Exodus

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5. Viaje

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La siguiente parada en el camino fue Suecia, el único lugar del que solo había oído hablar a mi abuela con cariño. Casi toda su estancia allí la pasó con su amiga Edith, que también había estado con ella en los campos de concentración. No se me había permitido conocerla, y además tenía vetada la entrada en nuestra casa por su condición de no creyente. Mi abuela le ocultó las visitas de Edith a todo el mundo salvo a mí; me confió la historia de su amistad, gracias a la cual supe que ella era la otra mujer de la foto en la que unos hombres rubios, apuestos y sonrientes sacaban a mi abuela de Bergen-Belsen en una camilla, esa mujer que entornaba los ojos con timidez e incertidumbre ante la cámara, pues había sido ella quien había insistido en que mi abuela seguía viva a pesar de que yacía medio enterrada entre los cadáveres grises, respirando de manera casi imperceptible. Edith la acompañó durante el rescate organizado por la Cruz Roja británica y consiguieron pasaje en el mismo barco con destino a Suecia, donde enviaron a mi abuela a recuperarse del tifus a unos balnearios reacondicionados temporalmente en campos de refugiados. Aquello me hizo reflexionar sobre lo poco que debía de importar por entonces que Edith estuviera a punto de renunciar a su fe mientras mi abuela se encontraba a un paso de sumergirse en ella de cabeza. Comprendí que la fe debía de ser una cuestión irrelevante en un mundo trastocado por la guerra, algo con lo que bregar cuando el suelo se hubiera estabilizado bajo los pies.

Más tarde, mi abuela me explicaría que tras el Holocausto solo había dos alternativas justificables: renunciar a Dios por completo, ya que la Shoá demostraba o bien su inexistencia, o bien su irrelevancia, o aceptar la idea de la ira de Dios y disponerse a apaciguarlo sacrificándose en el altar del culto ritual. Para ella, la elección de Edith era tan sensata y racional como la de los supervivientes que fundaron nuestra comunidad; que las dos opciones divergieran tanto solo era una caprichosa casualidad.

 

En Suecia tendría la oportunidad de llenar algunas lagunas de la historia de mi abuela. Volé a Copenhague y crucé en tren el puente que llevaba a Malmö sabiendo que la ciudad había sido el primer puerto de entrada de las dos mujeres, como atestiguaban los sellos que aparecían en los documentos de mi abuela. Viajé en autobús a las afueras en busca de la delegación local del Riksarkivet, el Archivo Nacional sueco, y en cuanto la funcionaria pudo atenderme, volqué la pequeña caja de zapatos donde guardaba las fotos y los documentos relevantes, que quedaron desparramados sobre el mostrador de cualquier modo. Con sumo cuidado, la archivera rescató del montón una foto en la que aparecía mi abuela junto a Edith delante de una casa señorial con pinos altos al fondo.

—Parece la región de los lagos —musitó con aire reflexivo—. Una zona de balnearios en el centro del país.

A continuación me explicó que mi abuela habría llegado a Suecia gracias a la operación Vita Bussarna («Autobuses Blancos»), una misión sueca de ayuda humanitaria que rescató a centenares de víctimas del Holocausto directamente de los campos de concentración.

—Pero ese no fue su caso —repuse—. A ella la rescató la Cruz Roja, ¡mire esta foto! ¿Podría haber llegado a Suecia por otra vía?

—Pintaban cruces rojas en los autobuses blancos —me aclaró—. Así conseguían pasar los puestos militares.

—Pero ¿por qué a ella? ¿Por qué la escogieron?

—Tenía tifus, ¿no es así? Por entonces, Suecia contaba con un programa especial destinado al restablecimiento de enfermos de tifus. Dado que estaban apropiadamente equipados para aceptar pacientes y que los aliados temían una epidemia, pusieron en cuarentena a la mayoría en la región de los lagos.

Sin embargo, mi abuela no constaba en el archivo. La funcionaria le echó otro vistazo a la copia del pasaporte sueco para extranjeros que le había enseñado.

—Puede que aquí sepan algo —dijo, señalando el sello del Departamento Estatal de Inmigración.

La mujer me informó de que, tal como estaba montado el sistema sueco de documentación, cada ciudad contaba con su propio archivo. No había nada digitalizado. Los documentos relacionados con el Departamento de Extranjería se encontraban en el Riksarkivet de Estocolmo, así que tendría que tomar un tren y cruzar todo el país.

Fueron seis horas de trayecto; el tren era viejo y traqueteaba con estruendo sobre las vías a medida que atravesaba el paisaje inmutable con una lentitud desesperante, y aunque hacía una temperatura agradable para ser verano, el sol implacable caldeaba los vagones hasta convertirlos en hornos, por lo que las ventanillas abiertas no servían de nada. Llegué a la capital sueca sudorosa y agotada del viaje.

Teniendo en cuenta lo caros que eran los hoteles en Estocolmo, ya no solo en comparación con Hungría, sino también con Nueva York, opté por un hostal barato, pues no quería pasarme del presupuesto para el viaje apenas una semana después de haberlo empezado. Encontré una habitación individual con baño compartido, tan diminuta que solo cabía una cama de noventa centímetros y una mesita plegable, pero la ventana daba al Gamla Stan, el casco viejo de Estocolmo, y oía el tañido de las campanas a lo lejos.

