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Familia » 33

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Al día siguiente del entierro de Mei, Juehui fue a ver a Juemin para contarle cómo había ido todo. Después de charlar durante casi una hora, Juemin acompañó a su hermano a la puerta para despedirlo. Cuando ya estaba en la calle, Juemin lo llamó:

—¿Quieres algo más? —le preguntó Juehui. Juemin, sin contestar, lo miró con una sonrisa triste que el otro interpretó al instante—: Te sientes muy solo aquí, ¿verdad? Te entiendo. Yo también me siento solo en casa. La vieja Huangma viene a menudo a nuestra habitación a llorar. La madrastra, la hermana, la cuñada, todas me preguntan por ti. Pero me siento tan lejos de ellas… En casa estoy solo, pero debo aguantarme y tú también, ya verás cómo saldrás adelante.

—Pero tengo un poco de miedo —dijo Juemin con los ojos húmedos.

—¿Miedo de qué? Seguro que ganarás.

—¡De estar tan solo!

—¿No hay dos corazones que están a tu lado? —le preguntó Juehui para hacerle reír.

—Precisamente por eso tengo ganas de verlos continuamente. Ella no viene. Tú vienes y te vas…

—Hermano segundo, ten paciencia. Esto pasará.

La voz de Cunren interrumpió la conversación.

—¿Por qué no estáis dentro? Deberíais andar con más cuidado.

—Ya me iba.

Juehui se despidió de los dos y se fue. Mientras se alejaba oyó que Cunren le decía a Juemin:

—Vayamos adentro a charlar un rato.

Juehui, por la calle, se decía: «Seguro que lo conseguirá, pero ¿cuándo?». Entró en casa de Qin más optimista: «No importa el tiempo que tardemos, lucharemos hasta el final». Después de saludar a la tía Zhang se dirigió a la habitación de Qin.

—Acabo de ver al hermano segundo, me ha dicho que te diga que está muy bien.

Qin estaba escribiendo; dejó el pincel.

—Gracias a los dos. Le estaba escribiendo una carta.

—Y no hace falta decir que el mensajero seré yo —contestó riendo Juehui. Sin querer, vio escrito el nombre de la prima Mei—. ¿Le hablas de Mei? Ya se lo he contado. ¿Qué piensas de su muerte?

—En la carta le digo que no quiero ser la segunda Mei, mi madre tampoco quiere, he hablado mucho con ella. Ayer se quedó muy afectada. Dijo que quería ayudarme.

Qin mostraba una actitud firme y decidida, distinta de la de días anteriores.

—Bien, házselo saber cuanto antes.

Después de charlar un rato con Qin, Juehui volvió a casa de Cunren a llevar la carta. Encontró a Juemin muy animado hablando con Cunren, y Juehui se sumó a la conversación. Luego volvió a casa. Cuando se acercaba a la ventana del abuelo vio algunas personas intentando oír lo que se decía en la habitación, una costumbre muy extendida en la familia Gao. Juehui entró en el salón principal y nada más correr la cortina de la habitación del abuelo oyó la voz llorosa de la quinta señora y los gritos entremezclados con la tos del abuelo. «Ya decía yo que algún día tendríamos gresca», pensó Juehui, decidido a no entrar.

—¡Ve a buscarlo y tráelo, que voy a castigarle! ¡Es indignante! —vociferaba el abuelo sin dejar de toser.

La cortina se movió y Keming salió con el rostro encendido. Juehui abandonó el salón. Shuhua, que formaba parte del corrillo que escuchaba debajo de la ventana, fue corriendo a preguntarle:

—¿Sabes qué pasa con el tío quinto?

—Hace tiempo que lo sé —contestó—. ¿Cómo se ha enterado el abuelo?

—El tío quinto tiene una concubina fuera de aquí, en una casita que tiene alquilada. En casa nadie lo sabía. Tomó las joyas de la dote de la tía quinta con el pretexto de que se las habían pedido para copiarlas. Cada vez que ella las reclamaba él ponía excusas. Al final la tía se puso nerviosa y él dijo que las había perdido. Pasa todo el tiempo fuera de casa, vuelve muy tarde y la tía juega todo el día sin sospechar nada, pero ayer por la mañana encontró la fotografía de una mujer en un bolsillo del tío. Cuando le preguntó quién era, el tío no supo qué contestar. Precisamente la tía había ido al centro a comprar algunas cosas y había visto a una mujer bajando del palanquín del tío con Gaozhong detrás. Una vez en casa le pidió explicaciones a Gaozhong y este confesó: el tío había vendido parte de las joyas y las otras se las había regalado a la concubina. La tía se lo ha explicado todo al abuelo… La concubina es una prostituta, tiene un apodo como «Lunes» o algo así…

