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Nadie descansó en el pabellón. De madrugada el abuelo había empezado a toser y los había desvelado a todos. Qin y Shuying se arreglaron y salieron muy temprano a pasear con Mei. El jardín no había sufrido grandes destrozos, tan solo encontraron un par de pinos derribados.

En las calles había soldados y no se podía circular sin su autorización. Los cocineros de la familia Gao fueron al mercado, pero como las puertas de la ciudad llevaban dos días cerradas y los campesinos no habían podido traer sus productos, no había nada que comprar. A pesar de sus recursos para cocinar con lo poco que quedaba en la casa, la sensación de que la comida escaseaba era innegable.

El almuerzo se sirvió en el salón central del pabellón, donde se dispusieron dos mesas redondas, una para los mayores y otra para los jóvenes. Aunque en los últimos dos días no habían comido demasiado, nadie tenía hambre; probaban un poco de cada plato sin terminarlo. Juemin y Juehui, en cambio, no paraban de comer.

Juexin y Mei estaban sentados cara a cara. Cuando sus miradas se cruzaban, ella agachaba la cabeza y sentía que el corazón le latía con fuerza, sin saber si de alegría o de tristeza. Afortunadamente, los demás no advertían su turbación, solo estaban pendientes de ver cómo engullían Juemin y Juehui.

—¡Caramba! Hay poca comida pero vosotros no paráis —dijo Shuhua riendo, una vez que el abuelo se hubo levantado de la mesa.

—Sois unas remilgadas —contestó Juehui dejando el bol que tenía entre las manos— y coméis como pajaritos. ¿Sabéis qué nos dan en la escuela? Verduras, legumbres, col, tofu. Si esto se alarga más días, ya me gustará ver cómo os las arregláis.

Iba a continuar, pero Juemin le dio un codazo al darse cuenta de que los mayores se reían de él. Juehui se levantó de la mesa para irse.

—Estaba hablando con el hermano mayor, ¿por qué te metes? —le dijo Shuhua a Juehui haciéndole una mueca mientras se iba.

Después del desayuno, Juexin y sus dos hermanos quisieron ir a ver qué había sucedido en casa de la tía. En la entrada de las casas había grupos de personas comentando los sucesos. A cada paso encontraban soldados armados hasta los dientes recorriendo los muros de las casas. En un cruce media docena de personas leían un bando colgado en una pared: el gobernador militar de la provincia dejaba su cargo. Con falsa modestia decía que, ya que no había suficiente virtud para apaciguar los conflictos, había decidido ceder el poder y evitar así la prolongación de la violencia y la devastación en la ciudad.

—Dice esto tan pomposo ahora que las fuerzas gubernamentales están en las puertas de la ciudad. ¿Por qué no dimitió antes? —comentó Juehui, socarrón.

Juexin miró alarmado a su alrededor y le advirtió en voz baja:

—Ten cuidado con lo que dices. ¿Quieres que te maten o qué?

Juehui no contestó y siguió a sus hermanos. En las puertas de un viejo templo había dos montones de fusiles custodiados por una docena de soldados de rostro inexpresivo. En la tienda de al lado, que tenía la puerta entreabierta, Juexin tomó unos cuantos periódicos. El tono de las noticias había cambiado, aún hablaban bien del gobernador saliente pero al mismo tiempo eludían el tratamiento de ejército enemigo al referirse a las tropas gubernamentales.

El gremio de comerciantes y la Asociación de Partidarios de la Preservación de las Antiguas Tradiciones, que habían denunciado a las tropas del ejército gubernamental como enemigas y traidoras, de pronto les daban públicamente la bienvenida. Una docena de personas influyentes de la ciudad enviaban una carta abierta al general Zhang, invitándole a ir pronto a administrar la provincia; el señor Feng Leshan encabezaba la lista de firmantes.

—Otra vez él —dijo Juehui, sardónico.

—Así seguro que no habrá problemas —añadió satisfecho Juexin.

Unas calles más abajo encontraron el paso cerrado por una valla y dos soldados. Dieron un rodeo por las callejuelas laterales pero al salir de una de ellas para volver a la principal un soldado de rostro enflaquecido los increpó:

—¡Deteneos! ¿Adónde vais?

—Vamos a ver a unos parientes —respondió amablemente Juexin.

—¡No podéis pasar! ¡No estáis autorizados!

El soldado los miraba amenazante sin soltar el fusil.

