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Las quejas de los estudiantes no habían obtenido respuesta alguna, ni siquiera la promesa del secretario Zhao de informar sobre los heridos, así que al cabo de dos días los estudiantes iniciaron una huelga. En realidad, solo la siguió una minoría, porque los que ya habían empezado las vacaciones de invierno no se enteraron de la convocatoria.

El segundo día de huelga, los dirigentes de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Lenguas Extranjeras y los de la Escuela Normal difundieron un comunicado muy duro contra el gobernador. Se sucedieron algunos momentos de pánico: casi cada día se producían incidentes entre los estudiantes y los soldados que inquietaban a los demás ciudadanos. Una noche, un alumno de la Escuela Normal fue agredido por un grupo de soldados en la puerta sur de la ciudad, sin que interviniera la policía, que presenció la escena.

La gente se sumió en un estado de confusión. Las autoridades hacían la vista gorda. La promesa del secretario Zhao de que el gobernador encontraría una solución había caído en saco roto. Aquellos días el gobernador estaba demasiado ocupado celebrando el cumpleaños de su madre y seguramente se había olvidado de una cuestión tan insignificante para él. Los soldados se mostraban cada vez más arrogantes, actuaban con absoluta impunidad, sin que nadie osara protestar. A pesar de ello, los estudiantes no flaqueaban. Pusieron en marcha con mucho arrojo lo que llamaron «movimiento de defensa de la dignidad de los estudiantes», y en vez de ir a clase se dedicaron a repartir panfletos, dar charlas y llevar a cabo otras acciones reivindicativas. La Asociación de Estudiantes telegrafió a diferentes sectores sociales pidiendo que se hiciera justicia y envió delegados a los distritos vecinos para informar de los hechos. Era necesario ponerse en contacto con los demás estudiantes del país para que difundieran lo ocurrido. En todo aquel tiempo el gobernador no dio señales de vida.

Juehui se sentía más implicado en lo que estaba ocurriendo que Juemin. Este estaba tan atareado repasando inglés con Qin que parecía no preocuparle nada más.

Una tarde que Juehui volvía a casa después de una reunión de la asociación le salió al encuentro Qiansao, la criada de la concubina Chen.

—¡Tercer amo joven! Su abuelo quiere verle, venga enseguida.

Juehui siguió a Qiansao hasta la habitación del abuelo. Este, que ya había cumplido sesenta años, estaba sentado, exánime, en una butaca de mimbre. Tenía el rostro macilento y un bigotillo ralo que le llegaba a la comisura de los labios. En la coronilla solo le quedaban unos cuantos cabellos grises. Tenía los ojos cerrados y apenas se oía un sonido que le salía de las fosas nasales.

Juehui observaba al hombre, que echaba una cabezada. Estaba de pie, delante de él, sin atreverse a decirle nada ni tampoco a irse. Se sentía incómodo, le asfixiaba la atmósfera de aquella habitación. Deseaba que el abuelo se despertara y poder irse lo antes posible. Cuanto más examinaba aquel rostro amarillento y aquel cráneo desnudo, menos miedo le daba. Siempre había tenido un aspecto severo. Respetado y temido por toda la familia, siempre tenía una expresión adusta e impenetrable. Cuando estaba con él apenas hablaban. Cada día, por la mañana y por la noche, iba a presentarle sus respetos, según dictaba la tradición. Si el abuelo aparecía donde estaba él, dondequiera que fuera, Juehui se las ingeniaba para alejarse de él, porque su presencia le cohibía. Era una persona poco afable. Ahora, en cambio, le parecía indefenso, con el cuerpo abandonado, sin fuerza, y la boca entreabierta, por la que le salía un hilillo de saliva que iba a parar a la ropa, formándole un redondel húmedo. «Supongo que el abuelo no siempre ha sido un hombre rígido e inaccesible», se dijo convencido. Le vino a la cabeza un poema que había leído una vez en el libro de poemas de su difunta abuela:

No amo tu elegancia, sino tu naturalidad,

porque el encanto es superior a la belleza.

Me siento turbada al verte,

esposo mío; te amo con locura.

