Evelina

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Parte Segunda » Carta XIII

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CARTA XIII

Evelina continúa

Holborn, 13 de junio

Ayer todos los Branghton comieron aquí. Nuestra conversación fue casi totalmente concerniente a la aventura del día anterior. El señor Branghton dijo que su primer pensamiento fue poner en la calle a su huésped, no fuera que se matara en su casa y eso le causara algún problema, pero, continuó:

—Tuve miedo de no poder recuperar nunca el dinero que me adeuda, mientras que, si se muere en mi casa, tengo derecho a quedarme con todo lo que deje atrás para compensar la deuda. En verdad, debería haberle denunciado y que le encarcelasen, pero… ¿qué sacaría yo de eso? No podría ganar nada allí para pagarme; así es que reflexioné un rato sobre ello, y decidí pedirle sin rodeos el dinero en mano; me dijo que me pagaría la próxima semana, sin embargo, le di a entender que aunque no fuera escocés, no me gustaba sobreexcederme, como a él; y entonces me dio un anillo del que no hubiera querido separarse mientras viviera, y qué sé yo cuántas cosas más por el estilo; pero me dijo que se lo guardara hasta que pudiera pagarme.

—Esto es diez a uno, padre —dijo el joven Branghton—, si viniera con justicia por ello.

—No es muy probable —contestó él—, pero no habría gran diferencia, pues podría probarle mi derecho a todo su valor.

¡Qué principios! Apenas podía permanecer en el cuarto.

—Estoy decidido a enfrentarme a él en cuanto tenga oportunidad —dijo el hijo— y decirle que ahora ya sé lo pobre que es, y echarle en cara los aires de importancia que se daba cuando llegó a casa.

—¿Puedes contar qué pasó, niño? —dijo madame Duval.

—Pues no se puede imaginar el alboroto que armó porque, un día, comiendo, acerté a decir que suponía que nunca antes había comido tan bien como desde que llegó a Inglaterra; se puso como una fiera, y, en fin, por mi parte, no hice demasiado caso de su enfado, pero tal cual creí que se trataba de un caballero, o nunca se habría enojado tanto; sin embargo, ahora nunca más podrá venirme con embustes de nuevo.

—Pues bien —dijo la señorita Polly—, tal parece otra persona, pues ya no huye de nosotros ni se esconde, ni nada; es muy amable y está todo el tiempo en la tienda, paseando tranquilamente cerca de las escaleras, mirando la gente que entra.

—¿Pero es que no entendéis algo tan simple? —dijo el señor Branghton—. Quiere ver de nuevo a la señorita.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!, señores, qué risa —dijo el hijo—, se habrá enamorado de ella.

—Pues estoy segura de que para la señorita es bienvenido —dijo la señorita Branghton—, lo que es a mí, realmente me daría mucha vergüenza una conquista tan miserable.

Así fue el diálogo hasta la hora del té, cuando la aparición del señor Smith dio un giro a la conversación. La señorita Branghton comentó el aire tan distinguido con que entró en la estancia, y me preguntó si no me parecía un hombre con mucha clase.

—Venga —dijo él avanzando hacia nosotras—, las señoras no deben sentarse juntas. Dondequiera que voy siempre tengo por regla separar a las señoras.

Y diciendo esto, dándole a la señorita Branghton la siguiente silla, se sentó entre nosotras.

—Ahora estamos bien, ¿no creen? Yo pienso que es un cambio delicioso.

—Si a mi prima también le parece bien —dijo la señorita Branghton— por mí no hay objeción.

—¡Oh! —dijo él—, al primer golpe de vista siempre estudio lo que a las señoras les gusta; y ciertamente, es natural que les guste más sentarse entre caballeros, pues si no ¿qué pueden hablar entre ustedes?

—¿Hablar? No piense tal cosa —dijo el joven Branghton—, siempre encuentran de qué hablar; ¡bien sabe que nunca se cansan!

