Evelina

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Parte Tercera » Carta II

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CARTA II

De Evelina al reverendo señor Villars

Bristol Hotwells, 12 de septiembre

Oh señor! Lord Orville es el mismo de siempre; nada más verle supe que seguía siendo todo lo amable que un hombre puede ser. Y su feliz Evelina, restituido nuevamente el ánimo y la tranquilidad, ya no tendrá mala opinión de sí misma ni estará descontenta con el mundo; ¡ya no considerará más, con la mirada abatida, la perspectiva de sus días futuros transcurriendo entre la tristeza, la duda y la sospecha! Ahora afrontará el porvenir con renovado coraje y esperará encontrar bondad en el género humano, mientras siente más fuerte que nunca la loca esperanza de encontrar la perfección. Su conjetura era perfectamente cierta: lord Orville, cuando escribió la carta, no podía estar en sí. ¡Oh, qué vicio tendrá el poder de degradar a semejante bajeza a un hombre tan noble! Esta mañana acompañé a la señora Selwyn a Clifton Hill donde, magníficamente situada, se encuentra la casa de la señora Beaumont. Durante el camino, que recorrimos lentamente, mi agitación era grande, quizá más porque mi mente aún está muy sensible. Cuando entramos en la casa, invoqué en mi ayuda a toda mi resolución y determiné morir antes que darle motivos a lord Orville para atribuir mi debilidad a una causa equivocada. Me sentí felizmente aliviada en mi turbación en cuanto vi que la señora Beaumont estaba sola. Permanecimos sentadas con ella por espacio de una hora al menos, y entonces vimos llegar a la verja un faetón[65], del que descendieron un caballero y una dama.

Entraron en el vestíbulo con la soltura de quien se siente en su propia casa. Enseguida vi que el caballero era lord Merton; entró en la sala arrastrando los pies, con botas y el látigo en la mano, hizo algo parecido a un saludo dirigido a la señora Beaumont y se volvió hacia mí; su sorpresa fue manifiesta, pero hizo como si no me reconociera. Esperaba descubrir primero, creo, la razón que me había llevado a aquella casa, en la que no sintió regocijo alguno por encontrarme. Y se sentó en la ventana tranquilamente sin hablar con nadie.

Mientras tanto, la dama, que parecía muy joven, cojeando antes que andando, entró en la sala y saludó al pasar a la señora Beaumont, diciendo:

—¿Cómo está, señora? —y sin preocuparse de nadie más, con aire lánguido se dejó caer en un sofá, protestando con voz afectada y hablando tan suave que apenas se la oía: estaba muerta de cansancio—. Es que las carreteras, señora, están monstruosamente polvorientas, ¡y no se puede imaginar lo molesto que es el polvo en los ojos!…, y el sol…, ¡también es monstruosamente desagradable! Imagino que tendré un tono tan bronceado que no estaré presentable para ser vista en una buena temporada. Ciertamente, señor, no saldré más con usted; no pone cuidado por dónde lleva a las personas.

—Por mi honor —dijo lord Merton— que la he llevado a dar el paseo más agradable de toda Inglaterra; es culpa del sol, no mía.

—Tiene razón, señor —dijo la señora Selwyn—, al echarle la culpa al sol, pues posee tantas excelencias que contrarresten sus pequeñas inconveniencias, que una pequeña culpa no lo dañará en nuestra estimación.

A lord Merton no le agradó en modo alguno esa alusión, que por otra parte no creo que hubiera sido hecha con tanta ligereza si no fuera para vengarse por su negligencia hacia nosotras.

Lady Louisa, ¿encontró a su hermano? —dijo la señora Beaumont.

—No, señora, ¿ha salido en el carruaje esta mañana?

Entonces comprendí lo que ya sospechaba, que la dama era la hermana de lord Orville; qué extraño que con tan cercano parentesco sean tan distintos uno de otro. Ciertamente hay alguna semejanza en su apariencia, pero en modo alguno en sus modales.

—Sí —contestó la señora Beaumont—, y creo que deseaba verla.

—Su señoría conduce a tal velocidad —dijo lady Louisa—, que quizá le pasamos sin verle. Me asusté de muerte y confieso que estoy mareada. Y no sabe señora, no hemos hecho otra cosa que pelearnos toda la mañana. ¿No es verdad, señor mío, que le he regañado duramente? —y mirando a lord Merton le sonreía expresivamente.

—Ha sido la de siempre…, todo dulzura, milady —dijo él, mientras retorcía el látigo entre los dedos.

