Familia

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14

El día siguiente era el último día del año según el calendario antiguo. Juehui se despertó cuando los rayos del sol que entraban por la ventana iluminaban ya toda la estancia. Juemin estaba de pie delante de su cama, sonriéndole:

—¿Has visto cómo te fuiste a dormir anoche?

Retiró la manta que lo cubría y descubrió que iba vestido. Miró a su hermano con una sonrisa y se incorporó. El sol le dolía en los ojos, así que se los restregó con las manos. La vieja Huangma, que atendía a los dos hermanos, entró en la habitación con una palangana.

—Ayer ibais tan bebidos que ni siquiera os quitasteis la ropa para dormir. Con el frío que hace es muy fácil pillar un resfriado y esta noche os he traído algo para taparos. ¡Estabais sobre la cama durmiendo como troncos! —Iba refunfuñando ella sola mientras en su cara, llena de arrugas, se dibujaba una sonrisa.

Huangma los regañaba a menudo, pero lo hacía como una madre. Ellos lo sabían y por eso la querían.

—Huangma, hablas demasiado. En la cena de Año Nuevo todo el mundo está contento, ¿qué hay de malo en beber más de la cuenta? ¡Ahora me acuerdo! Ayer estuviste todo el rato de pie a mi lado, mirándome tan severamente que no dejaste que me divirtiera. En todas las fiestas haces lo mismo. Eres más estricta que la madrastra, ¡ni ella nos controla así! —le espetó Juehui.

—¡Pues ya que la señora no os controla lo bastante, lo hago yo! —decía mientras hacía la cama—. Tengo más de cincuenta años y hace más de diez que estoy en esta casa cuidándoos. Os he visto crecer. Aquí me aprecian y nunca me han tratado mal. Antes quería volver a mi casa, pero ya no lo tengo tan claro: he vivido muchas cosas aquí. Ya no es como antes, a menudo pienso que sería mejor irme: cuando el agua cristalina deja de correr, se enturbia y ya no es buena. Pero me resisto a dejaros. Si me marcho nadie se ocupará de vosotros. Sois dos buenos amos, como la señora, que ya no está. Si ella aún estuviera aquí estaría orgullosa de ver lo mayores que os habéis hecho. ¿Y nuestra pequeña señora, quién no la aprecia en esta casa? También debéis quererla. Creo que vuestra madre os protege desde el cielo. El día de mañana estudiaréis y haréis carrera, y entonces, incluso yo, que no soy sino una vieja sirvienta, me sentiré honrada.

—¿Y no temes que nos olvidemos de ti si llegamos a ser altos funcionarios? —le preguntó Juehui con sorna.

—No es verdad. Además, yo no pretendo ningún favor, me conformo con veros convertidos en hombres de bien —dijo ella de corazón, mirándolos con ternura.

—Huangma, ¡nosotros no te olvidaremos! —le dijo Juehui acercándosele y dándole unas palmaditas en la espalda.

Ella le sonrió y se marchó con la palangana. Cuando estaba en el umbral dio media vuelta y dijo:

—Esta noche no volváis a beber.

—Un poco no hace daño —replicó Juehui, pero ella ya había salido y no le oyó.

—Es una buena persona. Hay pocas como ella entre los criados —dijo Juemin.

—He aquí tu gran descubrimiento: los criados tienen sentimientos, como los señores —le espetó Juehui.

Juemin se dio cuenta de que su hermano se burlaba de él. Se levantó para salir.

—¿Otra vez a casa de la tía? —le preguntó su hermano.

Juemin, desde la puerta, lo miró con desaprobación, pero, como de costumbre, contestó de manera cordial.

—No, me voy al jardín a pasear. ¿Vienes?

Salieron juntos hacia el jardín. Al pasar por delante de la habitación de Juexin oyeron la voz de Qianer, la criada de la cuarta rama, que llamaba al hermano mayor. No hicieron caso y siguieron su camino.

—Vayamos hacia la derecha, el abuelo está en el bosque de ciruelos —advirtió Juemin una vez que hubieron franqueado la puerta en forma de luna llena.

En aquella dirección estaba la galería cubierta. Tenía las paredes recubiertas de paramentos de mármol con ventanas que daban al salón principal. Al otro lado había una barandilla. En el exterior, una gran rocalla en medio de un patio y un parterre en el que sobrevivían heroicamente en la gélida intemperie unas peonías con las puntas de las ramas envueltas en algodón.

—Esto está bien. Aunque están secas, estas ramas no pasan frío. Deberíamos seguir su ejemplo y no hacer como la hierba que se marchita con la escarcha —comentó riendo Juehui.