Los hermanos retrocedieron en silencio para buscar otra callejuela, pero en vista de que todo se iba complicando decidieron volver a casa. Andaban aprisa por temor a encontrar más calles cerradas y deseosos de llegar a casa cuanto antes. Había muy poca gente por las calles, las puertas de casas y tiendas estaban cerradas. Todo ello aumentaba su temor.

Por fin llegaron a casa. La mitad de la familia estaba en el jardín. En el pabellón, el abuelo y la tía Zhang jugaban: «Aún tienen humor para jugar», pensó Juehui. Él y Juemin los rehuyeron, dejando que Juexin contara todo lo que habían visto.

Las noticias inquietaron mucho al abuelo y aún más a la tía Zhang, que no sabía nada del estado de su casa. Con todo, su desasosiego se desvaneció al salirle una buena jugada, y se olvidó de todo lo demás.

Juexin salió del pabellón y se quedó bajo una magnolia. Se sentía insatisfecho y vacío. Anhelaba aquello que tenía tan cerca y no podía obtener. Apoyado en el tronco del árbol, sumido en sus pensamientos, contemplaba la naturaleza que lo rodeaba. Dos tórtolos se arrullaban en una rama e hicieron caer encima de él unos pétalos. Luego levantaron el vuelo y Juexin, presa de un deseo indefinible, quiso volar con ellos hacia la inmensidad del cielo. Bajó la cabeza y vio los pétalos sobre su cuerpo; se sacudió la ropa y los pétalos cayeron al suelo suavemente.

Una mujer que llevaba una rama de sauce en la mano salió de detrás de la rocalla. Vestía un mianao de crespón de color turquesa y encima una chaqueta sin mangas de satén negro: era Mei. Levantó la cabeza y al ver a Juexin pareció querer decirle algo, pero dio media vuelta y se marchó.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Juexin. Decidió ir a su encuentro, necesitaba saber por qué le rehuía. Dio una vuelta a la roca, pero ella ya no estaba. Extrañado, miró en todas direcciones hasta que al final vio la chaqueta negra. Delante de él había un parterre de césped cercado por ciruelos y Mei estaba debajo de uno de ellos observando algo que tenía entre las manos.

—¡Mei! —la llamó yendo hacia ella. Esta vez no hizo ningún ademán de marcharse sino que lo miró sonriendo—. Mei, ¿por qué me evitas? —preguntó algo inquieto.

Mei agachó la mirada y acarició con delicadeza una mariposa que agitaba las alas entre sus manos.

—¿Aún no me has perdonado? —insistió.

Mei lo miró unos instantes y después contestó turbada:

—Primo mayor, tú no me has hecho ningún mal.

—¿Entonces no te he hecho sufrir? —dijo él, casi afligido.

Mei sonrió con tristeza. Su gesto se ablandó. No podía dejar de acariciarlo con la mirada. Después, apretándose el pecho con la mano derecha, dijo:

—¿Acaso no me conoces? No te guardo ningún rencor.

—¿Por qué me evitas, entonces? Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y lo más natural ahora sería que tuvieras ganas de hablar conmigo. ¿No quieres saber cómo estoy? ¿Cómo puedo saber que no estás resentida conmigo?

Mei se mordió los labios. La arruga de la frente se le tornó más profunda.

—No te guardo rencor, pero si nos ven juntos todos empezarán a pensar en el pasado.

Juexin la miró apesadumbrado sin saber qué decir. Ella dejó con cuidado la mariposa sobre la hierba y dijo compasivamente:

—Pobrecilla, a saber qué te ha pasado… —La frase tenía un doble sentido, pero Mei la había dicho sin ninguna intención, y añadió—: Primo mayor, me voy yo la primera, iré a ver cómo va el juego.

Juexin, con los ojos empañados por las lágrimas, se quedó con la mirada clavada en la cinta verde que llevaba Mei en el pelo mientras se alejaba. Inesperadamente, la llamó sin poder contenerse:

—¡Mei!

Ella se volvió y se quedó esperando.

—Primo mayor —dijo con los ojos humedecidos.

—Si te compadeces de una mariposa, ¿cómo es posible que no te compadezcas de mí? Probablemente mañana te irás y ya no volveremos a vernos. Tal vez nos muramos o vivamos muy lejos el uno del otro. ¿Cómo puedes marcharte sin decirme nada? —imploró Juexin. Ella siguió sin decir nada, solo suspiraba. Juexin continuó—: Mei, te he traicionado. Yo también… me he casado, te he olvidado. No he pensado en tu sufrimiento. —La voz se le quebraba. Se sacó un pañuelo del bolsillo pero no tenía ni fuerzas para secarse las lágrimas—. Después supe lo mal que lo habías pasado todos estos años, y todo por mi culpa. ¿Cómo quieres que me sienta bien sabiendo todo eso? Yo también he sufrido mucho. ¿No puedes decirme algo que me consuele?

