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A la mañana siguiente, muy temprano, Zhangsheng fue a recoger a la tía Zhang y a Qin para volver a casa. Mei también quería irse, pero la madrastra Zhou la obligó a quedarse: aquel mismo día la tía Qian les haría la visita prometida y ya se marcharía con ella.

Por la tarde se presentó el palanquín de la tía Qian. La madrastra y ella eran primas lejanas del mismo clan. Las dos habían olvidado por completo el desagradable asunto de hacía unos años y se pusieron muy contentas de volver a verse después de tanto tiempo. Charlaron un buen rato y luego se sentaron a jugar al mahjong con Mei y Ruijue. Cuando Juexin llegó de la oficina, Ruijue le cedió su sitio en la mesa de juego.

Juexin y Mei estaban sentados el uno frente a la otra pero apenas hablaban, solo se intercambiaban alguna mirada lánguida de vez en cuando. Juexin no tenía la cabeza para el juego y se equivocaba a menudo. Ruijue, que se daba cuenta, se puso detrás de él e iba dándole indicaciones. Juexin se volvía de vez en cuando y la miraba con agradecimiento. El trato íntimo y natural entre los esposos afligía a Mei. Si su madre hubiera tenido en cuenta sus sentimientos, su vida sería muy diferente. Pensaba en su desdichada vida, la presente y la futura, y no lograba sobreponerse. Se le enturbiaron los ojos, no veía las fichas del juego. Con la excusa de que tenía que preparar el equipaje, se levantó y pidió a Ruijue que jugara por ella. Esta la miró con tristeza sin decir nada. Mientras Mei abandonaba la estancia, Ruijue se volvió un par de veces para observarla.

Mei fue a la habitación de Shuhua, donde dormía aquellos días, y se echó en la cama sin dejar de pensar en su infortunio. Al final, no pudo aguantar más y, tapándose la cara con las manos, rompió a llorar desesperadamente. Lloró hasta quedar exangüe. Después, abandonándose por completo, se quedó dormida.

—Prima Mei —decía la voz dulce de Ruijue, delante de la cama.

—Cuñada mayor, ¿no estás jugando? —preguntó Mei con una sonrisa fatigada.

Hizo un ademán de levantarse, pero Ruijue se apresuró a decirle que no se moviera y se sentó a su lado.

—He cedido mi sitio a la quinta tía —explicó; con otro tono de voz, dijo—: ¡Has llorado! ¿Qué te pasa?

—No he llorado —mintió Mei sonriendo.

—No puedes ocultarlo, todavía tienes los ojos hinchados. Cuéntame qué tienes —le imploró, al tiempo que le agarraba la mano.

—Acabo de tener una pesadilla en la que lloraba —dijo Mei, tratando de sonreír.

La mano que agarraba Ruijue temblaba imperceptiblemente.

—Prima Mei, ¿por qué no me cuentas qué te pasa? ¿No confías en mí? ¿Puedo ayudarte?

Mei no contestaba, solo miraba con tristeza el dulce rostro de Ruijue. La arruga profunda se le marcaba en la frente mientras negaba con la cabeza.

—No puedes ayudarme —dijo de repente y, hundiendo la cabeza en la almohada, se echó a llorar.

Ruijue estaba inclinada sobre ella y le acariciaba la espalda.

—Entiendo lo que te pasa. —Sentía que ella también se pondría a llorar de un momento a otro—. Sé que os quisisteis hace tiempo, él no tenía intención de casarse conmigo… Ya sé por qué le gustan tanto las flores de ciruelo… ¿Por qué no os casasteis? Los tres estamos atrapados en la misma situación. Me gustaría huir y dejar que fuerais felices. Yo…

Al oír llorar a Ruijue, Mei se contuvo. Le pasó la mano por la cabeza, acariciándola, intentando no mirarle la cara llena de lágrimas, y le tapó la boca para que no siguiera hablando de aquella manera. Ruijue dejó de hablar, lloraba con la cabeza recostada en el hombro de Mei.

