Familia

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—Este semestre hemos acabado de leer La isla del tesoro y el próximo semestre leeremos Resurrección, de Tolstói —explicaba con orgullo Juemin a Qin mientras se dirigían hacia la habitación—; y el nuevo profesor de literatura china será Wu Youling. En el último número de Nueva Juventud[5] ha publicado un artículo titulado «Ritos antropófagos».

—Ya sé quién es Wu Youling, el hombre que «ha destruido de un manotazo la barraca de Confucio». ¡Qué suerte tenéis! —exclamó Qin admirada—. Nuestros profesores de literatura son funcionarios de la antigua dinastía Qing y sus lecturas son del tipo Los mejores textos de la literatura clásica. Y en inglés aún leemos textos del manual de Chambers. ¡Las antiguallas de siempre!… Ojalá abran pronto la matrícula femenina en vuestra escuela.

—¿Qué tiene de malo el manual de Chambers? ¿No acaban de publicar una traducción al chino hecha por Lin Qinnan con el título de Cuentos divertidos de los poetas? —dijo Juehui desde atrás haciendo mofa.

—Primo tercero —protestó Qin—, ¿ya empiezas con tus burlas? ¡Estamos hablando en serio!

—De acuerdo, no volveré a abrir la boca —dijo Juehui riendo—. Podéis seguir hablando.

Dejó que Juemin y Qin entraran en la habitación y se quedó en la puerta. Del salón y de las habitaciones de delante llegaba la claridad de los candiles, y de las habitaciones de la izquierda el ruido de las fichas del mahjong. Se oían voces por doquier. ¡El patio interior era tan bonito y puro con la nieve! Juehui alzó los ojos y contempló el cielo. Se sentía ligero. Le apetecía gritar y reír. Movió los brazos recorriendo el espacio vacío que había a su alrededor. Su cuerpo estaba libre, sin ataduras. Entonces entró en escena y empezó a ser el Perro Negro. Dio un puñetazo en la mesa y pidió vino a voces al tabernero. Se había identificado tanto con el personaje que de repente gritó:

—¡Trae té, Mingfeng! ¡Tres tazas!

Al cabo de un momento apareció la chica con dos tazas de té.

—¿Solo traes dos? ¡He dicho bien claro que trajeras tres! —le recriminó en voz alta.

Mingfeng se le acercó asustada; le temblaban las manos y se le salpicaban de té. Levantó la cabeza para mirarlo y le dijo con una sonrisa de disculpa:

—Solo tengo dos manos.

—¿Y por qué no lo sirves en una bandeja? —le preguntó riendo—. De acuerdo, sirve a la prima Qin y al segundo amo joven.

Se apartó hacia la izquierda y le dejó paso, apoyándose en el marco de la puerta.

Al oír los pasos de Mingfeng que volvía, Juehui se puso en medio de la puerta. Ella le dijo en voz baja:

—Tercer amo joven, déjeme pasar.

No sabía si la había oído o no, pero en cualquier caso él fingió que no. Ella se lo repitió y añadió que la señora la reclamaba, pero él seguía en medio del paso sin inmutarse.

—¡Mingfeng!… ¡Mingfeng!… —gritaba la madrastra desde su habitación.

—Deje que me vaya, la señora me reclama —insistía nerviosa—, la señora se enfadará.

—¿Y qué, si se enfada? —dijo Juehui con aparente indiferencia—. Le dices que yo te he retenido aquí para otra cosa.

—La señora no me creerá. Y si se enfada, cuando se marchen las invitadas seguro que me regaña.

Hablaba tan bajo que no se la oía.

De pronto la voz de una joven, la de Shuhua, llamaba a gritos:

—¡Mingfeng! ¡Mingfeng! ¡La señora quiere que vengas a cargar las pipas de agua!

Al final Juehui se apartó y la dejó pasar. Shuhua ya venía a buscarla.

—¿Dónde estabas? ¿Por qué nunca contestas cuando te llamo?

—Estaba sirviendo té al tercer amo joven —contestó cabizbaja.

—¡Servir té no lleva tanto tiempo! Y que yo sepa no eres muda. ¿Por qué no me has contestado?

Shuhua aún no había cumplido catorce años, pero trataba a la servidumbre con las maneras de una persona adulta.

—¡Anda! ¡Espabílate de una vez! Que la señora te va a reñir.