Creía adivinar en aquellas palabras el hombre que debía de haber sido de joven el abuelo. Recordó también haber leído algunos poemas amorosos escritos por su abuelo, dedicados a otras mujeres. Eran muy antiguos, el abuelo no debía de tener ni treinta años cuando los escribió. De hecho, seguía tratando con actores de papeles femeninos. Hacía poco, él y el cuarto tío habían hecho venir uno a casa para fotografiarle. Juehui había visto con sus propios ojos al actor vistiéndose y maquillándose en el salón. Aunque aquello no era nada extraordinario en la ciudad, en los últimos tiempos los miembros de la Sociedad Confuciana habían convocado un concurso al mejor artista dramático y le habían dado el primer premio a un actor de papeles femeninos, al parecer por sus méritos artísticos. El abuelo, como hombre de letras que era, había escrito una Obra poética de un hombre retirado del mundo en dos volúmenes para regalar a sus amigos, además de coleccionar pintura y caligrafía. ¿Cómo podían ser compatibles aquellas cosas? La mentalidad joven de Juehui no podía entenderlo. Además, estaba la otra mujer del abuelo, siempre emperifollada, perfumada y nada graciosa, que hablaba en un tono agudo y artificioso. Había llegado a casa, comprada tras la muerte de la abuela, para cuidar de él. Al abuelo le gustaba mucho y llevaban casi diez años juntos. Tuvieron un hijo, el sexto tío, que murió a los cinco años de edad. Pensando en la vida del abuelo y en el hecho de que le gustaran indistintamente las artes y aquella mujer, no pudo evitar sonreír. «Qué contradictorias son las personas», se dijo. Y cuanto más lo miraba, más cuenta se daba de lo poco que lo conocía. Aquel hombre era un enigma indescifrable.

De repente, el abuelo abrió los ojos y lo miró extrañado, como si no lo conociera. Le hizo un ademán para que se fuera de allí. Juehui no entendía por qué lo había hecho llamar. Quiso preguntárselo, pero desistió al ver la expresión antipática del viejo. Acababa de salir por la puerta cuando oyó su voz que le ordenaba:

—Tercero, vuelve. Tengo que preguntarte algo.

Juehui regresó y se detuvo ante él.

—¿Adónde has ido? Hace mucho rato que pregunto por ti y no te encuentran —dijo con aspereza.

Juehui estaba apurado, pues no podía decirle al abuelo que volvía de una reunión de la Asociación de Estudiantes. No se le ocurría ninguna respuesta. El abuelo lo miraba de hito en hito. Se ruborizó, dudó un momento y al final respondió:

—He ido a ver a un amigo.

El abuelo sonrió con suma frialdad y replicó:

—No mientas, lo sé todo. No hay clase y tú no estás nunca en casa. Vas a las reuniones de la Asociación de Estudiantes, me lo ha dicho la concubina Chen. Te han visto por la calle repartiendo octavillas… Los estudiantes gritáis demasiado, alborotáis mucho: hoy boicoteáis los productos japoneses, mañana paseáis a los comerciantes por la calle y desobedecéis la ley y la disciplina. ¿Por qué estás con ellos? Circulan muchos rumores y las autoridades están en contra de los estudiantes. ¡Estás perdiendo el tiempo!

El abuelo le iba lanzando recriminaciones, se detenía un instante y tosía. Juehui intentaba defenderse, pero cada vez que abría la boca el abuelo no le dejaba hablar. Tuvo un ataque de tos y la concubina Chen llegó corriendo de la habitación de al lado para traer unas barritas de incienso y darle golpecitos en la espalda. Poco a poco dejó de toser y, al ver que Juehui continuaba allí, prosiguió, sulfurado:

—¡No estudiáis, solo armáis jaleo! Las escuelas de hoy en día no valen nada, lo único que hacen es fabricar subversivos. Yo ya dije que no quería que fuerais, y ahora que vais no aprendéis nada. Mira a tu quinto tío: nunca ha ido a ninguna escuela extranjera y lee y escribe mejor que vosotros. Está en casa, lee y recita poesía. No como tú, que estás todo el día en la calle. Si continúas así, acabarás echando a perder tu vida.

—A nosotros no nos gustan los conflictos y en la escuela trabajamos mucho, pero esta vez había que defenderse. Nos han atacado sin ton ni son, y eso no se puede consentir.

—¡No me vengas con tonterías! Te prohíbo que salgas a la calle a partir de mañana. ¡Concubina Chen, llama a su hermano mayor! —dijo gritando; acto seguido, volvió a toser y escupió en el suelo.

—Tercer amo joven, mire qué le ha hecho al abuelo. Por favor, dígale algo para apaciguarlo un poco —dijo afectada la concubina Chen.

Juehui sabía que las palabras de aquella mujer eran falsas, pero contuvo la ira mordiéndose el labio inferior con fuerza.

—¡Concubina Chen, ve a buscar a su hermano mayor y a Keming!

Ella asintió, salió de la habitación y los dejó a solas. El abuelo no dijo nada más, parecía que se había calmado. Su mirada turbia erraba por el aposento. Al final, se le cerraron los ojos.

Juehui se fijó en el cuerpo largo y flaco del hombre: aquella persona no era su abuelo, era el representante de una generación. Sabía que los abuelos y los nietos jamás llegarían a entenderse, pero es que además aquel viejo tenía algo que lo convertía en su enemigo. Se sentía incómodo en su presencia.