Después de ducharme, salí a la clara noche veraniega en busca de un bar donde picar algo antes de irme a dormir, y a la vuelta de la esquina del hostal, en una amplia plaza con vistas a un canal, conocí a Erik. Yo trataba de localizar una cafetería que había visto en el mapa con el que intentaba orientarme, y quizá pareciera la habitual turista cansada que necesitaba ayuda, por lo que se prestó a echarme una mano cuando pasaba por allí de camino a su casa, después del trabajo. Supongo que me comporté como la típica estadounidense que comparte más información de la necesaria y que espera otro tanto de su interlocutor, lo que no pareció ofenderlo ni ponerlo nervioso, como ya estaba acostumbrada a que ocurriera con los europeos. Primero se ofreció a acompañarme parte del camino, luego el camino entero y, cuando llegamos a mi destino, se volvió hacia mí y dijo con timidez:

—Mira, conozco una cafetería mejor donde podríamos cenar. Me gustaría invitarte, si no te importa tener compañía.

Me sorprendió y me halagó en extremo. Erik era muy sueco: alto, esbelto, de rasgos bellos y angulosos y ojos clarísimos. Lo encontraba atractivo, pero también me resultaba foráneo, y con él me sentía, por decir algo, como cuando probé la langosta en París por primera vez: cautivada, pero también nerviosa e insegura porque no sabía qué esperar.

No tenía de qué preocuparme. En Erik descubrí a un hombre amabilísimo, dulce e inteligente, una persona que procedía de un entorno rural pobre del que había salido a una edad temprana y que con veintiséis años ya era asociado de una prestigiosa firma de abogados. Se sonrojó, cohibido, al contarme que hacía poco le habían concedido una beca Wallenberg para estudiar derecho internacional en Stanford. Se mudaría en agosto y estaba muy emocionado, pero también nervioso. No conocía a estadounidenses, aunque le gustaba lo que veía en las películas y, según me dijo, yo confirmaba lo que había imaginado. Comentó que, a diferencia de algunos suecos, yo me mostraba afable y abierta; le gustaba mi franqueza. Al parecer, a ambos nos cautivaban esos mutuos atributos a los que no estábamos acostumbrados, los que en nuestros respectivos países pasarían inadvertidos por comunes.

Después de haber dado cuenta de buena parte del vino rosado que Erik había pedido, le confesé que lo encontraba atractivo, lo que pareció sorprenderlo tanto que incluso me acusó de burlarme de él.

Volvimos caminando a mi hostal ya entrada la noche, que continuaba siendo una especie de alba incipiente a diez días de haberse instalado el sol de medianoche. Al ver dónde me alojaba, Erik vaciló, pero luego comentó:

—Quizá sea del todo inapropiado, pero permíteme decir que tengo un apartamento precioso y muy amplio no lejos de aquí que probablemente sea más cómodo y sin duda más seguro que esto que te has buscado.

Me eché a reír.

—¿Me estás pidiendo que vaya a tu casa?

—¡No! Bueno, sí. ¡Pero no me refería a eso!

Turbado estaba tan encantador que no pude contenerme y lo besé.

No era amor, sino algo distinto, algo dulce, ligero y sobre todo balsámico después de la tensión psicológica que había ido acumulando desde el inicio del viaje. Aun temiendo que la seriedad del proyecto y la mención del Holocausto lo desencantaran, le conté la verdadera razón por la que estaba en Suecia. Sin embargo, se mostró comprensivo e interesado y se ofreció a ayudarme. Me indicó el primer sitio al que debía acudir el lunes por la mañana e incluso me trazó la ruta en el mapa.

Ese día en cuestión, Erik se fue a trabajar y yo tomé el autobús hasta el lugar cuyas señas me había anotado: la sede del archivo central. En el mostrador me informaron de que el archivo histórico que buscaba se ubicaba en un módulo especial al que solo tenía acceso un experto, a quien habría que avisar. Esperé una hora a que llegara. El funcionario, un hombre de mediana edad desgarbado, con barba, canoso y cadavérico, tomó sin decir palabra el resguardo que me habían proporcionado y desapareció durante veinte minutos.

Regresó con una caja blanca y delgada, que abrió en la mesa, frente a mí.

—Disculpe, esto es todo lo que he encontrado —dijo de manera entrecortada y con marcado acento, y sacó una gruesa carpeta que contenía documentos relacionados con mi abuela, todos en sueco.

Me quedé muda de alegría ante aquel regalo inesperado. A lo sumo, me había esperado un simple apunte sobre su estancia temporal en el país. Sin pensarlo, me abalancé sobre el hombre para darle un abrazo que casi lo mata del susto.

—No sabe cuánto significa esto para mí —dije.

El archivero retrocedió con cara de espanto.

—Un placer —contestó una vez que se encontró a una distancia prudencial, y continuó retirándose hasta salir de la estancia.

 

 

Más tarde, Erik y yo extendimos las fotocopias de los documentos sobre la mesa de la cocina, y me ayudó con la traducción inicial. En varias páginas se recogían las vivencias de mi abuela durante la guerra a modo de testimonio, declaraciones tomadas por la policía internacional. La traducción era impersonal, pero en cierta manera reconocí la voz de Bubby pronunciando aquellas palabras. Según constaba en la documentación, había prestado testimonio en alemán. ¿De verdad se defendía en un alemán rudimentario, un idioma que nunca la había oído utilizar, o en realidad se referían al yiddish? Seguro que no hablaba alemán, la lengua de esa gente. No, debía de ser daytshmerish, la variante engolada del yiddish de la que nos burlábamos de pequeños, lo que Rezzori había descrito como «jerga descarada» o «idioma salpicado de yiddish» en su libro Memorias de un antisemita, lo que yo misma había utilizado en Hungría para comunicarme con Zoltán.