Shuhua volvió al salón y Mingfeng la siguió en silencio. Las palabras de su hermana habían dolido a Juehui. Se sentía avergonzado de ser el causante de la bronca que había recibido la chica. Detestaba los modales de Shuhua. Hubiera querido salir en defensa de Mingfeng, pero algo se lo impedía. Se quedó inmóvil en la penumbra, observándolo todo como si no tuviera nada que ver. Cuando se hubieron ido pensó en el bello rostro de la chica. Siempre con aquella expresión dócil, sin rencor ni reproche en la mirada. Era como el mar, que lo engulle todo en silencio. Le llegaron las voces de la demás chicas de la casa y se le apareció el rostro de Qin, también bello, pero enérgico y decidido. Eran dos suertes diferentes, dos destinos opuestos. Comparaba sus rostros y, aunque le gustaba más el primero, el segundo traslucía más felicidad. El de Mingfeng tenía una expresión de súplica conmovedora. Le hubiera gustado consolarla, poder ofrecerle algo, pero no tenía nada que darle. Pensaba en el futuro de la chica, que estaba decidido desde el día en que nació. A todas las de su categoría les esperaba lo mismo, y ella no sería una excepción. Juehui se rebelaba contra los designios del destino, deseaba cambiarlo. Se le ocurrió una idea descabellada que lo hizo sonreír. «No es posible, estas cosas no pasan nunca», se dijo, «pero ¿y si pasase?». Sus pensamientos iban y venían sin cesar. «¡Es un sueño!»; un sueño precioso, y se negaba a abandonarlo. «Si sus circunstancias fueran como las de Qin, no habría ningún impedimento», y volvió a sonreír diciéndose: «¡Vaya quimera! Esto no es amor, es solo un juego». La expresión dulce de Mingfeng iba desvaneciéndose y aparecía el rostro de Qin, rebelde e impetuoso, que también se desvanecía. «¿Cómo puede un hombre pensar en formar una familia sin haber sometido a los xiong nu?»[6]. De pronto le parecía apropiado este viejo refrán, que nunca le había gustado, y empezó a decirse en voz alta, exaltado:

—¡Los enemigos no son los xiong nu!

No se trataba de tomar las armas e ir al campo de batalla a batirse con el enemigo, sino que lo que necesitaba para ser todo un hombre era abandonar el hogar y llevar a cabo una empresa extraordinaria. Pero, de hecho, no tenía ni idea de qué tipo de empresa se trataba.

Gritando y excitado por el descubrimiento, entró en la habitación.

—Mira, el hermano tercero ya está delirando de nuevo —dijo riéndose Juemin, que estaba de pie, al lado del escritorio, hablando con Qin.

Qin lo miró y, dirigiéndose a Juemin, dijo también riendo:

—¿No lo sabes? ¡Es un héroe!

—Quizá sea el Perro Negro —y los dos rieron a carcajadas.

Molesto por las burlas, Juehui replicó:

—En todo caso, el Perro Negro es mejor que el doctor Livesey, que es un señor honorable.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Juemin, sorprendido y divertido—. ¿No serás tú también un señor honorable en el día de mañana?

—¡Claro que sí! —contestó Juehui irónicamente—. ¿Lo tendremos que ser porque lo es el abuelo y lo fue nuestro padre? —Y calló esperando la respuesta de Juemin.

Este, que solo pretendía divertirse un poco, al ver que su hermano se había molestado intentó decir algo para apaciguarlo, pero no se le ocurrió nada. Qin, que estaba a su lado, tampoco sabía qué decir.

—¡Ya estoy harto de esta vida! —Juehui iba exaltándose—. ¿Por qué nuestro hermano mayor se pasa el día lamentándose y quejándose? ¿No será porque ya no puede soportar la vida de persona respetable, porque no puede soportar las tonterías de esta familia? ¡Nuestra familia, que todavía no llega a las cinco generaciones bajo el mismo techo![7] De momento somos cuatro y ya se hacen evidentes las luchas, a veces disimuladas y otras manifiestas, para arañar más patrimonio.

Estaba tan furioso que se le hizo un nudo en la garganta y no podía hablar. Lo que le indignaba no era su hermano, sino toda la situación. Además, había otro motivo: no podía acercarse a la chica que le gustaba. Entre ellos se alzaba un muro alto e impenetrable: el de la familia de los señores.

Al ver el rostro enrojecido y la mirada furibunda de su hermano, Juemin se le acercó, le dio la mano y luego lo abrazó diciéndole:

—No quiero burlarme de ti. Tienes razón, yo sufro tanto como tú. Hemos de mantenernos siempre unidos.

Pero ignoraba que el dulce rostro de Mingfeng también ocupaba los pensamientos de Juehui.

Las palabras de Juemin disiparon un poco la ira de Juehui, que asintió en silencio con la cabeza. Qin se levantó y le dijo conmovida:

—Primo tercero, yo tampoco quiero reírme de ti. Siempre estaré de vuestra parte. Piensa que yo aún tengo que luchar más, mi situación es mucho más compleja.