—¡Oh, señor mío! Qué ignominia, sé que no piensa de ese modo; me atribuye muy mal carácter, ¿no es cierto?

—No, por mi honor, ¿cómo puede preguntar tales cosas, milady? Por favor, ¿sabe qué hora es?, mi reloj está parado.

—Son casi las tres —contestó la señora Beaumont.

—¡Por Dios, señora, me asusta usted! —exclamó lady Louisa, y volviéndose a lord Merton—: qué malvada criatura, ¿por qué me dijo que no era más que la una?

En ese instante la señora Selwyn se levantó para ausentarse, pero la señora Beaumont le preguntó si le gustaría ver la zona de arbustos, a lo que ella contestó:

—Me complacería mucho, pero temo que eso fatigue a la señorita Anville.

Entonces la señorita Louisa levantó la cabeza que tenía apoyada en su mano y la volvió para mirarme; una vez satisfecha su curiosidad dio media vuelta y volvió a su postura anterior sin apreciar el embarazo que me había causado ni reparar más en mí.

Me declaré perfectamente capaz de caminar y rogué que me permitieran acompañarlas.

—¿Qué dice usted, lady Louisa? —dijo la señora Beaumont—, ¿un paseo por el jardín?

—Yo, señora, le aseguro que no puedo dar ni un paso; el calor es tan sofocante que me mataría, estoy medio muerta ya; además, no tendré tiempo de vestirme. ¿Tendrá invitados hoy, señora?

—Creo que no, a menos que lord Merton nos honre con su presencia.

—Con mucho gusto, señora.

—No merecía ser invitado por lo malvado que es —dijo lady Louisa—, porque ha de saber, señora, lo abominable que ha sido: hemos encontrado al señor Lovel en su nuevo faetón, y su señoría tuvo la crueldad de echársele encima. De veras hemos volado, no podía ni respirar. Doy mi palabra, señor: nunca más confiaré en usted; ciertamente no lo haré.

Entonces nos fuimos al jardín, dejándoles discutir el asunto a sus anchas.

¿Recuerda usted, señor, una dama muy bonita pero afectada que le mencioné haber visto en el grupo de lord Orville en el Pantheon? ¡Qué poco imaginaba yo que era su hermana! La misma lady Louisa Larpent. Ahora comprendo la coquetería con que se dirigía a lord Merton aquella noche, y el desagrado con que lord Orville señaló la incorrecta atención de su futuro cuñado hacia mí.

No habíamos caminado demasiado cuando de lejos percibí a lord Orville, que desmontaba de su caballo y entraba en el jardín. Toda mi turbación regresó al verle, aunque me esforcé en reprimir mis emociones…, todas, menos mi resentimiento. Se acercó y saludó al grupo en general, pero yo volví la cabeza a un lado para eludir su saludo. Se dirigió inmediatamente a la señora Beaumont y le preguntó por su hermana, pero al verme más de cerca, exclamó sorprendido:

—¡Oh, señorita Anville!

Luego avanzó hacia mí, me prodigó cumplidas palabras sin expresión alguna de vanidad o impertinencia, ni siquiera de concienciación o vergüenza…, sino, más bien, con un semblante franco, varonil y encantador, con una sonrisa placentera y los ojos brillando de satisfacción. La conciencia estaba toda de mi parte, porque creo que para él, en ese instante, la carta estaba completamente olvidada.

¡Con cuánta cortesía se ha dirigido a mí! ¡Con qué dulzura me ha mirado! Incluso el tono de su voz parecía elogioso. Se ha felicitado por la fortuna de haberme encontrado; esperaba que me quedara algún tiempo en Bristol, y con ansiedad me preguntó si era mi salud la causa de mi viaje, en cuyo caso su satisfacción se convertiría en preocupación.

Y sin embargo, aunque hechizada por encontrarle como acostumbraba a ser, no suponga, muy señor mío, que olvidé el resentimiento que siento hacia él, o los motivos por los que me ha causado tanto pesar.

No, mi comportamiento fue tal que, si usted lo hubiera visto, no lo habría desaprobado en absoluto: estuve seria y distante, apenas le miré mientras hablaba ni le contesté cuanto permanecía en silencio.

Pienso que fue consciente del cambio obrado en mi conducta, y creo que esto no dejará de recordarle y hacerle lamentar la provocación causada, ya que ciertamente no habría perdido la razón tanto como para mostrarse ahora ignorante de la ofensa cometida.