Mi abuela había sido una de las doscientas mujeres húngaras seleccionadas por estar capacitadas para realizar trabajos especializados. Las habían escogido en Auschwitz y trasladado a distintas factorías militares distribuidas por toda Alemania, donde las obligaron a fabricar armas para el ejército nazi. Supuse que ellas sabían que estaban contribuyendo al esfuerzo bélico. Más adelante, gracias a internet descubriría que habían levantado un monumento a esas doscientas mujeres en la pequeña población alemana donde habían trabajado, en el emplazamiento de la antigua factoría donde se producía el armamento. El monumento se había erigido en solidaridad con aquellas mujeres que habían sido obligadas a cometer la crueldad de producir los agentes de su propia destrucción. Intenté imaginar a mi abuela fabricando pistolas, bombas o granadas. Mi abuela, que era capaz de batir un merengue hasta que se aguantaba con el cuenco boca abajo. ¿Sus dedos habían dado forma al frío metal? ¿La pólvora los habría teñido de negro? Por mucho que lo intenté, fui incapaz de visualizarlo.

Todo parecía irreal. Eran pruebas tangibles, impresas, indiscutibles, y aun así irreales. No conseguía tender el puente mental entre lo que había vivido de niña, criada en casa de mi abuela, y aquel escalofriante relato bélico. Por mucho que me esforzaba, no lograba encontrar la conexión entre aquella historia y la de nuestra comunidad. En las fotos, Bubby parecía tan moderna, tan independiente... Tras su recuperación, se había deslomado a trabajar en Suecia: la habían enviado al sur a recoger fruta con otros refugiados a cambio de un salario irrisorio, pero ella no tardó en apartarse de los demás, pues consiguió un empleo de costurera en Gotemburgo. Al leer la palabra en sueco, sömmerska, evoqué el verano por su similitud fonética con el summer inglés, lo cual me pareció muy apropiado porque los recuerdos que tengo de mi abuela están envueltos en sol, rosas y semillas para pájaros.

El archivo también contenía una larga lista de lugares y fechas anotados a lápiz en un papel amarillento. Eran difíciles de descifrar, pero resultaron ser un itinerario detallado de su estancia en Suecia. Le pedí a Erik que me señalara esos lugares en un mapa. A medida que iba bajando por la lista en orden cronológico, su dedo se deslizaba sin ton ni son de una región a otra: norte, sur, este y oeste, adelante y atrás.

—¿Cómo es posible que se desplazara tanto? —pregunté, pero él también estaba desconcertado y solo se le ocurrió que quizá enviaban a los refugiados a donde podían según el espacio del que se disponía.

Sabía que no tenía tiempo para visitar todas las localidades que aparecían en la lista —algunas se encontraban a un día de viaje—, pero a la mañana siguiente, sin discutirlo siquiera, Erik llamó al trabajo para avisar de que estaba enfermo, alquiló un reluciente Volvo gris y nos dirigimos a la región central de los lagos, donde los balnearios y centros de reposo a los que solía acudir la clase alta sueca para restablecerse se convirtieron en campos de refugiados temporales después de la guerra. Mi abuela debió de recuperarse en uno de ellos. Más adelante, trabajó primero en un taller de una pequeña localidad y después en una gran ciudad, en casa de un modisto, donde hizo amigos que intentaron ayudarla a emigrar.

La región de los lagos de Suecia estaba recorrida por desiertas carreteras de tierra y piedrecitas que atravesaban un paisaje infinito de pinos altos y espigados y troncos desnudos del color del cacao en polvo. Dejamos atrás un lago tras otro, todos de un azul frío e intenso, centelleantes bajo un cielo que parecía claro en comparación. Cuando llegamos a Loka Brunn, una antigua y famosa localidad balnearia que había recuperado el esplendor de antaño, un silencio sepulcral reinaba sobre la pequeña agrupación de edificios. Las puertas de las casitas estaban abiertas, pero no se oía nada. Formaban una especie de museo concebido para explicar el papel que desempeñó el lugar durante la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, y aunque era de libre acceso, no encontramos ni visitantes ni empleados en ninguna de las salas en las que echamos un vistazo.

En la siguiente parada de la lista pudimos pasear alrededor del enorme y viejo castillo donde habían alojado a los refugiados, la casa señorial de la foto de Edith y mi abuela, esa en la que Edith aparecía encaramada al murete de la elegante galería y se agarraba al travesaño mientras inclinaba el cuerpo hacia delante como si estuviera a punto de darse impulso y saltar al césped. Mi abuela tenía la espalda erguida, la cabeza ligeramente ladeada y la típica sonrisa de pose para la cámara que la hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era. De hecho, mayor que nadie que yo conociera, tanto que pensé que esa sonrisa nunca encajaría en un ser humano porque su afligida tristeza la volvía del todo sobrenatural.

Cuando la visitamos, la casa ante la que había posado de aquella manera para la cámara se hallaba cerrada y en mal estado. Los habitantes de la pequeña localidad eran personas de edad avanzada. Erik se acercó a una mujer que estaba sentada en una mecedora en su porche, le enseñó las fotos que llevábamos y le preguntó en sueco si sabía algo de la función que había desempeñado el pueblo tras la guerra.

Era mayor que mi abuela, y parecía senil y dura de oído, pero tras varios intentos laboriosos pareció entender a Erik. Le contó a ritmo pausado, como si tratara de recordar las palabras, que era muy joven y que acababa de casarse cuando llevaron a los refugiados a aquel lugar, y señaló un prado descuidado e invadido de malas hierbas que había al final de la calle.

—Los encerraron allí —prosiguió—. Al principio para asegurarse de que no estaban enfermos. El prado estaba cercado por una alambrada. Recuerdo verlos al otro lado de la valla, pero nunca hablé con ellos, ni ellos con nosotros. Un año o así después no quedaba ninguno, se los llevaron a otra parte.

