarse en un hotel para una estancia de menos de cuatro noches, así que a menudo dormíamos un montón de noches seguidas «al raso» en casas rodantes que están mejor equipadas que mi habitación en casa de mis padres.

A Shaun, a Buffy y a mí nos habían asignado una de las autocaravanas, aunque Buffy suele dormir en nuestra furgoneta con el equipo con la excusa de que la penumbra continua de mis bombillas especiales, y cito textualmente, «le pone los pelos de punta». El equipo del senador lo interpreta como una prueba más de que nuestro

crack de la tecnología está un poco mal de la cabeza, y Shaun y yo no hemos hecho nada para desmentírselo, aunque sabemos que se debe menos a su deseo obsesivo-compulsivo de proteger las cámaras y más a una búsqueda de algo parecido a la intimidad. A diferencia de buena parte de los jóvenes de nuestra generación, Buffy es hija única, y la vida en el convoy le está costando más de lo que creía.

Además, la vida en el convoy estaba sacando a relucir otro asunto: su religiosidad y nuestra carencia de ella. Buffy rezaba antes de acostarse y bendecía la mesa antes de comer. Y Shaun y yo… pues no. Así que era mejor evitar los conflictos dejándole un poco de espacio. Además, a Shaun y a mí, eso nos proporcionaba la clase de privacidad a la que estábamos acostumbrados: la que no te deja nunca absolutamente solo pero no mete gente en tu espacio que no quieres que esté.

Otros dos vigilantes aguardaban en la entrada del perímetro acordonado. A diferencia de Steve y Tyrone, que ocultaban la pistola bajo la chaqueta, estos dos tipos sostenían en las manos unos rifles automáticos que me sonaba vagamente haberlos visto en las revistas de mamá. Probablemente con ellos podrían detener sin ayuda el ataque de un grupo mediano de zombies.

—Tracy, Carlos —les saludé, y extendí el brazo con la palma hacia abajo—. Estoy cansada, hecha un asco y preparada para emborracharme con el resto de los buenos chicos y chicas de la tropa. Por favor, confirmad que no estoy infectada para que pueda unirme a ellos.

—Tráeme una cerveza y trato hecho —respondió Carlos, y me encajó la mano en una unidad de análisis de sangre. Tracy hizo lo mismo con Steve mientras que Tyrone retrocedió para esperar su turno. En este caso, las unidades eran de una categoría intermedia y realizaban un examen más meticuloso, de modo que también tardaban más tiempo en mostrar los resultados. Era posible que el análisis del pinchazo en el dedo declarara la ausencia de infección y que menos de cinco minutos después la unidad que analizaba toda la mano revocara ese resultado.

Mis resultados confirmaron que estaba limpia, y también los de Steve. Tyrone se adelantó para someterse al análisis y nos hizo un gesto para que fuéramos tirando hacia la tercera autocaravana de la expedición. Podría decir que mi afilado instinto de periodista había encaminado mis pasos, pero en la elección de mi rumbo no tenía tanto que ver eso como el hecho de que era la única autocaravana con la puerta abierta y de donde, sin duda, partía la música rock que estaba machacándonos los oídos.

The Dandy Warhols. El senador es un hombre muy apegado a sus clásicos.

El senador Ryman se había subido a una mesita de café dentro del vehículo. Con la camisa medio desabrochada y la corbata sobre el hombro izquierdo, se dirigía a la sala enarbolando una botella de cerveza Blue Ribbon. La gente armaba demasiado alboroto, y yo no conseguía distinguir lo que decía el senador, pero por la escena que veía ante mí, me hubiera aventurado a decir que había entrado en mitad de un brindis. Me detuve junto a la puerta, me eché a un lado para permitir el paso de Steve, que venía detrás de mí, y acepté un refresco de frutas y vino que me ofrecía una de las becarias. Ya me había dado por vencida y no me molestaba en diferenciarlas; en este caso se trataba de una de las morenas, lo que significaba que debía de llamarse Jenny, Jamie o Jill. De verdad, deberían ir con una chapa con su nombre.

Shaun se abrió paso entre la multitud, saludó a Steve con un gesto de cabeza y se detuvo junto a mí.

—¿Y bien?

—En general, positivo. A la gente le gusta nuestro chico. —Sacudí la cabeza en dirección al senador, que había subido a Jenny con él a la mesa. El clamor de la multitud se intensificó—. Creo que llegará hasta el final.

—Buffy dice lo mismo —dijo Shaun, tomando un sorbo de su cerveza—. ¿Estás lista para ver las grabaciones de hoy?

—¿Cómo? ¿Y perderme la bacanal? Déjamelo pensar un momento… ¡Sí! —Meneé la cabeza—. Sácame de aquí.

La primera fiesta posmitin había sido divertida. Y también la tercera. Y la decimoquinta. Pero ya hacia la vigesimotercera empecé a verlas como un método inteligente para controlar al personal: que se desahogue la plebe, que se refuerce su convencimiento de que eres «uno más de la pandilla» y dedícate a los asuntos verdaderamente importantes cuando la mayor parte del equipo se haya ido a dormir. Era ingenioso y daba los frutos deseados, así que no me quedaba más que felicitar al senador Ryman por haberlo concebido. A pesar de ello, no veía ningún motivo para seguir perdiendo el tiempo en una autocaravana excesivamente iluminada y concurrida, bebiendo asquerosos refrescos de frutas y vino.

Steve nos sonrió irónicamente cuando nos dimos la vuelta y lo apartamos para salir.

—¿Ya os vais?