—¡Otra vez con tus comentarios! —Se rio a su vez Juemin—. Las peonías resisten al invierno protegidas de esta manera. Después echan hojas y flores, pero no se libran de la podadera del abuelo.

—¿Y qué? ¡Al año siguiente vuelven a florecer! —replicó Juehui vehemente.

Salieron de la galería y bajaron los escalones de piedra que conducían a otro patio. Había rocas de diferentes tamaños y formas curiosas: altas, bajas, una parecía un viejo encorvado; otra, un león rugiente; otra, una grulla blanca. Rodearon las rocas y siguieron andando. Subieron unas escaleras, delante se extendía un bosquecillo de bambúes en medio del que discurría un caminito tan estrecho que solo permitía el paso en fila india. Se oía un murmullo de agua: era un arroyo artificial que brotaba de la rocalla. El agua era tan cristalina que se veían los guijarros y las hojas muertas del fondo.

Un puentecillo de madera los condujo al otro lado del arroyo y continuaron andando hasta otro patio, en el que había una cabaña de paja con camelios y canelos plantados a su alrededor. Pasada la cabaña, atravesaron una pequeña puerta que había en un muro blanco y entonces distinguieron un rumor parecido al oleaje. Caminaron por una galería en forma de laberinto hasta que desembocaron en una zona con unos pinos muy altos. Allí solo se oía el murmullo del viento. Avanzaron entre los árboles. A la derecha había un claro en el que se entreveía un pequeño quiosco pintado con laca roja. Al salir del pinar estaba el lago, claro y luminoso como la luna nueva. Fueron hasta la orilla y se quedaron contemplando el pabellón del centro del lago y el puente en zigzag que conducía hasta él. Los dos hermanos estaban de pie delante de la superficie inmóvil del agua. Juehui, que no podía evitar ser el niño que todavía era, arrojaba guijarros en dirección a la otra orilla sin alcanzarla. Juemin lo probó un par de veces pero tampoco lo consiguió, pese a encontrarse en la parte más estrecha del lago.

—¡Venga! Dejemos de tirar piedras y vayamos allí a buscar un sitio para sentarnos —dijo Juemin.

Cruzaron el puente hasta la otra orilla. Frente al puente había un prado de hierba y, a continuación, unos escalones que llevaban a un jardín de magnolios atravesado por un caminito de guijo con ocho taburetes de cerámica verde. Después de subir otros escalones llegaron al pabellón, hermoso y resplandeciente, que parecía recién pintado; excepto las tejas, era completamente rojo; del alero del tejado colgaba un tablón horizontal con una inscripción de color negro, en caligrafía de estilo lishu, que decía: PABELLÓN DE LAS FRAGANCIAS DEL ATARDECER.

Juemin, sentado, contemplaba la inscripción hecha por el abuelo. Juehui paseaba por la plataforma del pabellón. Sonriendo, dijo a su hermano:

—Subamos a la colina de ahí atrás.

—Descansemos un poco y después ya veremos —contestó Juemin.

—De acuerdo, voy a dentro a echar un vistazo.

Sin prestar demasiada atención a las pinturas ni a los objetos decorativos de la planta baja, subió al piso superior. Arriba había alguien: Juexin estaba tendido en el diván con los ojos cerrados.

—¡Hermano mayor! ¿Qué haces durmiendo aquí? —exclamó Juehui.

Juexin abrió los ojos.

—Me escondo aquí para reposar un rato. Estoy rendido. En mi habitación no hay manera de que me dejen en paz; me reclaman continuamente: si no es una cosa, es otra. Hoy tengo que volver a pasar toda la noche en vela y si no descanso un poco no aguantaré.

—Qianer te estaba buscando, no sé qué pasaba —le dijo Juehui.

—No le habrás dicho que estaba aquí, ¿verdad? —preguntó alarmado.

—No, no la he visto, solo he oído que te llamaba.

—Bien —dijo Juexin más tranquilo—. Seguro que se trataba de algún problema con el cuarto tío. Menos mal que he desaparecido…

Su hermano se había dado cuenta de que Juexin había cambiado de estrategia.

—Hermano mayor, anoche bebiste mucho. Antes no lo hacías. No estás muy bien de salud, ¿por qué te la juegas bebiendo? No es bueno —lo amonestó Juehui.

—La vida me abruma —contestó Juexin con amargura—, beber la hace más llevadera. —Se detuvo un momento y continuó—: Ya sé que soy un cobarde. No sé cómo afrontar la vida, no tengo valor. Solo puedo hacerle frente estando un poco embriagado.

Juehui, triste, pensó: «¿Qué remedio puede tener un hombre que acepta su cobardía?». Sentía a la vez compasión y simpatía por su hermano. Quería decirle algo para consolarlo, pero temía hacerle sentir peor. Hizo un ademán de marcharse.