De pronto comprendí que habían estado confinados allí también, y esa revelación me afectó de manera física, fue como si me hubiera caído un gran peso en el estómago. Tenía ganas de llorar, pero no quería que Erik me viera y se agobiara, así que di media vuelta y me apresuré hacia el prado abandonado, como si quisiera inspeccionarlo. Al final de la calle, enterrados bajo arbustos espinosos y parras cargadas de racimos, descubrí los restos de una alambrada enredada en el follaje. Toqué uno de los tentáculos metálicos, retorcido por el paso del tiempo y la intemperie, y pensé en esa otra vez, hacía años, en que uno similar me había rasgado la piel de la mano. Por un instante deseé hundir aquella púa en mis costillas, aunque solo fuera por sentir un segundo algo más intenso que aquella pena abrumadora.

 

A la mañana siguiente, Erik volvió a trabajar y yo me dediqué a deambular por el barrio, Södermalm. Enfilé la bulliciosa Hornsgatan y me detuve frente al escaparate del café Giffi al ver la cantidad de pastas que tenían en el expositor y que me recordaron a mi infancia. Mi abuela también las hacía, pero ¿quién le habría enseñado? Por descontado, no se trataba de dulces tradicionales húngaros, así que era imposible que lo hubiera aprendido de su madre, como ella aseguraba. Entré y pedí un café y una de aquellas galletas redondas y como de encaje que recordaba. Allí las llamaban toscaflarn, me explicó el dueño. Iban montadas una encima de otra y con crema pastelera en medio, no bañadas en chocolate, como las de mi abuela.

—¿Es usted judía? —me preguntó el dueño, un chino de pelo cano, cuando me sirvió el café.

Por un momento pensé alarmada que alguien lo había informado de mi visita, cosa que descarté de inmediato por absurda.

—Sí —contesté sin tenerlas todas conmigo.

—¿Es estadounidense? —insistió, esta vez con mayor entusiasmo.

—Sí —respondí de nuevo.

—¡Lo sabía! ¡Se parece muchísimo a Woody Allen!

«Me parezco a un viejo cascarrabias, genial», pensé.

—Tiene que conocer a Leon —añadió—. Es mi mejor cliente, viene todos los días. Y también es judío.

—Claro —dije, pensando que los judíos debían de ser una rareza por esos lares si el hombre creía que debía ponernos en contacto.

Leon resultó ser un anciano parlanchín y un tanto salaz, un solterón sin hijos que seguía comportándose como un adolescente, justo lo opuesto a las personas serias y circunspectas con las que me había criado. Tenía ochenta y seis años, la misma edad que mi abuela. Había llegado a Suecia desde Berlín con ocho, como refugiado, antes de la guerra. No se había casado, dijo, aunque se arrepentía. Y me informó de que no le gustaban las feministas, como si quisiera ponerme sobre aviso.

—¿Recuerda a los supervivientes, cuando empezaron a llegar tras la guerra? —le pregunté, tratando de desviar la conversación de sus anticuadas ideas políticas.

—Ya lo creo. Era imposible no fijarse en ellos, aunque no se mezclaban con los demás. Creo que era porque la gente les tenía miedo. Todos llegaban con esas barrigas hinchadas, ¿sabe?

—¿Por los desajustes que provoca volver a alimentarse?

—Supongo. Comían mucho. Tenían hambre a todas horas. Todos intentaban ganar peso de manera compulsiva.

La fotografía de mi abuela que había encontrado en el dosier del archivo central, tomada solo unos meses después de su liberación, me había impactado. Apenas la reconocía, con la cara hinchada y aquella expresión vacía y remota.

—¿Parecían tristes? —pregunté.

—¿Tristes? ¡No! —aseguró sin dudarlo—. Al contrario, parecían muy fuertes.

Poco después salí de la cafetería deseando que esa frase resumiera la conversación que habíamos mantenido. Claro que mi abuela parecía fuerte. Los depresivos no habían sobrevivido a los horrores de la guerra, solo los estoicos los habían superado, los que no habían perdido el coraje. Mi abuela jamás se habría regodeado en su desgracia. Aprendió un oficio, hizo planes para el futuro. Decidió reemplazar a la familia que había perdido casándose y teniendo muchos hijos. Supongo que, después de haber perdido todo lo que conocía en la vida, es lógico que escogiera por marido a alguien conocido, alguien que hablaba su lengua y procedía de su tierra.

Al fin y al cabo, era yo quien luchaba contra esa emoción baldía, contra ese dolor, ese lastre inútil, como si al negarse a sucumbir a él mi abuela me lo hubiera traspasado y ahora fuera yo quien debía cargar con él; del mismo modo que ella encendía aquellas velas por sus hermanos y hermanas asesinados, yo mantenía vivo el recuerdo de su dolor. Me aterraba la idea de soltarlo por un momento y perderlo.

 

Gracias al dosier averigüé que el gobierno húngaro no había querido facilitarle un documento de identidad tras la guerra. Mi abuela había apelado una y otra vez a la embajada en Estocolmo. Solo cuando sus influyentes amigos de Gotemburgo intercedieron por ella, la diplomacia sueca logró que recibiera por fin un papel donde se decía que había nacido en Hungría, si bien no se la consideraba ciudadana del país. Aquello bastó para que pudiera solicitar un pasaporte para extranjeros, lo que a su vez permitió la aprobación de la solicitud de ciudadanía estadounidense, al cabo de tres intentos.

Me afectó muchísimo enterarme de las penalidades por las que tuvo que pasar para conseguir ese documento. ¿Cómo era posible que alguien que acababa de sobrevivir a un infierno tuviera que dedicar tres años al desquiciante proceso de suplicar un hogar en el país que quisiera acogerla? Incluso se había planteado emigrar a Cuba con la condición de que solo realizaría tareas agrícolas, tal como estipulaba un acuerdo que firmó con el gobierno cubano. Y también había manifestado en varias ocasiones su intención de emigrar a Palestina. ¡Ella, que a raíz de su matrimonio acabó en una comunidad fervientemente antisionista!

Leon me había dicho que en aquella época todo el mundo era sionista.

