Faith

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Capítulo 9

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Capítulo 9

La siguiente mañana desperté con unos toquidos en mi puerta. Por un momento había olvidado lo que estaba hacienda, pero cuando vi las dos pequeñas maletas en medio de la vacía habitación, lo recordé. Iba a dejar mi hogar.

Debí estar muy cansada la noche anterior y me quedé dormida sin haberme cambiado. Me asomé afuera. Ya el sol empezaba a filtrarle dentro de mi cuarto y los pájaros empezaban a trinar. Bien. No había tiempo para eso ahora. Recordé la amenaza de Papá.

Después de ajustar mi falda y mi blusa un poco, abrí la puerta. Mamá entró de pronto en mi habitación, sosteniendo algo grande cubierto de tela.

“Siempre imaginé que estaría en tu boda, Faith, pero supongo que no será así. Le he confiado a la Señora Shelby tu situación-”

“No a la Señora Shelby, Mamá, pues entonces todos en el pueblo lo sabrán...”

“¡Ssshhh! He confiado en la Señora Shelby y ella pudo darme esto.”

Mamá quitó la envoltura de tela del objeto que cargaba. Quedé boquiabierta en cuanto lo vi. Todo blanco. Rematado con un delicado encaje. Seda y tafeta. Un vestido de novia. Para mí.

Alargué mi brazo para tocar la tela y era tan lisa y suave que no podía creerlo. Inmediatamente solté la tela. ¿Qué tal si la ensuciaba?

“Esto... Esto, ¿es para mí?” pregunté.

“Pues, ¿qué otra hija tengo que esté necesitando un vestido de novia?” dijo Mamá.

Parecía feliz consigo misma. Era la primera vez que yo veía que ella hiciera algo si el consentimiento de Papá, y feliz de rebelarse en esta libertad.

“No puedo darte un ajuar, pero puedo darte esto,” dijo.

Mamá tomó mis manos y colocó el vestido en ellas. Cuando vio las lágrimas asomar a mis ojos, me detuvo.

“No hay tiempo para llorar,” dijo. “La carroza te está esperando afuera. Esperando para llevarte a la estación. Anda, ve.”

Me acerqué a mis maletas para tomarlas, pero entonces regresé con Mamá. Corrí y le eche mis brazos al cuello.

“¡Mamá, te voy a escribir!” le dije.

“Bien,” dijo. “Me cuentas cómo so esas Grandes Llanuras, cómo se ven cuando las atravieses.”

Me apartó suavemente y pude ver que ella también estaba a punto de llorar.

“¡Vete ya!”

Asentí con mi cabeza y me dirigí nuevamente hacia mis maletas. Mamá me siguió mientras dejaba la habitación y abría la puerta principal de la casa. El chofer de la carroza esperaba, y tomó mis maletas. Me extendió la mano para ayudarme, pero yo dudé.

Deseaba que lo de Papá fuera sólo fanfarronería. Pensé que quizás saldría por la puerta y me diera un último abrazo antes de partir. Pero por más que esperé, nunca salió. La verdad es que no iba a venir, ¿o sí?

Mamá debió adivinar lo que pensaba, porque se despidió de mi agitando sus brazos.

“¡Anda!”

Eso fue suficiente para sacarme de mi tristeza. Tomé la mano del chofer y me senté dentro de la carroza. Apenas estuve acomodada y partimos. Quería decirle que esperara, para que pudiera ver por última vez el único hogar que había conocido. Quería imprimir la imagen en mi mente, para no olvidarla jamás, pero antes de darme cuenta, la casa era ya sólo un pequeño punto en el horizonte.

Me asomé por la ventana hasta que ya no pude ver a Mamá agitando sus brazos. Luego me volteé y me hundí en el asiento. Así que, estaba sucediendo realmente.

Se sentía extraño. De repente, estaba sola. Papa y Mamá no estaban conmigo. Estaba sola. Nunca había pasado una noche lejos de mi familia, y ahora estaba en un tren en un viaje para atravesar el país a un lugar que no conocía, y me casaría con un hombre al que jamás había visto.

El trote de los caballos me zarandeó. Anduvimos por caminos disparejos hasta que el domo del techo de la estación del tren se hizo visible en la distancia.