—¡Oh, Tom! —dijo el señor Smith—, no sea duro con las señoras; ya sabe que yo siempre las defiendo.

Al poco rato, cuando la señorita Branghton me ofreció un pastel, este hombre tan caballeroso me dijo:

—Si yo fuese usted, no tomaría nada de manos de esa mujer.

—¿Por qué no, señor?

—Porque siendo tan bonita temería que me envenenaran.

—¿Y quién es severo con las damas ahora? —dije yo.

—Realmente, señora, se me fue la lengua; no tenía intención de decir tal cosa, pero uno no siempre puede estar en guardia.

Luego la conversación giró sobre espectáculos y lugares públicos; el joven Branghton me preguntó si había estado alguna vez en el George[42] de Hampstead.

—No, no conozco ese lugar —contesté.

—¿De veras, señorita? —dijo él ansioso—, pues tiene que venir, es muy divertido, se lo prometo. La llevaré pronto, algún domingo. Y ahora, Bid y Poll, no vayáis a contarle nada a la señorita sobre las sillas y todo lo demás que hay allí, porque quiero sorprenderla; y si pago, tengo derecho a hacer lo que quiera.

—¡El George de Hampstead! —repitió el señor Smith desdeñosamente—. ¿Cómo puede suponer que a esta señorita le gustará ir a un sitio tan vulgar como ése? Dígame, señora, ¿ha estado alguna vez en Don Saltero’s[43], en Chelsea?

—No, señor.

—¿No? Pues insistiré en ser su guía antes de que pase mucho tiempo. Le aseguro, señora, que allí sólo acude gente refinada, o le doy mi palabra de que en otro caso no se lo recomendaría.

—Dígame, prima —dijo el señor Branghton—, ¿no ha estado aún en Sadler’s Wells[44]?

—No, señor.

—¿No?, pero entonces no ha visto usted nada.

—¿Y no le gusta la Torre[45] de Londres?

—Nunca he estado, señor.

—¡Por Dios! —exclamó él—, ¿no haber visto la Torre? ¿Entonces tampoco ha subido a la cúpula del monumento[46], no?

—No, en verdad.

—Pues, entonces, si no ha visto eso, ha de hacerse a la idea de que no ha visto Londres.

—Dígame, señorita —dijo Polly—, ¿ha visto la catedral de St. Paul[47]?

—No, señora.

—Bien, pero, señora —dijo el señor Smith—, ¿le gustan los jardines de Vauxhall[48] y Marybone?

—No los conozco, señor.

—¡Bendito sea Dios!, ¡realmente me asombra, porque Vauxhall es el primer deleite de la vida! No he visto cosa igual; pues bien, señora, debe usted relacionarse con gentes muy extrañas, para que no la hayan llevado a Vauxhall. Y no ha visto nada de Londres aún. No obstante, podemos intentar compensarla.

Durante esta disertación, fueron mencionados muchos otros lugares, de los cuales he olvidado los nombres; pero los gestos de desprecio y sorpresa que esbozaban ante mis continuas negativas fueron muy divertidos.

—Veamos —dijo el señor Smith después del té—, como esta señorita ha estado con gente tan extraña, hay que demostrarle la diferencia; ¿por qué no vamos esta noche a alguna parte? Me gusta organizar las cosas impulsivamente. A ver, señoras, ¿a dónde iremos? Yo creo que debíamos ir a Foote[49], pero las señoras escogen; yo nunca digo nada.

—El señor Smith está siempre de buen ánimo —dijo la señorita Branghton.

—Sí, señora, sí, a Dios gracias, tiene un humor bastante bueno; no tengo preocupaciones aún, no estoy casado, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!: excúsenme señoras, pero… no puedo evitar reírme.

Ninguno objetó nada, y por fin fuimos al pequeño teatro de Haymarket, donde me divertí mucho con la representación de The Minor and The Commissary[50].

Luego regresamos todos para la cena.

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