Lo que no entendía era dónde habían ido a parar la fuerza y la entereza que mi abuela había demostrado hasta ese momento, sin nadie a quien recurrir, en un mundo de locos que seguía inmerso en la vorágine del caos.

En los años que viví bajo su techo, nunca la oí expresar una opinión ni anteponer sus necesidades a las de los demás. Esa fortaleza que yo acababa de descubrir había quedado relegada a un segundo plano a causa de la abnegación absoluta que exigía el rabino de Satmar. Entonces, ¿era aquello lo que definía a alguien como superviviente en última instancia? ¿La necesidad de sacrificar la propia identidad bajo el pesado manto del martirio en nombre de los muertos?

 

En cierta ocasión en que me encontraba en Nueva Orleans durante la campaña promocional de mi libro, un hombre alto, medio cheroqui, me abordó por la calle en el Barrio Francés.

—La acompañan los muertos —me dijo con gesto grave y serio.

—¿Qué? —repuse creyendo que bromeaba.

—Los muertos. Por todas partes. La siguen. Seguramente son sus antepasados. Eso es lo que dicen.

—No, se equivoca —aseguré, riendo con nerviosismo—. No pueden ser mis antepasados. Mi familia me ha repudiado y mi comunidad me ha dado la espalda. Dudo que mis antepasados no estén al tanto.

—Es usted quien se equivoca —insistió él con tono impaciente, fulminándome con la mirada—. Lo saben todo, pero siguen ahí, y quieren que usted lo sepa. No los olvide.

Miré alrededor en mitad de la tranquila calle, que empezaba a oscurecer en las últimas horas de la tarde. ¿Qué antepasados? ¿Cómo eran? ¿Y por qué iban a interesarse en alguien como yo?

 

En Hungría me había preguntado quién esperaba ser si no averiguaba antes quién había querido ser mi abuela. ¿Por eso tenía la sensación de que su historia formaba parte intrínseca de mi identidad? ¿Por eso me sentía obligada a conocer sus sueños a través de los míos? Me había pasado la vida buscando mi propia magia, algo equiparable a la esencia inextinguible de mi abuela. Había tratado de averiguar de dónde procedía mi férrea fuerza de voluntad, de dónde sacaba mi valor y entereza. Dentro de mí solo encontraba miedo e imperfección, y de pronto comprendí que el legado de mi abuela consistía en saber que el hogar es un espacio interior que te acompaña a todas partes y que no puede ser profanado, aunque el mundo se desmorone a tu alrededor. Sin saberlo, mi abuela me había enseñado que para sentirte completa no necesitabas contar con parientes consanguíneos ni conocer de dónde procedías, bastaban tus convicciones. Gracias a su historia de supervivencia, me demostraba una vez más que no me hacía falta una familia para sobrevivir. Aun rodeada de vileza y temiendo ser objeto del odio del mundo entero, puso de manifiesto que la integridad individual es inviolable.

Su memoria resultó un modelo de auténtica independencia para mí, esa que te libera aun estando atrapada tras la valla más alta, pues tu mente se convierte en una serie de puertas que se abren al exterior.

 

 

Quizá habría sido el momento de regresar a casa, satisfecha con el resultado de la empresa que había acometido. Quizá, si el vuelo de vuelta no hubiera salido desde Berlín, habría decidido saltarme esa última etapa del viaje. Pero en el fondo debía de saber que pisar suelo alemán formaba parte inevitable de aquel proceso de exhumación y que no se trataba simplemente de seguir el rastro del sufrimiento de mi abuela, sino de enfrentarme a ese agujero negro del que era muy consciente, ese enorme nudo de dolor y miedo que estaba asociado a cuanto procedía del término alemán.

Erik me acompañó al aeropuerto. Casi se echó a llorar cuando llegó la hora de despedirse, lo cual hizo que me sintiera culpable por haberme aprovechado de su hospitalidad. No me había dado cuenta de que él había desarrollado un apego emocional que yo no sentía. Sin embargo, tal vez aquello dijera más de mí que de él, ya que nunca me había permitido dejarme llevar en ninguna relación romántica.

—Tengo miedo de no volver a verte —susurró Erik.

—Dentro de unos meses estarás en Stanford y las chicas se volverán locas con tus pintas de escandinavo —bromeé—; hazme caso, estarás tan ocupado con toda la oferta que habrá a tu disposición que ni siquiera tendrás ganas de volver a verme.

Creo que le molestó, y me reprendí por no decirle la verdad sin más: que era incapaz de imaginarme merecedora de un hombre tan puro como él, sin un bagaje y unos traumas que le supusieran un lastre, con un espléndido futuro en el que yo solo representaría una carga injusta.

Yo tenía un hijo y estaba atrapada en el radio de acción que me habían asignado; permitir que Erik entrara en mi vida significaría encerrarlo a él también en mi prisión, tanto física como psicológicamente. Por eso dejé que creyera que no me interesaba mantener una relación estable, y si bien lo dije convencida, cuando miro atrás creo que no sabía lo que sentía; llevaba tanto tiempo reprimiendo mis sentimientos que mi corazón era un amasijo asfixiado y exangüe.

 

Hasta entonces, mis devaneos amorosos habían consistido en juegos de poder psicológicos, coqueteos con los tabús y las barreras, una exploración de lo oscuro, lo prohibido, lo vergonzoso. Mientras el avión ascendía, recordé que hacía más o menos un año que había salido con un hombre llamado Otto, el encargado de la caja de mi librería preferida. Tenía ascendencia alemana. Era muy alto y ancho de espaldas, con una nariz contundente y una mandíbula que se ensanchaba hasta el infinito cuando sonreía. Nuestra cita acabó al pie del puente de Williamsburg, donde fingimos que era 1939 y que yo era una chica judía con la que se había topado por la calle.