La concubina Chen entró en la estancia y, con ella, su irritante perfume. Aquellos pómulos tan pronunciados, los labios demasiado finos y las cejas pintadas de color negro sobre la cara empolvada exasperaban a Juehui. Detrás estaba el hermano mayor. Los dos hermanos intercambiaron una mirada. Juexin, que se hizo cargo de la situación, adoptó un ademán sereno ante el abuelo. Este abrió los ojos cuando oyó que llegaban, y al ver que Juexin había venido solo, preguntó a la concubina:

—¿Y el tercer amo?

—Ha ido a la Asociación de la Abogacía.

—¡Solo se dedica a solucionar los problemas de los demás y no se ocupa de los asuntos de la familia! —se quejó el abuelo. Y, dirigiéndose a Juexin, declaró—: Te confío a tu hermano tercero. Vigílalo, no permitas que salga de casa. Tú serás el responsable si se escapa.

Juexin asintió con la cabeza fingiendo sumisión y le guiñó el ojo a Juehui.

—Bien, llévatelo, ya lo he visto bastante… —añadió sin fuerzas, y enseguida volvió a adormilarse.

Juexin hizo un gesto a Juehui y los dos salieron de la habitación. Atravesaron el salón principal en dirección al patio. Juehui respiró aliviado y en tono de guasa exclamó:

—¡Al fin libre!

Juexin lo miraba. Juehui, esta vez en serio, le preguntó:

—¿Y ahora qué, hermano mayor?

—No queda más remedio que obedecer al abuelo: estos días no saldrás.

—¿Y qué voy a hacer? Fuera están pasando muchas cosas. ¿Cómo crees que voy a poder estar en casa sin salir? —dijo desesperado, dándose cuenta de la gravedad de la situación.

—¿Que qué tienes que hacer? Pues lo que manda el abuelo —respondió Juexin, imperturbable. Se tratara de un problema grave o insignificante, Juexin siempre se mostraba impasible.

—¡Ya tenemos aquí tu «doctrina de la no resistencia»! Deberías hacerte cristiano. Si te pegan en la mejilla izquierda, pones la derecha —replicó Juehui, furioso. Parecía querer desahogar toda su ira en el hermano.

—¡Qué mal genio tienes! —contestó Juexin sin inmutarse—. ¿Por qué me atacas? No te sirve de nada enfadarte conmigo.

—¡Me escaparé! ¡Seguro! ¡Y pronto, ya lo verás! —Iba diciendo Juehui, airado, mientras daba puntapiés.

—Y el que recibirá la reprimenda seré yo —dijo Juexin con otro tono de voz—. Ahora en serio: te aconsejo que estés unos días sin salir de casa para que el abuelo no vuelva a enfadarse… Eres demasiado impetuoso. Lo que tienes que hacer cuando el abuelo te diga algo es escuchar y dejar que hable, esperar a que termine y se calme. Después contestas con un «sí», te marchas y te olvidas de todo, como si no te hubiera dicho nada. Es mucho más sencillo, ¿no te parece? No tiene ningún sentido que le discutas nada.

Juehui levantó la cabeza y miró el cielo gris. No estaba de acuerdo con su hermano, pero no quería llevarle la contraria. Además, Juexin llevaba su parte de razón: escaparse no tenía sentido. Con todo, su corazón joven no podía soportar que entorpecieran sus planes. Su hermano parecía no conocerle. Observaba las bandadas de pájaros que atravesaban el cielo y le asaltaban pensamientos contradictorios. A pesar de todo, le dijo a Juexin:

—No saldré estos días. Pero no es por el abuelo, lo hago por ti, para no traerte problemas.

—Te lo agradezco —contestó Juexin, complacido—. De hecho, si quisieras escaparte podrías hacerlo, yo no puedo controlarte porque me paso el día en la oficina. Por suerte hoy he vuelto pronto y he podido echarte una mano. Mira, la verdad es que creo que si el abuelo quiere que te quedes es por tu bien.

—Ya lo sé —dijo Juehui sin pensar lo que decía.

Se quedó mirando a Juexin mientras se marchaba y, a continuación, con gesto triste, se acercó a las jardineras del patio. Las ramas rojas de los ciruelos empezaban a brotar, le llegaba el perfume. Rompió una ramilla y estrujó las diminutas hojas hasta que tuvo una bola húmeda entre las manos.

Algo, no sabía exactamente qué, se había roto, y se alegró. Algún día, con aquellas mismas manos destruiría el viejo sistema, y sería maravilloso. Pero de repente recordó que no podía reunirse con sus compañeros y le invadió el fastidio.

—Contradicción, contradicción —iba repitiendo. No solo eran contradictorios el abuelo y el hermano mayor: también lo era él.

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