Mei levantó la cabeza. No pudo dominarse y rompió a llorar. Con la voz rota dijo:

—Estoy aturdida. ¿Qué quieres que te diga? —Se dio unos golpecitos en el pecho y empezó a toser.

Juexin sentía arrepentimiento, afecto y ternura a la vez. Se le acercó para secarle las lágrimas con su pañuelo. Ella se mostró dócil, pero súbitamente se apartó de él.

—No te acerques tanto, debes evitar las sospechas.

—¿Sospechas? Yo soy padre de familia… No puedo permitir que estés tan apenada. La tristeza hace enfermar a las personas, deberías cuidar tu salud. —Le tomó una mano y continuó—: ¿Cómo quieres que te deje marchar llorando así? —Solo pensaba en ella, había olvidado su propia aflicción.

Mei fue calmándose poco a poco. Tomó el pañuelo de Juexin, se secó las lágrimas y dijo:

—Estos años no quería pensar en ti. Verte en la víspera de Año Nuevo me quitó el sosiego. Tenía ganas de verte y al mismo tiempo me daba pavor. No tengo ningún apoyo. Tengo a mi madre, tú tienes a tu mujer. Ruijue es tan buena persona que incluso yo la quiero. No quiero recordar el pasado, aquello terminó. No quiero que ni tú ni ella sufráis. En casa, mi madre no sabe cómo estoy. No sabe de mis tristezas. Lo mejor sería que me muriera —dijo suspirando.

Del dolor que sintió, Juexin se llevó la mano al pecho. Estaban el uno delante del otro, mirándose. Al cabo de unos momentos, él, señalando el suelo, dijo con una sonrisa melancólica:

—¿Recuerdas una vez que rodábamos por la hierba y una abeja me picó en el dedo y tú me chupaste el veneno? Solíamos atrapar insectos y recoger flores. ¿Es el mismo lugar de entonces?… Otro día había luna llena y llevamos un banco al patio para contemplarla. ¿Has olvidado todas aquellas cosas? Cuántos sueños teníamos cuando venías a casa para estudiar con nosotros… ¡Cuánta felicidad! ¿Cómo puede haber terminado todo de esta manera? —Su rostro sonriente parecía evocar aquellos momentos.

—Yo casi vivo del recuerdo —confesó Mei—. Muchas veces recordar también sirve para olvidar. Me gustaría tanto volver al pasado libre y despreocupado de la juventud… Lástima que sea imposible. Primo mayor, debes cuidarte…

No había terminado la frase cuando oyeron que se acercaba alguien. Era Shuhua.

—Prima Mei, ¡hace rato que te buscamos y estás escondida aquí!

Mei dio un paso adelante para alejarse de Juexin. Detrás de Shuhua venían Qin, Shuying y Shufen. Al ver Shuhua la expresión que tenía Mei le preguntó adrede:

—Prima Mei, ¿te ha hecho algo malo el hermano mayor? ¿Por qué tienes los ojos llorosos? —Entonces se fijó en su hermano, que también se esforzaba en disimular, y le preguntó—: ¿Y tú también lloras? Tanto tiempo sin veros, ahora que os habéis reencontrado deberíais estar contentos. ¿Qué hacéis mirándoos el uno al otro llorando?

Mei agachó la cabeza, avergonzada. Juexin también miró hacia otra dirección diciendo:

—Hoy me pican los ojos.

Shuhua insistió, cínica:

—Es raro, ni ayer ni esta mañana tenías picor y te sale precisamente ahora que ha venido Mei.

Qin, que estaba a su lado, le tiraba de la manga para hacerla callar y también porque se acercaba Ruijue con su hijo de la mano. Pero Shuhua insistía y Ruijue lo oyó todo. No dijo nada y, sin alterarse, llevó a Haichen con su padre; acto seguido, acercándose a Mei, le dijo:

—Prima Mei, cálmate. Vayamos a pasear, respira hondo y te sentirás mejor.

Y se la llevó cariñosamente. Shuying y Shuhua querían ir con ellas, pero Qin las detuvo.

—Dejad que vayan solas, seguro que tienen ganas de charlar. Se llevan muy bien.

Aunque Qin se dirigía a las chicas, de hecho las palabras estaban destinadas a Juexin.

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