Después, ambos nos sentimos avergonzados por lo que habíamos hecho. Otto porque se había dejado llevar y yo porque por un momento creí que era real.

No volvimos a vernos. Tras aquello, evité la librería. ¿Qué buscaba esa noche? Tardaría años en comprenderlo.

 

Recordé que cuando estudiaba en el Sarah Lawrence conocí a una joven que trabajaba como dominatriz en una mazmorra de Manhattan. La chica me confesó que solían visitarla «rabinos» de mi comunidad, que querían que se disfrazara de nazi y les pegara.

—¡No porque lleven barba son rabinos! —protesté, pero no olvidé la anécdota, a la que di bastantes vueltas.

¿De verdad había hombres en Williamsburg, criados por supervivientes del Holocausto, que deseaban contemporizar con sus perseguidores heredados y volver a experimentar el dolor que sus padres y abuelos tuvieron que soportar? ¿Se trataba solo de la culpa del superviviente o había algo más oscuro, y más erótico, en ese impulso? Y lo más importante: ¿me ocurría a mí lo mismo?

Nunca había manifestado el deseo de sentir dolor, pero sí me había percatado de lo mucho que me atraía la sensación de poder, tanto si lo ostentaba yo como si lo hacía otro. Había algo en mí que anhelaba tanto el bastón de mando como la ocasión de doblegar a quien lo empuñara. Por descontado, puede que hubiera una respuesta más sencilla: de pequeña había estado controlada y subyugada, y de pronto tenía la oportunidad de revivir la experiencia con un final distinto. Aun así, también había algo muy cautivador en la perspectiva de ceder mi poder para reconquistarlo luego, y multiplicado por diez, porque al recuperarlo iba acompañado de la sangre del enemigo que quería robármelo. Solo hacía falta que él perdiera para que abdicara de todo su poder en mí.

 

 

Aterricé en Viena y me dirigí a la Estación Central, donde compré un billete flexible para Munich. En el tren que tomé con destino a esa ciudad, acabé sentada frente a un hombre joven llamado Martin, rubio y de ojos azules, que no se percató de que le hablaba en yiddish y no en alemán, y asumió que utilizaba un extraño dialecto montañés al oír alguna palabra que no entendía. Le conté que era estadounidense y que mis abuelos hablaban aún ese dialecto antiguo. En cierto momento le pregunté, de manera inocente y sin venir a cuento, si había antisemitismo en Austria. Abrió los ojos con incredulidad.

—¿Aquí? ¡Claro que no! Aquí nunca ha habido antisemitismo. Nos confundes con los alemanes.

Por la absoluta convicción con que lo dijo, estaba claro que lo creía a pie juntillas.

Martin vivía en Salzburgo, y al recordar de pronto los vibrantes relatos que Gregor von Rezzori había hilado en torno a esa localidad en su magnífica novela Memorias de un antisemita, relatos que me habían impactado como un puñetazo en la cara, decidí bajarme allí también y pasar aunque fuera una noche. Ese día en concreto, el bullicio de los borrachos y la música en directo se había apoderado de la ciudad. Se celebraba algún tipo de festival, por lo que las calles estaban cerradas al tráfico y tomadas por hombres vocingleros y ataviados con los típicos pantalones de cuero del traje regional, que se arracimaban alrededor de mesas de bar dispuestas en medio de la calzada mientras las camareras, vestidas también con el Dirndl tradicional, dejaban una bandeja tras otra de cervezas rebosantes delante de ellos. Todos tenían las mejillas sonrosadas y parecían animados; bailaban en las plazas, reían estentóreamente y se daban palmadas en la espalda. Yo me movía como una sombra lúgubre entre la multitud, sintiendo un peso inexplicable sobre mis hombros. Su felicidad me entristecía.

Recordé la voz inconfundible del protagonista de Von Rezzori:

 

Para colmo, en el verano de 1937, Salzburgo estaba plagado de judíos. Los peores eran los refugiados de Alemania. A pesar de sus Mercedes cargados de equipaje, se comportaban como si fueran víctimas de una cruenta persecución y, en consecuencia, tuvieran derecho a juntarse por centenares en el café Mozart, criticarlo todo y obtener cuanto quisieran más rápido y más barato —si no gratis— que los demás. Hablaban con esa arrogancia berlinesa que tanto exasperaba a quien hubiera crecido en Austria, y mi fino oído detectaba sin esfuerzo el sonsonete semita subyacente. [...] Hubiera querido matarlos a todos.

 

«Claro que podéis estar contentos —pensé mientras trataba de cruzar por entre un grupo bullicioso ataviado con los típicos pantalones con tirantes—. Ya no quedan judíos.» Era como si cualquiera pudiera ser el personaje de Memorias de un antisemita, porque si había aprendido algo de ese libro era que el antisemitismo acechaba hasta en las mejores personas, como un parásito. La cuestión no era si se había abierto camino, sino hasta dónde había llegado dejando a su paso un rastro de podredumbre.

Era consciente de lo dramática que estaba siendo, de que no me dirigía al mundo que me rodeaba sino al que imaginaba que existía en otro plano de manera simultánea, pero ¿eran los libros que había leído recientemente lo que me habían convencido de que ese otro plano era más real, más concreto, que la sociedad banal y tangible en la que me hallaba inmersa?

 

Durante mi breve visita a Salzburgo no encontraría ni un solo monumento en memoria de la comunidad judía que en otra época floreció allí. Fue la primera ciudad invadida por los alemanes cuyos habitantes, encantados de colaborar, deportaron a sus judíos. También se hizo famosa por organizar una gran quema pública de libros en la plaza mayor. Sin embargo, en esos momentos era una frívola atracción turística, con una fuente ornamental y carros de caballos impacientes por pasear a los visitantes por sus calles. La antigua sinagoga, reconvertida en un hotel para turistas, ni siquiera exhibía una plaquita conmemorativa. Buscando en internet, me enteré de que Austria justificaba la ausencia de memoriales al Holocausto por el miedo a posibles represalias como actos vandálicos o ataques antisemitas. Según parecía, preferían apaciguar el antisemitismo en lugar de arrancarlo de raíz.

