Exodus

Exodus


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En lo que respecta a mi solicitud de naturalización discrecional, el Ministerio del Interior y Deporte del Senado me notificó su fallo afirmativo el 18 de abril de 2017. Cabe suponer que este tipo de casos alcanzan una resolución favorable, casi con toda probabilidad, como resultado de lo que eufemísticamente se denomina «interés cultural».

 

Hace seis años que vivo en Alemania, y en este tiempo, a pesar de haber visto el odio, también puedo dar testimonio del coraje de quien le hace frente, personas que por su conocimiento de la historia se han sentido concernidas y han reaccionado con valentía en situaciones en que es mucho más fácil mantenerse al margen. La suma total de esas acciones individuales fue lo que terminó por convencerme.

Creo que no corresponde únicamente a judíos y alemanes conservar la memoria de Auschwitz. Para mí, recordar el Holocausto supone una oportunidad terapéutica para reflexionar sobre una vulnerabilidad compartida y reforzar nuestro vínculo común en la lucha por protegernos de ella. El odio nunca desaparecerá, ni aquí, ni en ningún otro lugar, pero los ciudadanos de este país no permanecerán pasivos ante él. Estoy rodeada de personas que se han mostrado dispuestas a pronunciarse en contra del avance del odio que se gesta en nuestra sociedad, y si necesitaran que yo hiciera lo mismo, puedo asegurar que he aprendido a encontrar ese coraje en mí. Porque es aquí, en este país cuyos ciudadanos de a pie han conocido su fortaleza moral de la forma más dolorosa, donde por fin pude tender la mano a la niña que fui, la que dudaba que poseyera la fuerza necesaria para afrontar las pruebas que le presentaba la vida, y enseñarle que imponerse es una decisión, una que tomamos de manera individual, pero también conjunta.

El rechazo instintivo y visceral hacia el país que un día acabaría considerando también mi hogar fue y continúa siendo una parte integral e indistinguible del proceso de reclamarlo como propio. Mi abuela ya me lo dijo una vez: el mundo está formado por opuestos, sin oscuridad no podría haber luz, sin la fuerza de mi repulsión no habría propulsión.

Siempre he sido consciente de una especie de lucha interior similar a la que libra una lente automática buscando el enfoque, dividida entre la configuración de un gran angular que reduce todo a una «imagen amplia», lejana e imprecisa, una configuración con la que me programaron de pequeña, y el deseo de «hacer zoom» y estudiar los detalles, ver los árboles en lugar del bosque, una capacidad que logró florecer de alguna manera en mi interior a pesar de los intentos por reprimirla. Durante mis primeros viajes a Alemania, así como esos primeros años que viví aquí, a menudo tenía la sensación de que mi lente mental estaba fija en la configuración preprogramada, y por mucho que quisiera «hacer zoom», lo único que conseguía cuando lo intentaba era ese atasco y ese atropello extraño que conocerá bien cualquiera que esté familiarizado con una cámara automática incapaz de enfocar.

Más tarde, cuando logré liberarme de ese pánico titubeante, caí en un estado que ya entonces describía en alemán: Schwanken (la situación de un péndulo que ha alcanzado la amplitud máxima de oscilación y continúa moviéndose hacia delante y hacia atrás llevado por el impulso obtenido en ese punto culminante). Y aunque ese Schwanken es un fenómeno que puede prolongarse mucho tiempo, tal vez incluso toda la vida, creo que se aplacará poco a poco, que las oscilaciones serán menos frecuentes y que, cuando ocurran, no serán tan bruscas. Puede que el péndulo nunca se detenga por completo, pero dudo que yo siguiera siendo la misma persona si eso llegara a suceder.

 

Continúa habiendo momentos en que no veo lo que tengo delante y, en cambio, proyecto el pasado que una vez atormentó los sueños de mi infancia: atisbo algo amenazante en un rostro anguloso de tez clara o interpreto la falta de educación de alguien como un reflejo de algo peor. No obstante, he aprendido a centrarme en el individuo y no en el todo, a adoptar una forma nueva de pensar en lugar de la que me inculcaron, un proceso en el que me he desprendido de muchos miedos y limitaciones. Creo que la literatura lo posibilitó en buena parte. Hay varios autores que no solo me inspiraron, sino que me guiaron a través de fases concretas de mi vida, que primero me enseñaron a formular las preguntas correctas y luego me animaron a hallar las respuestas. Y aunque después de abandonar mi comunidad di la espalda a los libros durante un tiempo porque me resultaba doloroso reconocer que seguía atrapada en sus páginas en lugar de vivir mi propia historia, fueron ellos los que finalmente me enseñaron a dar forma a mi nueva narrativa. De Jean Améry aprendí qué era la valentía intelectual; de Salomon Maimon, a confiar en mí misma; de Primo Levi, el perdón y la compasión, no solo por la humanidad en general, sino también por mí misma, con todos nuestros defectos; de Czesław Miłosz, que el lugar del que procedemos conforma nuestra identidad, pero no debe dictar adónde vamos; de Adrienne Rich, que incluso las mitades separadas pueden formar un todo; de Baudrillard, la importancia de relacionarse con el entorno y cómo hacerlo, y sí, de Gregor von Rezzori, que el racismo forma parte de la naturaleza humana, que es un parásito a la espera de abalanzarse sobre nosotros, yo incluida.