Shuhua hablaba sin parar. A Juehui no le resultaba nuevo lo que contaba. Había visto con sus propios ojos el letrero de la casita. La familia se encaminaba a la decadencia y nada podría evitarlo. Los esfuerzos del abuelo no serían suficientes: ¡si él mismo iba por el camino de la extinción! Juehui tenía la impresión de que solo él se dirigía hacia un destino lleno de luz; sentía que su fuerza moral estaba por encima de la de aquella familia a punto de hundirse. Confiaba en que su lucha por la libertad, el amor y el conocimiento no tardaría en dar sus primeros frutos. Los tiempos de Mei desaparecían y daban paso a los de Qin o, mejor dicho, a los de Xu Qianru. La nueva generación no sería corrupta ni hipócrita, y pondría fin a los crímenes de la familia tradicional. Estaba convencido de ello. Sacudió todo su cuerpo, como si quisiera desembarazarse de las amarguras y los sufrimientos. Miró a su alrededor con odio y rabia: «Paciencia, el final está a punto de llegar».

Shuhua, ajena a los pensamientos de Juehui, fue hacia el salón principal a fin de continuar escuchando, esta vez detrás de la cortina de la habitación. Juehui se retiró a su cuarto. Por la ventana vio que llegaban los tíos Keming y Keding. Acto seguido, se oyeron más gritos en la habitación del abuelo. Todo eran idas y venidas. «En esta casa, a todos les gusta el teatro», se dijo Juehui.

—¡Ven a ver! ¡El abuelo quiere pegar al tío quinto! —le dijo Juequn, excitado, a Juehui. Juequn salía corriendo cuando Juehui le dijo:

—¿Y tú, adónde vas ahora?

—¡Voy a avisar al hermano sexto para que venga a verlo! ¡Un hombre tan mayor recibiendo! —dijo Juequn riendo.

«Un hombre tan mayor recibiendo», repitió maquinalmente Juehui. Salió de la habitación y fue hacia el salón principal. En la puerta del abuelo cuatro o cinco mujeres espiaban por una abertura de las cortinas. No quiso quedarse con ellas y fue a la ventana. Allí también había gente escuchando. Algunos se habían encaramado a una silla para poder ver, con la cara pegada al papel de la ventana.

De momento no se oían golpes, nadie pegaba a nadie.

—Eres un hombre hecho y derecho, tu hija ya no es una niña. ¿Este es el ejemplo que das a Shuzhen? ¡Shuzhen, avergüénzate de él, mira qué bribón! ¡No es digno de ser tu padre!

Juehui no podía evitar sonreír con crueldad al oírlo. Tras un acceso de tos, el abuelo continuó:

—¡Qué vergüenza! No has aprendido nada de todos los libros que has leído. ¿Cómo te atreves a vender las joyas de tu mujer? Tienes tres días para devolverlas. ¡Eres un cretino! Siempre tuve predilección por ti; no te hubiera creído capaz de algo tan abyecto. ¿No te preguntas si has sido digno de mí? ¡Me has engañado! Te consideraba un buen hijo. ¡Estúpido! ¡No me hagas abofetearte! ¡Hazlo tú mismo!

—Padre, me he equivocado. Por favor, perdóneme, no volverá a ocurrir —suplicó Keding.

—¡No! ¡No te perdono! ¡Quiero que te abofetees! —gritó el abuelo dando un puñetazo en la mesa.

Empezó a oírse el sonido de los cachetes. Juehui, con cierta complacencia, se adelantó hasta el umbral de la habitación y, apartando a los demás, dijo:

—Dejadme ver.

Keding estaba arrodillado delante del abuelo y se abofeteaba con las dos manos. Tenía la cara totalmente enrojecida. No dejaba de pegarse, en presencia de su mujer y su hija; era francamente humillante.

—¡Basta! —ordenó el abuelo, y Keding dejó de pegarse—. ¿No sabes de dónde sale lo que comes, la ropa que vistes y las cosas que compras?

—Todo es suyo —respondió Keding.

—¿Entiendes el significado del proverbio que dice: «Cuando uno come sentado, la montaña se agota»? ¿Quién te crees que te alimentará cuando yo muera? ¡Pégate! ¡Pégate más fuerte!

Keding empezó a abofetearse otra vez. El abuelo seguía increpándolo y lo obligó a confesar la vida que había llevado en los últimos tiempos: sus amistades perniciosas, la relación con la prostituta, la casa que había alquilado, la venta de las joyas… Keding fue desgranando, con pelos y señales, cosas que el abuelo ni sospechaba. Confesó que había pedido dinero en nombre de este, que tenía muchos acreedores, incluso tenía deudas de juego. Acusó a Kean de ser su cómplice en todas aquellas fechorías, cosa que el abuelo no se esperaba. Juehui tampoco.