—Hermano tercero, ¡no te vayas! —le pidió el otro—. Quiero preguntarte algo. ¿Has visto a la prima Mei?

—¿La prima Mei? ¿Cómo sabes que está en la ciudad? —le preguntó Juehui sorprendido. No entendía nada—. Yo no la he visto, pero la prima Qin sí.

—Yo también —confesó Juexin moviendo la cabeza—. Hace unos días, en las galerías comerciales, en la puerta de La Nueva Prosperidad —dijo ensimismado.

Juehui calló. Le leía el pensamiento, sabía que estaba recordando el encuentro con la prima Mei.

—Había ido con su madre. La tía estaba dentro de la tienda, y ella, en la puerta, examinaba unas telas. Cuando la vi estuve a punto de ir a su encuentro. Ella levantó la cabeza y me vio. Hizo un leve gesto; no me atreví a acercarme y me quedé mirándola de lejos. Sus luminosos ojos me miraron un instante, sus labios se movieron y pensé que iba a decirme algo, pero no dijo nada. Entonces volvió a entrar en la tienda y ni siquiera se giró para volver a mirarme.

Unas risas infantiles interrumpieron el relato de Juexin, pero se hizo el silencio de nuevo y este continuó:

—Ese encuentro me ha hecho regresar al pasado. Ya había conseguido olvidar a Mei; tu cuñada es muy buena conmigo y yo también le tengo mucho afecto; pero ahora la prima ha vuelto y con ella todos los recuerdos. Dime, ¿cómo puedo no pensar en ella? No puedo hacerlo si ella está aquí. Me gustaría saber qué siente. Quizá me guarde rencor, la hice sufrir. Sé que se casó, que enviudó y que ahora vive con su madre. —Guardó silencio y suspiró.

—Es imposible que te guarde rencor, ha pasado mucho tiempo. ¡No pienses en el pasado! Tienes que enterrarlo. Debemos afrontar el presente y el futuro. Seguramente la prima Mei ya te ha olvidado —arguyó Juehui, aunque sabía perfectamente que mentía.

—No lo entiendes —replicó Juexin—. ¿Cómo pretendes que ella no recuerde lo que pasó? Las mujeres no olvidan tan a la ligera. Si hubiera tenido un buen matrimonio tal vez me habría olvidado y yo estaría en paz, pero el destino se burló de ella, enviudó joven y ahora lleva una vida ingrata acompañando a una madre testaruda. ¿Cómo quieres que esté bien? ¿Y cómo crees que puedo olvidarla? Pienso mucho en ella y, al mismo tiempo, me siento injusto con tu cuñada: me quiere mucho y encima pienso en otra. Puedo herir a dos mujeres, no tengo perdón. ¡Qué amarga es la vida! Me gustaría no pensar en nada. Por eso bebo tanto últimamente. Lloro a escondidas. Y cuando el vino pierde su efecto embriagador, vuelve el remordimiento y me odio.

Juehui deseaba decirle: «Te lo has buscado. ¿Por qué no te rebelaste en su momento y te impusiste? ¡Tienes lo que te mereces!», pero no era momento de reproches. Le daba pena ver a su hermano tan triste y, para consolarlo, dijo:

—Todo se arreglará. La prima Mei conocerá a otro y volverá a casarse.

Juexin sonrió con amargura.

—Eso no va a ocurrir. Estás demasiado influido por la literatura y no ves la realidad. ¿Crees que puede pasar algo así en una familia como la suya? Su madre no lo aceptaría nunca, ni ella tampoco.

Juehui no sabía qué decir, era imposible entenderse con Juexin, sus ideas estaban demasiado alejadas. No podía comprender a su hermano. Todos aquellos sacrificios eran inútiles. ¿Por qué la prima Mei no podía volver a casarse? Y si el hermano mayor la amaba, ¿por qué se casó con la cuñada? ¿Por qué continuaba pensando en la prima Mei una vez casado? No se lo explicaba. Lo que ocurría en la familia era tan complicado que no lograba entenderlo. Observando el rostro atormentado de su hermano le asaltó un horrible pensamiento: los hombres como él no tenían salvación posible, eran incapaces de cambiar. Aunque llegaran nuevas ideas y el mundo estuviera cambiando, su sufrimiento no hacía más que acrecentarse. Eran como cadáveres que contemplaban su propia putrefacción. El dolor de su hermano lo atormentaba, lo veía adentrándose en aguas profundas, incapaz de salir a flote. ¡Qué triste! Las risas que se oían fuera parecían burlarse de él. «¡Dejémoslo! ¡Son cosas de mentes estrechas! Yo debo convertirme en otro tipo de persona», se dijo. Se acercó a la ventana y asomó la cabeza. Jueying, Juequn y Shuying, Shuhua, Shuzhen y Shufang jugaban al bádminton. Juemin estaba con ellos.