Aun así, buscando en Google descubrí que sí conservaban algo llamado Stolpersteine, o «piedras en el camino». Se trataba de pequeños adoquines conmemorativos colocados en las calles de Salzburgo y otras ciudades, en lugares que parecían escogidos al azar. Sin embargo, después de un concienzudo recorrido por la localidad, no me había topado con ninguno. Cuando me detuve para preguntar a dos chicas jóvenes que estaban pinchando discos en una plaza pública, me miraron muy confusas y dijeron que nunca habían oído hablar de nada parecido. Me expliqué en alemán con mayor claridad, insistiendo en que los adoquines tenían que existir. ¿No sabrían dónde podía conseguir un mapa que indicara su ubicación? De pronto parecían molestas.

—Están en alguna parte, pero cuesta encontrarlos. Puede que por esa calle de la derecha, ni idea.

No vi ningún adoquín en aquella calle de la derecha a pesar de que peiné el estrecho callejón al menos cinco veces con los ojos clavados en el suelo. En otra plaza, chicos y chicas vestidos de blanco interpretaban una danza tradicional austríaca, arropados por una pequeña multitud que se había congregado alrededor. Decidí ir a buscar la maleta al hotel barato donde me alojaba, situado fuera del casco antiguo, pero al llegar a la sobrecogedoramente silenciosa intersección triangular, me detuve en seco antes de cruzar la calle para entrar en el edificio, retenida por una especie de flashback.

Sin embargo, no se trataba de un recuerdo propio. Era imposible que lo fuera porque la imagen que vi de mí misma —con un pichi de volantes y dos largas trenzas rematadas con cintas, mientras una mujer de mediana edad que lucía falda larga y sombrero ladeado y se ceñía la cintura con algún chisme invisible tiraba de mí por una calle como aquella para ir a visitar a una anciana en su lecho de muerte— ni siquiera pertenecía a mi época. Era como si estuviera recordando algo ocurrido cien años atrás, en una ciudad donde no había estado, entre edificios que jamás había visto y rostros de parientes que no conocía. Me quedé paralizada en la esquina, con los ojos fijos en el edificio que había invocado esa extraña visión: una vieja casa de apartamentos pintada de un lila clarísimo, con molduras blancas y ventanas oscuras en las que no se atisbaba movimiento. ¿Por qué me había asaltado aquel extraño déjà vu de otro mundo? ¿Se trataba de un recuerdo heredado o era producto de mi imaginación, algo que había improvisado juntando historias de mi abuela? ¿Habían estado fermentando en mi interior todos esos años? ¿Emergían ahora para que las expurgara igual que había visto hacer a Bubby cuando retiraba la grasa de la sopa de pollo? Un intenso escalofrío me recorrió el cuerpo en aquel cálido día de verano, y apreté el paso hasta la estación de tren a pesar de que no tenía prisa, perseguida por la sensación de que en esa ciudad había espectros de los que debía desprenderme. Temía que, de continuar allí un minuto más, se aferrarían a mí como díbuks.

 

Tomé un tren ÖBB que se dirigía al oeste, aunque no conseguí averiguar si Munich era la última parada o si continuaba más allá de mi destino. Como no anunciaban las estaciones con antelación, tenía que estar preparada para bajar en cualquier momento, ya que las puertas solo permanecían abiertas un par de minutos antes de que el tren reanudara la marcha. Cada vez que nos deteníamos en una, consultaba la pantalla y miraba los carteles del andén para calcular por dónde iba. En cierto momento alcé la vista, vi que en la pantalla aparecía «München Hauptbahnhof» y corrí a la puerta antes de que se cerrara. El revisor, un hombre mayor, delgado y con un poblado bigote cano que le tapaba la boca, estaba a punto de bloquearla.

—¿Munich? —pregunté.

Ja, Munich —contestó, y me apremió a que cruzara la puerta medio abierta.

Solo cuando hube descendido al andén comprendí que en el cartel de la estación ponía ROSENHEIM. Me di la vuelta de inmediato con intención de volver a subir, gritándole al revisor que me había equivocado de parada, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros mientras me miraba a los ojos y cerraba de un portazo delante de mi cara.

Fue como si acabara de presenciar una crueldad indescriptible. Se me encogió el pecho, sentí que me estallaban los pulmones y no pude contener las lágrimas que manaron con un sollozo irrefrenable. Me derrumbé sobre la pila de maletas del andén, y a lo lejos, a través de una fina bruma grisácea, atisbé con vaguedad una hilera de personas que me observaban en silencio desde el otro extremo.

Cuando, después de encontrar un tren regional en la otra punta de la estación de Rosenheim, por fin llegué a la Estación Central de Munich llovía a cántaros, así que me metí en el bar y pedí un café en alemán. La camarera me preguntó de dónde era y dijo que tenía un acento ß, «dulce». Por entonces aún me manejaba con torpeza con aquel idioma extraño que me resultaba reconfortantemente familiar al tiempo que amenazadoramente distorsionado, y el alemán süß me sonó como el yiddish sis, por lo que no supe si debía tomármelo como un cumplido o como un comentario condescendiente, pero al menos me alegré de que mi procedencia no quedara clara.

—¿De dónde diría?

—No tengo ni la menor idea —reconoció—. Por lo general lo sé a la primera, pero su acento es una mezcla de muchos lugares. ¿Checa? ¿Polaca? ¿Suiza? ¿Holandesa, quizá?