Juemin, a sus diecinueve años, en unas circunstancias del todo adversas, sin el apoyo de la familia, se sentía capaz de enfrentarse a todo, alentado por sus convicciones; en cambio, Keding, de treinta y tres, con una hija de trece, estaba arrodillado, abofeteándose, injuriándose, delatando a otro y haciendo todo lo que el abuelo le ordenaba, aunque no se creía nada. ¡Qué conductas tan diferentes las de los dos hombres ante las amenazas de aquel terco viejo! Juemin había abandonado a la familia, refugiándose en un cuartito, y perseveraba en sus principios, desobedeciendo la voluntad del abuelo. Keding estaba postrado ante el viejo, atemorizado, inmóvil, expuesto a las burlas de todos.

Pensando en todo eso, Juehui no podía evitar sentirse orgulloso de su generación: «Hombres como Juemin solo existen en nuestra generación, en la vuestra no hay ninguno». Dio media vuelta y se marchó.

—¡Cretino! ¿Cuánto dinero debes? ¿Te crees que yo tengo dinero, después de las inundaciones, las fechorías de los ban ge[39] y los impuestos? ¿Cómo puedes haber dejado correr el dinero como el agua? Cuando comes sentado, la montaña se agota. ¿De qué vivirán los que vienen detrás de ti? ¿Qué dote tendrá tu hija? ¡No eres digno de ser padre!

Un ataque de tos interrumpió los gritos del abuelo. Cuando acabó de toser, ordenó a Shuzhen que fuera a buscar a Kean. Al cabo de poco Shuzhen volvió diciendo que no estaba en casa. El abuelo se enfureció aún más. Pegó un puñetazo en la mesa y volvió a reprender a Keding, pero ni así conseguía aplacar su ira. De nuevo, se dirigió a Shuzhen:

—¿Dónde está la tía cuarta? ¡Ve a buscarla!

La cuarta tía Wang, que escuchaba debajo de la ventana, no tuvo tiempo de esconderse, Shuzhen ya iba a buscarla y se dirigió con ella, llena de pavor, a la habitación.

—¿El padre preguntaba por la nuera? —dijo respetuosamente la tía Wang al abuelo, tratando de forzar una sonrisa.

—¿Adónde ha ido Kean?

Wang no lo sabía. El abuelo le preguntó cuándo volvería. Wang tampoco lo sabía.

—¿No sabes qué hace tu marido? ¡Qué dejada eres! —la increpó el abuelo, golpeando de nuevo la mesa.

Wang no sabía qué decir. Agachó la cabeza avergonzada y enfurecida. Tenía la sensación de que la concubina Chen, que estaba a su lado, se reía de ella, pero delante del abuelo no podía hacer nada, no se atrevía ni a llorar. El abuelo tosió de nuevo, esta vez con mucha virulencia. La concubina le daba golpecitos en la espalda repitiéndole:

—No arruine su salud por ellos.

La tos remitió, la cólera se le disipó y el abuelo entró en un estado de profundo abatimiento. Extenuado, se dejó caer en el sofá, cerró los ojos y dijo:

—Dejadme, no os quedéis aquí, no quiero veros.

Salieron todos de la habitación. Keding se levantó del suelo y salió con cautela. El abuelo echó también a la concubina. Tumbado en el sofá, respiraba con dificultad. Le vinieron a la cabeza imágenes extrañas: sus hijos bebiendo y divirtiéndose mientras se burlaban de él, los nietos caminando por senderos nuevos y desconocidos. Se sentía sin fuerzas, viejo y abandonado. Jamás se había sentido tan solo y desesperado. ¿Cómo había podido hacerse tantas ilusiones? Había formado una gran familia y un patrimonio importante; lo había dispuesto y dirigido todo con mano firme, pero el fruto de aquel gran esfuerzo era la soledad que sentía en aquel momento. El último esfuerzo para mantener el statu quo había fracasado. Se daba cuenta de que la familia se dirigía al declive y de que no había manera de frenarlo.

Estaba acabado, nadie creía en él. Sabía que lo engañaban. Todos hacían lo que querían. Incluso su amado Keding había cometido aquella bajeza. Y Kean. Le parecía estar soñando. La familia Gao se hundía. Todo había terminado.

Cuatro generaciones bajo el mismo techo, pero una vez conseguido esto lo único que sentía era un inmenso vacío. Decepción, oscuridad. Él, echado ahí, sin nadie con quien compartir su amargura. Había perdido el orgullo y todo lo que consideraba importante en la vida. Sentía que se había equivocado, pero no sabía exactamente en qué, y, aunque lo supiera, ya era tarde. Aún le parecía oír la pelea entre Keding y su mujer, su nuera suplicándole:

—Por favor, padre, apóyeme.

Y a Keding, mientras se abofeteaba, diciendo:

—Todo el mundo dice que somos una familia rica de la puerta del norte y que pagará mis deudas.

El abuelo se tapó las orejas con las manos, pero tenía las voces dentro de la cabeza. Intentó incorporarse asiéndose a los brazos del sofá, pero le fallaban las fuerzas. Dio un par de pasos hacia la cama, pero se le empañó la visión y toda la habitación empezó a darle vueltas. Como pudo, llegó a la de la concubina pidiendo ayuda con un hilo de voz.

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