—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó a voz en grito—. ¿No es la hora del almuerzo?

Era el turno de Shuhua, que iba contando mientras golpeaba el volante. Al oír la voz de Juehui levantó la cabeza instintivamente, intentó recuperarlo con el pie, pero no llegó a tiempo y el volante cayó al suelo cuando acababa de cantar la tirada ciento cuarenta y cinco. Los demás, que observaban impacientes, al ver que había fallado lo celebraron con alborozo. Shuhua, enfadada, pateaba y culpaba a Juehui por haberla distraído.

—Pero ¿qué culpa tengo yo? Si no te he dicho nada —dijo Juehui riéndose. Se volvió y miró al interior del pabellón, pero Juexin ya no estaba, había bajado con los demás—. ¡Es la hora del almuerzo y todavía estáis aquí, los criados deben de estar buscándoos por todas partes! —Les recordó Juehui.

—¡Aún es pronto! El abuelo ha dicho que hoy almorzaríamos tarde porque nos hemos levantado a las tantas —contestó Shuhua, mientras contaba las tiradas de Juexin.

—Hermano tercero, ¿no vienes a jugar? —le preguntó Jueying a Juehui con una expresión infantil.

Juehui iba a responder pero Shuhua se le adelantó.

—No sabe, ¡no consigue hacer diez tiradas seguidas! —dijo con socarronería tratando de vengarse por haberla hecho perder.

A Juexin se le cayó el volante y tuvo que pasárselo a Shuying. Shuying era una jugadora experta y cuando empezó todas las miradas se concentraron en sus movimientos. Contaba las tiradas en voz baja y con una mano detrás se sujetaba la trenza mientras movía el cuerpo acompasadamente. El volante la obedecía, iba arriba y abajo al lado de su pierna como atraído por una fuerza invisible. Jugaba sin apenas moverse de su sitio. Los demás también contaban mientras la observaban admirados. Deseaban que se le cayera el volante. Al final empezaron a protestar y alguien intentó distraerla.

Juehui, sentado en un taburete, asistía a la competición sin participar. No se sentía parte de la alegría general. Miraba a los otros con envidia, contrariado por no saber jugar. Al final el volante de Shuying cayó al suelo y esta cedió su turno a Shuzhen. Shuzhen, que solo tenía doce años, movía con energía los pies calzados con zapatillas rojas de seda bordada. Aquellos pies deformes, con su encantador tamaño, llamaban la atención de todo el mundo. Los demás se fijaban en los diminutos pies, que eran el orgullo de la familia. A Juehui, en cambio, le desagradaban; para él eran como dos orificios de bala en un muro que le recordaban los gritos de dolor que le habían provocado a Shuzhen; se habían logrado con lágrimas de sangre, pero ella parecía haberlo olvidado y reía sin rastro de aflicción.

«Quizás es demasiado joven y todavía no es consciente», pensaba Juehui mientras su mirada se posaba en la cara de Juexin, que sonreía jugando con Shuying. Ella, enfurecida, intentaba pellizcar el brazo del hermano mayor. Juexin se escabulló y Shuying empezó a perseguirlo. Juexin daba vueltas al magnolio y ella corría detrás de él enfadada. Tomó una piedra del suelo para lanzársela, pero Juexin saltó los escalones y corrió hacia el puente.

—¡No te vayas, no puedo alcanzarte! ¡Vuelve! —le gritaba Shuying.

Juexin ya estaba delante del puente y desde allí la miraba gritar.

—¡Hermano mayor, vuelve, ahora te toca! —le decía Shuying. Juexin, sin embargo, no se movía.

—¡De acuerdo, pues no vengas! —dijo Shuying volviendo al pabellón.

Una vez que se hubo vuelto de espaldas, Juexin volvió en silencio. Reprimiendo las risas, atravesó el patio y llegó al pie de la grada. Shuying estaba arriba, dándole la espalda. Juexin iba a tirarle de la trenza pero Shufen la advirtió gritando:

—¡Hermana segunda, tienes a alguien detrás!

Shuying se giró, pero él ya había tenido tiempo de ponerle una ramilla en la trenza. La chica se la quitó del pelo y la arrojó al suelo. Todos se echaron a reír.

Juehui, que observaba la escena en silencio, tampoco pudo evitar la risa. Aun así, seguía meditabundo. Las personas tienen una gran capacidad para el olvido. Probablemente es la forma de sobrellevar el dolor. Y quizá por ello el hermano mayor, que hacía un rato había hurgado dolorosamente en el pasado, de pronto podía reírse sin pesar.

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