Sonreí mientras bebía un sorbo de café. Se guiaba por la contundencia con que yo pronunciaba la fricativa de ich.

—Una mezcla —contesté.

Dos hombres muy borrachos me propusieron matrimonio mientras comía, a las tres de la tarde. Estaban de pie, demasiado cerca para mi gusto, tirando la cerveza a cada tanto.

La gente del bar me dijo que no les hiciera caso, que los bávaros eran así.

—Somos muy simpáticos —insistió uno agarrándome la mano con fuerza.

Me solté como pude y traté de alejarme de la barra.

Fue Markus quien me rescató, despachó a los borrachos y se sentó en el taburete de mi lado de manera protectora. Alto, ancho de espaldas, con pinta de alemán en todos los sentidos, pero con una nariz ligeramente aguileña que lo hacía más afable y una sempiterna media sonrisa socarrona que restaba severidad a sus facciones angulosas, apareció de pronto en mi campo de visión tapando todo lo demás y fue como si alguien me hubiera pasado una mano fresca por la frente. A partir de ese momento solo tenía que concentrarme en un punto delante de mí y las extrañas y aterradoras sombras que acechaban tras él se volverían irrelevantes. Intercambiamos las cortesías de rigor y vi que se trataba de una persona seria y decente, por así decirlo. Comentó que le gustaban mis gafas de montura gruesa y, casi con tono maravillado, dijo que parecía salida de una película de Woody Allen. Dadas las circunstancias, por esa vez le perdoné el tópico, y la conversación no tardó en virar hacia cuestiones más interesantes. Le conté que viajaba por Europa con la intención de volver sobre los pasos de mi abuela y que Alemania era la última e inevitable parada del itinerario. Supuse que se pondría a la defensiva o que el tema lo aburriría, pero no se alteró y mostró interés. Con absoluta seriedad a pesar de la sonrisilla inexorable, me confesó que por una parte descendía de menonitas y por la otra de nazis. Su abuela se vanagloriaba incluso de haber besado la mano de Hitler, añadió como si quisiera escandalizarme.

Me quedé mirándolo con gesto inquisitivo. Tuve la sensación de que se trataba de una oportunidad excepcional: era la primera charla que mantenía con un hombre que hablaba alemán y que no recurría al autoengaño ni aseguraba que uno de sus abuelos había sido de la resistencia. Me pareció que Markus se sentía lo bastante distanciado del pasado para abordarlo sin pesar, y al instante me acució la curiosidad de saber por qué.

—No es tanto lo que hicieron vuestros abuelos, ni los vuestros ni los de nadie, sino lo que habrías hecho tú de haber vivido entonces —dije con aire reflexivo—. ¿Cómo sé que no te habrías dejado arrastrar por la locura y habrías matado a alguien como yo?

—¿Cómo sé yo que no lo habrías hecho tú de haber sido tú la alemana y yo el judío? No creo que puedas saber eso de alguien hasta que lo ves en esas circunstancias.

—Soy incapaz de sentir tanto odio o ejercer esa clase de violencia.

—¿Y si te hubieran criado unos antisemitas confesos? En un caso así, ¿quién es verdadero dueño de sí mismo?

Le brillaban los ojos, estaba claro que para él todo era teórico, que disfrutaba del aspecto filosófico de la conversación. Su desapego me sorprendió.

—¿Sabías que, de hecho, el judaísmo cree en el precepto de que los hijos han de pagar por los pecados de los padres? —respondí—. Crecí con la convicción de que nuestro sufrimiento es una expiación por la Haskalá, la ilustración judía. Y en la misma línea, me enseñaron que los alemanes siempre serán considerados la encarnación del mal por lo que hicieron sus antepasados, y que por eso deberíamos odiarlos.

—Pero ya no eres tu educación. Tú eres tú.

Yo seguía sonriendo, paciente y tranquila.

—¿Y si soy ambas cosas? ¿Y si no puedo decidir?

Hasta ese momento, ninguno de mis breves encuentros románticos se había caracterizado por aquella intensa y descarnada intimidad. Cuando Markus se ofreció a acompañarme en la siguiente etapa del viaje, me pareció lo más natural del mundo.

—¿Estás seguro de que es buena idea? —le pregunté, llevada por cierto sentido del deber—. Puede que acabemos odiándonos.

—Me arriesgaré —contestó.

Seguía lloviendo cuando salió para ir a buscar el coche, así que lo esperé junto a la entrada. En la escalera, un grupo de jóvenes vestidos de negro y con tatuajes en el cuello fumaba con aire ocioso y gesto despectivo. ¿Cómo se distinguía a un nazi de un punk? En realidad, ¿qué pinta tenía un skinhead? Todos los rostros me resultaban amenazadores, y la inquietud iba apoderándose de mí a medida que pasaba el tiempo. Alguien me miró con frialdad y me encogí, clavando los ojos en el suelo. Un hombre alto fumaba un cigarrillo a una distancia que me incomodaba y sentí que se me desbocaba el corazón. ¿Acababa de lanzarme una mirada lasciva o eran imaginaciones mías?

El móvil vibró por fin.

«Dobla la esquina —me escribía Markus—. Estoy aparcado frente al Starbucks.»

No quería volver a mezclarme con la multitud.

«¿Y si quedamos en la salida? —pregunté—. Estoy un poco agobiada.»

Acudió. Levanté la vista y allí estaba, enorme sin resultar amenazador y con su sempiterna sonrisa. Todavía no sé cómo explicar lo que sentí en ese momento, algo que nunca me había pasado: ver un rostro por primera vez convencida de que no se trataba de un extraño. Lo miraba y era como si lo conociera de toda la vida. Discutimos sobre quién llevaría mi maleta bajo la lluvia.

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