Los dos hermanos se la quedaron mirando: en los preciosos ojos de Qin había una expresión melancólica y vibrante al mismo tiempo. No mostraban su actitud animosa de siempre, sino una expresión que revelaba su agitación interior. Desde luego, la situación de Qin era más complicada que la de ellos. Aquella tristeza, inusual en ella, los afectaba. Lo habrían dado todo para que se hicieran realidad los sueños de su prima, pero no podían hacer nada.

—Prima Qin, no te preocupes, te ayudaremos. No sufras, siempre he creído que querer es poder. ¿Recuerdas cuando queríamos entrar en la escuela y el abuelo se oponía? Al final lo conseguimos —dijo Juemin.

Qin retrocedió un par de pasos; con una mano encima del escritorio y la otra en la cabeza, los miraba ausente.

—El hermano segundo tiene razón, no te preocupes —insistió Juehui—; no sufras y estudia mucho inglés. Si consigues entrar en la Escuela de Lenguas Extranjeras, todo se arreglará.

—Ojalá fuera así. A mi madre le parece bien, pero le da miedo la oposición de la abuela. Y además está convencida de que nuestros parientes lo criticarán. En vuestra casa, aparte de vosotros dos, todos los demás también lo verán mal.

—¿Y qué tiene que ver con ellos? Que estudies o no es cosa tuya y, además, tú no eres de nuestra casa —replicó Juehui, entre sorprendido y enojado.

—No sabéis lo que tuvo que aguantar mi madre cuando entré en la escuela de chicas: que si una chica de mi edad no podía ir sola cada día por la calle exponiéndose a cualquier cosa, que si no era propio de una mujer… La quinta tía lo criticó mucho. A mí no me importa, pero mi madre sufrió. Aunque también tiene ideas anticuadas, es más inteligente que las demás. Me quiere y por eso procura no hacer caso de lo que dice la gente, no porque crea que sea correcto que vaya a la escuela… Haber conseguido ir a la escuela ya es mucho, pero ir a una de chicos y chicas… ¿pensáis que alguien en la familia lo encontraría bien?

Con el cuerpo en tensión, Qin miraba a Juemin esperando una respuesta.

—El hermano mayor no está en contra —dijo Juemin.

—¿Y eso qué importa? La tía mayor sí, y la cuarta y la quinta tendrán motivo suficiente para criticar.

—¿Y qué importa lo que digan ellas? —exclamó Juehui—. Se pasan el día sin hacer nada más que comer y criticar a todo el mundo. Y si no tienen nada que decir de alguien, se lo inventan. No hay manera de hacerlas callar. Que digan lo que quieran.

—El hermano tercero tiene toda la razón —terció acaloradamente Juemin.

—¡Ya está decidido! —La mirada de Qin brilló de repente, había recuperado su expresión vital y resuelta de siempre—. El triunfo de toda revolución requiere algunas víctimas, y yo seré una de ellas.

—Seguro que las cosas cambiarán con tu decisión —le dijo Juemin conmovido.

Ella sonrió dulcemente y contestó con determinación:

—Da igual si triunfo o no; tengo que intentarlo.

Los dos hermanos la contemplaban admirados. Sonó el reloj de la habitación: eran las nueve. Qin se retocó el cabello y dijo:

—Tengo que irme, las cuatro partidas ya deben de haber terminado. —Se dirigió a la puerta y, volviendo la cabeza, sonrió a la vez que les decía—: Si tenéis tiempo, venid a casa a pasar un rato, ahora tengo todo el día libre.

—De acuerdo —dijeron los dos al unísono, y la acompañaron hasta la puerta. Esperaron a que entrara en el salón y volvieron a la habitación.

—Realmente es una chica valiente —dijo Juemin absorto en sus pensamientos—. Me cuesta creer que una mujer tan fuerte también sufra.

—Todos tenemos problemas, yo también tengo mis penas —dijo Juehui a media voz.

—¿Tú también? ¿Y eso? —preguntó su hermano, atónito.

Juehui enrojeció y se apresuró a justificarse:

—Nada, tonterías.

Juemin no le dijo nada más, pero se lo quedó mirado con curiosidad.

—¡El palanquín de la señora tía! —gritó fuera la voz clara de Mingfeng.

—¡Traed el palanquín de la señora tía! —repitió Yuancheng, un criado de mediana edad.

Al cabo de poco se abrió la entrada principal y aparecieron dos porteadores con un palanquín rojo, que dejaron al pie de los escalones del salón.

En la calle, el gong, grave y solemne, anunciaba la segunda noche.

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