Es así como lo había visto siempre, desde lejos. Pero nunca había estado ahí porque nunca había tenido una razón para hacerlo. Las personas que frecuentaban las estaciones de trenes, siempre parecían muy mundanas y elegantes mientras esperaban en filas para comprar un boleto. Ahora yo era una de ellas.

El carruaje se detuvo frente a la estación y el chofer me ayudó a bajar. Colocó mis maletas junto a mí y se quitó el sombrero.

“Mucha suerte,” dijo antes de marcharse.

Hubiera dicho gracias, pero estaba sin habla. Debió haber más gente merodeando en la estación de la que había visto en mi vida. La mayoría eran hombres, fumando y tomando mientras esperaban a que arribaran sus trenes.

Parecía que algunas familias hacían sus viajes juntos, y sus hijos corrían en las plataformas. Vi mujeres adineradas, con sus vistosos sombreros y parasoles, ordenando a sus mozos. La estación entera estaba caliente y bochornosa por la cantidad de personas ahí paradas.

Debió ser obvio que estaba perdida, porque muy pronto se me acercó un mozo.

“Disculpe, señorita, ¿se encuentra usted bien?”

Su voz profunda y amigable me volvió a la realidad. Junto a mí estaba un hombre grande, oscuro. Nunca había estado tan cerca de un hombre de color, así que debió ver la impresión en mi rostro. Aún así, se veía realmente preocupado.

“¿Puedo ayudarla?” me volvió a preguntar. Fue la suavidad en su voz la que me hizo confiar en él.

“Es sólo que me siento perdida,” le dije.

“¿Está aquí para tomar un tren señorita?” preguntó.

“Sí,” le dije, “pero nunca he viajado en uno antes.”

Saqué mi arrugado boleto y se lo mostré al mozo.

Lo tomó en sus manos callosas e inspeccionó el texto. Entonces sus ojos se ensancharon.

“¿Guthrie? ¿Qué va a hacer una chica linda como usted en Guthrie? Ese lugar ni siquiera era un pueblo hace dos meses.”

Mi rostro se sonrojó. ¿Qué se suponía que debía decirle? Que estaba huyendo para casarme con alguien que no conocía?

“Voy a visitar a un amigo que es granjero ahí” le dije.

El mozo debió haber visto que estaba apenada, porque se apuró a disculparse.

“Perdón,” dijo, “esto no me incumbe, ¿verdad? Es sólo que me sorprendió, eso es todo. Permítame llevar sus maletas porque su tren está a punto de llegar.”

“Pero no tengo suficiente dinero para pagarle,” le dije.

El mozo levantó mis maletas fácilmente y sonrió.

“No hay problema. Usted aparenta la edad de mi hija,” dijo. “Haré por usted lo que espero que alguien haga por ella. Ahora venga.”

El mozo empezó a caminar rápidamente hacia las plataformas de tren. Llegamos ahí y estaba vacío, pero muy pronto, el tren arribó.

“No tenga miedo,” dijo el mozo.

Pronto entendí por qué. El tren era más grande de lo que imaginaba. Era mucho más alto que yo, como un gigante, oscuro y metálico monstruo. El ruido de las ruedas dando vuelta en los rieles era tan fuerte que tuve que cubrir mis oídos. Chilló hasta detenerse frente a nosotros y arrojó una explosión de calor, humo y vapor. El humo llenó tan rápidamente el ambiente que apenas podía ver a unas pulgadas frente a mí.

Cuando el tren se detuvo completamente, una de las puertas de metal se abrió con un estruendo. Un hombre con un sombrero extraño salió deliberadamente a la plataforma y estudió  a la multitud. Sacó su reloj de bolsillo, lo revisó y lo volvió a meter en su bolsillo.

Finalmente, abrió la boca para gritar a todo pulmón, “¡Abordar!”

Eso fue suficiente para que empezara un frenesí. La estación de tren ya estaba atestada con la gente que iba de un lado a otro, pero ahora la multitud se apresuraba a los diferentes vagones. Había números pintados en cada uno de ellos, pero no tenía idea de lo que significaban.

“Usted estará viajando en segunda clase,” dijo el mozo, “así que llevaré sus maletas a ese vagón. Suba ahí y todo estará bien.”