En cuanto me fue posible hacerlo sin demasiada brusquedad, le di la espalda y le pregunté a la señora Selwyn si no sería demasiado tarde para volver a casa. No sé cuál fue la reacción de lord Orville porque evité cruzar su mirada, pero no pronunció palabra en el trayecto que nos separaba de la verja. Creo que mi determinación le asombró, pues quizá no esperaba que tuviese tanto carácter. Para ser sincera, aún segura de la conveniencia, más incluso, de la necesidad de mostrarle mi desagrado, casi me odié a mí misma por recibir sus atenciones tan descortésmente.

Cuando nos despedimos y nuestras miradas se encontraron accidentalmente, le encontré tan serio como yo misma; la sonrisa y el buen humor con el que lo había encontrado habían desaparecido de su semblante.

—Temo que esta señorita esté demasiado débil para otra caminata sin haber descansado antes —dijo la señora Beaumont.

—Si estas señoras confiaran en mi conducción —dijo lord Orville— y no sintieran miedo del faetón, el mío estará listo en un momento.

—Es usted muy amable, señor —dijo la señora Selwyn—, pero mis últimas voluntades están aún sin firmar, y la verdad, prefiero no aventurarme en un faetón en manos de un joven mientras pueda evitarlo.

—¡Oh! —dijo la señora Beaumont—, tratándose de lord Orville no debería sentir miedo, pues es notablemente prudente.

—Bueno, señorita Anville, ¿qué dice usted?

—Realmente puedo seguir caminando —dije yo.

Pero entonces percibí en el rostro de lord Orville una sorpresa tan grande ante mi brusca negativa, que no pude menos que añadir:

—Porque sentiría mucho causarle la menor molestia.

El rostro de lord Orville se iluminó al escuchar estas palabras y renovó su ofrecimiento de forma que no pudiera negarme, al tiempo que pedía el faetón.

Yo no sé muy bien cómo ni por qué, muy señor mío, desde ese momento mis reservas disminuyeron sensiblemente; no se enoje conmigo, no fue mi intención, me esforzaré en renovar mi firmeza; cuando tracé mi plan, sólo pensé en la carta, no en lord Orville…, pero ¿cómo me será posible persistir en mi resentimiento sin mediar provocación? Porque, créame, queridísimo señor, si hubiese visto en él una actitud semejante a la de su desgraciada carta, su Evelina no habría perdido el derecho a ser objeto de su estima consintiendo ser tratada con indignidad.

Continuamos en el jardín hasta que el faetón estuvo preparado, y cuando nos separamos de la señora Beaumont, repitió a la señorita Selwyn su invitación para instalarnos en su casa; pero por la razón ya mencionada anteriormente fue de nuevo rechazada.

Lord Orville nos guió tan lentamente, con tan gran cautela que, pese a la altura del faetón, habría sido ridículo sentir miedo. No tomé parte alguna en la conversación, pero la señora Selwyn suplió ampliamente la de las dos. El propio lord Orville no habló demasiado, pero el excelente sentido y las refinadas maneras que acompañan cada palabra que pronuncia dan valor y peso a todo lo que dice.

—Supongo, señoría —dijo la señora Selwyn cuando llegamos a nuestro alojamiento—, que le habría puesto en extremo embarazo haberse encontrado con alguno de los caballeros que tienen el honor de conocerle.

—En ese caso —respondió él con galantería—, habría sentido compasión de lo mucho que me envidiarían.

—No, señor mío —insistió ella—, habrían sentido vergüenza de que, en estos tiempos tan osados, hubiera sido tan cobarde de evitar espantar a las damas.

—¡Oh! —dijo él riéndose—, cuando un hombre siente miedo por sí mismo, las señoras no tienen peligro a su lado; el temor que usted ha sentido por su seguridad no es ni la mitad del que yo he sentido por la salud de mi corazón.

Entonces descendió, nos ayudó a bajar, se despidió encaramándose de nuevo al faetón y al momento estaba fuera de nuestra vista.

—Ciertamente —comentó la señora Selwyn cuando él se fue—, ha habido un error en el nacimiento de este joven; estaba indudablemente destinado a vivir en otra época; ¡es realmente educado!

Y ahora, mi querido señor, estando así las cosas, ¿puedo renunciar a mi resentimiento sin imprudencia o inconveniencia? Espero que usted no me censure. Si, como a mí, le complace, visto su respetuoso comportamiento, se habrá convencido de la imposibilidad de sostener mi indignación por más tiempo.

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