Familia

Familia


Familia » 37

Página 41 de 50

37

Cuatro días más tarde, Juexin iba a ver a Ruijue, como de costumbre. Llegaba un poco más tarde de lo habitual porque se había entretenido con unos asuntos y ya eran las tres de la tarde.

Entró en la casa llamándola mientras se dirigía a su habitación, pero Zhangsao lo detuvo con gesto solemne:

—Amo, ¡no puede pasar!

Dándose cuenta al acto de lo que ocurría, retrocedió unos pasos obedientemente y se quedó en silencio en medio del salón. Al cabo de un rato, nervioso, salió fuera. Escuchaba el abrir y cerrar de la puerta de la habitación de Ruijue y las voces femeninas que hablaban en voz baja. Estaba debajo de la ventana de la habitación mirando las flores del pequeño patio de la casa mientras le invadían sentimientos contradictorios: dulces y amargos, alegres y tristes, de rabia y de satisfacción. Cuatro años antes había pasado por lo mismo; esta vez, sin embargo, era diferente. En aquella ocasión, mientras esperaba impaciente, sentía una emoción intensa, con los ojos inundados por lágrimas de agradecimiento sufría por el dolor de ella y se sentía dichoso por aquello que estaba a punto de llegar.

En aquel entonces estaba cerca de ella, y al ver a su primer hijo la preocupación se transformó en alegría, y la inquietud en gozo. Todavía recordaba cómo había tomado al recién nacido de las manos de la comadrona y había besado aquella carita congestionada, jurándose quererle y sacrificarlo todo por él. Después se había acercado a su mujer, pálida y exhausta, y le había preguntado cómo se encontraba. Con las miradas radiantes de satisfacción, se dijeron cosas que nadie podía oír. Ella contemplaba, emocionada, a la criatura:

—Estoy muy bien. Míralo, ¿a que es una maravilla? Tenemos que ponerle un nombre.

Resplandecía de felicidad. Era el rostro de la madre primeriza.

Pero esta vez la oía quejarse con una voz muy débil. Las mujeres iban de un lado a otro de la habitación susurrando con tono grave. Todo era diferente a la primera vez. Una puerta los separaba y él no podía compartir su dolor. Esperaba el acontecimiento con angustia, no estaba feliz. «La he hecho sufrir», pensaba.

—Señora, ¿cómo se encuentra? —Oyó que le preguntaba Zhangsao.

Y, tras un silencio amargo, sus lamentos:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Qué dolor!

Debajo de la ventana, Juexin se estremecía oyendo aquellos lamentos. Apretaba los dientes y se llevaba las manos a la cabeza. «No puede ser su voz, ella no grita así», se decía. Pero en la habitación, a excepción de ella, ¿quién podía lamentarse? «Sin duda, es ella, ¡es Jue!».

—¡Ay!… ¡Qué dolor!… ¡Qué dolor!

Los gritos eran cada vez más fuertes, no parecían humanos. En la habitación se mezclaban los sonidos de los pasos, las voces y los objetos. Juexin se tapaba los oídos y se repetía: «Seguro que no es ella, seguro que no es Jue; ella no grita de ese modo». Como un loco, se acercó más a la ventana para ver dentro, pero estaba cerrada. Solo podía oír, no podía ver nada. Estaba desesperado.

—Señora, aguante, de aquí a un momento todo habrá terminado.

—¡Qué dolor!

—Cuñada, resiste un poco, es un dolor corto, pronto se te pasará —decía Shuhua.

Las voces fueron ahogándose y de la habitación solo llegaban gemidos exangües.

De repente se abrió la puerta y salió Zhangsao, atribulada, que iba a la cocina a buscar un lavamanos con agua caliente. Juexin aprovechó para mirar por el resquicio de la puerta, pero solo vio unas sombras que se movían. Enseguida volvió Zhangsao y cerró la puerta.

Juexin llamó a la puerta, pero nadie contestó. Con los brazos caídos, mientras pensaba en cómo entrar, oyó de nuevo unas voces. Llamó con más fuerza.

—¿Quién es? —preguntó Zhangsao.

—¡Dejadme entrar! —gritó indignado.

Nadie contestó y la puerta no se abrió. Su mujer gritaba de dolor.

—¡Dejadme entrar! Zhangsao, ¡déjame entrar!

—Amo, ¡no puede entrar! No puedo abrirle la puerta. ¡Las señoras y la concubina Chen no lo permiten!

—Zhangsao… —dijo acercándose aún más a la puerta.

La criada daba explicaciones, pero él ya no escuchaba. Recordó los argumentos que habían esgrimido las mujeres de la casa. Se rebelaba contra todo aquello, pero no era capaz de desobedecer a Zhangsao.

—¿El amo está aquí? —preguntó la voz apagada de su mujer—. ¿Por qué no puede entrar? Zhangsao, ¡dile que venga! ¡Ay!, ¡qué dolor!

—Jue, ¡estoy aquí! ¡He venido! ¡Abridme la puerta! ¡Rápido! ¡Quiero verla! ¡Abrid! —Daba voces como un loco con todas sus fuerzas y golpeaba la puerta sin parar.