—Volveré para el partido de fútbol de medianoche —prometió Shaun, y me tiró fuera con un enérgico empujón en mitad de la espalda. Recibí la penumbra exterior casi como una bendición.

—¿El partido de medianoche? —le pregunté, lanzándole una mirada de refilón mientras nos alejábamos de la estruendosa autocaravana en dirección a nuestra furgoneta, mucho más tranquila—. ¿Duermes alguna vez?

—¿Y tú? —replicó.

—Tocado.

Shaun se pasa el tiempo moviéndose, planeando moverse o estrujándose la cabeza a ver si se le ocurren nuevas maneras de moverse, muchas de ellas relacionadas con potentes explosivos o infectados. Yo paso el tiempo escribiendo, pensando en escribir y estrujándome la cabeza intentando encontrar nuevos temas sobre los que escribir. Dormir nunca ha estado entre las prioridades de ninguno de los dos, lo que en el fondo había sido una suerte. De niños, nos entreteníamos el uno al otro. Si alguna vez uno de los dos hubiera querido descansar, nos habríamos matado mutuamente.

Las luces de la furgoneta estaban encendidas y la puerta trasera no estaba cerrada con llave. Buffy levantó la cabeza en cuanto entramos y, aunque estaba mirándonos, la expresión de ensimismamiento de su rostro no varió. Cuando tuvo la certeza de que no nos perseguía una horda furibunda de zombies, devolvió la vista a su teclado.

—¿Trabajando? —pregunté, dejando el refresco de frutas y vino junto a mi lugar de trabajo en la furgoneta.

—Estoy montando las imágenes de esta noche y sincronizándolas con las grabaciones de sonido. Estaba pensando en hacer un vídeo musical cuando esto acabe. Buscar algo retro y meterle caña. También estoy chateando con Chuck. Me permitirá el acceso a las imágenes de la campaña que tiene grabadas hasta ahora para ver si puedo hacer una especie de vídeo retrospectivo.

Enarqué una ceja y agarré una Coca-Cola de la nevera.

—Porque sin su ayuda no podrías acceder a esas imágenes, ¿verdad?

Buffy se ruborizó.

—Está siendo muy amable.

—¡Buffy se ha enamorado! —exclamó Shaun con voz cantarina.

—Sé bueno —le espeté. Me senté e hice crujir los nudillos—. Tengo que ponerme al día con las páginas de opinión. Averiguar quién dice qué y empezar a pensar en los titulares de mañana. Va a ser una noche divertida, y no necesito que empecéis a pelearos y la echéis a perder.

Shaun puso los ojos en blanco.

—Vaaale… Chicas, poneos cómodas si queréis y quedaos aquí metidas toda la noche haciendo el tonto…

—A esto se le llama «ganarse la vida», imbécil —le corregí mientras encendía la pantalla e introducía mi contraseña.

—Como decía, haciendo el tonto. Yo voy a salir con los chicos. Vamos a buscar un poco de acción y montármelo bien, y mañana nuestros índices de audiencia alcanzarán unas cotas como nunca hemos visto. —Shaun abrió los brazos para ilustrar su triunfo imaginario—. Ya lo veo: «Página en horas bajas reflotada por un intrépido irwin».

—Creo que necesitas gafas —dijo Buffy.

Se me escapó una risita.

Shaun le lanzó a Buffy su mirada más dolida, y abrió la boca para replicarle, pero lo que fuera a decir fue tapado por los disparos que sonaron en el exterior.

¿Queréis hablar de hipocresía? Esto es la hipocresía: la gente que afirma que el Kellis-Amberlee es el castigo que Dios ha infligido a la humanidad por osar entrometerse en asuntos que le había vetado. Yo podría aceptar esta teoría si los zombies poseyeran algún tipo de poder sobrenatural de detección de científicos y sólo arremetieran contra los herejes, pero cuando miro la lista anual de las bajas por Kellis-Amberlee (puede consultarse un listado general en la página oficial del CDC y una lista más detallada se cuelga en el Muro todos los aniversarios del Día del Levantamiento) no veo demasiados científicos. ¿Queréis saber qué es lo que veo?

Veo niños. Veo a Julie Wade, de siete años y nacida en Discovery Bay, California. Veo a Leroy Russell, de once años y vecino de Bar Harbor, Maine. Veo mucho más que eso. De las dos mil seiscientas cincuenta y tres muertes atribuidas directamente al Kellis-Amberlee en los Estados Unidos de América durante el último año, nada menos que el sesenta y tres por ciento eran de menores de dieciséis años. Para mí eso no es obra de un Dios compasivo.

Veo a los ancianos. Veo a Nicholas y Tina Postoloff, fallecidos en la residencia Pleasent Valley de Warsaw, Indiana. Los informes dicen que Nicholas habría sobrevivido si no hubiera vuelto dentro para rescatar a Tina, su esposa durante cuarenta y siete años. Murieron, y el virus los reanimó antes de que llegara la ayuda. Los abatieron en la calle como animales salvajes. Eso no me hace pensar en un juicio divino; no tiene absolutamente nada de divino.

Veo hombres y mujeres como vosotros y como yo. Gente que intenta vivir la vida sin cometer errores cuyas consecuencias los perseguirán hasta el fin de sus días. No veo pecadores o personas que se merezcan esta especie de plaga. Así que basta. Basta de intentar meter aún más miedo en el cuerpo a la gente insinuando que, de alguna manera, esto no es más que el aperitivo de lo que todavía está por llegar. Ya estoy harta de todo eso, y si Dios existe, apuesto a que también él está harto.

—Extraído de

Las imágenes pueden herir tu sensibilidad,

blog de Georgia Mason, 12 de enero de 2040

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