—Prima mayor, estás equivocada —se apresuró a decir Mei—. No tengo por qué escondértelo: fueron nuestras madres las que nos separaron. Probablemente era el destino, quizá no debíamos casarnos. ¿Qué sentido tendría que huyeras? Él y yo no podremos estar juntos jamás. Tú aún eres joven y yo ya me siento vieja. ¿No ves mis arrugas? Hablan de todo lo que he sufrido… He recorrido mucho camino y tú, en cambio, estás en la flor de la juventud. Te envidio… Yo ya he renunciado a todo. Solo soy una carga para los demás. Dicen que lo más triste que existe es tener el corazón muerto, y el mío ya lo está. No debería haber venido a vuestra casa, no pretendía importunaros. —Toda ella era presa de un débil estremecimiento—. ¿Cómo quieres que mi corazón lata por algo? —Hizo una pausa y sonrió—. Si hay mujeres desgraciadas, yo soy una de ellas. En casa nadie se preocupa por mí, mi madre solo atiende a sus cosas, mi hermano es pequeño. ¿Quién sabe algo de mí? A veces no puedo más y me escondo en mi habitación para llorar. ¿Con quién puedo desahogarme? No hay nadie que quiera escuchar mis penas. —Tosió un par de veces—. Me casé, yo no quería, pero no tenía voz ni voto. Durante el año que viví con la familia Zhao, mi vida fue muy dura, no sé cómo pude resistirlo. Creo que si me hubiera quedado allí más tiempo, hubiera muerto. Lo único que puedo hacer es llorar. Dentro de poco me quedaré sin lágrimas. Como dice el poema de Du Fu: «Los ojos están secos y se traslucen los huesos. / El cielo y la tierra no tienen piedad».

»Últimamente lloro menos; lo que me duele es el corazón, como si las lágrimas se hubieran refugiado allí. Prima, no quiero que te entristezcas por mi culpa, no soy digna de tu compasión… Había decidido no volver a ver a tu esposo, pero siento una fuerza que me atrae hacía él y a la vez me repele. Parece como si estuviera esperando algo. No me lo tengas en cuenta. He decidido marcharme. Por favor, tómate como una pesadilla todo lo que ha pasado. No creas que soy una desalmada…

Los ojos de Mei estaban secos, pero su corazón lloraba sangre. La tristeza que emanaba de cada una de sus palabras iba apoderándose de la dulce Ruijue, que miraba con ternura la sonrisa melancólica de aquel hermoso rostro. Le acarició el mentón como si fuera una niña pequeña y aquel gesto hizo sonreír a Mei.

—Prima Mei, yo no era consciente de todo esto y siento haberte hecho hablar. Quiero que continúes viniendo a visitarnos. Te aprecio mucho y quisiera que fuéramos amigas, de verdad. Yo tenía una hermana de tu edad que murió, me gustaría que hicieras de hermana mayor. Dices que no tienes quien te escuche; déjame que sea yo. Me haría muy feliz. Si lo haces, querrá decir que no me aborreces y que me perdonas.

Las palabras de Ruijue emocionaron a Mei. Cogió sus manos entre las suyas y se las apretó con fuerza.

—No sé cómo agradecértelo —reconoció, y enseguida empezó a toser.

—¿Toses muy a menudo?

—A veces, sobre todo por la noche. Además, desde hace un tiempo, me duele el pecho.

—¿Tomas algún medicamento? Si te trataras, se te pasaría.

—Tomaba unas pastillas que me iban bastante bien, aunque seguía tosiendo un poco. Mi madre cree que no es grave y que se me curará con reposo y un buen reconstituyente.

Estuvieron hablando un buen rato en voz baja y con las manos entrelazadas hasta que Ruijue se levantó diciendo:

—Deberíamos volver al salón.

Fue al tocador y se arregló un poco. Luego peinó a Mei y le empolvó delicadamente el rostro. Después, agarradas de la mano, salieron de la habitación.

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