Rezzori no solo describe con maestría los prejuicios contra los judíos y la imposibilidad de eludir su estatus social, además sabe ilustrar hábilmente el antiguo y profundo deseo de un pueblo que anhela superar las limitaciones que le han impuesto, que querría liberarse de la identidad con la que nació, que, como sus enemigos, no siente un afán especial por sacrificar su humanidad a cambio de la recompensa de ser considerado una minoría étnica. Cuando uno se cambia el nombre es porque quiere contarse entre aquellos para quienes es reconocible. Yo me desprendí tanto de mi nombre hebreo como de mi llamativo apellido de soltera para pasar inadvertida más fácilmente; no solo quería volver a Europa, no, también quería ser europea y, como muchos antes que yo, descubriría que solo lo primero resulta una cuestión práctica y sencilla. El segundo objetivo exige algo más parecido a una batalla. No obstante, si tan difícil es, si lo único que hago es quejarme, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué he aceptado la ciudadanía alemana y he abrazado este nuevo idioma, esta cultura, a estas personas? Incluso para quienes han nacido en Alemania, la germanidad es algo a lo que se enfrentan con ambivalencia en el mejor de los casos y con resentimiento en el peor, y sin embargo aquí estoy, tendiendo mis brazos a ese temido Estado a pesar de que procedo de una sociedad para la cual no había nada peor que el Deutsch-sein, ser alemán.

Primo Levi recuerda en su última obra, Los hundidos y los salvados, que solían preguntarle si se repetiría lo de Auschwitz. Señala que sería necesaria «la concurrencia de una serie de factores» para que volviera a suceder algo así. Dice que «estos factores pueden darse de nuevo, siendo ya recurrentes en varias partes del mundo». De todas formas, afirma que la reincidencia es más improbable allí donde «el Lager[10] de la Segunda Guerra Mundial continúa formando parte de la memoria de muchos, tanto a nivel popular como gubernamental, y opera una especie de inmunización que coincide ampliamente con la vergüenza de la que he hablado». Una teoría que yo ya compartía antes de leer su obra. Supuse que si Rezzori tenía razón y el racismo era una enfermedad de la que todos estábamos infectados, la única esperanza radicaba en un fuerte sistema inmunitario para mantenerla a raya. Y si algo he aprendido desde que estoy aquí es que el sistema inmunitario es más fuerte donde se cultiva la memoria, donde se mantiene viva gracias a un cuidado esmerado y concienzudo, y que formando parte de esa voluntad colectiva de conservar los recuerdos puedo contribuir a reforzarla.

 

No vine a Alemania huyendo de mi pasado, si bien es cierto que la distancia física ha tenido un impacto enorme en mi sensación de paz y tranquilidad. Tampoco vine buscando una utopía. No quiero ni necesito esconderme del mal o, mejor dicho, de la tragedia de la falibilidad de los mortales, como desearía mi comunidad. Si la combinación de las acciones sociales, los constructos políticos y un sistema legal son los músculos del cuerpo del Estado, entonces vine a un lugar donde ese músculo se ejercitaba para desarrollar su fuerza, donde fui testigo de cómo respondía al estrés, donde podré apoyarlo para que logre soportar el esfuerzo sin desgarrarse. Vine para ser una pequeña fibra de ese músculo.

Aún no lo soy. Aunque tengo el pasaporte, sospecho que tardaré en «convertirme» en alemana. Pero es el comienzo de mi nueva historia, la historia que finalmente he descubierto en mi interior, uno de los muchos hilos dispares que he entretejido para confeccionar un lienzo nuevo, y que de la misma manera que las historias que la precedieron, está convirtiéndose en un relato nuevo que quizá cuente algún día.

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