Volteé a ver en la dirección en que él señalaba, pero el mozo ya se había ido. No pude ubicarlo entre la acometida de gente arremolinándose a mi alrededor. Por un momento quise llorar. Estaba sola otra vez, no tenía idea de a dónde ir, y quizás había perdido mi equipaje.

Pero contuve mis lágrimas. No había tiempo para llorar. Respiré profundo y simplemente escogí un vagón. Al parecer, mucha gente estaba abordando ahí, así que debí escoger el correcto.

Cuando me subí, lo que vi no era muy agradable. Los asientos no eran más que tablas de madera unas frente a otras. No tenían ni siquiera un poco de acojinamiento. Los pasajeros se amontonaban en los asientos. Mujeres junto a hombres con muy poco espacio entre unos y otros.

Aún no empezaba el viaje, y ya el ruido del vagó era insoportable. Las personas se hablaban de un lado al otro de las bancas. ¿Era así como iba a pasar toda la semana?

Al final de una de las bancas había una joven mujer que parecía tener mi edad. Un niño pequeño dormía en su regazo. Me incliné para hablarle.

“Disculpe,” le dije, “¿es este el vagón de segunda clase?”

“Vaya, ¿cómo encontró su camino hasta aquí?” preguntó. Antes de que pudiera contestar, apuntó al frente del vagón. “Segunda clase es por ahí.”

Sentí alivio de haberme equivocado. Ojalá la segunda clase fuera mejor la tercera. Caminé al frente y atravesé la puerta al siguiente vagón.

No se parecía nada a la tercera clase. Los asientos eran más amplios, acojinados con terciopelo. En lugar de estar amontonados, había uno o dos pasajeros en cada asiento. Las personas estaban calladas, respetando el espacio de los demás pasajeros. La mayoría de los hombres ya leía su periódico en silencio.

En una sección del vagón pude ver una pila ordenada de equipaje. Hasta arriba de la pila pude ver mis maletas, perfectamente acomodadas, justo como había prometido el mozo.

La diferencia entes las dos clases me dio curiosidad. Si esta era segunda clase, ¿cómo sería la primera?

Logré llegar a la puerta y entré. Quedé atónita, por decir lo menos. Nunca había estado en la casa de una persona con dinero, pero no me podía imaginar que al vagón lo había simplemente tomado el salón del salón de alguna dama rica y lo habían puesto sobre ruedas.

Al centro de salón había un órgano de caña que alguien tocaba airosamente. Había seda y encaje fino colgando en las ventanas, y el piso estaba cubierto de suntuosas alfombras. En lugar de las sillas y bancas sencillas que había en segunda y tercera clase, cada pasajero tenía su propio sofá y hasta descansapiés decorados.

¡Cómo deseé viajar en primera clase!

Pero mi sueño se interrumpió cuando el mismo mozo que me había ayudado antes apareció. Iba cargando una charola de plata con un juego de té, y rápidamente se acercó a mí.

“Señorita, ¿qué hace aquí? Su boleto es de segunda clase, no de primera clase.”

“Sólo quería echar un vistazo,” le dije.

“¡Apúrese y regrese a su vagón antes de que alguien la vea!” me dijo y sostuvo la puerta abierta para que yo pasara.

Yo quería quedarme sólo un poco más, pero no quería meter al servicial mozo en problemas. Así que regresé al vagón de segunda clase y me acomodé en mi asiento.

No pasó mucho tiempo cuando el tren dio un jalón y se puso en movimiento. Nos sacudimos hacia enfrente y luego la gran mole de la máquina empezó a resoplar en su camino. Fui viendo el paisaje familiar por mi ventana, sentí un poco de temor. Ciertamente iba más rápido que cualquier carruaje en que yo hubiera viajado.

Después de un rato, pasamos un punto que yo recuerdo fue lo más lejos que jamás estuve de casa. Recuerdo el lugar particularmente porque cuando chica, intenté huir. Llegué hasta donde mis pequeños pies me llevaron, y me había parecido una distancia enorme desde la casa. Aún así, no le tomó mucho tiempo a Papá encontrarme, traerme de vuelta y darme una buena tunda.

Esta vez, sin embargo, sabía que él no vendría a encontrarme y llevarme de vuelta. Me enfoqué en no pensar que el tren me llevaba lejos de casa. Más bien, me estaba llevando hacia la siguiente etapa de mi vida, a mi futuro.

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