—Mingxuan, ¿estás aquí? No te veo… ¡Qué dolor! ¿Estás aquí? ¿Por qué no dejáis que entre?

—Jue, estoy aquí. Ya voy, yo te cuidaré. No me separaré de ti. ¡Abridme! ¡Dejadme entrar! ¿No veis cómo sufre? ¿No os da pena?

De golpe se hizo el silencio en la habitación; al cabo de unos instantes volvieron a oírse las voces. «¡Cuñada!», «¡Señora!», se oía gritar. Juexin se desesperó.

—Jue, ¡estoy aquí! ¿Me oyes?

Se oyó la voz quebrada de Ruijue.

—¡Qué dolor! Ayudadme. Mingxuan, ¿estás aquí? ¿Por qué no vienes a ayudarme?

—¡Estoy aquí! Jue, ¡te digo que estoy aquí!… ¡Dejadme entrar! Hermana tercera, tú lo comprendes, ven a abrir la puerta, ¡quiero entrar! —gritaba frenético.

El llanto inequívoco de un recién nacido irrumpió en la habitación.

—¡Gracias al cielo y a la tierra! —suspiró aliviado Juexin.

Respiró en paz; el dolor y el sufrimiento de Jue habían terminado. Se sentía dichoso. «Después de esto», pensaba, «todavía la querré más, y también a la criatura». Lloraba de alegría.

Se oyó un grito angustiado.

—¡Cuñada! Tiene la mano fría… —Era la voz de Shuhua, que rompió en llanto.

—¡Señora! —gritó Zhangsao.

Juexin presintió lo peor, pero no se atrevía ni a pensarlo. Golpeó de nuevo la puerta, ordenando que la abrieran, pero fue inútil.

—¡Jue! ¡Abridme!

Los batientes de la puerta, indiferentes, le cerraban el paso. No le dejaban ir a socorrerla ni verla por última vez. Hubiera querido quemarlos.

—Jue, ¡te estoy llamando!, ¿me oyes?

Era un grito de auxilio, todo lo que amaba estaba ahí dentro. Tenía que salvar aquella vida porque también era la suya. Si Jue se iba, ¿qué le quedaría?

La muerte había llegado. Finalmente alguien, quizá Zhangsao, abrió la puerta y la comadrona, con la criatura en los brazos, asomó la cabeza, diciendo:

—Enhorabuena, amo joven mayor, es un varón.

Se llevó al niño y volvió a cerrar la puerta. Juexin oyó que decía:

—Es una desgracia que nazca y no tenga madre…

Las palabras de la comadrona le partieron el alma. No quería a aquel niño, era su enemigo, le había arrebatado la vida a su esposa. La rabia y la tristeza se apoderaron de él. Llamó a la puerta, derrotado. Solo deseaba ir al lado de Ruijue y pedirle perdón. Algo tan estúpido como una puerta cerrada le impedía despedirse de la mujer que amaba, ni siquiera podía ir a llorar ante ella. Sin embargo, el verdadero obstáculo no era la puerta: lo que lo había separado de Jue eran las supersticiones, los ritos, las instituciones. Era el peso de todo aquello lo que le había oprimido durante todos aquellos años y se había acabado llevando la juventud, el futuro y las dos mujeres que más amaba. Habría querido liberarse de aquella carga, pero ya era demasiado tarde. Era un débil, un pusilánime. Y lloró por él mismo.

Dos palanquines se detuvieron en el patio. Eran la madrastra y otra mujer. Yuancheng corría detrás, resollando. La madrastra, al entrar en la casa y oír los llantos, palideció y le dijo a la mujer:

—¡Se ha terminado!

Vio a Juexin y le preguntó asustada:

—Mingxuan, ¿qué haces?

Juexin la miró y abrió los brazos.

—Madre… Jue, Jue…

Reconoció a la otra mujer, la saludó con una reverencia y rompió a llorar desesperado. De la habitación llegaban los llantos del recién nacido. La mujer no decía nada, lloraba en silencio y se secaba las lágrimas con el pañuelo.

Al final, Yuancheng abrió la puerta. La madrastra Zhou dejó pasar a aquella mujer diciendo:

—Señora consuegra, por favor, pase, yo no puedo entrar en la habitación de la luna.

La mujer asintió con la cabeza y pasó. Una vez dentro, los llantos se volvieron más fuertes.

—Ruijue, Ruijue, ¿por qué te has ido así? No has esperado a ver a tu madre. He venido de lejos para cuidarte, tengo muchas cosas que contarte. ¡Dime algo! Ruijue, ¡vuelve! ¡Ya estás muerta! ¡Es horrible! En este lugar, tan sola. Si hubiera venido antes no habrías muerto sola… ¡Hija mía! Tu madre no perdona a tu…

Las palabras de la madre se iban clavando una a una como puñales en los corazones de la madrastra Zhou y de Juexin.

Ir a la siguiente página

Report Page